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iniciada por un clérigo pervertido VI

iniciada por un clérigo pervertido VI

~¡Vean cómo correla leche piernas abajo! —exclamó Verbouc, introduciendo nerviosamente su manoentre los muslos de Julia—. ¡Qué vergüenza!
 —Ha escurridohasta sus lindos píececítos —observó Ambrosio, alzándole una de sus bientorneadas piernas, con la pretensión de proceder al examen de sus finas botasde cabritilla, sobre las que se podía ver más de una gota de líquido seminal,al mismo tiempo que con ojos de fuego exploraba con avidez la rosada grieta quede aquella manera quedó expuesta a su mirada.
 Delmontgimió de nuevo.
 —¡Oh. Dios québelleza! —gritó Verbouc, dando una palmada en sus redondas nalgas—. Ambrosio:proceda para evitar cualquier posible consecuencia de un hecho tan fuera de locomún. Únicamente la emisión de un hombre vigoroso puede remediar una situaciónsemejante.
 —Sí, es cierto,hay que administrársela —murmuró Ambrosio, cuyo estado de excitación duranteeste intervalo puede ser mejor imaginado que descrito.
Su sotana sealzaba manifiestamente por la parte delantera, y todo su comportamientodelataba sus violentas emociones.
 Ambrosio sedespojó de su sotana y dejó en libertad su enorme miembro, cuya rubicunda ehinchada cabeza parecía amenazar a los cielos.
 Julia,terriblemente asustada, inició un débil movimiento de huida mientras el señorVerbouc, gozoso, la sostenía exhibiéndola en su totalidad.
 Juliacontempló por segunda vez el miembro terriblemente erecto de su confesor, y.
adivinandosus intenciones por razón de la experiencia de iniciación por la que acababa depasar, casi se desvaneció de pánico.
 Ambrosio, como sítratara de ofender los sentimientos de ambos —padre e hija— dejó totalmenteexpuestos sus tremendos órganos genitales, y agitó el gigantesco pene en susrostros.
 Delmont, presadel terror, y sintiéndose en manos de los dos complotados, contuvo larespiración y se refugió tras de Cielo Riveros, la que, plenamente satisfechapor el éxito de la trama, se dedicó a aconsejarle que no hiciera nada y lespermitiese hacer su voluntad.
 Verbouc, quehabía estado tentando con sus dedos las húmedas partes íntimas de la pequeñaJulia, cedió la muchacha a la furiosa lujuria de su amigo, disponiéndose agozar de su pasatiempo favorito de contemplar la violación.
 El sacerdote,fuera de sí a causa de la lujuria que lo embargaba, se quitó las prendas devestir más íntimas, sin que por ello perdiera rigidez su miembro durante laoperación y procedió a la deliciosa tarea que le esperaba, “Al fin es mía”.murmuro.
 Ambrosio seapoderó en el acto de su presa, pasó sus brazos en torno a su cuerpo, y lalevantó en vilo para llevar a la temblorosa muchacha al sofá próximo y lanzarsesobre su cuerpo desnudo. Y se entregó en cuerpo y alma a darse satisfacción. Sumonstruosa arma, dura como el acero, tocaba ya la rajita rosada, la que, sibien había sido lubricada por el semen del señor Delmont, no era una fundacómoda para el gigantesco pene que la amenazaba ahora.
 Ambrosioproseguía sus esfuerzos, y el señor Delmont sólo podía ver, mientras lz~ figuradel cura se retorcía sobre el cuerpo de su hijita, una ondulante masa negra ysedosa. Con sobrada experiencia para verse obstaculizado durante mucho rato,Ambrosio iba ganando terreno, y era también lo bastante dueño de sí para nodejarse arrastrar demasiado pronto por el placer, venció toda oposición, y ungrito desgarrador de Julia anunció la penetración del inmenso ariete.
 Grito tras grito sefueron sucediendo hasta que Ambrosio, al fin firmemente enterrado en elinterior de la jovencita, advirtió que no podía ahondar más, y comenzó losdeliciosos movimientos de bombeo que habían de poner término a su placer, a lavez que a la tortura de su víctima.
 
EntretantoVerbouc, cuya lujuria había despertado con violencia a la vista de la escenaentre el señor Delmont y su hija, y la que subsecuentemente protagonizaronaquel insensato hombre y su sobrina, corrió hacia Cielo Riveros y, apartándoladel abrazo en que la tenía su desdichado amigo, le abrió de inmediato laspiernas, dirigió una mirada a su orificio, y de un solo empujón hundió su peneen su cuerpo, para disfrutar de las más intensas emociones, en una vulva yabien lubricada por la abundancia de semen que había recibido. 
 Ambas parejas estabanen aquel momento entregadas a su delirante copulación, en un silencio sóloalterado por los quejidos de la semiconsciente Julia, el estertor de larespiración del bárbaro Ambrosio, y los gemidos y sollozos del señor Verbouc.
La carrera sehizo más rápida y deliciosa. Ambrosio, que a la fuerza había adentrado en laestrecha rendija de la jovencita su gigantesco pene, hasta la mata de pelosnegros y rizados que cubrían su raíz, estaba lívido de lujuria. Empujaba.impelía y embestía con la fuerza de un toro, y de no haber sido porque al finla naturaleza la favoreció llevando su éxtasis a su culminación, hubierasucumbido a los efectos de tan tremenda excitación, para caer presa de unataque que probablemente hubiera imposibilitado para siempre la repetición deuna escena semejante.
 
Un fuerte gritose escapó de la garganta de Ambrosio. Verbouc sabía bien lo que ellorepresentaba: se estaba viniendo. Su éxtasis sirvió para apresurar a la otrapareja, y un aullido de lujuria llenó el ámbito mientras los dos monstruosinundaban a sus víctimas de líquido seminal. Pero no bastó una, sino que fueronprecisas tres descargas de la prolífica esencia del cura en la matriz de latierna joven, para que se apaciguara la fiebre de deseo que había hecho presade él.
 Decir simplementeque Ambrosio había descargado, no daría una idea real de los hechos. Lo que enrealidad hizo fue arrojar verdaderos borbotones de semen en el interior deJulia, en espesos y fuertes chorros, al tiempo que no cesaba de lanzar gemidosde éxtasis cada vez que una de aquellas viscosas inyecciones corría a lo largode su enorme uretra, y fluían en torrentes en el interior del dilatadoreceptáculo. Transcurrieron algunos minutos antes de que todo terminara, y elbrutal cura abandonara su ensangrentada y desgarrada víctima.
 Al propio tiempoel señor Verbouc dejaba expuestos los abiertos muslos y la embadurnada vulva desu sobrina, la cual yacía todavía en el soñoliento trance que sigue al deleiteintenso, despreocupada de la espesa exudación que, gota a gota, iba formando uncharco en el suelo, entre sus piernas enfundadas en seda.
 —¡Ah, quédelicia! —exclamó Verbouc—. Después de todo, se encuentra deleite en elcumplimiento del deber, ¿no es asi, Delmont?
 Yvolviéndose hacia el anhelado sujeto, continuó:
—Si el padreAmbrosio y yo mismo no hubiéramos mezclado nuestras humildes ofrendas con laprolífica esencia que al parecer aprovecha usted tan bien, nadie hubiera podidopredecir qué entuerto habría acontecido. ¡Oh, sí!, no hay nada como hacer lascosas debidamente, ¿no es cierto, Delmont?
 —No lo sé; mesiento enfermo, estoy como en un sueño, sin que por ello sea insensible asensaciones que me provocan un renovado deleite. No puedo dudar de suamistad.., de que sabrán mantener el secreto. He gozado mucho, y sin embargo,sigo excitado. No sabría decir lo que deseo. ¿Qué será, amigos míos?
 El padre Ambrosiose aproximó, y posando su manaza sobre el hombro del pobre hombre, le dioaliento con unas cuantas palabras susurradas en tono reconfortante.
 Como una pulgaque soy, no puedo permitirme la libertad de mencionar cuáles fueron dichaspalabras, pero surtieron el efecto de disipar pronto las nubes de horror queobscurecían la vida del señor Delmont. Se sentó, y poco a poco fue recobrandola calma.
Julia, tambiénrecuperada ya, tomó asiento junto al fornido sacerdote, que al otro lado teníaa Cielo Riveros. Hacía ya tiempo que ambas muchachas se sentían más o menos agusto. El santo varón les hablaba como un padre bondadoso, y consiguió que elseñor Delmont abandonara su actitud retraída, y que este honorable hombre, trasuna copiosa libación de vino, comen-zara asimismo a sentirse a sus anchas en elmedio en que se encontraba, Pronto los vigorizantes vapores del vino surtieronsu efecto en el señor Delmont, que empezó a lanzar ávidas miradas hacia suhija. Su excitación era evidente, y se manifestaba en el bulto que se advertíabalo sus ropas.
 Ambrosio se diocuenta de su deseo y lo alentó. Lo llevó junto a Julia. la que, todavíadesnuda, no tenía manera de ocultar sus encantos. Su padre la miró con ojos enlos que predominaba la lujuria. Una segunda vez ya no sería tan pecaminosa,pensó.
 Ambrosio asintiócon la cabeza para alentarlo, mientras Cielo Riveros desabrochaba sus pantalonespara apoderarse de su rígido pene, y apretarlo dulcemente entre sus manos.
El señor Delmontentendió la posición, y pocos instantes después estaba encima de su hija. CieloRiveros condujo el incestuoso miembro a los rojos labios del sexo de Julia, ytras unos empujones más, el semienloquecido padre había penetrado por completoen el interior del cuerpo de su linda hija.
 La lucha quesiguió se vio intensificada por las circunstancias de aquella horribleconexión. Tras de un brutal y rápido galope el señor Delmont descargó, y suhija recibió en lo más recóndito de su juvenil matriz las culpables emisionesde su desnaturalizado padre.
 El padreAmbrosio, en quien predominaba el instinto sexual, tenía otra debilidad más,que era la de predicar. Lo hizo por espacío de una hora, no tanto sobre temasreligiosos, sino refiriéndose a otras cuestiones más mundanas, y que desdeluego no suelen ser sancionadas por la santa madre iglesia. En esta ocasiónpronunció un discurso que me fue imposible seguir, por lo que decidí echarme adormir en la axila de Cielo Riveros.
Ignoro cuántotiempo más hubiera durado su disertación, pero como en aquel punto la gentil CieloRiveros se posesionó de su enorme colgajo entre sus manecitas y comenzó acosquillearlo, el buen hombre se vio obligado a hacer una pausa, justificadapor las sensaciones despertadas por ella,
 Verbouc, por suparte, que según se recordará lo único que codiciaba era un coño bienlubricado, sólo se preocupaba por lo bien aceitadas que estaban las deliciosaspartes íntimas de la recién ganada para la causa, Julia. Además, la presenciadel padre contribuía a aumentar el apetito, en lugar de constituir unimpedimento para que aquellos dos libidinosos hombres se abstuvieran de gozarde los encantos de su hija. Y Cielo Riveros, que todavía sentía escurrir elsemen de su cálida vulva, era presa de anhelos que las batallas anteriores nohabían conseguido apaciguar del todo.
 Verbouc comenzó aocuparse de nuevo de los infantiles encantos de Julia aplicándoles lascivostoquecitos, pasando impúdicamente sus manos sobre las redondeces de sus nalgas,y deslizando de vez en cuando sus dedos entre las colinas.
 El padreAmbrosio, no menos activo, había pasado su brazo en torno a la cintura de CieloRiveros, y acercando a él su semidesnudo cuerpo depositaba en sus lindos labiosardientes besos.
 A medida queambos hombres se entregaban a estos jugueteos, el deseo se comunicaba en susarmas, enrojecidas e inflamadas por efecto de los anteriores escarceos, y firmementealzadas con la amenazadora mira puesta en las jóvenes criaturas que estaban ensu poder.
 Ambrosio, cuyalujuria nunca requería de grandes incentivos, se apoderé bien pronto de CieloRiveros. Esta se dejó ser acostada sobre el sofá que ya había sido testigo dedos encuentros anteriores, donde, nada renuente, siguió por el contrarioestimulando el desnudo y llameante carajo. para permitirle después introducirseentre sus muslos, favoreciendo el desproporcionado ataque lo más que le fueposible, hasta enterrar por entero en su húmeda hendidura el terribleinstrumento.
 El espectáculoexcité de tal modo los sentimientos del señor Delmont, que se hizo evidente queno necesitaba ya de mayor estímulo para intentar un segundo coup una vez que elcura hubiese terminado su asalto.
 El señor Verbouc,que durante algún tiempo estuvo lanzando lascivas miradas a la hija del señorDelmont, estaba también en condiciones de gozar una vez más. Reflexionaba quelas repetidas violaciones que ya había experimentado ella de parte de su padrey del sacerdote, la habrían dejado preparada para la clase de trabajo que legustaba realizar, y se daba cuenta, tanto por la vista como por el tacto, deque sus partes intimas estaban suficientemente lubricadas para dar satisfaccióna sus más caros antojos, debido a las violentas descargas que habían recibido.
 Verbouc lanzó unamirada en dirección al cura, que en aquellos momentos estaba entretenido engozar de su sobrina, y acercándose después a la Cielo Riveros Julia la colocósobre un canapé en postura idónea para poder hundir hasta los testículos surígido miembro en el delicado cuerpo de ella, lo que consiguió, aunque conconsiderable esfuerzo.
 Este nuevo eintenso goce llevó a Verbouc a los bordes de la enajenación; presionando contrala apretada vulva de la jovencita, que le ajustaba como un guante, seestremecía de gozo de pies a cabeza.
 —¡Oh, esto es elmismo cielo! —murmuró, mientras hundía su qran miembro hasta los testículospegados a la base del mismo.
~—¡Diosmío, qué estrechez! ¡Qué lúbrico deleite!
Yotra firme embestida le arrancó un quejido a la pobre Julia.
 Entretanto elpadre Ambrosio, con los ojos semicerrados, los labios entreabiertos y lasventanas de la nariz dilatadas, no cesaba de batirse contra las hermosas partesíntimas de la joven Cielo Riveros, cuya satisfacción sexual denunciaban suslamentos de placer. 
—¡Oh, Dios mío!¡Es... es demasiado grande... enorme vuestra inmensa cosa! ¡Ay de mi, me llegahasta la cintura! ¡Oh! ¡Oh! ¡Es demasiado; no tan recio, querido padre! ¡Cómoempujáis! ¡Me mataréis! Suavemente.., más despacio. . . Siento vuestras grandesbolas contra mis nalgas.
 —¡Detente unmomento! —gritó Ambrosio, cuyo placer era ya incontenible, y cuya leche estabaa punto de vertirse—. Hagamos una pausa. ¿Cambiamos de pareja, amigo mío? Creoque la idea es atractiva.
 —¡No, oh, no! ¡Yano puedo más! Tengo que seguir. Esta hermosa criatura es la delicia en persona.
 —Estate quieta,querida Cielo Riveros, o harás que me venga. No oprimas mi arma tanarrebatadoramente.
 —No puedoevitarlo, me matas de placer. Anda, sigue, pero suavemente. ¡Oh, no tanbruscamente! No empujes tan brutalmente. ¡Cielos, va a venirse! Sus ojos secierran, sus labios se abren... ¡Dios mío! Me estáis matando, me descuartizáiscon esa enorme cosa. ¡Ah! ¡Oh! ¡Veníos, entonces! Veníos querido.., padre...Ambrosio. Dadme vuestra ardiente leche... ¡Oh! ¡Empujad ahora! ¡Más fuerte..,más.., matadme si así lo deseáis!
 Cielo Riverospasó sus blancos brazos en torno al bronceado cuello de él, abrió lo más quepudo sus blandos y hermosos muslos, y engulló totalmente el enorme instrumento,hasta confundir y restregar su vello con el de su monte de Venus.
 Ambrosio sintióque estaba a punto de lanzar una gran emisión directamente a los órganosvitales de la criatura que se encontraba debajo de él.
  —¡Empujad,empujad ahora! —gritó Cielo Riveros, olvidando todo sentido de recato, yarrojando su propia descarga entre espasmos de placer—. ¡Empujad... empujad...metedlo bien adentro...! ¡Oh, sí de esa manera! ¡Dios mío, qué tamaño, quélongitud! Me estáis partiendo en dos, bruto mío. ¡Oh, oh! ¡Os estáis viniendo.. . lo siento...! ¡Dios ..... . qué leche! iOh, qué chorros!
 Ambrosiodescargaba furiosamente, como el semental que era, embistiendo con todas susfuerzas el cálido vientre que estaba debajo de él.
 Al fin se levantóde mala gana de encima de Cielo Riveros, la cual, libre de sus tenazas, sevolteó para ver a la otra pareja. Su tío estaba administrando una rápida seriede cortas embestidas a su amiguita, y era evidente que estaba próximo aléxtasis.
 Julia, por suparte, cuya reciente violación y el tremendo trato que recibió después a manosdel bruto de Ambrosio la habían lastimado y enervado, no experimentaba el menorgusto, pero dejaba hacer, como una masa inerte en brazos de su asaltante.
 Cuando al fin,tras algunos empujones más, Verbouc cayó hacia adelante al momento de hacer suvoluptuosa descarga, de lo único que ella se dio cuenta fue de que algocaliente era inyectado con fuerza en su interior, sin que experimentara mássensaciones que las de languidez y fatiga.
 Siguió otra pausatras de este tercer ultraje, durante la cual el señor Delmont se desplomó en unrincón, y aparentemente se quedó dormido. Comenzó entonces una serie deactividades eróticas. Ambrosio se recostó sobre el canapé, e hizo que CieloRiveros se arrodillara sobre él con el fin de aplicar sus labios sobre suhúmeda vulva, para llenarla de besos y toques de lo más lascivo y depravado queimaginarse pueda.
 El señor Verbouc,no queriendo ser menos que su compañero, jugueteó de manera igualmentelibidinosa con la inocente Julia. Después la tendieron sobre el sofá, yprodigaron toda clase de caricias a sus encantos, no ocultando su admiraciónpor su lampiño monte de Venus, y los rojos labios de su coño juvenil.
 No tardaron enverse evidenciados sus deseos por el enderezamiento de dos rígidos miembros,otra vez ansiosos de gustar placeres tan selectos y extáticos como los gozadosanteriormente.
 Sin embargo, enaquel momento se puso en ejecución un nuevo programa. Ambrosio fue el primeroen proponerlo.
 —Ya nos hemoshartado de sus coños —dijo crudamente, volviéndose hacia Verbouc, que estabajugueteando con los pezones de Cielo Riveros—. Ahora veamos de qué están hechossus traseros. Esta adorable criatura sería un bocado digno del propio Papa, y CieloRiveros tiene nalgas de terciopelo, y un culo digno de que un emperador sevenga dentro de él.
 La idea fueaceptada enseguida, y se procedió a asegurar a las víctimas para poder llevarlaa cabo. Resultaba monstruoso. y parecía imposible el poderlo consumar, a lavista de la desproporción existente. El enorme miembro del cura quedó apuntandoal pequeño orificio posterior de Julia, en tanto que Verbouc amenazaba a susobrina en la misma dirección. Un cuarto de hora se consumió en lospreparativos, y después de una espantosa escena de lujuria y libertinaje, ambasjóvenes recibieron en sus entrañas los cálidos chorros de las impías descargas.
 Al fin la calmasucedió a las violentas emociones que habían hecho presa en los actores de tanmonstruosa escena, y la atención se fijó de nuevo en el señor Delmont.
Aquel dignociudadano, como ya señalé anteriormente, se había retirado a un rincónapartado, quedando al parecer vencido por el sueño, o embriagado por el vino, otal vez por ambas cosas.
 —Estámuy tranquilo —observó Verbouc.
—Una concienciadiabólica es mala compañía —observó el padre Ambrosio, con su atenciónconcentrada en el lavado de su oscilante instrumento.
 —Vamos, amigo,llegó tu turno. He aquí un regalo para ti —siguió diciendo Verbouc, al tiempoque mostraba en todo su esplendor, para darle el adecuado ambiente a suspalabras, los encantos más íntimos de la casi insensible Julia—. Levántate ydisfrútalos. ¿Pero, qué ocurre con este hombre? ¡Cielos!, que... ¿qué es esto?
Verboucdio un paso atrás.
 Elpadre Ambrosio se inclinó sobre el desdichado Delmont para auscultar sucorazón.
—Estámuerto —dijo tranquilamente.
Efectivamente,había fallecido.
  
[/size][/size][/size]LA MUERTEREPENTINA ES UN SUCESO COMUN, especialmente los casos de personas cuyosantecedentes han hecho suponer la existencia de algún trastorno funcional, demanera que la sorpresa pronto cede su lugar a los habituales testimonios decondolencia, y luego a un estado de resignación a un suceso que nada tiene deextraño.[/font][/size]
 Latransición puede expresarse de la siguiente manera:
—¿Quiéniba a creerlo? —¿Es posible?
—Siemprelo sospeché.
—¡Pobreamigo!
—Nadiedebe sorprenderse.
 Esta interesantefórmula fue debidamente aplicada cuando el infeliz señor Delmont rindió sutributo a la madre tierra, como dice la frase común.
 Una quincenadespués que el infortunado caballero hubo abandonado esta vida, todos susamigos estuvieron acordes en que desde hacia tiempo habían descubierto síntomasque más tarde o más temprano tenían que resultar fatales. Casi se enorgullecíande su perspicacia, aun cuando admitían reverentemente los inescrutables designiosde la providencia.
 Por lo que hace amí, seguía mi vida más o menos como de ordinario, salvo que se me figuró quelas piernas de Julia debían tener un saborcillo más picante que las de CieloRiveros, y en consecuencia las sangré regularmente para mi sustento, por lamañana y por la noche.
Nada más naturalque Julia pasara la mayor parte de su tiempo junto a su querida amiga CieloRiveros, y que el sensual padre Ambrosio y su protector, el libidinoso parientede mi querida Cielo Riveros, trataran de encontrar el momento oportuno pararepetir las anteriores experiencias con la joven y dócil muchacha.
 Que asi fue puedoatestiguarlo bien, ya que mis noches fueron de lo más desagradables eincómodas, siempre expuesta a interrupciones en mi reposo por las incursionesde largos y peludos miembros por los vericuetos de las ingles en que me habíarefugiado yo temporalmente, y siempre en peligro de yerme arrastrada por loshorriblemente espesos torrentes de viscoso semen animal.
 En resumen, lajoven e impresionable Julia estaba completamente ahormada, y Ambrosio y suamigo disfrutaban a sus anchas poseyéndola. Ellos habían alcanzado susobjetivos. ¿Qué les importaban los sacrificios de ellos?
 Mientras tanto,otros y muy distintos eran los pensamientos de Cielo Riveros, a la que yo habíaabandonado. Pero a la larga, sintiéndome hasta cierto punto asqueada por lademasiada  frecuencia con que meentregaba a la nueva dieta, resolví abandonar las medias de la linda Julia, yretornar —revenir a mon mouton, como dicen los franceses— a la dulce ysuculenta alimentación de la salaz Cielo Riveros.
 Asílo hice, y voici le resultat:
Una noche CieloRiveros se acostó bastante más temprano que de costumbre. El padre Ambrosioestaba ausente por haber sido enviado en misión a una apartada parroquia, y suquerido y complaciente tío padecía un fuerte ataque de gota, padecimiento queen los últimos tiempos lo aquejaba con relativa frecuencia.
 La muchacha sehabía ya arreglado el cabello para pasar la noche, y se había tambiéndesprovisto de algunas de sus ropas. Se estaba quitando su camisa de noche, laque tenía que pasar por la cabeza, y en el curso de esta operacióninadvertidamente se le cayeron los calzones, dejando al descubierto, frente alespejo, las hermosas protuberancias y la exquisita suavidad y transparencia dela piel de sus nalgas.
 Tanta bellezahubiera enardecido a un anacoreta, pero ¡ay! no había en aquel momento ningúnasceta a la vista susceptible de enardecerse. En cuanto a mí, poco faltó paraque me quebrara la más larga de mis antenas, y me torciera mi pata derecha ensus contorsiones por extraer la prenda por encima de su cabeza.
 Llegados a estepunto debo explicar que desde que el astuto padre Clemente se había vistoprivado de gozar los encantos de Cielo Riveros, renovó el bestial y nadapiadoso juramento de que, aunque fuere por sorpresa, se apoderaría de nuevo dela fortaleza que ya una vez había sido suya. El recuerdo de su felicidadarrancaba lágrimas a sus sensuales ojitos, al tiempo que, por reflejo, sedistendía su enorme miembro.
 Clemente formulóel terrible juramento de que jodería a Cielo Riveros en estado natural, segúnsus propias y brutales palabras, y yo, que no soy más que una pulga, las oí ycomprendí su alcance.
 La noche eraoscura y llovía. Ambrosio estaba ausente y Verbouc enfermo y desamparado. Eraforzoso que Cielo Riveros estuviera sola. Todas estas circunstancias lasconocía bien Clemente, y obró en consecuencia. Alentado por sus recientesexperiencias sobre la geografía de la vecindad, se encaminó directamente a laventana de la habitación de Cielo Riveros, y habiéndola encontrado comoesperaba, sin correr el pestillo y. por lo tanto, abierta, entró con todatranquilidad y gateó hasta meterse debajo de la cama. 
 Desde este puntode vista Clemente contempló con pulso palpitante la toilette de la hermosa CieloRiveros, hasta el momento en que comenzó a quitarse la camisa en la forma queya he descrito. Entonces pudo Clemente gozar de la vista de la muchacha en todasu espléndida desnudez, y mugió ahogadamente como un toro. 
 En la posiciónyacente en que se encontraba no tenía dificultad alguna para ver de cinturaabajo la totalidad del cuerpo de ella y sus ojos se solazaban en lacontemplación de los globos gemelos que formaban sus nalgas, abriéndose ycerrándose a medida que la muchacha retorcía su elástico cuerpo en el esfuerzopor pasar la camisa por encima de su cabeza.
 Clemente no pudoaguantar más tiempo; su deseo alcanzó el punto de ebullición, y sin ruido peroprontamente, se deslizó fuera de su escondite para alzarse frente a ella, y sinpérdida de tiempo abrazó el desnudo cuerpo con una de sus manos, mientrascolocaba la otra sobre sus rojos labios.
 El primer impulso de CieloRiveros fue el de gritar, pero este recurso femenino le estaba vedado. Susegunda idea fue desmayarse, y es por la que hubiera optado de no haber mediadocierta circunstancia. Esta circunstancia era el hecho de que mientras el audaz

asaltantela mantenía firmemente sujeta junto a él, algo duro, largo y calientepresionaba de modo insistente entre sus suaves nalgas, y yacía palpitante entrela separación de ellas y a lo largo de su espalda. En ese crítico momento losojos de Cielo Riveros tropezaron con la imagen de él en el espejo de la cómoda,y reconocieron a sus espaldas el feo y abotagado rostro del sensual sacerdote,coronado por un círculo de rebelde cabello rojo.
 Cielo Riveroscomprendió la situación en un abrir y cerrar de ojos. Hacia ya casi una semanaque se había desprendido de los abrazos de Ambrosio y su tío, y tal hecho tuvomucho que ver, desde luego, en lo que siguió. Lo que hizo a partir de aquelmomento fue puro disimulo de la lasciva muchacha.
 Se dejó caersuavemente de espaldas sobre la vigorosa figura del padre Clemente, y creyendoeste feliz individuo que realmente se desmayaba, al mismo tiempo que retirabala mano con que le cerraba la boca empleó ambos brazos para sostenerla.
 La irresistiblebelleza de la persona que sostenía entre sus brazos llevó la excitación deClemente casi hasta la locura. Cielo Riveros estaba prácticamente desnuda, y éldeslizó sus manos sobre su pulida piel, mientras su inmensa arma, ya rígida ydistendida por efecto de la impaciencia, palpitaba vigorosamente al contactocon la hermosa que tenía abrazada.
 Tembloroso, Clementeacercó su rostro al de ella, e imprimió un largo y voluptuoso beso sobre susdulces labios.
CieloRiveros se estremeció y abrió los ojos.
Clementerenovó sus caricias.
 —¡Oh! —exclamólánguidamente—. ¿Cómo osáis venir aquí? ¡Por favor, soltadme en el acto! ¡Esvergonzoso!
 Clemente sonrió conaire de satisfacción. Siempre había sido feo, pero en aquel momento resultabaverdaderamente odioso por su terrible lujuria.
 —Así es —dijo—. Es unavergüenza tratar de esta manera a una muchacha tan linda, ¡pero es tandelicioso, vida mía!
CieloRiveros suspiró.
Más besos y undeslizamiento de manos sobre su desnudo cuerpo. Una mano grande y tosca se posósobre su monte de Venus, y un atrevido dedo, separando los húmedos labios, seintrodujo en el interior de la cálida rendija para tocar el sensible clítoris.
 Cielo Riveros cerrólos ojos y dejó escapar otro suspiro, al propio tiempo que aquel sensibleórgano comenzaba a su vez a distenderse. En el caso de mi joven amiga no era enmodo alguno un órgano diminuto, ya que a causa del lascivo masaje del feoClemente se alzó, se puso rígido, y se asomó partiendo casi los labios por sísolo.
 Cielo Riveros estabaardiendo, y el brillo del deseo se asomaba a sus ojos. Se había contagiado, ylanzando una mirada a su seductor pudo ver la terrible mirada de lasciviaretratada en su rostro mientras jugueteaba con sus secretos encantos.
 La muchacha se agitabatemblorosa; un ardiente deseo del placer del coito se posesionó de ella, eincapaz de controlar por más tiempo sus afanes, llevó con rapidez su manoderecha hacia atrás para asir la inmensa arma que amenazaba sus nalgas, aunqueno pudo hacerlo en toda su envergadura.
 Se encontraron lasmiradas de ambos; la lujuria ardía en ellas. Cielo Riveros sonrió, Clementerepitió su beso sensual, e introdujo en la boca de ella su inquieta lengua. Lamuchacha no tardó en secundar sus lascivas caricias, y dejó el campo libretanto a sus inquietas manos como a sus cálidos besos. Poco a poco la atrajohacia una silla, en la que se sentó Cielo Riveros en impaciente espera de loque el sacerdote quisiera hacer después.
 Clemente se quedó depie frente a ella. Su sotana de seda negra, que le llegaba hasta los talones, sealzaba prominente en la parte delantera; sus mejillas, al rojo vivo por laviolencia de sus deseos, sólo encontraban rival en sus encendidos labios, y surespiración era agitada, como anticipo del éxtasis. Sabía que no tenía nada quetemer y mucho que gozar.
 —Estoes demasiado —murmuró Cielo Riveros—, ¡idos!
—Imposible,después de haberme tomado la molestia de entrar.
—Peropodéis ser descubierto, y entonces mi reputación estará arruinada.
 —No es probable. Sabesque estamos completamente solos, y que no hay probabilidad alguna de que nosmolesten. Además, eres tan deliciosa, chiquilla mía, tan fresca, tan juvenil ytan hermosa, que. .. no retires la pierna; únicamente ponía mi mano sobre tusuave muslo. El hecho es que quiero joderte, querida.
 CieloRiveros pudo ver cómo el enorme bulto se enderezaba más.
—¡Quéobsceno sois! ¡Qué palabras empleáis!
 —¿Lo crees así, miniñita mimada? —dijo Clemente, tomando de nuevo el sensible clítoris entre susdedos pulgar e índice, para masajearlo convenientemente—. Me nacen por elplacer de sentir este coñito entreabierto que trata astutamente de esquivar mistoques.
 —¡Vergüenzadebería daros! —exclamó Cielo Riveros, riendo, empero, a su pesar.
 Clemente se aproximópara inclinarse hacia ella y tomar su lindo rostro entre sus manos. Al hacerlo,Cielo Riveros pudo advertir que la sotana, casi levantada por la fuerza de losdeseos comunicados al miembro del padre, se encontraba a escasos centímetrosdel pecho de ella, de modo que podía percibir los latidos que hacían que laprenda de seda negra subiera y bajara alternativamente.
 La tentación resultabairresistible, y acabó por pasar su delicada manecíta por debajo de las ropasdel cura y subirla lo bastante más arriba para agarrar una gran masa peluda dela que pendían dos bolas tan grandes como huevos de gallina.
 —¡Oh,Dios mío! ¡Qué cosa tan enorme! —murmuró la muchacha.
—Toda llena depreciosa leche espesa —suspiró Clemente, mientras jugueteaba con los dos lindossenos tan próximos a él.
 Cielo Riveros seacomodó mejor, y de nuevo atrapó con ambas manos el duro y tieso tronco delenorme pene.
 —¡Qué espanto! ¡Estees un monstruo! —exclamó la lasciva muchacha—. ¡De veras que es grande! ¡Quétamaño el suyo!
—Si; ¿no es un buencarajo? —observó Clemente, adelantándose y alzando la sotana para poder mostrarmejor el gigantesco miembro.
 Cielo Riveros no pudoresistir la tentación, y alzando todavía más las ropas del cura dejó el pene encompleta libertad y expuesto en toda su longitud.
 Las pulgas no sabemosmucho de medidas de espacio y de tiempo, y por ello no puedo daros lasdimensiones exactas del arma en la que la muchacha tenía en aquellos momentospuestos los ojos. Era, sin embargo, de proporciones gigantescas. 
 Tenía una gran cabezaroma y roja que emergía en el extremo de un largo tronco parduzco. El agujeroque se veía en su cima, que habitualmente es tan pequeño, era en el caso queconsideramos una verdadera grieta humedecida por el fluido seminal acumuladoahí. A todo lo largo de aquel tronco corrían gruesas venas azules, y al pie delmismo crecía una verdadera maraña de hirsutos pelos rojos. Dos grandestestículos colgaban debajo.
 —¡Cielos! ¡Madresanta! —murmuró Cielo Riveros, cerrando sus ojos al tiempo que les daba unligero apretón.
 La ancha y romacabeza, hinchada y enrojecida por efecto del exquisito cosquilleo de lamuchacha, se encontraba en aquel momento totalmente desnuda, y emergía tiesa,libre de los pliegues de la piel que Cielo Riveros restiraba hacia atrás de lagran columna blanca. Ella jugueteaba gozosa con su adquisición, y cada vezretiraba más atrás la aterciopelada piel del objeto que tenía entre sus manos.
 Clementesuspiró.
—¡Qué deliciosacriatura eres! —dijo, mirándola con ojos centelleantes—. Tengo que joderteenseguida o lo arrojaré todo sobre ti.
 —¡No, no debéisdesperdiciar ni una gota! —exclamó Cielo Riveros—. Debéis estar muy urgido paraquerer veniros tan pronto.
 —Nopuedo evitarlo. Por favor estate quieta un momento me vendré.
—¡Quécosa tan grande! ¿Cuánta leche dará?
 Clementese detuvo y susurró al oído de la muchacha algo que no pude oír.
—¡Verdaderamente delicioso, pero es increíble!
 —Escierto, dame una oportunidad de probártelo. Estoy ansioso de hacerlo, lindura.
¡Míralo!¡Tengo que joderte!
 Blandió su monstruosopene colocándolo frente a ella. Después lo inclinó hacia abajo, para despuéssoltarlo de repente. Saltó hacia arriba como un resorte, y al hacerlo sedescubrió espontáneamente, dejando paso a la roja nuez, que exudaba una gota desemen por la uretra.
 Todo esto sucediócerca de la cara de Cielo Riveros, que sintió un sensual olorcillo emanado delmiembro, el que vino a incrementar el trastorno de sus sentidos. Continuójugando con el pene, y acariciándolo.
 —Basta,te lo ruego, querida, o lo desperdiciaré todo en el aire.
Cielo Riveros seestuvo quieta unos segundos, aunque asida con toda la fuerza de su mano alcarajo de Clemente.
 Entretanto él sedivertía en moldear con una de sus manos los juveniles senos de la muchacha,mientras con los dedos de la otra recorría en toda su extensión su húmedo coño.El jugueteo la enloqueció. Su clítoris se hinchó y devino caliente, se acelerósu respiración, y las llamas del deseo encendieron su lindo rostro.
 La nuez se endurecíacada vez más: brillaba ya como fruta en sazón. Al observar a hurtadillas el feoy desnudo vientre del hombre, lleno de pelos rojos, y sus parduscos muslos,velludos como los de un mono, Cielo Riveros devino carmesí de lujuria. El granpene, cada vez más grueso, amenazaba los cielos y provocaba en su ser las másindescriptibles emociones.
Excitada sobremanera,enlazó con sus brazos el vigoroso cuerpo del gran bruto y lo cubrió desensuales besos. Su misma fealdad incrementaba sus sensaciones libidinosas.—No, no debéis desperdiciarlo; no permitiré que lo desperdiciéis
.Después, deteniéndosepor un instante, gimió con un peculiar acento de placer, y bajando sucomplaciente cabeza abrió sus rosados labios para recibir de inmediato lo másque pudo del lascivo manjar.
 —¡Oh,qué delicia! ¡Cómo cosquilleas! ¡Qué... qué gusto me das!
—No os permitirédesperdiciarlo: beberé hasta la última gota —susurró Cielo Riveros apartandopor un momento su cabeza de la reluciente nuez.
 Después, bajándola denuevo, posó sus labios, proyectados hacia adelante, sobre la gran cabeza, yabriéndolos con delicadeza recibió entre ellos el orificio de la ancha uretra.
—¡Madre santa¡—exclamó Clemente—. ¡Esto es el cielo! ¡Cómo voy a venirme! ¡ Dios mío, cómolames y chupas!
 Cielo Riveros aplicósu puntiaguda lengua al orificio, y dio de lengüetazas a todos sus contornos.
 ~¡Québien sabe! Tenéis que darme todavía una o dos gotas mas.
—No puedo seguir, nopuedo —murmuraba el sacerdote, empujando hacia adelante al mismo tiempo que consus dedos cosquilleaba el endurecido clítoris de Cielo Riveros, puesto alalcance de su mano.
 Después Cielo Riverostomó de nuevo entre sus labios la cabeza de aquella gran yerga, mas no pudoconseguir que la nuez entrara en su boca por completo, tan monstruosamenteancho era.
 Lamiendo ysuccionando, deslizando con lentos y deliciosos movimientos la piel que rodeabael rojo y sensible lomo de la tremenda yerga, Cielo Riveros estaba provocandounos resultados que ella sabía no iban a dilatar mucho en producirse.
 —¡Ah, madre santa!¡Casi me estoy viniendo! Siento.,. ¡Oh. chupa ahora! ¡Vas a recibirlo!
 Clemente alzó susbrazos al aíre, su cabeza cayó hacía atrás, abrió las piernas, se retorcieronconvulsivamente sus manos, quedaron en blanco sus ojos, y Cielo Riveros sintióque un fuerte espasmo recorría el monstruoso pene.
 Momentos después fuecasi derribada de espaldas por el chorro continuo que como un torrentearrojaban los órganos genitales del cura y le corrían garganta abajo.
 No obstante todos susdeseos y esfuerzos, la voraz muchacha no pudo evitar que un chorro escapara porla comisura de sus labios cuando Clemente, fuera de sí por efecto del placer,empujaba hacia adelante con sacudidas sucesivas, con cada una de las cualesenviaba a la garganta de ella un nuevo chorro de leche. Cielo Riveros resistiótodos sus empellones, y se mantuvo asida al arma de la que manaban aquellosborbotones, hasta que todo hubo terminado.
 —¿Cuántodijisteis? —musitó ella—. ¿Una taza de té llena? Fueron dos.
—¡Adorable criatura!—exclamó Clemente cuando al fin pudo recuperar el aliento—. ¡Qué placer tandivino me proporcionaste! Ahora me toca a mí, y tienes que permitirme examinartodas estas cositas tuyas que tanto adoro.
 —¡Ah,qué delicioso fue! Estoy casi ahogada —comentó Cielo Riveros—. ¡Cuán viscosaera!
¡Diosmío, qué cantidad!
 —Sí, lindura. Te laprometí toda, y me excitaste de tal modo que de seguro recibiste una buenadosis. Fluía a borbotones.
 —Sí,efectivamente así fue.
—Ahoraverás qué buena lamida te doy, y cuán deliciosa-. mente te joderé después.
 Uniendo la acción a lapalabra, el sensual cura se colocó entre los muslos de Cielo Riveros, blancoscomo la leche, y adelantando su cara hacia ellos introdujo su lengua entre loslabios de la roja grieta. Después, moviéndola en torno al endurecido clítoris,la obsequió con un cosquilleo tan exquisito, que la muchacha difícilmente podíacontener sus gritos.
—¡Oh, Dios mío! ¡Mechupas la vida! ¡Oh...! Estoy... ¡Voy a venirme! ¡Me. vengo! Y con un repentinomovimiento de avance hacia la activa lengua, Cielo Riveros se vinoabundantemente en el rostro de Clemente, el que recibió lo más que pudo dentrode su boca, con epicúreo deleite.
 
Después el cura se alzó.Su enorme pene, que se había apenas reblandecido, se encontraba otra vez entensión viril, y emergía ante él en estado de terrible erección. Literalmenteresoplaba de lujuria a la vista de la Cielo Riveros y bien dispuesta muchacha.
 —Ahora tengo quejoderte —le dijo al tiempo que la empujaba hacia la cama—. Tengo que poseerte ydarte una probada de esta yerga en tu cuerpecito. ¡Ah, qué jodida te voy a dar!
 Despojándoserápidamente de su sotana y sus prendas interiores, el gran bruto, cuyo cuerpo estabatotalmente cubierto de pelo y de piel tan morena como la de un mulato, tomó elfrágil cuerpo de la hermosa Cielo Riveros en sus musculosos brazos y lodepositó suavemente sobre la cama. Clemente contempló por unos instantes sucuerpo tendido y palpitante, mitad por efecto del deseo y mitad a causa delterror que le causaba la furiosa embestida. Luego contempló con aire satisfechosu tremendo pene, erecto de lujuria, y subiéndose presto al lecho se arrojósobre ella y se cubrió con las ropas de la cama.
 Cielo Riveros, medioahogada debajo del gran bruto peludo, sintió el tieso pene entre sus piernas, ybajó la mano para tentarlo de nuevo.
—¡Cielos,qué tamaño! ¡Nunca me cabrá!
 —Sí, claro que si: lotendrás todo: entrará hasta los testículos, sólo que tendrás que cooperar paraque no te lastime.
 Cielo Riveros seahorró la molestia de contestar, porque enseguida una lengua ansiosa penetró ensu boca hasta casi sofocarla.
 Después pudo darsecuenta de que el sacerdote se había levantado poco a poco, y de que la calientecabeza de su gigantesco pene estaba tratando de abrirse paso a través de loshúmedos labios de su rosada rendija.
 No puedo seguiradelante con el relato detallado de los actos preliminares. Se llevaron díezminutos, pero al término de ellos el torpe Clemente estaba enterrado hasta lostestículos en el lindo cuerpo de la joven, que, con sus suaves piernasenlazadas sobre la espalda del moreno sacerdote, recibía las caricias de éste,que se solazaba sobre su víctima, y daba comienzo a los lascivos movimientosque habían de conducirle a desembarazarse de su ardiente fluido.
 Veinticincocentímetros, cuando menos, de endurecido músculo habían calado las partesíntimas de la jovencita, y palpitaban en el interior de ellas, al propio tiempoque una mata de pelos hirsutos frotaba el delicado monte de la infeliz CieloRiveros.
—¡Oh, Dios mío! ¡Cómome lastimáis! —se quejó ella—. -Cielos! ¡Me estáis descuartizando!
 Clementeinició un movimiento.
 —¡No lo puedoaguantar! ¡Realmente está demasiado grande! ¡Oh! ¡Sacadlo! ¡Ay, qué embestidas!
 Clementeempujó sin piedad dos o tres veces.
 —Aguarda un momento,diablita; sólo hasta que te ahogue con mi leche. ¡Oh, cuán estrecha eres!¡Parece que me estás sorbiendo la yerga! ¡Al fin! ahora está dentro, ya es todotuvo.
 —¡Piedad,por favor!
Clemente embistió duroy rápido, empujón tras empujón al mismo tiempo que giraba y se contorsionabasobre el muelle cuerpo de la muchacha, y sufría un verdadero ataque de lujuria.Su enorme pene amenazaba estallar por la intensidad de su placer y elenloquecedor deleite del momento.
—Ahorapor fin te estoy jodiendo.
— ¡Jodedme! —Murmuró CieloRiveros, abriéndose todavía más de piernas, a medida que la intensidad de lassensaciones se iban posesionando de su persona—. ¡Jodedme bien! ¡Más duro!
 Y con un hondo gemidode placer inundó a su brutal violador con una copiosa descarqa, al propiotiempo que se arrojaba hacia adelante para recibir una formidable embestida delhombre.
 Las piernas de CieloRiveros se flexionaban espasmódicamente cuando Clemente se lanzó entre ellas,siguió metiendo y sacando su largo y ardiente miembro entre las mismas, conmovimientos lujuriosos. Algunos suspiros mezclados con besos de los apretadoslabios del lascivo invasor; unos quejidos de pacer y las rápidas vibracionesdel armazón de la cama, todo ello denunciaba la excitación de la escena.
 Clemente no necesitabaincentivos. La eyaculación de su complaciente compañera le había proporcionadoel húmedo medio que deseaba, y se aprovechó del mismo para iniciar una serie demovimientos de entrada y salida que causaron a Cielo Riveros tanto placer comodolor.
 La muchacha lo secundócon todas sus fuerzas. Atiborrada por completo, suspiraba hondo y se estremecíabajo sus firmes embestidas. Su respiración se convirtió en un estertor; secerraron sus-ojos por efecto del brutal placer que experimentaba en un casiininterrumpido espasmo de la emisión. Las posaderas de su rudo amante se abríany cerraban a cada nuevo esfuerzo que hacia para asestar estocadas en el cuerpode la linda chiquilla.
 Despuésde mucho batallar se detuvo un momento.
— Ya no puedo aguantarmás, me voy a venir. Toma mi leche, Cielo Riveros. Vas a recibir torrentes deella, ricura.
 Cielo Riveros lo.sabía. Todas las venas de su monstruoso cara jo estaban henchidas a su máximatensión. Resultaba insoportablemente grande. Parecía el gigantesco miembro deun asno.
Clemente empezó amoverse de nuevo. De sus labios caía la saliva. Con una sensación de éxtasis, CieloRiveros esperaba la corriente seminal.
 Clemente asestó uno odos golpes cortos, pero profundos, lanzó un gemido y se quedó rígido,estremeciéndose sólo ligeramente de pies a cabeza, y a continuación salió de suyerga un tremendo chorro de semen que inundó la matriz de la jovencita. El granbruto enterró su cabeza en las almohadas, hizo un postrer esfuerzo paraadentrarse más en ella, apoyándose con los pies en el pie de la cama.
 —¡Oh, la leche!—chilló Cielo Riveros—. ¡La siento! ¡Qué torrente! ¡Oh, dádmela! ¡Padre santo,qué placer!
~¡Ahí está! ¡Tómala!-grító el cura mientras, tras el primer chorro arrojado en el interior de ella,embestía de nuevo salvajemente hacia adentro, enviando con cada empujón unnuevo torrente de cálida leche.
 ~¡Oh,qué placer!
Aun cuando CieloRiveros había anticipado lo peor, no tuvo idea de la inmensa cantidad de semenque aquel hombre era capaz de emitir. La arrojaba hacia fuera en espesosborbotones que iban a estrellarse contra su misma matriz.
—¡Oh,me estoy viniendo otra vez!
 Y Cielo Riveros sehundió semidesfallecida bajo el robusto hombre, mientras su ardiente fluidoseguía inundándola con sus chorros viscosos.
 Otras cinco veces,aquella misma noche, Cielo Riveros recibió el contenido de los grandestestículos de Clemente, y de no haber sido porque la claridad del día lesadvirtió que era tiempo de que él se marchara, hubieran empezado de nuevo.
 Cuando el astutoClemente abandonó la casa y se apresuró a retirarse a su humilde celda, amaneciendoya, se vio forzado a admitir que había llenado su vientre de satisfacción, dela misma manera que Cielo Riveros vio inundadas de leche sus entrañas. Y suertetuvo la jovencita de que sus dos protectores estuvieran incapacitados, porquede otra manera habrían descubierto, por el lastimoso estado en que seencontraban sus juveniles partes intimas, que un intruso había traspasado losumbrales de las mismas.
 La juventud eselástica, todo el mundo lo sabe. Y Cielo Riveros era muy joven y muy elástica.Si vosotros hubieseis visto la inmensa máquina de Clemente, lo habríaisaseverado conmigo Su elasticidad natural le permitió admitir no sólo laintroducción de aquel ariete, sino también dejar de sentir la menor molestia alcabo de un par de días.
  Tres días después deeste interesante episodio regresó el padre Ambrosio. Una de sus primeraspreocupaciones fue buscar a Cielo Riveros. Al encontrarla la invitó a entrar enun boudoir.
 —¡Vela! —gritó,mostrándole su instrumento, inflamado y en actitud de presentar armas—. No hetenido distracción alguna durante una semana, y mi yerga está que arde, queridaCielo Riveros.
 Dos minutos después,la cabeza de Cielo Riveros reposaba sobre la mesa del departamento mientrasque, con la ropa recogida sobre su espalda, dejaba al descubierto sus turgentesnalgas, las que el lascivo cura golpeó vigorosamente con su largo miembro,después de haber solazado su vista en la contemplación de sus rollizasnalgas. 
 Tras otro minuto ya suinstrumento se había introducido en el coño por detrás, basta aplastar contralas posaderas el negro y rizado pelo de la base. Tras sólo unas cuantasembestidas arrojó borbotones de leche hasta la cintura de ella.
 El buen padre estabademasiado excitado por la larga abstinencia para que con sólo esto perdierarigidez su miembro, por lo que retiró aquel instrumento propio de un semental,todavía resbaladizo y vaporoso, para llevarlo al pequeño orificio situado entreel par de deliciosas nalgas de su amiga. Cielo Riveros le ayudó y, dado lo bienaceitado como estaba, se deslizó hacia adentro, para no tardar en obsequiar ala muchacha con otra tremenda dosis procedente de sus prolíficos testículos. CieloRiveros sintió la ardiente descarga, y recibió gustosa la cálida lecheproyectada contra sus entrañas. Después la puso de espaldas sobre la mesa y lesuccionó el clítoris por espacio de un cuarto de hora, obligándola a venirsedos veces en su boca. A continuación la jodió en la forma natural.
 Acto seguido se retiróCielo Riveros a su habitación para lavarse, y tras un ligero descanso se pusosu vestido de calle y se fue.
 Aquella noche seinformó que el señor Verbouc había empeorado. El ataque había alcanzadoregiones que fueron motivo de alarma para su médico de cabecera. Cielo Riverosle deseó a su tío que pasara una buena noche y se retiró a su habitación.
 Julia se habíainstalado en la alcoba de Cielo Riveros para pasar la noche, y ambas muchachas,para aquel entonces ya bien enteradas de la naturaleza y las propiedades delsexo masculino, estaban recostadas intercambiando ideas y aventuras.
 —Pensé que iba a morir—dijo Julia— cuando el padre Ambrosio introdujo su cosa grande y fea muyadentro de mi pobre cuerpo, y cuando acabó creí que le había dado un ataque, yno podía entender qué era aquella cosa viscosa, aquella sustancia caliente quearrojaba dentro de mí. ¡Oh!
 —Entonces, querida,comenzaste a sentir la fricción en tu sensible cosita, y la caliente leche delpadre Ambrosio brotó a chorros, cubriéndolo todo.
 —Si,así fue, y todavía me siento inundada cuando lo hace.
—¡Silencio!¿No oíste?
 Ambas muchachas selevantaron y se pusieron a escuchar. Cielo Riveros, más habituada a lascaracterísticas de su alcoba de lo que pudiera estarlo Julia, concentró suatención en la ventana. En el momento de hacerlo el postigo cedió gradualmente,y apareció la cabeza de un hombre.
 Julia descubriótambién al aparecido y estuvo a punto de gritar, pero Cielo Riveros le hizo unaseña para que guardara silencio.
 —¡Chist! No te alarmes—susurró Cielo Riveros—. No nos quiere comer; sólo que es indebido molestarle auna de tan cruel manera.
 —¿Qué quiere?—preguntó Julia, semiescondiendo su linda cabeza entre sus prendas de dormir,pero sin dejar de observar con ojo atento al intruso.
 Durante esta breveconversación el hombre se estuvo preparando para entrar en la alcoba, yhabiendo ya abierto lo bastante la ventana para poder hacerlo, deslizó suamplia humanidad al través de la abertura. Al poner pie en el piso de lahabitación quedaron al descubierto la voluminosa figura y las feas faccionesdel sensual padre Clemente.
 —¡Madre santa, uncura! —exclamó la joven huésped de Cielo Riveros—. ¡Y bien gordo por cierto!¡Oh Cielo Riveros! ¿Qué quiere?
—Prontolo sabremos —susurró la otra.
 EntretantoClemente se había aproximado a la cama.
—¿Qué? ¿Será posible?¿Un doble agasajo? —exclamó él—. ¡ Encantadora Cielo Riveros! Es realmente unplacer inesperado.
 —¡Quévergüenza, padre Clemente!
 Juliahabía desaparecido bajo las ropas de la cama.
En dos minutos sedespojó el cura de sus vestimentas, y sin esperar a que se le invitara ahacerlo, se lanzó como rayo sobre la cama.
 —¡Oh!—gritó Julia—. ¡Me está tentando!
—¡Ah, sí! Las dos seremos bien manoseadas, te lo aseguro
—murmuróCielo Riveros al sentir la enorme arma de Clemente presionando su espalda—.
¡Quevergonzoso comportamiento el de usted, al entrar sin nuestro permiso!
 —En tal caso, ¿puedoentrar, preciosidad? —repuso el cura, al tiempo que ponía en manos de CieloRiveros su tieso instrumento.
 —Puedequedarse, puesto que ya está dentro.
—Gracias —murmuroClemente, apartando las piernas de Cielo Riveros e insertando la enorme cabezade su pene entre ellas.
 CieloRiveros sintió la estocada, y mecánicamente pasó sus brazos en torno al dorsode Julia.
Clemente empujó denuevo, pero Cielo Riveros se escabulló de un brinco. Se levantó, y apartandolas ropas de la cama dejó al descubierto el peludo cuerpo del sacerdote y lagentil figura de su compañera.
 Julia se volvióinstintivamente y se encontró con que, apuntando en línea recta a su nariz, seenderezaba el rígido pene del buen padre, que parecía próximo a estallar acausa de la lujuria despertada en su poseedor por la compañía en que seencontraba.
—Tiéntalo—susurró Cielo Riveros.
 Sinatemorizarse, Julia lo agarró con su blanca manita.
—¡Cómo late! Se vahaciendo cada vez mayor, a fe mía. Ambas muchachas se bajaron entonces de lacama, y ansiosas por divertirse comenzaron a estrujar y a frotar el voluminosopene del sacerdote, hasta que éste estuvo a punto de venirse.
 — ¡ Esto es el cielo!—dijo el padre Clemente con la mirada perdida, y un ligero movimientoconvulsivo en sus dedos que denotaba su placer.
 —Basta, querida, de locontrario se vendrá —observó Cielo Riveros, adoptando un aire de personaexperimentada, al que creía tener derecho, según ella, en virtud de susanteriores relaciones con el monstruo.
 Por su parte, el padreClemente no estaba dispuesto a desperdiciar sus disparos cuando estaban a sualcance dos objetivos tan lindos. 
 Permaneció inactivodurante el manoseo al que las muchachas sometieron su pene, pero ahora habíaatraído suavemente hacia si a la joven Julia, para alzarle la camisa y dejar ala vista todos sus secretos encantos. Deslizó sus ansiosas manos en torno a losadorables muslos y las nalgas de la muchacha, y con los pulgares abrió despuésla rosada vulva, para introducir su lasciva lengua en su interior, y besarla enforma por demás excitante en la misma matriz.
 Julia no podíapermanecer insensible a este tratamiento y cuando al fin, tembloroso de deseo yde desenfrenada lujuria, el osado cura la puso de espaldas sobre la cama, abriósus juveniles muslos y le permitió ver los sonrosados bordes de su bien ajustadarendija. Clemente se metió entre sus piernas, y adelantándose hacia ella mojóla gruesa punta de su miembro en los húmedos labios del coño. Cielo Riverosprestó entonces su ayuda, y tomando entre sus manos el inmenso pene, ledescubrió y encaminó adecuadamente hacia el orificio.
 Julia contuvo elaliento y se mordió los labios. Clemente asestó una violenta estocada. Julia,brava como una leona, aguantó el golpe, y la cabeza se introdujo. Másempujones, mayor presión, y en menos tiempo que toma para escribirlo Juliahabía engullido totalmente el enorme pene del sacerdote.
 Una vez cómodamenteposesionado de su cuerpo, Clemente inició una serie de rítmicas embestidas afondo, y Julia, presa de sensaciones indescriptibles, echó hacia atrás lacabeza, y se cubrió el rostro con una mano mientras con la otra se asía de lacintura de Cielo Riveros.
 —¡Oh,es enorme, pero qué gusto me da!
— ¡Está completamente dentro! ¡ Se ha enterrado hasta las bolas! —exclamó CieloRiveros.
—¡Ah! ¡Qué delicia!¡Voy a venirme! ¡No puedo aguantar! ¡Su vientre es como terciopelo! ¡Toma!¡Toma esto!
Aquísiguió una feroz embestida.
 —¡Oh!—exclamó Julia.
 En aquel momento se leocurrió una fantasía al libidinoso gigante, y extrayendo el vaporizante miembrode las partes íntimas de Julia. se lanzó entre las piernas de Cielo Riveros ylo alojó en el interior de su deliciosa vulva. El palpitante objeto se metiómuy adentro de su juvenil coño, mientras el propietario del mismo babeaba degusto por la tarea a que estaba entregado.
 Julia veía asombradala aparente facilidad con que el padre hundía su gran yerga en el interior delblanco cuerpo de su amiga.
 Tras de pasar uncuarto de hora en esta erótica postura, tiempo en el cual Cielo Riveros oprimióal padre contra su pecho y rindió por dos veces su cálido tributo sobre lacabeza de la enorme vara, una vez más se retira Clemente, y buscó calmar elardor que le consumía derramando su caliente leche en el interior de ladelicada personita de Julia.
 Tomó a la damita entresus brazos, de nuevo se montó sobre su cuerpo, y sin gran dificultad,presionando su ardiente yerga contra el suave coño de ella, se dispuso ainundarlo con una lasciva descarga.
 Siguió una furiosaserie de estocadas rápidas pero profundas, al final de las cuales Clemente, altiempo que dejaba escapar un hondo suspiro, empujó hasta lo más hondo de ladelicada muchacha, y comenzó a vomitar en su interior un verdadero diluvio desemen. Chorro tras chorro brotaba de su pene mientras él, con los ojos en blancoy los labios temblorosos, llegaba al éxtasis.
 La excitación de Juliahabía alcanzado su máximo, y se sumó al goce de su violador en el paroxismofinal, a un grado de terrible enajenación que no hay pulga capaz de describir.
Las orgías quesiguieron en esta lasciva noche fueron algo que excede también mis capacidadesnarrativas. Tan pronto como Clemente se hubo recobrado de su primeraeyaculación, anunció con palabras de grueso calibre su propósito de gozar de CieloRiveros. Y, dicho y hecho, puso inmediatamente manos a la obra.
 Durante un largocuarto de hora permaneció enterrado hasta los pelos en el coño de ella,conteniéndose hasta que la naturaleza se impuso, para que Cielo Riverosrecibiera la descarga en su matriz.
 El padre sacó supañuelo de Holanda, con el que enjugó los chorreantes coños de ambas beldades.Entonces las dos muchachas asieron el miembro del sacerdote, y le aplicarontantos tiernos y lascivos toques que excitaron de nuevo el fogoso temperamentodel sacerdote, hasta el punto de lograr infundirle nuevas fuerzas y virilidadimposibles de describir. Su enorme pene, enrojecido y engrosado en virtud delos ejercicios anteriores, veía amenazador a la pareja que lo manoseaballevándolo ora a un lado, ora a otro. Varias veces Cielo Riveros chupó laenardecida cabeza y cosquilleó con la punta de su lengua el orificio de lauretra.
 Esta era, por lovisto, una de las formas favoritas de gozar de Clemente. ya que rápidamenteintrodujo lo más que pudo la cabeza de su gran yerga en la boca de la muchacha.
 Después las hizo rodaruna y otra vez, desnudas tal como vinieron al mundo, pegando sus gruesos labiosen sus chorreantes coños, una y otra vez. Besó ruidosamente y manoteó lasredondeces de sus nalgas, introduciendo de vez en cuando uno de sus dedos enlos orificios de los culos.
 Luego Clemente y CieloRiveros, ambos a una, convencieron a Julia para que le permitiera al padremeter en su boca la punta de su pene, y tras un buen rato de cosquillear yexcitar al monstruoso carajo, vomitó tal torrente en la garganta de lamuchacha, que casi la ahogó.
 Siguió un cortointervalo, y de nuevo el inusitado hecho de poder gozar de dos muchachas tantentadoras y espirituales despertó todo el vigor de Clemente.
 Colocándolas una juntoa otra comenzó a introducir su miembro alternativamente en cada una, y tras dealgunas brutales embestidas lo retiraba de un coño para meterlo en el otro.Después se tumbó sobre su espalda, y atrayendo a las muchachas sobre él lechupó el coño a una mientras la otra se enterraba en su yerga hasta juntarselos pelos de ambos cuerpos. Una y otra vez arrojó en el interior de ellas suprolífica esencia.
Sóloel alba puso término a aquellas escenas de orgía.
 mientras tales escenasse desarrollaban en aquella casa, otra muy diferente tenía lugar en la alcobadel señor Verbouc, y cuando tres días más tarde el padre Ambrosio regresaba deotra de sus ausencias, encontró a su amigo y protector al borde de la muerte.
 Unas pocas horasbastaron para poner término a la vida y aventuras de tan excéntrico caballero.
 Después de su decesosu viuda, que nunca se distinguió por sus luces intelectuales, comenzó apresentar síntomas de locura, y en el paroxismo de su desvarío nunca dejaba dellamar al sacerdote. Pero cuando en cierta ocasión un anciano y respetablepadre fue llamado de urgencia, la buena señora negó indignada que aquel hombrepudiera ser un sacerdote, y pidió a gritos que se le enviara “el del graninstrumento”. Su lenguaje y su comportamiento fueron motivo de escándalogeneral, por lo que se la tuvo que encerrar en un asilo, en el que siguedelirando en demanda del gran pene.
 Cielo Riveros, que deesta suerte se quedó sin protectores, bien pronto prestó oídos a los consejos de su confesor, y aceptó tomar los velos.
Julia, huérfana también, resolvió compartir la suerte de su amiga, y como quiera que su madre otorgó enseguida su consentimiento, ambas jóvenes fueron recibidas en los brazos de la Santa Madre Iglesia el mismo día, y una vez pasado el noviciado hicieron a un tiempo los votos definitivos.
fin

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