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Viene del Post anterior: La Mansión de la Lujuria [01] - Parte 01
Lilén estaba acostada mirando hacia la puerta, a su espalda se encontraba Inara, respirando lentamente. Probablemente ya se había quedado dormida. La pobre Lilén estaba debatiéndose entre dejar la puerta abierta o cerrada, no sabía cuál de las dos cosas le daba más miedo. Cerrar la puerta podría significar quedarse encerrada, si algún “ente maligno” se aparecía dentro del cuarto. Pero dejarla abierta le generaba la incómoda compulsión de mirar hacia al pasillo oscuro, buscando algún movimiento entre las sombras.
El cansancio comenzó a vencerla de a poco, sus párpados se volvieron pesados. Estuvo a punto de quedarse dormida cuando lo vio.
Todos sus sentidos se pusieron en alerta, las alarmas internas sonaron y su corazón empezó a repiquetear a todo ritmo. No gritó porque no pudo. El susto la dejó congelada.
Allí, justo frente a ella, en el oscuro umbral de la puerta, había algo… o alguien. Era apenas visible; pero estaba segura de estar frente a una presencia. Una silueta espectral, aún más negra que la noche misma, y un rostro pálido que la miraba fijamente. La sangre se le heló en las venas. Intentó sostenerle la mirada al espectro (o a lo que fuera que estaba viendo), con la esperanza de que se supiera observado y se fuera. Pero no se movió, la figura siguió allí, inmóvil. Silenciosa. Expectante.
Lilén no pudo soportarlo más y giró en la cama, quedando cara a cara con su hermana. La abrazó tan fuerte que la despertó.
—Ey, ey… ¿qué pasa? —Preguntó Inara, confundida.
—Tengo miedo —chilló Lilén con voz de ardilla.
—Oh… tranquila, tranquila… no pasa nada. —Inara ya estaba acostumbrada a las “crisis de pánico” de su hermana gemela—. Respirá hondo y relajate, ya te vas a quedar dormida.
—No puedo… te juro que no puedo. ¿Podrías… hacer eso?
—¿De qué hablás, Lilén?
—Ya sabés de lo que hablo. No me hagas decirlo en voz alta.
—Mmm… sí, ya sé. Pero le prometimos a mamá que no lo haríamos más. Nos hizo jurar ante la biblia.
—Lo sé, lo sé… pero lo necesito. Sino no te lo pediría. Siento que me voy a volver loca.
—Ok, ok… tranquila —Inara pasó la mano por una de las nalgas de su hermana. Como hacía tanto calor, habían decidido dormir prácticamente desnudas. Solo tenían puesta la bombacha—. Lo hacemos… pero solo un ratito. ¿Si?
—Okis… y gracias. Te quiero mucho.
—Yo también te quiero, sonsa.
Inara besó la frente de su hermana al mismo tiempo que le bajaba la bombacha. Lilén hizo lo mismo con la de ella, porque “hacer esto” implicaba que las dos participaran, de lo contrario no tenía gracia. No se quitaron la ropa interior del todo, no hacía falta, con que llegara hasta las rodillas era suficiente.
La mano de Lilén llegó hasta el vello púbico de su hermana, algo que las dos usaban con orgullo, porque era la forma de demostrar que eran pelirrojas naturales. Lilén se quedó allí, acariciando los pelitos, esperando a que Inara diera el primer paso. Su gemela entendió el mensaje.
Inara puso su mano en la cara interna del muslo de Lilén y fue subiendo lentamente, hasta que hizo contacto con algo tibio y húmedo. Con un ágil movimiento de los dedos, encontró el clítoris y comenzó a acariciarlo lentamente, formando pequeños círculos. Lilén sonrió y fue en busca del clítoris de su hermana y lo acarició de la misma forma.
Las gemelas ya tenían un buen historial en esta práctica, y en más de una ocasión fueron descubiertas por su madre. Rebeca es una mujer que parece etérea, como si viviera en otro plano de la realidad, donde los problemas no pueden afectarla. Sin embargo, si hay una cosa en el mundo capaz de alterarla, es ver a sus hijas tocándose mutuamente.
La última vez que las sorprendió haciéndolo, tuvo una crisis de nervios. Las gemelas se defendieron alegando que para ellas no contaba como una experiencia lésbica, ni una incestuosa, que eran los factores que más aterraban a Rebeca. “Es como pajearse mirando a un espejo”, comentó Lilén. “Así es, mamá —añadió Inara—. Pasamos tanto tiempo juntas y somos tan idénticas, que casi somos la misma persona. Si vos tuvieras un clon, ¿no le pedirías ayuda para masturbarte?”. Rebeca no supo qué responder a eso, no entendía a qué nivel llegaba la complicidad de las gemelas. Es cierto que hacen prácticamente todo juntas. Casi siempre duermen en la misma cama; se levantan y se acuestan a la misma hora; generalmente comen lo mismo; y hasta se bañan juntas. Rebeca consideró que para ellas debe ser tan normal ver a la otra desnuda, como verse a sí mismas frente al espejo.
Sabía que sus hijas a veces se masturbaban juntas, ya las había sorprendido haciéndolo. Pero una cosa era ver a cada una tocando su propia vagina, aunque compartieran la cama, y otra muy distinta era que se tocaran entre ellas. Esto ya era ir demasiado lejos.
Sabiendo que no podría convencerlas de que dejen de compartir los momentos de “autosatisfacción”, justo antes de hacerles jurar ante la biblia, Rebeca negoció que podían masturbarse al mismo tiempo… incluso en la misma cama; pero sin contacto físico entre ellas. Las gemelas accedieron y desde ese incidente (apenas un par de meses atrás), hasta el día de hoy, no faltaron a su palabra ni una sola vez.
Y ahora les bastó con tocarse un poquito para recordar la inmensa satisfacción que es tener una mano ajena (y habilidosa) para que te masturbe. Ganaron un buen ritmo en pocos segundos. Con dos dedos masajearon el clítoris de la otra y sintieron cómo la humedad comenzaba a brotar de sus sexos. Lilén apoyó los labios sobre la boca de su hermana y su hermana le respondió con un cálido beso.
Rebeca las había visto besarse, incluso con la ropa puesta. Lo que más le incomodaba era que los besos entre las gemelas no parecían inocentes. Se asemejaban mucho a dos amantes apasionadas que buscaban comerse la boca la una a la otra. Negociar que dejaran de besarse le costó más, y al menos le pidió que lo hicieran con discreción, sin que sus hermanos las vieran… sin que nadie las viera.
Tras un minucioso (y necesario) interrogatorio, Rebeca se sintió aliviada de que sus hijas no hubieran llevado estos toqueteos aún más lejos. Nunca usaron sus bocas en la vagina de la otra, aunque… “Sí, mamá… nos metemos los dedos”, le dijo Lilén, con una tranquilidad pasmosa.
Y allí estaban, en ese oscuro cuarto de la mansión, explorando con los dedos el interior de la vagina de su hermana. Los gemidos quedaron ahogados por los besos. Sabían que si metían la lengua en la boca de la otra, les resultaría aún más difícil gemir… y que alguien las descubra.
Estuvieron tocándose sin parar, y sin dejar de besarse, durante largos minutos, hasta que ambas llegaron a tener un pequeño orgasmo. Como si las gemelas tuvieran la líbido sincronizada, el momento del clímax les llegó casi al mismo tiempo. Ahí se masturbaron más rápido, aceleraron el ritmo de sus dedos tanto como pudieron, y ahogaron los gemidos mordiendo el labio inferior de la otra en repetidas ocasiones. Después empezó la desaceleración. Bajaron el ritmo lentamente, hasta que las dos estuvieron satisfechas.
—Gracias, hermana… lo necesitaba —dijo Lilén.
—Me alegra que te haya servido. Espero que ahora puedas dormir.
—Sí, seguramente… ya tengo sueño.
Lilén cerró sus ojos. Inara dio un vistazo por encima del hombro de su hermana y un grito se le quedó ahogado en la garganta. Lilén, que sintió el sobresalto, preguntó:
—¿Pasó algo?
Inara tragó saliva. Su corazón había dado un salto. Estaba casi segura de haber visto un rostro pálido enmarcado en la oscuridad del pasillo. Fue tan solo un segundo. Pensó que podría tratarse de su imaginación y sabía perfectamente que comentar esto con Lilén haría que su hermana no durmiera en toda la noche.
—No, no pasó nada —dijo Inara—. Creo que fue… un pequeño orgasmo tardío, o algo así. Vamos a dormir.
—Okis… que descanses.
—Vos también.
Se besaron en la boca una vez más y así, hechas una amalgama de brazos y piernas, se quedaron dormidas.
*¨*¨*¨*¨*¨*
La primera noche en la mansión Var Kavian no fue agradable para nadie. Sonidos extraños, murmullos de ramas y hojas en el bosque, sombras inquietas, maderas chirriantes…
Durante el desayuno Lilén comentó que, a mitad de la noche, escuchó pasos en el techo de su habitación.
Inara no los oyó, pero tampoco podría asegurar que su hermana mintiera, ya que el cansancio la venció y durmió profundamente toda la noche.
—Probablemente fueron ratas —le comentó Catriel, mientras tomaba un té. Por suerte Soraya había traído saquitos de té como para todo el año. Acompañaron la infusión con un poco de carne fría que había sobrado de la cena.
—Eso no me tranquiliza ni un poquito —dijo Lilén—. No sé qué me da más miedo, si los fantasmas o las ratas.
—Si quieren pueden cambiar de dormitorio. Yo elegí el nueve —dijo Rebeca. Cada cuarto tenía un número en la puerta, como si se tratase de un hotel—. Está en una esquina de la casa y tiene grandes ventanas en dos paredes, es muy luminoso.
—Yo me quedo con el cinco —dijo Mailén—, porque tiene una estantería para libros y un escritorio donde puedo estudiar.
—Me di cuenta de que todos los dormitorios están en el segundo piso —dijo Inara—, así que si hay ratas en el techo, no podemos dormir abajo. El cuarto tres está bien, no tiene nada especial, simplemente me pareció el mejor conservado. Me lo quedo yo. Si Lilén quiere dormir conmigo, se puede quedar.
—Por ahora me quedo con vos —aseguró su hermana.
—Yo elegí el cuarto siete —dijo Soraya—. El siete es un buen número. Y necesito mostrarles algo que encontré… vengan.
Todos intercambiaron miradas, intrigados. Siguieron a Soraya por el pasillo del segundo piso hasta su dormitorio.
—Ahí, del otro lado de la cama… miren el piso.
—Parece una madera rota —dijo Mailén—. No me extraña, el parqué debe tener tantos años como la casa…
—No está rota —dijo Catriel—. Es un corte demasiado pulcro —se agachó junto al pequeño agujero, debía tener unos quince centímetros de largo, por cinco de ancho—. Es un alijo secreto.
—Wow, eso sí me resulta interesante —dijo Inara, con entusiasmo—. Me encantan los secretos. Me pregunto si habrá pasadizos ocultos y cosas así.
—No te hagas muchas ilusiones, Inara —le dijo su madre—. Esos pasadizos solo están en las películas.
—No es cierto —replicó Soraya—. En el convento en el que yo vivía teníamos varios pasillos secretos. Los construyeron los monjes para escapar de algún posible invasor. Y la gente rica es paranoica por naturaleza… no me extrañaría que hubiera algún otro alijo o pasadizo secreto. ¿Hay algo adentro, Catriel?
—Sí, estoy intentando sacarlo… —luchó durante unos segundos hasta que sacó un viejo trapo lleno de tierra, cuando lo abrió se pudo ver una vieja llave cubierta de óxido.
—Uy… una llave escondida en un alijo secreto. Esto se pone cada vez mejor —dijo Inara—. ¿Qué puerta abrirá?
—Y… deberíamos probar con el único dormitorio cerrado de la casa. —Sugirió Mailén—. ¿Alguien sabe cuál es?
—Es el once —dijo Catriel—. Probé todas las puertas de las habitaciones, y esa es la única que no abrió. Vamos.
Los dormitorios estaban dispuestos en dos grupos de seis. En el ala derecha estaban numerados del uno al seis, tres puertas a cada lado del pasillo, enfrentadas entre sí. En el ala izquierda estaban los números del siete al doce.
El cuarto número once estaba justo frente a la puerta número ocho.
—Yo elegí el doce —dijo Catriel, cuando cruzaron el pasillo—. Quería uno que estuviera cerca de la escalera. Para poder asomarme rápido si escucho algún ruido.
—Qué valiente —dijo Rebeca.
—¿Valiente? —replicó Mailén, con sarcasmo—. Seguramente eligió ese para ser el primero en salir corriendo.
Catriel se limitó a sonreír, ya estaba acostumbrado a las pequeñas bromas de su hermana.
—Además quería estar lo más lejos posible del cuarto de Mailén —añadió. Esto provocó la risita chillona de las gemelas.
Buscó en su cuarto una gran linterna y luego volvió al pasillo. Colocó la llave en la puerta con el número once, la hizo girar una vez, luego otra y… sorprendentemente, la cerradura cedió.
—Abrió! —Exclamó Inara, presa de la emoción—. Abrió! Abrió!
—Tené cuidado, Catriel —dijo Rebeca—, no sabemos qué puede haber adentro.
—Cualquier cosa que haya quedado dentro de este cuarto, ya debe estar muerta —dijo Mailén—. ¿Quién sabe hace cuánto no se abre esta puerta?
—Ay… no —chilló Lilén—. ¿Y si hay un cadáver? No quiero ver…
Catriel encendió la linterna y comenzó a abrir la puerta lentamente. La madera chirrió y tuvo que hacer fuerza para moverla, porque el polvo acumulado y la falta de aceite en las bisagras hacía la tarea muy difícil.
El haz de luz entró en la habitación antes que ellos, y desde el fondo un rostro pálido y mortecino les devolvió la mirada.
Lilén emitió un chillido ahogado que ni siquiera llegó a convertirse en grito, le quedó enroscado en la garganta. Inara estuvo tentada a salir corriendo, pero su inmensa atracción por “lo oculto” la obligó a quedarse.
—¿Qué es eso? Por el amor de Dios —dijo Soraya, con la voz quebrada por el miedo.
—Es un cuadro —dijo Mailén, quien logró superar el miedo y encontró un atisbo de razón—. No se asusten, es solo una foto.
A medida que Catriel fue moviendo la linterna, descubrieron que se trataba de una fotografía en blanco y negro, a escala real, de una mujer. Miraba hacia el frente con el semblante serio, desafiante, y tenía los brazos abiertos y las palmas extendidas hacia adelante. La luz bajó y encontró pechos redondos, macizos y con pezones bien definidos y más abajo se topó con un abundante vello púbico. Siguió bajando y el cuadro llegaba hasta los pies de esa mujer. La mujer estaba completamente desnuda.
—Tenemos que traer una lámpara. Con la linterna no vamos a ver nada, está muy oscuro —dijo Catriel—. Hay una en mi pieza, funciona… anoche le puse un foco nuevo.
Lilén se apresuró a entrar al cuarto de su hermano y pocos segundos después salió con la lámpara, que no tenía tulipa, para que pudiera iluminar más los alrededores. Se la alcanzó a Catriel y él la conectó al tomacorrientes que encontró junto a la puerta. Agradeció una vez más que al menos la luz eléctrica funcionara en esta maldita casa.
Encendió la lámpara y lo primero que descubrieron todas las presentes es que Catriel había escogido un foco bien potente para su lámpara. Fue como si la luz del sol hubiera entrado de pronto en la habitación. Cuando se les acostumbró la vista, se llevaron la segunda gran sorpresa desde que la puerta se abrió.
—Por el amor de Dios, ¿qué es este lugar? —Preguntó Rebeca, tapándose la boca con una mano.
Catriel dio dos pasos dentro de la habitación, dando lugar a que las demás pudieran entrar. La primera en seguirlo fue Mailén. Miraron alrededor, consternados. La escena parecía sacada de una película muy turbia.
Las paredes estaban repletas de fotografías que debían tener entre veinte y cuarenta años, como mínimo. Algunas eran tan grandes como el monitor de una computadora, otras tan pequeñas como una billetera. No había ni un milímetro de pared libre. El piso estaba repleto de cajas de cartón, algunas apiladas sobre otras.
—Ustedes quédense afuera —le dijo Rebeca a las gemelas.
—No, no… queremos ver —insistió Inara.
Al ver las grotescas imágenes que cubrían las cuatro paredes, las gemelas entendieron por qué su madre no quería que entren.
Rebeca se lamentó y por primera vez pensó que había sido un error comprar esta casa.
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Lilén estaba acostada mirando hacia la puerta, a su espalda se encontraba Inara, respirando lentamente. Probablemente ya se había quedado dormida. La pobre Lilén estaba debatiéndose entre dejar la puerta abierta o cerrada, no sabía cuál de las dos cosas le daba más miedo. Cerrar la puerta podría significar quedarse encerrada, si algún “ente maligno” se aparecía dentro del cuarto. Pero dejarla abierta le generaba la incómoda compulsión de mirar hacia al pasillo oscuro, buscando algún movimiento entre las sombras.
El cansancio comenzó a vencerla de a poco, sus párpados se volvieron pesados. Estuvo a punto de quedarse dormida cuando lo vio.
Todos sus sentidos se pusieron en alerta, las alarmas internas sonaron y su corazón empezó a repiquetear a todo ritmo. No gritó porque no pudo. El susto la dejó congelada.
Allí, justo frente a ella, en el oscuro umbral de la puerta, había algo… o alguien. Era apenas visible; pero estaba segura de estar frente a una presencia. Una silueta espectral, aún más negra que la noche misma, y un rostro pálido que la miraba fijamente. La sangre se le heló en las venas. Intentó sostenerle la mirada al espectro (o a lo que fuera que estaba viendo), con la esperanza de que se supiera observado y se fuera. Pero no se movió, la figura siguió allí, inmóvil. Silenciosa. Expectante.
Lilén no pudo soportarlo más y giró en la cama, quedando cara a cara con su hermana. La abrazó tan fuerte que la despertó.
—Ey, ey… ¿qué pasa? —Preguntó Inara, confundida.
—Tengo miedo —chilló Lilén con voz de ardilla.
—Oh… tranquila, tranquila… no pasa nada. —Inara ya estaba acostumbrada a las “crisis de pánico” de su hermana gemela—. Respirá hondo y relajate, ya te vas a quedar dormida.
—No puedo… te juro que no puedo. ¿Podrías… hacer eso?
—¿De qué hablás, Lilén?
—Ya sabés de lo que hablo. No me hagas decirlo en voz alta.
—Mmm… sí, ya sé. Pero le prometimos a mamá que no lo haríamos más. Nos hizo jurar ante la biblia.
—Lo sé, lo sé… pero lo necesito. Sino no te lo pediría. Siento que me voy a volver loca.
—Ok, ok… tranquila —Inara pasó la mano por una de las nalgas de su hermana. Como hacía tanto calor, habían decidido dormir prácticamente desnudas. Solo tenían puesta la bombacha—. Lo hacemos… pero solo un ratito. ¿Si?
—Okis… y gracias. Te quiero mucho.
—Yo también te quiero, sonsa.
Inara besó la frente de su hermana al mismo tiempo que le bajaba la bombacha. Lilén hizo lo mismo con la de ella, porque “hacer esto” implicaba que las dos participaran, de lo contrario no tenía gracia. No se quitaron la ropa interior del todo, no hacía falta, con que llegara hasta las rodillas era suficiente.
La mano de Lilén llegó hasta el vello púbico de su hermana, algo que las dos usaban con orgullo, porque era la forma de demostrar que eran pelirrojas naturales. Lilén se quedó allí, acariciando los pelitos, esperando a que Inara diera el primer paso. Su gemela entendió el mensaje.
Inara puso su mano en la cara interna del muslo de Lilén y fue subiendo lentamente, hasta que hizo contacto con algo tibio y húmedo. Con un ágil movimiento de los dedos, encontró el clítoris y comenzó a acariciarlo lentamente, formando pequeños círculos. Lilén sonrió y fue en busca del clítoris de su hermana y lo acarició de la misma forma.
Las gemelas ya tenían un buen historial en esta práctica, y en más de una ocasión fueron descubiertas por su madre. Rebeca es una mujer que parece etérea, como si viviera en otro plano de la realidad, donde los problemas no pueden afectarla. Sin embargo, si hay una cosa en el mundo capaz de alterarla, es ver a sus hijas tocándose mutuamente.
La última vez que las sorprendió haciéndolo, tuvo una crisis de nervios. Las gemelas se defendieron alegando que para ellas no contaba como una experiencia lésbica, ni una incestuosa, que eran los factores que más aterraban a Rebeca. “Es como pajearse mirando a un espejo”, comentó Lilén. “Así es, mamá —añadió Inara—. Pasamos tanto tiempo juntas y somos tan idénticas, que casi somos la misma persona. Si vos tuvieras un clon, ¿no le pedirías ayuda para masturbarte?”. Rebeca no supo qué responder a eso, no entendía a qué nivel llegaba la complicidad de las gemelas. Es cierto que hacen prácticamente todo juntas. Casi siempre duermen en la misma cama; se levantan y se acuestan a la misma hora; generalmente comen lo mismo; y hasta se bañan juntas. Rebeca consideró que para ellas debe ser tan normal ver a la otra desnuda, como verse a sí mismas frente al espejo.
Sabía que sus hijas a veces se masturbaban juntas, ya las había sorprendido haciéndolo. Pero una cosa era ver a cada una tocando su propia vagina, aunque compartieran la cama, y otra muy distinta era que se tocaran entre ellas. Esto ya era ir demasiado lejos.
Sabiendo que no podría convencerlas de que dejen de compartir los momentos de “autosatisfacción”, justo antes de hacerles jurar ante la biblia, Rebeca negoció que podían masturbarse al mismo tiempo… incluso en la misma cama; pero sin contacto físico entre ellas. Las gemelas accedieron y desde ese incidente (apenas un par de meses atrás), hasta el día de hoy, no faltaron a su palabra ni una sola vez.
Y ahora les bastó con tocarse un poquito para recordar la inmensa satisfacción que es tener una mano ajena (y habilidosa) para que te masturbe. Ganaron un buen ritmo en pocos segundos. Con dos dedos masajearon el clítoris de la otra y sintieron cómo la humedad comenzaba a brotar de sus sexos. Lilén apoyó los labios sobre la boca de su hermana y su hermana le respondió con un cálido beso.
Rebeca las había visto besarse, incluso con la ropa puesta. Lo que más le incomodaba era que los besos entre las gemelas no parecían inocentes. Se asemejaban mucho a dos amantes apasionadas que buscaban comerse la boca la una a la otra. Negociar que dejaran de besarse le costó más, y al menos le pidió que lo hicieran con discreción, sin que sus hermanos las vieran… sin que nadie las viera.
Tras un minucioso (y necesario) interrogatorio, Rebeca se sintió aliviada de que sus hijas no hubieran llevado estos toqueteos aún más lejos. Nunca usaron sus bocas en la vagina de la otra, aunque… “Sí, mamá… nos metemos los dedos”, le dijo Lilén, con una tranquilidad pasmosa.
Y allí estaban, en ese oscuro cuarto de la mansión, explorando con los dedos el interior de la vagina de su hermana. Los gemidos quedaron ahogados por los besos. Sabían que si metían la lengua en la boca de la otra, les resultaría aún más difícil gemir… y que alguien las descubra.
Estuvieron tocándose sin parar, y sin dejar de besarse, durante largos minutos, hasta que ambas llegaron a tener un pequeño orgasmo. Como si las gemelas tuvieran la líbido sincronizada, el momento del clímax les llegó casi al mismo tiempo. Ahí se masturbaron más rápido, aceleraron el ritmo de sus dedos tanto como pudieron, y ahogaron los gemidos mordiendo el labio inferior de la otra en repetidas ocasiones. Después empezó la desaceleración. Bajaron el ritmo lentamente, hasta que las dos estuvieron satisfechas.
—Gracias, hermana… lo necesitaba —dijo Lilén.
—Me alegra que te haya servido. Espero que ahora puedas dormir.
—Sí, seguramente… ya tengo sueño.
Lilén cerró sus ojos. Inara dio un vistazo por encima del hombro de su hermana y un grito se le quedó ahogado en la garganta. Lilén, que sintió el sobresalto, preguntó:
—¿Pasó algo?
Inara tragó saliva. Su corazón había dado un salto. Estaba casi segura de haber visto un rostro pálido enmarcado en la oscuridad del pasillo. Fue tan solo un segundo. Pensó que podría tratarse de su imaginación y sabía perfectamente que comentar esto con Lilén haría que su hermana no durmiera en toda la noche.
—No, no pasó nada —dijo Inara—. Creo que fue… un pequeño orgasmo tardío, o algo así. Vamos a dormir.
—Okis… que descanses.
—Vos también.
Se besaron en la boca una vez más y así, hechas una amalgama de brazos y piernas, se quedaron dormidas.
*¨*¨*¨*¨*¨*
La primera noche en la mansión Var Kavian no fue agradable para nadie. Sonidos extraños, murmullos de ramas y hojas en el bosque, sombras inquietas, maderas chirriantes…
Durante el desayuno Lilén comentó que, a mitad de la noche, escuchó pasos en el techo de su habitación.
Inara no los oyó, pero tampoco podría asegurar que su hermana mintiera, ya que el cansancio la venció y durmió profundamente toda la noche.
—Probablemente fueron ratas —le comentó Catriel, mientras tomaba un té. Por suerte Soraya había traído saquitos de té como para todo el año. Acompañaron la infusión con un poco de carne fría que había sobrado de la cena.
—Eso no me tranquiliza ni un poquito —dijo Lilén—. No sé qué me da más miedo, si los fantasmas o las ratas.
—Si quieren pueden cambiar de dormitorio. Yo elegí el nueve —dijo Rebeca. Cada cuarto tenía un número en la puerta, como si se tratase de un hotel—. Está en una esquina de la casa y tiene grandes ventanas en dos paredes, es muy luminoso.
—Yo me quedo con el cinco —dijo Mailén—, porque tiene una estantería para libros y un escritorio donde puedo estudiar.
—Me di cuenta de que todos los dormitorios están en el segundo piso —dijo Inara—, así que si hay ratas en el techo, no podemos dormir abajo. El cuarto tres está bien, no tiene nada especial, simplemente me pareció el mejor conservado. Me lo quedo yo. Si Lilén quiere dormir conmigo, se puede quedar.
—Por ahora me quedo con vos —aseguró su hermana.
—Yo elegí el cuarto siete —dijo Soraya—. El siete es un buen número. Y necesito mostrarles algo que encontré… vengan.
Todos intercambiaron miradas, intrigados. Siguieron a Soraya por el pasillo del segundo piso hasta su dormitorio.
—Ahí, del otro lado de la cama… miren el piso.
—Parece una madera rota —dijo Mailén—. No me extraña, el parqué debe tener tantos años como la casa…
—No está rota —dijo Catriel—. Es un corte demasiado pulcro —se agachó junto al pequeño agujero, debía tener unos quince centímetros de largo, por cinco de ancho—. Es un alijo secreto.
—Wow, eso sí me resulta interesante —dijo Inara, con entusiasmo—. Me encantan los secretos. Me pregunto si habrá pasadizos ocultos y cosas así.
—No te hagas muchas ilusiones, Inara —le dijo su madre—. Esos pasadizos solo están en las películas.
—No es cierto —replicó Soraya—. En el convento en el que yo vivía teníamos varios pasillos secretos. Los construyeron los monjes para escapar de algún posible invasor. Y la gente rica es paranoica por naturaleza… no me extrañaría que hubiera algún otro alijo o pasadizo secreto. ¿Hay algo adentro, Catriel?
—Sí, estoy intentando sacarlo… —luchó durante unos segundos hasta que sacó un viejo trapo lleno de tierra, cuando lo abrió se pudo ver una vieja llave cubierta de óxido.
—Uy… una llave escondida en un alijo secreto. Esto se pone cada vez mejor —dijo Inara—. ¿Qué puerta abrirá?
—Y… deberíamos probar con el único dormitorio cerrado de la casa. —Sugirió Mailén—. ¿Alguien sabe cuál es?
—Es el once —dijo Catriel—. Probé todas las puertas de las habitaciones, y esa es la única que no abrió. Vamos.
Los dormitorios estaban dispuestos en dos grupos de seis. En el ala derecha estaban numerados del uno al seis, tres puertas a cada lado del pasillo, enfrentadas entre sí. En el ala izquierda estaban los números del siete al doce.
El cuarto número once estaba justo frente a la puerta número ocho.
—Yo elegí el doce —dijo Catriel, cuando cruzaron el pasillo—. Quería uno que estuviera cerca de la escalera. Para poder asomarme rápido si escucho algún ruido.
—Qué valiente —dijo Rebeca.
—¿Valiente? —replicó Mailén, con sarcasmo—. Seguramente eligió ese para ser el primero en salir corriendo.
Catriel se limitó a sonreír, ya estaba acostumbrado a las pequeñas bromas de su hermana.
—Además quería estar lo más lejos posible del cuarto de Mailén —añadió. Esto provocó la risita chillona de las gemelas.
Buscó en su cuarto una gran linterna y luego volvió al pasillo. Colocó la llave en la puerta con el número once, la hizo girar una vez, luego otra y… sorprendentemente, la cerradura cedió.
—Abrió! —Exclamó Inara, presa de la emoción—. Abrió! Abrió!
—Tené cuidado, Catriel —dijo Rebeca—, no sabemos qué puede haber adentro.
—Cualquier cosa que haya quedado dentro de este cuarto, ya debe estar muerta —dijo Mailén—. ¿Quién sabe hace cuánto no se abre esta puerta?
—Ay… no —chilló Lilén—. ¿Y si hay un cadáver? No quiero ver…
Catriel encendió la linterna y comenzó a abrir la puerta lentamente. La madera chirrió y tuvo que hacer fuerza para moverla, porque el polvo acumulado y la falta de aceite en las bisagras hacía la tarea muy difícil.
El haz de luz entró en la habitación antes que ellos, y desde el fondo un rostro pálido y mortecino les devolvió la mirada.
Lilén emitió un chillido ahogado que ni siquiera llegó a convertirse en grito, le quedó enroscado en la garganta. Inara estuvo tentada a salir corriendo, pero su inmensa atracción por “lo oculto” la obligó a quedarse.
—¿Qué es eso? Por el amor de Dios —dijo Soraya, con la voz quebrada por el miedo.
—Es un cuadro —dijo Mailén, quien logró superar el miedo y encontró un atisbo de razón—. No se asusten, es solo una foto.
A medida que Catriel fue moviendo la linterna, descubrieron que se trataba de una fotografía en blanco y negro, a escala real, de una mujer. Miraba hacia el frente con el semblante serio, desafiante, y tenía los brazos abiertos y las palmas extendidas hacia adelante. La luz bajó y encontró pechos redondos, macizos y con pezones bien definidos y más abajo se topó con un abundante vello púbico. Siguió bajando y el cuadro llegaba hasta los pies de esa mujer. La mujer estaba completamente desnuda.
—Tenemos que traer una lámpara. Con la linterna no vamos a ver nada, está muy oscuro —dijo Catriel—. Hay una en mi pieza, funciona… anoche le puse un foco nuevo.
Lilén se apresuró a entrar al cuarto de su hermano y pocos segundos después salió con la lámpara, que no tenía tulipa, para que pudiera iluminar más los alrededores. Se la alcanzó a Catriel y él la conectó al tomacorrientes que encontró junto a la puerta. Agradeció una vez más que al menos la luz eléctrica funcionara en esta maldita casa.
Encendió la lámpara y lo primero que descubrieron todas las presentes es que Catriel había escogido un foco bien potente para su lámpara. Fue como si la luz del sol hubiera entrado de pronto en la habitación. Cuando se les acostumbró la vista, se llevaron la segunda gran sorpresa desde que la puerta se abrió.
—Por el amor de Dios, ¿qué es este lugar? —Preguntó Rebeca, tapándose la boca con una mano.
Catriel dio dos pasos dentro de la habitación, dando lugar a que las demás pudieran entrar. La primera en seguirlo fue Mailén. Miraron alrededor, consternados. La escena parecía sacada de una película muy turbia.
Las paredes estaban repletas de fotografías que debían tener entre veinte y cuarenta años, como mínimo. Algunas eran tan grandes como el monitor de una computadora, otras tan pequeñas como una billetera. No había ni un milímetro de pared libre. El piso estaba repleto de cajas de cartón, algunas apiladas sobre otras.
—Ustedes quédense afuera —le dijo Rebeca a las gemelas.
—No, no… queremos ver —insistió Inara.
Al ver las grotescas imágenes que cubrían las cuatro paredes, las gemelas entendieron por qué su madre no quería que entren.
Rebeca se lamentó y por primera vez pensó que había sido un error comprar esta casa.
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