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El tónico familiar (10-2).

El tónico familiar (10-2).


EL TÓNICO FAMILIAR.


CAPÍTULO DIEZ.
SEGUNDA PARTE.


 Pasados unos minutos recordó que, a pesar de la oscuridad y la aparente intimidad, estábamos en un lugar público. Se apartó de mí, apuró su refresco con un ruidoso sorbo, cogió su bolso y se puso en pie.
—Vámonos de aquí —ordenó.
  Acomodé lo mejor que pude mi tremenda erección para que no atrajese miradas indiscretas y la seguí hasta el exterior. De nuevo el contraste entre la penumbra y la luz nos cegó durante unos segundos. En el lobby del cine no había nadie, solo la chica que vendía las palomitas, quien ni siquiera nos miró, ocupada contando granos de maíz (no era eso lo que hacía, pero apenas me llegaba sangre al cerebro y estaba colocado, así que vete a saber). Arrinconé a mi madre tras una columna, o mejor dicho ella se dejó arrinconar, y mi lengua volvió al ataque, acompañada por mis manos, apurando cada segundo antes de que volviese a asaltarla el miedo a ser descubierta.
—Vamos a los baños —le susurré al oído mientras le besaba el cuello.
—No voy a follar en lo baños de un cine —dijo, en un tono que no dejaba lugar a réplica.
  Frustrada mi fantasía de fornicar con mi madre en los baños de un cine, una fantasía que no sabía que tenía hasta ese momento, le ofrecí el brazo y salimos al centro comercial, como si nada extraño hubiese pasado. Paseamos sin apenas hablar entre la gente, camino al aparcamiento, aparentando de nuevo no ser nada más que una madre y un hijo con una relación estrecha pero totalmente convencional. Mi piel morena y su bronceado disimulaban el rubor de nuestras mejillas, y gracias a un titánico esfuerzo mental había conseguido dominar mi erección lo suficiente como para que no diese el cante en los pasajes por los que pululaban familias con niños o ancianos ociosos.
  Una vez sentados en el Land-Rover, me abalancé sobre ella con tanto ímpetu que me clavé la palanca de cambios en la ingle. Ante mi gesto de dolor, ella soltó una carcajada y me apartó de un empujón.
—Ya te he dicho que aquí nos puede ver alguien. Arranca, anda —dijo, alisando las arrugas que habían provocado en su vestido mis manos.
—¿Y a dónde vamos?
  Nos quedamos en silencio. ¿A dónde carajo podíamos ir? Mi padre estaba en casa. En el pueblo estaban mi abuela y mis tíos. Aparcar en un callejón discreto estaba más que descartado, y sabía que ningún picadero al aire libre, por alejado y solitario que fuese, sería lo bastante íntimo como para que mi acompañante consiguiera relajarse. Tenía varios amigos que compartían piso y me dejarían usar una habitación si se lo pedía, pero la mayoría conocían a mi madre, y los que no la habían visto nunca podrían conocerla más adelante y descubrir el pastel. Devanándome los sesos, llegué a sentir envidia por lo bien que se lo montaba el asqueroso de Don Ramón con sus amantes y sus putas. Eso me hizo tener una idea, hecho que expresé en voz alta.
—Tengo una idea —dije, mientras arrancaba el coche.
—¿Qué idea? —preguntó mamá, con la habitual curva de desconfianza en su ceja.
—Ya lo verás.
  Salimos de nuevo a la ciudad. Estaba anocheciendo y conduje hacia la parte vieja de la ciudad bajo cúmulos de nubes alargadas teñidas con tonos naranjas y rosados que resultaban casi irreales.
—Al final no hemos visto la peli entera. ¿Qué le vas a decir a papá si te pregunta?
—Uff, yo que sé... Le diré que sale un caníbal y una poli bollera.
—¡Ja ja!
  Entramos en las estrechas calles del casco antiguo, moviéndonos despacio sobre el empedrado que hacía vibrar los asientos, entre iglesias centenarias, casas abandonadas por el tiempo y talleres de artesanía que habían sobrevivido a la era industrial. No conocía muy bien esa parte de la ciudad, pero no me costó mucho encontrar el lugar que buscaba, una serie de calles que habían conocido tiempos mejores, con el encanto de la sordidez y los vicios consentidos, la mayoría ilegales sobre el papel, papel mojado por la corrupción de las autoridades. En las aceras y los portales vimos a yonquis pinchándose, mendigando para la siguiente dosis o acechando en busca de algún incauto al que atracar. Vimos camellos, perros callejeros de toda índole, chulos y vividores, pero sobre todo putas.
  Las había a docenas, de todos los tamaños, razas y edades, y aquellas eran solo las que estaban a la vista, pues muchos de los sucios y pintarrajeados edificios ocultaban burdeles. Conduje despacio, como si mirase la mercancía. Algunas se ajustaban al imaginario colectivo luciendo lo que podríamos llamar uniforme de zorra: minifalda, medias de rejilla, tacones y plataformas, vestidos minúsculos que dejaban a la vista las nalgas, tops ajustados o simplemente un sujetador o la parte superior de un bikini. Otras, en cambio, vestían de forma menos vistosa, y su oficio era evidente solo por su actitud. Las que más se esforzaban en el aspecto estético eran aquellas que no habían nacido mujeres, disimulando los muchos o pocos rasgos masculinos que tuviesen a base de abigarrados maquillajes y atuendos.
—Carlos, ¿qué hacemos en el barrio de las putas? —preguntó mi madre, con evidente y justificado recelo.
—Ya lo verás —respondí, enigmático.
—Si tienes en mente alguna cosa rara no cuentes conmigo, ¿eh? —me advirtió.
  Su desconcierto aumentó cuando detuve el Land-Rover en una pequeña y sombría plazoleta y abrí la puerta para bajarme.
—¿Qué coño haces? Ni se te ocurra dejarme aquí sola.
—Tranquila, es solo un segundo. No me voy a alejar mucho —prometí.
  Antes de que pudiese protestar de nuevo caminé hasta el portal más cercano, uno de los menos sucios y malolientes de los alrededores. Dos furcias me miraron de arriba a abajo mientras me acercaba, con la burlona prepotencia de las mujeres callejeras. Una de ellas tendría unos cuarenta y cinco años, rellenita y tetona, tan bajita como yo a pesar de los taconazos de sus zapatos de leopardo sintético. La otra era alta y esbelta, como una modelo de pasarela que hubiese perdido la elegancia en una mala noche, de grandes ojos azules y una cabellera rubia que sin duda era artificial. Me detuve frente a ellas y les dediqué mi mejor sonrisa. Nunca me había ido de putas y no sabía muy bien cómo tratarlas.
—Ay, pero mira que mono —dijo la mayor de las dos, con voz potente y cazallera—. ¿Sabe tu mami que estás aquí, pequeñín?
—Si. Si que lo sabe —respondí, confiado, cosa que descolocó un poco a las zorras—. ¿Puedo haceros una pregunta?
—Depende de la pregunta, nene —dijo la rubia. Por la forma en que arrastraba las palabras y el estado de su dentadura estaba claro que su delgadez no era fruto de una estricta dieta.
—Calla, coño. Déjale que pregunte lo que quiera —le espetó la madura. Me miraba sonriendo, casi con ternura. A pesar del excesivo maquillaje y los estragos de años en la calle tenía unos bonitos ojos verdes.
  La otra me dedicó una mueca de desprecio, se acomodó su pequeño bolso en el hombro y se alejó desfilando por la acera, contoneando las escasas curvas bajo un ceñido vestido blanco. Giré un segundo la cabeza para echar un vistazo a mi madre. Estaba sentada con la espalda tiesa y los brazos cruzados sobre el pecho, con una expresión seria e interrogante.
—Verás, estoy buscando un motel de esos que alquila habitaciones por horas, ¿sabes lo que te digo? —le dije a la puta.
—Uy, claro que se lo que dices, cariño —respondió. Se había percatado de mi vistazo al coche y su sonrisa se volvió astuta. Su amplia experiencia en asuntos derivados del adulterio le permitió deducir al instante cual era la situación.
—Que no sea muy caro pero tampoco muy cutre —añadí. Tenía la cartera repleta gracias a mis negocios pero tampoco me podía permitir un hotel de lujo.
—Conozco un sitio perfecto. Limpio y discreto. A tu amiga le va a encantar.
  Me dio unas indicaciones que memoricé asintiendo. La mujer había sido agradable, así que saqué de mi cartera una propina que consideré adecuada y se la tendí. Su mano de uñas pintadas de rojo oscuro cogió el billete sin vacilar y lo metió en su bolso.
—Gracias, guapo. Que te vaya bien —dijo. Miró hacia mi madre, después de nuevo a mí, y me guiñó un ojo.
—Gracias a ti.
—Y ya que te gustan las maduritas, si alguna noche andas solito aquí me tienes.
—Lo tendré en cuenta.
  Regresé al coche y arranqué, ante la mirada inquisitiva y ceñuda de mamá. Le di un rápido beso en la mejilla al que no respondió.
—¿Qué has hablado con esa puta? —preguntó.
—Ya lo verás.
—¡Déjate de ya lo verás, joder! Me estás poniendo nerviosa —exclamó, golpeando rápidamente el suelo del coche con el pie, síntoma de que en efecto estaba nerviosa y enfadada.
—Tranquila. Solo le he preguntado por algún sitio donde podamos estar solos un rato —expliqué, acariciándole la rodilla para calmarla—. Se me ocurrió que por aquí habría más de uno.
—¿Me vas a llevar a un motel para putas? —dijo, algo más tranquila pero aún desconfiada.
—No exageres. Es un sitio para... parejas.
—¿Y lo puedes pagar? Yo no llevo dinero.
—Descuida. Tengo pasta.
  Mientras me esforzaba en calmar su recelo llegamos a la dirección que me había dado la simpática fulana. El lugar era un anodino edificio de tres plantas cuya fachada necesitaba más de una mano de pintura. No tenía rótulo ni letrero luminoso sobre la puerta, solo una tablilla en la pared con la letra hache grabada. Supuse que la hache vendría de “hostal” o de “habitaciones”, pues ni el propietario más optimista consideraría que aquello se podía llamar hotel. Para mi sorpresa, tenía un aparcamiento en la parte trasera, un solar vacío vigilado por un somnoliento anciano que nos saludó con la cabeza sin mucho interés cuando bajamos del Land-Rover.
  En el corto trayecto hasta la puerta del motel mi madre se agarró con fuerza a mi brazo y aceleró el paso cada vez más, arrastrándome casi al recibidor del establecimiento. El lugar parecía haberse congelado en el tiempo treinta años atrás. El papel pintado de las paredes estaba descolorido y faltaban algunos trozos. Los numerosos cuadros, paisajes exóticos o desnudos femeninos, mostraban la pátina del tiempo, y no había un solo mueble que tuviese menos años que mi acompañante. Al menos, en apariencia, todo estaba limpio. Flotaba en el ambiente un intenso olor a lejía enmascarado por un empalagoso ambientador floral.
  Nos acercamos al mostrador, detrás del cual nos observaba un tipo flaco de edad indeterminada. El anacrónico mullet de su cabeza estaba salpicado de canas, pero podría tener treinta años o sesenta, algo a lo que contribuían los rasgos aniñados de su alargado y peculiar rostro. Su camisa de manga corta dejaba a la vista dos brazos fibrosos con varios tatuajes. En aquella época aún no estaba de moda tatuarse, no como ahora, y si alguien lucía ilustraciones en su piel lo habitual era pensar que había estado en la cárcel o en la legión, y aquel tipo no tenía pinta de militar.
—Queremos... una habitación —le dije, más intimidado por su aspecto de lo que me gustaría admitir.
  El recepcionista sonrió, mostrando una brillante funda de plata en uno de sus dientes. Mi madre no me soltaba el brazo y miraba a todas partes menos al rostro del tipo. En ningún momento agachó la cabeza, pero resultaba evidente que estaba avergonzada e inquieta.
—¿Por cuanto tiempo? —me preguntó. Su voz era sorprendentemente agradable, como la de un locutor de radio.
  Dudé un momento antes de responder. Yo estaba más que dispuesto a pasar allí toda la noche, pero sabía que era imposible. Puede que mi padre no le prestase demasiada atención a su esposa pero se daría cuenta si pasaba la noche fuera. De forma inesperada, fue la citada esposa quien respondió a la pregunta, soltando solo dos palabras de forma rápida y seca.
—Una hora.
  El tatuado miró a mi madre, sonrió de nuevo y asintió. Nos entregó una llave encadenada a un trozo de madera pulida con el número seis grabado. Me dijo el precio y pagué por adelantado. No nos pidió ninguna clase de identificación ni dijo nada más, así que fuimos hacia la escalera, subimos a la segunda planta y entramos en la habitación. Al pulsar un interruptor, una suave luz, difusa y rojiza, nos reveló la estancia.
  No era muy distinta en estilo al recibidor. El papel pintado era más alegre, de coloridas flores y enredaderas, y el olor a lejía era menos intenso. El mobiliario consistía en un par de sillas con asiento de cuero, una cómoda con un televisor encima, un pequeño refrigerador amarillento y por supuesto una cama de matrimonio, cubierta por una colcha morada. En la pared sobre el cabecero había una pintura de una mujer negra desnuda, tapándose la entrepierna con una cesta de fruta y luciendo dos bonitos pechos a lo Pam Grier. El baño era pequeño y antiguo pero no estaba sucio.
  Lo primero que hizo mi madre fue cerrar con llave. A continuación quitó la colcha de la cama y la arrojó sobre una de las sillas.
—Al menos las sábanas están limpias —afirmó, tras examinarlas.
—Pues claro. ¿Pensabas que iba a llevarte a un tugurio de mala muerte? —dije.
  Estaba de pie junto a la cama, con las manos en las caderas y una expresión socarrona en el rostro. El pelo se le había secado hacía rato y el flequillo rubio le caía sobre la ceja. Su pie no golpeaba el suelo, lo cual era buena señal.
—Cielo, esto es un tugurio de mala muerte.
Me acerqué a ella y la atraje hacia mí sujetándola por las caderas. Metió las manos bajo mi camiseta y me acarició la parte baja de la espalda mientras nuestras lenguas jugaban de nuevo, dentro y fuera de nuestras ansiosas bocas, sin preocuparnos ya por miradas inoportunas.
—Si no te gusta este sitio nos vamos —le sugerí burlón en una pausa para tomar aliento.
—De eso nada. Has pagado una hora y tendrás una hora.
—Vaya... Eso es lo que diría una puta.
  La broma me costó el esperado y doloroso pellizco en el costado. Riendo y forcejeando, le sujeté las muñecas a la espalda y la besé hasta que dejó de resistirse. Muy despacio, saboreando cada segundo y cada gota de caliente saliva, nos desnudamos el uno al otro. Cuando le bajé el vestido hasta los tobillos me recreé besando y aspirando el olor de cada palmo de su cuerpo. Chupé sus pezones endurecidos por la excitación, tan pequeños y deliciosos como los recordaba. Ella me acariciaba el pelo y los hombros, suspiraba y se estremeció cuando le bajé las bragas y la punta de mi prominente nariz rozó el vello oscuro de su pubis. Yo ya estaba desnudo y mi verga, tiesa a más no poder, palpitaba en el aire entre mis piernas flexionadas. El agradable aroma almizclado que llenó mis fosas nasales me hizo recordar algo y levanté la cabeza, encontrando sin esfuerzo sus ojos color miel.
—Me debes una clase, ¿te acuerdas? —dije. Sin dejar de mirarla, besé varias veces el triángulo oscuro enmarcado por la marca del bronceado.
—¿Una clase? —preguntó, entornando los ojos.
—El otro día te dije que nunca me había comido un coño, y dijiste que me enseñarías.
  Soltó una carcajada y me acarició la cara, mirándome con la mezcla de amor maternal, descarada lujuria y ese enigmático matiz que no conseguía descifrar, convirtiendo su rostro en la visión más excitante y perturbadora que pueda tener un hombre.
—¿De verdad quieres que te enseñe?
—Claro que si.
  Después de colocar con cuidado en una silla su vestido y de quitarse las sandalias se tumbó en el centro de la cama, con las piernas abiertas y las manos cruzadas un palmo por debajo de sus pequeños pechos. Me gustaba tanto contemplar su cuerpo desnudo que me quedé mirando sin hacer nada, hasta que levantó una ceja y me dedicó la sonrisa irónica que tan bien conocía.
—¿Te vas a quedar ahí de pie mirándome? Vamos, hombre, espabila.
  No, no iba a quedarme mirándola. Me subí a la cama y me arrodillé frente a ella. Mi polla apuntaba amenazante hacia adelante, pero la belicosa serpiente iba a tener que esperar. Uno de los pequeños pies de mi madre subió y me acarició el pecho, bajando despacio hasta la cintura. Agarré el tobillo y lo hice subir de nuevo. Besé el empeine, seguí hasta el tobillo y recorrí con los labios el volumen de la firme pantorrilla. Me incliné para descender por la parte interna del bronceado muslo, hasta llegar a la ingle, suave y depilada. Mi nariz volvió a tocar pelo y al pasar la lengua entre los apretados pliegues de su coño probé por primera vez el sabor de sus flujos, ligeramente salado y un poco amargo, distinto a cualquier cosa que hubiese probado nunca, pero en definitiva delicioso y embriagador.
  Ella respiraba de forma pausada y profunda, sin darme por el momento ninguna indicación. Tenía uno de sus pies apoyado en mi hombro y lo movía para acariciarme la espalda. Después de la prometedora toma de contacto, di un par de lametones a los carnosos labios mayores, sin dejar de acariciar los muslos y el terso vientre de mi madre, pasé la lengua de nuevo entre las húmedas aletas, acompañando con la cabeza el movimiento cada vez más rápido de la lengua. Pensaba que lo hacía bien, pero de repente mi profesora me golpeó con el pie en la nuca.
—Hijo, pareces un perro bebiendo agua. Tómatelo con más calma, ¿vale?
  Asentí y obedecí. Volví a besar con calma la parte interior de los muslos, regresé a las inmediaciones de la jugosa grieta y usé los dedos para abrirla un poco. Descubrí el clítoris, asomando en su capuchón, y decidí presentarle mis respetos al capitán del barco con una serie de rápidos golpes de lengua. Mamá tembló un poco y contuvo un rápido gemido que no me sonó demasiado bien. Acto seguido recibí un nuevo golpe en la nuca. No fue doloroso pero sí más enérgico que el anterior.
—¡Pero que bruta! ¿Qué pasa? ¿No te gusta? —me quejé.
—Demasiado pronto. Deja eso para más tarde y tómate tu tiempo —me instruyó, en tono amable pero algo condescendiente.
  De nuevo obedecí, y pasé los siguientes minutos trabajando incansable con mi lengua, lamiendo desde el perineo hasta casi rozar el clítoris, atrapando entre los labios las aletas para dar suaves tirones (eso le gustó, a juzgar por los suspiros), e introduciendo la lengua brevemente en el oscuro interior, saboreando los cada vez más abundantes fluidos que se mezclaban con mi saliva. Cuando regresé al clítoris me lo tomé con más calma, lo lamí con mucho cuidado, lo besé y lo chupé como si fuese un sensible pezón.
  No hubo más quejas ni patadas. Había encontrado, más por instinto que por sus indicaciones, la intensidad y el ritmo adecuados. De cuando en cuando levantaba los ojos para mirarla y encontraba su pecho agitado por el placer, los párpados entornados y la boca entreabierta. Bajó ambas manos para hundir los dedos en mi pelo y sus dos pies se apoyaban en mi espalda, acariciándola. Solo paré un par de veces para escupir un pelo o para tragar el néctar que extraía de su flor como un colibrí hambriento.
—Así... Muy bien... Así, así... —consiguió decir entre gemidos.
  Aumenté poco a poco la intensidad de la succión y agarré con fuerza sus muslos para compensar los cada vez más descontrolados movimientos de sus caderas. Moví la lengua a toda velocidad contra el enrojecido e hinchado glande en miniatura y eso fue la gota que colmó el vaso. Sus manos se aferraron a mi cráneo como si quisiera meterme de nuevo dentro de su útero, noté en la espalda los espasmos de sus piernas y mantuve como pude el ritmo desenfrenado que el intenso y prolongado orgasmo aplicaba a su cuerpo, que se arqueaba y estremecía sobre la cama. Se contenía para no gritar demasiado en aquella habitación extraña pero sus gemidos eran tan escandalosos que si había huéspedes en la habitación contigua sin duda la escucharon.
  Cuando los temblores se espaciaron en el tiempo y los gemidos se transformaron en profundos jadeos, interrumpí el banquete que me estaba dando en su empapado coño y subí hasta que mi rostro quedó frente al suyo. Su frente y mejillas brillaban por el sudor, y no dudó en saborear sus propios fluidos dándome un largo y apasionado beso, con las manos aún en mi cabeza.
—¿Lo he hecho bien, profe? —pregunté. Mi glande estaba rozando la entrada, listo para atacar.
—Muy bien, cariño... De maravilla.
  La besé y soltó un largo gemido dentro de mi boca cuando la penetré, de una única y certera estocada, quizá más fuerte de lo necesario, pero estaba cachondo a más no poder y no iba a tomármelo con tanta calma como durante el primer y sabroso acto de la función. Sus piernas rodearon mi cintura, aún temblorosas, y noté sus dedos en la espalda, lo cual me recordó las cicatrices que aún lucía.
—Mamá... Intenta no arañarme, ¿vale? La otra vez me dejaste la espalda hecha un Cristo —le susurré, sin dejar de bombear a buen ritmo.
—¿Ah... si? Lo siento... Lo siento, mi vida...
  Acepté sus disculpas acelerando el ritmo de mis embestidas, que hicieron chirriar los muelles de la vieja cama. Ella acató la petición de no arañarme. Echó los brazos hacia atrás, sobre su cabeza, y se agarró a los barrotes dorados del cabecero, que también vibraba al ritmo de mis empujones. Estábamos cara a cara, me miraba con los dientes apretados y la mirada más intensa que nunca había visto en sus ojos, brillante y salvaje, como la de un súcubo en pleno frenesí sexual. Le di tan duro que con cada golpe de mis caderas soltaba un breve y ronco grito. Yo gruñía y resoplaba, ciñéndome a la animalidad que estaba alcanzando nuestra cópula, desahogándome sin ser consciente de ello por todas las veces que la había deseado y no había podido tenerla. A pesar de todo, fue capaz de volver unos segundos a la realidad y pronunciar unas palabras entrecortadas.
—No... no te... corras... dentro...
  Estuve a punto de desobedecer, no por descuido sino por un irracional orgullo viril que me poseyó durante unos segundos. Por suerte me dominé en el momento justo. Cuando el primer proyectil estaba casi en la boca del cañón fui capaz de sacarla. Me corrí con la verga apretada entre su pubis y mi vientre, frotándola con una serie de movimientos espasmódicos que aplastaron contra el colchón el menudo cuerpo de mi compañera. La descarga fue tan potente y abundante que llenó de espesa lefa su abdomen, llegando casi al pecho. Tras unos segundos la liberé de mi peso y me tumbé a su lado bocarriba, jadeando y empapado en sudor, al igual que ella.
—Por los pelos. La próxima vez sácala antes —me dijo.
—Perdona... uff...
—No pasa nada.
  Se giró y me dio varios largos y tiernos besos en la mejilla, acariciándome el pecho mientras recuperábamos el aliento, sobre todo yo. No se quejó ni hizo gesto alguno de disgusto por el viscoso desastre que había dejado sobre ella. Se limitó a levantarse, caminar con gracia hasta el baño, consciente de que miraba sus prietas nalgas, y limpiarse. Cuando terminó yo hice lo mismo y volvimos a tumbarnos en la cama, desnudos y sonrientes. Según el reloj que había cerca del televisor, aún nos quedaba tiempo de sobra.
  Apoyó la cabeza en mi pecho y una pierna flexionada sobre mis muslos, igual que aquella noche en casa de la abuela, cuando ni siquiera sospechábamos hacia donde iba a llevarnos ese inocente abrazo. Me acarició un pezón con los dedos y ronroneó, como una gata feliz pero no del todo satisfecha.
—Me muero de hambre —dijo. Su voz se había vuelto un poco más grave después del breve y feroz polvo—. No me acordaba de que los porros abren el apetito.
—A lo mejor aquí tienen servicio de habitaciones —bromeé.
—No comería en este sitio ni aunque me estuviese muriendo.
  Le acaricié el pelo y le aparté con suavidad el flequillo de la húmeda frente, mientras mi otra mano bajaba hasta mi verga y la sujetaba por la base, agitándola en todas direcciones. Mantenía el tamaño de la erección pero había perdido gran parte de su dureza, por lo que se doblaba como si fuese de goma, de una forma casi cómica. Ella lo vio y soltó una risita contra mi pecho.
—¿Seguro que no quieres comer nada?
  Me siguió el juego de inmediato, bajando la cabeza por mi torso hasta el pubis, donde besó el vello rizado un par de veces antes de llevar sus labios hasta el venoso tronco, que también besó en toda su longitud hasta llegar al rosado capullo, el cual lamió antes de morderlo como si fuese una fresa. No me hizo daño, y sabía que nunca lo haría, pero la sensación de sus dientes en una zona tan delicada me puso en un excitante estado de alerta.
  Se colocó a cuatro patas en la cama, de manera que sus nalgas alzadas quedaban al alcance de mi mano, circunstancia que aproveché para disfrutar de la suavidad de su piel y la firmeza de la carne que ocultaba. Ella me miraba de reojo, con una mueca maliciosa en su hambrienta boca, aplicándome una virtuosa mezcla de besos, mordiscos y lametones que no tardó en ponérmela de nuevo dura como el mármol. Sacando de nuevo a relucir su destreza manual, me masturbó despacio y comenzó a chupar, metiéndosela en la boca hasta la mitad y girando un poco la cabeza cuando subía y bajaba. Con la otra mano me acariciaba los huevos, y yo llevé la mía hasta su coño, donde introduje dos dedos, sacándolos cubiertos de fluidos. Ella respiró con fuerza por la nariz y aceleró los cabeceos, aunque no aumentó la profundidad. Mi madre no tenía la prodigiosa garganta de mi abuela, capaz de engullir por completo la nada despreciable longitud de mi rabo, pero lo compensaba son actitud y técnica.
  En pocos minutos me llevó al borde de un segundo orgasmo, le di un sonoro azote en la nalga y levantó la cabeza, mirándome con una ceja levantada y un fino hilo de saliva colgando entre mi glande y su barbilla.
—¡Oye! No te emociones, semental, que si me dejas marcas en el culo las puede ver tu padre —me regañó.
  Estuve a punto de echarle en cara los arañazos de mi espalda, pero me pareció arriesgado. Que ella supiese, yo no tenía pareja a la que ocultarle las pruebas de una noche de pasión. Sin decir nada, me incorporé y me coloqué de rodillas detrás de ella. Sabía cuales eran mis intenciones y las alentó con una sonrisa lasciva, apartándose el flequillo rubio del ojo y mirándome por encima del hombro.
—Quiero follarte otra vez —dije. No era una petición, solo anunciaba lo que iba a pasar.
—Nada de azotes, ¿eh? —me advirtió.
  Me agarré la polla, mojada por su saliva, y busqué la entrada de su no menos húmeda raja. La penetré despacio, con las manos aferradas a la redondez de sus nalgas. De nuevo tuve esa mágica sensación, la certeza de que nuestros órganos sexuales se complementaban, de que la naturaleza los había creado para unirse. Sabía que no encontraría otro coño que me acogiese con esa calidez, y supe que debía disfrutar mientras pudiese de la mujer que, diecinueve años después de haberme parido, suspiraba a cuatro patas en la cama de un motel de mala muerte.
—Así... cariño... me encanta.
  Bastaron unas cuantas embestidas para hacerla gemir de nuevo, arrugando las sábanas con los dedos que buscaban un lugar al que aferrarse. Era maravilloso poseerla en esa postura, viendo sus nalgas temblar y su bronceada espalda brillante por el sudor. Sin dejar de bombear, me incliné hacia adelante para besarle el cuello, acariciando también sus juveniles tetitas.
  A pesar de que la postura nos acercaba más al reino animal, el segundo asalto fue más pausado y menos salvaje que el primero, sin dejar de lado la pasión y el ansia que invadía nuestros cuerpos cuando se tocaban, ese magnetismo primario que solo pueden sentir una madre y un hijo cuando han derribado todas las barreras. Ella se corrió con una larga serie de gemidos que sonaron como un llanto liberador, acompañado por las rápidas palmadas que provocaban mis caderas al golpear contra sus nalgas húmedas. Las mismas que recibieron poco después varias pinceladas de semen cuando saqué la verga, de nuevo por los pelos, y me masturbé furiosamente sobre ellas.
  De nuevo nos tumbamos en la cama, jadeantes, pero esta vez no hubo tiempo para caricias ni arrumacos. Miré el reloj junto al televisor y me senté en la cama.
—Mierda, nos quedan apenas cinco minutos —anuncié, contrariado.
—Si se acaba el tiempo no vendrá aquí el tipo ese de abajo, ¿verdad? —dijo mi madre, que ya había comenzado a limpiarse.
—No se. Nunca he estado en un sitio de estos. Mejor nos damos prisa.
  Nos aseamos lo mejor que pudimos en tres minutos, nos vestimos y abrimos la puerta de la habitación. Antes de salir, mi madre se detuvo, pegada a mí. Sus ojos color miel brillaban y la sonrisa desigual de sus labios mostraba ternura y satisfacción. Me dio un largo beso, al que correspondí con entusiasmo, saboreando su lengua por última vez esa noche.
—Muchas gracias... cielo —me susurró, con una repentina timidez que me encantó.
  Bajamos y entregué la llave al recepcionista, quien nos despidió mostrándonos de nuevo el diente de plata que relucía en su amable sonrisa. En el aparcamiento, le di una propina al viejo que vigilaba los coches y nos subimos al Land-Rover, un tanto aliviados por estar de nuevo en un lugar familiar. Conduje de nuevo entre las calles de las putas, más numerosas que antes pues ya era totalmente de noche, y cruzamos la ciudad hasta llegar a nuestro barrio.
  Cuando aparqué frente al portal de casa nos quedamos unos segundos mirándonos en silencio. Mamá soltó un largo suspiro y bajó la mirada hacia su bolso, que sujetaba sobre las rodillas.
—¿Qué te pasa? ¿No te ha gustado la película? —pregunté. Contuve el impulso de acariciarla, ya que estábamos de nuevo en territorio hostil.
—Si. Me ha encantado —dijo. Esbozó una media sonrisa en la que detecté inquietud y tristeza—. No podemos seguir así, Carlos.
—¿Qué quieres decir?
—Así... Haciéndolo en callejones y en moteles. Tarde o temprano nos va a ver alguien y... No quiero ni pensarlo.
—¿Y qué hacemos? —dije, no muy seguro de a dónde quería llegar—. Lo más fácil sería que viniese a casa cuando papá está trabajando, pero no quieres.
—No. No quiero que lo hagamos en casa. Entiéndelo, cielo...
—Lo entiendo —dije, aunque estaba lejos de entenderlo.
  Nos quedamos de nuevo callados, devanándonos los sesos en busca de una solución, sobre todo yo, pues me daba miedo que los temores de mi madre y la dificultad de encontrar un escenario adecuado para nuestros encuentros pusiera fin a nuestra placentera relación. Por suerte no era esa su intención. Suspiró de nuevo y me miró, esta vez más animada.
—Bueno, ya pensaremos algo, ¿vale? —dijo, mientras me apretaba la mano—. Céntrate en tu trabajo y no te preocupes por eso.
—Lo intentaré. ¿Cuando nos vemos otra vez?
—No sé. Ya te llamo yo el domingo o el lunes. Tómatelo con calma, ¿de acuerdo?
  Asentí, acariciándole el dorso de la mano con el pulgar. Nos despedimos con un beso en la mejilla nada sospechoso pero más largo de lo habitual y breves susurros cerca de la oreja.
—Te quiero.
—Y yo a ti.
  En el camino de vuelta al pueblo mi cerebro bullía cual olla a presión, Si hasta el momento la mejor cita de mi vida había sido la cena con mi abuela y su posterior rendición a los placeres del incesto, la aventura en el cine y el motel con mamá la había desbancado sin lugar a dudas. No solo había disfrutado del morboso manoseo en el cine y de la tórrida hora de sexo desatado, sino también de su compañía. Tenía un carácter difícil, pero también ese humor peculiar que me hacía reír siempre, y la alocada espontaneidad que había sobrevivido a veinte años de aburrido matrimonio y que la llevaba a insultar a un extraño o a intentar pegarle a un policía. Lo que más me inquietaba en ese momento no era que mi padre o el resto de la familia pudiesen descubrirnos, sino la posibilidad de estar enamorándome de mi propia madre.
  Por otro lado estaba mi abuela, la “esposa” secreta con la que compartía una vida llena de placeres sencillos. Otra mujer a la que deseaba sin remedio y adoraba, una hembra exuberante y complaciente con quien todo era mucho más sencillo. Quizá algún día tuviese que elegir entre ambas, pero en ese momento no quería ni planteármelo.
  Serían casi las doce cuando llegué a la parcela, bajo la luz de la luna campestre y envuelto en el canto de los grillos. Aparqué el Land-Rover frente al garaje y me extrañé al ver que el Audi rojo de mi tío David no estaba allí. No le di mucha importancia. Habrían decidido volver a la ciudad, o a lo mejor habían salido a cenar con mi abuela y aún no habían vuelto.
  Me equivocaba. Cuando entré en la casa la luz de la cocina estaba encendida y desde la sala de estar llegaba al pasillo el resplandor azulado del televisor. Me asomé y vi a mi tío, mirando la pantalla con semblante serio, su corpachón pecoso hundido en el sofá y los pies sobre la mesita. No se percató de mi presencia así que fui a la cocina. Allí estaba su madre, sentada a la mesa con una taza humeante en la mano. Llevaba su bata floreada ceñida a las abundantes curvas que yo no podría disfrutar esa noche.
—Ah... Hola, cielo —me saludó, con afecto pero sin su habitual alegría.
  Estaba triste, alicaída, y cuando me acerqué para darle un beso en la mejilla pude comprobar que sus bonitos ojos verdes estaban algo enrojecidos, como si hubiese llorado un rato antes. Además, por el olor de su taza supe que estaba bebiendo manzanilla, una infusión que se preparaba cuando le costaba conciliar el sueño.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.




CONTINUARÁ...



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