La profe Luciana
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Capítulo I: Descubrimiento al norte
Esta no es la clásica historia del amor platónico de un estudiante hacia su profesora, habitualmente madura. Es más bien una historia derivada del clásico cliché del hartazgo marital, de esa extinción de la pasión que desemboca en la infidelidad.
Es quizá algo que me superó y que pensé nunca me iba a tocar a mí, algo de lo que había imaginado inmune a mi matrimonio. Pero no fue así. Claro que hoy no existe arrepentimiento, al contrario, me llena de satisfacción el recuerdo de lo vivido.
Me llamo Fernando, tengo 32 años y duré algo más de 10 casado con mi ahora ex mujer, Adriana. Sé que probablemente suena a típica presentación de quien busca ayuda en una asociación de anónimos, pero no, nada que ver; realmente solo es una invitación a ahondar en el contexto. Posiblemente alertar a todo aquel que tenga esa idea absurda de casarse a temprana edad.
He de decir que cuando ocurrió, cuando contraje matrimonio, a mis tiernos 20 añitos, lo hice estando seguro de la decisión que estaba tomando. Me sentía perdidamente enamorado de Adriana, y comprendía esto como un paso de quien pretende envejecer junto a la persona que ama. En aquellos días cuando aún tenía corazón, cada gota de lluvia era un juramento de amor eterno para ella.
Pero la convivencia mata la pasión. El día a día, el conocer sus manías, el entender a la otra persona como humana, con sus virtudes, defectos, costumbres, olores, humor, sueños, caprichos y demás; te hace de alguna manera aprender a quererla, al mismo tiempo que la pasión desaparece. Como si se tratara de enamorarse de un amigo.
Claro que en el caso de Adriana ese desencanto está ligado más a la actitud que fue tomando con el paso de los años.
En el argot popular de los españoles se utiliza la palabra “estrecha” para referirse a una mujer que se niega a tener relaciones sexuales porque quiere vender esa imagen de chica recatada, difícil, decente, compleja y hasta inalcanzable. En mi país no existe un término que se ajuste del todo a esas características, aunque mojigata sería lo más parecido.
Y Adriana se fue convirtiendo en una mojigata con el paso de los años. Fue un proceso a la inversa, pues cuando la mayoría de las mujeres se vuelven más abiertas hacia el sexo con el paso del tiempo, en el caso de Adriana fue al revés, pasó de ser una chica caliente y pasional, a una ama de casa amargada y supremamente acomplejada con el sexo.
Fue una actitud que surgió y fue desarrollando a partir del nacimiento de nuestro primogénito, Nachito. En esos primeros días, meses y años de madre primeriza, lo entendí, comprendía que quizá ella no sentía tanto apetito sexual por el hecho de querer brindar atención y cuidados a nuestro hijo.
El sexo se nos fue convirtiendo en un plan ocasional, y una vez concebimos a nuestra segunda hija, Lucía, su líbido se fue para no volver. O por lo menos para aparecer de manera muy distante en el tiempo, como si dependiera de una alineación de los planetas o de algún otro fenómeno paranormal.
Adriana era una estrecha consagrada. Siempre tenía un pretexto para no hacerlo, para negarse a la satisfacción de los instintos primarios.
Yo recurrí a planes románticos, a seducción en la intimidad, como en sitios públicos, compra y uso de juguetes sexuales, e incluso a meterle mano por sorpresa, con su consecuente rechazo y regaño por mi abusivo actuar.
Llegué a pensar que su ausencia de apetito sexual podía deberse a una infidelidad, y caí en la bajeza de contratar a un detective para que me informara de su amorío extramatrimonial. Pero tal cosa no ocurrió, el detective la siguió durante un par de meses, y difícilmente pudo verla fuera del hogar, llevando su vida de ama de casa.
Fue un momento de gran desespero para mí, pues no entendía porque le llamaba mi mujer si nunca se comportaba como tal. Confieso que en un par de ocasiones recurrí a servicios sexuales de pago, pues era necesario desfogar sintiendo el calor de otro cuerpo y no el de mi mano.
Aunque luego, en uno de tantos intentos desesperados por despertar su líbido, tomé una de las mejores decisiones de las que hasta hoy tengo recuerdo, una auténtica genialidad ¡un batazo de cuatro esquinas!
Le regalé un tubo para la práctica del pole dance. Lo mandé a instalar en uno de los cuartos subutilizados de nuestra casa y terminó funcionando como un imán, pues fue solo cuestión de ponerlo para cautivar su atención, así nunca hubiese hecho el intento de treparse en uno de estos tubos.
Verla cautiva con el tubo me animó a meterle mano, y ella, para mi sorpresa, me lo permitió. Había logrado el cometido, había despertado el apetito sexual de mi señora.
Claro que solo fue algo de esa ocasión, pero lo que valió la pena no fue ese insulso polvo, sino lo que el tubo desencadenó.
Adriana, viéndose torpe y carente de talento para la práctica del pole dance, se apuntó a unas clases, que terminarían despertando ese apetito sexual dormido por tanto tiempo, y que además nos permitirían relacionarnos con un nuevo universo de personas.
Los beneficios fueron casi que inmediatos. Recuerdo que Adriana, luego de la primera clase, llegó a casa entusiasta a practicar, y aunque solo había sido una lección, había sido suficiente para que aprendiese las bases para treparse y mantenerse sujeta al tubo, aunque sea por unos cortos segundos. Yo pude observarla en esa ocasión, y sinceramente me calentó verla allí, colgada, llevando a cabo su danza como si se tratase de un ritual de apareamiento, sintiéndose observada, diva y deseada.
Claro que al final terminó haciéndose la estrecha conmigo, pero en esa ocasión no me importó su desplante, pues la oportunidad de permitirme un sensual recuerdo de su cuerpo, fue suficiente para mi posterior orgasmo, obviamente provocado por mí, como fue costumbre durante esos tediosos años maritales.
Claro que mis tiempos de casado onanista estaban próximos a terminar. No sabía lo que le enseñaban en la academia de pole dance, pero Adriana regresaba a casa con una mentalidad completamente opuesta a la que habitualmente tenía. Era una mujer absolutamente sensual, y aparte decidida a realizarse sexualmente, decidida a someter a su pareja al deseo o fantasía sexual que tuviese ese día en mente.
A mí me encantaba ser su juguete hedonista, me encantaba ser el protagonista de sus fantasías, y mucho más el hecho de verle fascinada en su entrega a los placeres de la carne.
Pero lo mejor aún estaba por venir. El premio mayor no fue haber despertado el apetito sexual de mi mujer, realmente la recompensa de la adquisición del tubo fue el hecho de habernos relacionado con el entorno del pole dance, con esta comunidad que entrenaba todos los días a las seis de la tarde en un recinto al norte de la ciudad.
Especialmente con Luciana, la maestra del grupo. Ella fue la encargada de sacarme del engaño de la supuesta felicidad en el matrimonio. Luciana fue la encargada de mostrarme esa faceta que mi mujer tanto se negaba a mostrar, y Luciana fue una inspiración para una reprimida, como lo era mi esposa.
No la conocí de gratis. Fue un descubrimiento que valió la pena a cada puñetero segundo.
A medida que veía a Adriana llegar encendida y dominante a casa, me preguntaba el porqué de su cambio de actitud. Me cuestionaba a cada rato qué era eso que le podían estar enseñando en clases de pole dance, que pudiera hacerla llegar tan deseosa.
La primera vez que vi a Luciana fue un día que me animé a ir a recoger a mi mujer de sus clases. Básicamente por curiosidad, por ver con quién entrenaba, quién les enseñaba, cuántos eran, entre un largo listado de cuestionamientos que puede tener un esposo acomplejado.
Lo primero que evidencié fue que no había hombres entrenando. El pole dance es una práctica deportiva destinada a las mujeres, pero nunca falta encontrarse con uno de esos personajes de gustos singulares, una maricota reprimida. El caso es que no lo había, afortunadamente, porque también habría sido traumático el tener que verlo forrado en mallas.
Lo otro que aprendí de inmediato es que Luciana era una escultura de mujer. Era una mujer de unos 40 años, aunque difícilmente aparentaba esa edad. Su piel era tersa y lucía suave, sin arrugas en su rostro, o sin notorias estrías en sus piernas. Era una mujer supremamente conservada, a la que fácilmente podrían calcularse diez o hasta veinte años menos.
Su piel era blanca, realmente muy pálida, de apariencia delicada. Sus piernas estaban perfectamente torneadas, eran de un considerable grosor, pero sin llegar a ese punto de lucir desmedidas, deformes o celulíticas. Lo suficientemente tonificadas como para lucir un bikini con orgullo, y lo suficientemente blandas para evocar esa sensación tan femenina como lo es la de unos muslos esponjosos y blandujos en su cara interna. Sinceramente eran unas piernas que, de ser expuestas, estaban destinadas a provocar miles de erecciones.
Y si bien sus piernas eran todo un monumento, allí no moría su sensualidad. Su trasero era otro espectáculo digno de provocar mil y un fantasías. Era carnoso, macizo, muy curvilíneo, con un tatuaje de una manzana en una de sus blancas y aparentemente delicadas nalguitas, y otro de una gárgola o demonio a la altura del coxis. Era un culo pulposo, que quedaba expuesto al vestir esas mallitas con las que dictaba su clase; un culo que se sacudía al ritmo de su baile, o al estrellar fuertemente contra el suelo.
Claro que cuando se habla de su vestimenta, no todos los elogios van destinados a su despampanante trasero, también habrá fanáticos de verle la marcada forma de su coño dibujada por las apretadas telas de su trusa. Se trata de un coño carnoso, notorio a la vista, y apetitosamente palpable. Luciana tiene una vagina destinada a llamar la atención, pues otra de las cosas de sus sensuales bailes, es su constante apertura de piernas, lo que expone a la vista y con frecuencia su suculenta vulva.
Sus caderas se corresponden con el grosor de sus piernas y de su trasero, son considerablemente macizas, blancas y de carnes lo suficientemente flácidas para sacudirse al ritmo de sus bailes. Su abdomen era relativamente plano, con uno que otro exceso adiposo, pero nada que fuera descomunal o desagradable a la vista. Es más, para la edad que tenía, diría que tenía una zona abdominal más que aceptable. Su cintura estaba bien definida, tanto así que con solo verla era toda una tentación agarrarla de allí, aunque es innegable que, al igual que su abdomen, tendría algún exceso de grasa, pero nada de que escandalizarse.
Luciana era una mujer de senos pequeños, pero era una obsesa por estarlos mostrando. Obviamente no allí, en las clases, aunque en estas llegaba a usar una que otra trusa con ciertas transparencias. Pero donde realmente gustaba de exhibirlos era en sus redes sociales. Yo vine a enterarme a medida que mi obsesión por ella fue creciendo, lo que, sinceramente, fue cuestión de días.
Su blanca y frágil piel estaba decorada con unos cuantos tatuajes. Al de la manzana en su nalga derecha, y al del demonio de su coxis, se suman el de un dragón en su espalda, una pareja fornicando en uno de sus hombros, un tribal en uno de sus antebrazos, un sol en el otro, entre tantos otros en el extenso listado de marcas en su piel. Eso le daba una apariencia de chica ruda a una mujer que venía en envoltura de porcelana.
Y esto lo complementaba con su rostro. Era ahí justamente donde concentraba su encanto. Era una mujer verdaderamente bella. Sus ojos eran grandes y de un negro intenso, su nariz fina y sin irregularidades a la vista, sus labios ciertamente pequeños, pero de un rosa intenso y de una apariencia de humedad constante, provocativos sin duda alguna. Sus cejas delgadas y perfiladas resaltaban aún más sus bellos ojos, y complementaban a la perfección su cabello de un intenso negro. Lo llevaba relativamente corto, a la altura de los hombros, habitualmente suelto y desordenado.
Su rostro no lograba ser extraordinario por su apariencia, eran sus gestos los que lo hacían una auténtica joya de admirar.
Luciana tenía la capacidad de dibujar el deseo a la perfección en su cara. Era una mujer supremamente hábil para provocar por medio de sus gestos, a través de sus miradas y de sus siempre pícaras sonrisas, su rostro era sinónimo de tentación, era la apertura a un universo de fantasías donde se le podía imaginar siempre pervertida, siempre impúdica.
Capítulo II: La virginidad de Luciana
La primera vez que la vi fue de pasada, un día que me aventuré a recoger a Adriana. La vi solo por unos segundos, pues cuando llegué, ella estaba finalizando la clase. Abandonó el recinto en cuestión de segundos. No tuve la oportunidad de presentarme o de saludarla. Tampoco de detallarla, aunque ese primer vistazo fue más que suficiente para crear una imagen permanente de ella en mi cabeza.
Me acerqué a mi mujer, que estaba conversando con una de sus compañeras. La apuré un poco para que fuese a cambiarse. Luciana me había provocado un calentón inesperado, y yo estaba ansioso de llevarme a mi mujer a casa para desfogar.
Es más, eso derivó en una de las situaciones más morbosas que viví con Adriana, por lo menos en nuestra época de casados. Esa noche el calentón nos entró a los dos, a mí por ver a Luciana, y a Adriana por haber estado en una de sus clases. Terminamos haciéndolo en el auto, al frente del recinto donde funcionaba la academia.
Simplemente antes de encender el auto, empecé a acariciar una de sus piernas, y ella se abalanzó sobre mí para besarme y restregarse contra mi humanidad. Fue cuestión de pasarme a su lado, reclinar un poco la silla y dejarnos llevar.
Nunca pensé que Adriana y yo lo haríamos en un sitio público, y menos en uno con tanto tránsito de peatones. Pero los dos estábamos lo suficientemente cachondos como para asumir el riesgo. Poco nos importó si nos vieron. Ciertamente, fue uno de los mejores polvos que íbamos a tener en toda nuestra vida de casados.
Durante el coito tuve a Luciana como mi gran inspiración, imaginé a mi mujer con su ostentoso culo, así realmente estuviese lejos de parecerse. Le puse a Adriana el rostro de Luciana, o por lo menos el borroso recuerdo que me dejó ese primer y fugaz acercamiento. Fue el primer rastro de la obsesión que acababa de nacer en mi por esa mujer.
Era irónica la vida. Ahora que Adriana era complaciente, mi deseo no podía satisfacerse con ella. Mi nueva ambición fue Luciana.
Fue algo raro en mí, pues en los diez años que llevaba de casado siempre había visto con malos ojos el hecho de engañar a mi mujer, más todavía cuando llegaron Nachito y Lucía. Pero ahora pensaba diferente. Fue tal la perversión que me provocó Luciana, que no me bastó con follar a mi mujer imaginándola como su provocativa maestra, sino que un rato después me masturbé pensando nuevamente en ella.
Luego de los dos orgasmos a su nombre, me sentí saciado, creí haber superado el deseo que me generaba esa mujer, pero fue cuestión de horas para que apareciera nuevamente, para darme cuenta de que estaba naciendo en mí una obsesión por ella.
Al día siguiente sentí la necesidad de ir a recoger de nuevo a Adriana. Pero lo que menos me importaba era eso, lo que pretendía era echar un nuevo vistazo a su sensual maestra.
Llegué 15 minutos antes de lo que lo hice el día anterior. Buscando no incomodar a las chicas con mi presencia, decidí situarme en una esquina del recinto, tomar el celular entre mis manos y fingir procrastinar, aparentar estar allí esperando a que pase el tiempo, a que finalice por fin la lección para llevarme a mi mujer a casa.
De reojo echaba un vistazo a la clase, ojeadas fugaces que tenían como gran objetivo apreciar a Luciana en acción. Verla allí colgando de un tubo con ese cuerpo tan tonificado y a la vez tan flexible, esa figura majestuosa encumbrada a la sensualidad, meneándose cual cabaretera; enseñándole a las esposas de un puñado de pusilánimes, como yo, a como verse provocativas y seductoras. Sus gestos eran sugestivos, eran una insinuación permanente.
A pesar de que los vistazos fueron ocasionales y disimulados, me permitieron crearme un mejor recuerdo, una imagen más clara de cómo era Luciana. Y mi obsesión fue en aumento.
La clase terminó. Luciana salió del recinto y emprendió su caminó por un largo pasillo, meneando de lado a lado ese culo generoso en carnes. Robando la atención del supuestamente distraído marido de una de las alumnas, realmente el único presente allí.
Ese día no tuve la misma suerte del anterior. No hubo polvo con Adriana, ni en el auto, ni al llegar a casa. De hecho, ella se molestó por verme allí de nuevo. Me aclaró que no le gustaba que la esperara al interior del salón, pues la hacía parecer sumisa y sometida en medio de un grupo de mujeres aparentemente liberadas.
Esta vez no me molestó, ni si quiera me importó que mi mujer se negara a follar conmigo. No me afectó esa necesidad por desfogar que tuve luego de ver a Luciana dando su clase, ni siquiera eso. Sabía que mi deseo no podía satisfacerse con Adriana, ni siquiera con esta nueva versión que era mucho más libertina.
Esa fue la noche del acecho, la noche del ‘stalkeo’. Dediqué un buen par de horas a buscar a Luciana en redes, a explorar una buena cantidad de sus publicaciones. Y me llevé una grata sorpresa. Luciana era mucho más calentorra de lo que yo pudiese haberme imaginado.
Quizá había sido tan mojigata y tan reprimida mi mujer que cuando vi a una mujer verdaderamente pervertida, quedé fascinado, o más bien encantado, embrujado.
Encontrar sus redes fue un picante condimento al cóctel de obsesión que crecía en mi interior por ella. No solo me encontré con una inmensa colección de imágenes de mucha piel y mucha carne, llenas de provocación en cada pose y en cada gesto; me encontré también con cientos de historias y pensamientos sugestivos.
“Perdí la virginidad con un chico de mi barrio. Teníamos más o menos la misma edad. Era un chico creyente, muy devoto, muy tierno y muy ingenuo. Como yo, era físicamente precoz: un niño empuñando el cuerpo de un adulto. No estábamos preparados para nosotros mismos, mucho menos el uno para el otro. Sin embargo, me di cuenta de la forma cómo me observó. Sentí que sus ojos viajaban a través de mi cuerpo, que recorrían descaradamente mis carnes y mi piel. ¡Eso era poder! Me propuse abusar de ello.
Cada paseo en autobús hacia y desde la escuela, cruzaba mis piernas, de lado a lado y con descaro, hipnotizándolo con un hechizo que no entendía, incitando en él un anhelo que no podía nombrar.
Él me besó en la parada del autobús, dejando migajas de pastel en mi barbilla. Era amor.
No recuerdo el dolor de esto, mi primera penetración, una falta de sufrimiento por la que me he sentido culpable por siempre. Lo que si recuerdo es el cielo azul y claro sobre mí, el zumbido de un mosquito en mi oído, y el bosque y la tierra abrazándonos.
Mi cabello se quedó atrapado debajo de su mano. Él empujó una, dos, tres y cuatro, y luego se dejó caer sobre mí, para finalmente apropiarse de mi cosmos. Me desconcertaba el hecho de pensar cuántos segundos de penetración se necesitaban como para considerarse sexo.
Escuché un hipo. Un llorón. Llorando dijo haber traicionado la promesa hecha al padre celestial.
¿No tiene acaso una chica el derecho a que se la jueguen por ella? ¿Soporté no ganar nada del baile de nuestras almas sobre la tierra en ese bosque seco?
En vez de eso fui lo suficientemente potente como para ofender tanto al hombre como a Dios. ¡Sube a tu bici y vete!”, dice la leyenda de una de las fotos en las que Luciana luce joven, ríe provocativamente y muestra las tetas en una de sus redes sociales.
Esta fue solo una de las joyas en un perfil lleno de insinuaciones y guarradas. Una de ellas, por ejemplo, era un tutorial para tomar fotos a un culo voluminoso, obviamente protagonizado por la sensual Luciana, o sus entusiastas lecciones de pole dance en video, acompañadas de leyendas como “Otra cosa que me convirtió en belleza, el pole dance”. Y ni hablar de su relato lésbico con ‘Pati’, que merecería una mención aparte.
Capítulo III: Sed de admiración
A decir verdad, hubo un contenido que llamó mi atención por encima de las demás, por lo menos en esa primera jornada de exploración de sus redes sociales. Era una foto de Luciana, una foto de cuerpo entero, en la que ella posaba de perfil. En la imagen Luciana aparecía de rodillas, con un vestido que había situado a la altura de su cintura, es decir que lo había ido remangando, de abajo y de arriba, situándolo todo en la zona de la cintura. Sus senos quedaron al descubierto, aunque en la imagen solo se ve uno de ellos, pues al estar de costado, uno se esconde tras del otro. También queda al desnudo su zona púbica, pues no se observa calzón o braga que la resguarde, aunque no se ve mayor cosa porque el ángulo que forma con sus caderas y sus piernas evita que se puede apreciar fácilmente lo que podría ser una inspiración para todo tipo de perversión...
Es curioso que haya tenido que publicar dos capítulos a la vez, pero habría sido una falta de respeto para aquellos que lleguen a la segunda parte y no se den la oportunidad de conocer la primera, más todavía con la notable acogida que tuvo hace una semana. Poringa es supremamente riguroso con su política de no compartir links que conduzcan a descargas, aunque el que yo comparto acá no conduce a estas. Por cierto, ahí se los vuelvo a compartir, para que lean la continuación de este relato, y otros tantos más https://relatoscalientesyalgomas.blogspot.com/2021/02/la-profe-luciana-capitulo-iii.html
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Capítulo I: Descubrimiento al norte
Esta no es la clásica historia del amor platónico de un estudiante hacia su profesora, habitualmente madura. Es más bien una historia derivada del clásico cliché del hartazgo marital, de esa extinción de la pasión que desemboca en la infidelidad.
Es quizá algo que me superó y que pensé nunca me iba a tocar a mí, algo de lo que había imaginado inmune a mi matrimonio. Pero no fue así. Claro que hoy no existe arrepentimiento, al contrario, me llena de satisfacción el recuerdo de lo vivido.
Me llamo Fernando, tengo 32 años y duré algo más de 10 casado con mi ahora ex mujer, Adriana. Sé que probablemente suena a típica presentación de quien busca ayuda en una asociación de anónimos, pero no, nada que ver; realmente solo es una invitación a ahondar en el contexto. Posiblemente alertar a todo aquel que tenga esa idea absurda de casarse a temprana edad.
He de decir que cuando ocurrió, cuando contraje matrimonio, a mis tiernos 20 añitos, lo hice estando seguro de la decisión que estaba tomando. Me sentía perdidamente enamorado de Adriana, y comprendía esto como un paso de quien pretende envejecer junto a la persona que ama. En aquellos días cuando aún tenía corazón, cada gota de lluvia era un juramento de amor eterno para ella.
Pero la convivencia mata la pasión. El día a día, el conocer sus manías, el entender a la otra persona como humana, con sus virtudes, defectos, costumbres, olores, humor, sueños, caprichos y demás; te hace de alguna manera aprender a quererla, al mismo tiempo que la pasión desaparece. Como si se tratara de enamorarse de un amigo.
Claro que en el caso de Adriana ese desencanto está ligado más a la actitud que fue tomando con el paso de los años.
En el argot popular de los españoles se utiliza la palabra “estrecha” para referirse a una mujer que se niega a tener relaciones sexuales porque quiere vender esa imagen de chica recatada, difícil, decente, compleja y hasta inalcanzable. En mi país no existe un término que se ajuste del todo a esas características, aunque mojigata sería lo más parecido.
Y Adriana se fue convirtiendo en una mojigata con el paso de los años. Fue un proceso a la inversa, pues cuando la mayoría de las mujeres se vuelven más abiertas hacia el sexo con el paso del tiempo, en el caso de Adriana fue al revés, pasó de ser una chica caliente y pasional, a una ama de casa amargada y supremamente acomplejada con el sexo.
Fue una actitud que surgió y fue desarrollando a partir del nacimiento de nuestro primogénito, Nachito. En esos primeros días, meses y años de madre primeriza, lo entendí, comprendía que quizá ella no sentía tanto apetito sexual por el hecho de querer brindar atención y cuidados a nuestro hijo.
El sexo se nos fue convirtiendo en un plan ocasional, y una vez concebimos a nuestra segunda hija, Lucía, su líbido se fue para no volver. O por lo menos para aparecer de manera muy distante en el tiempo, como si dependiera de una alineación de los planetas o de algún otro fenómeno paranormal.
Adriana era una estrecha consagrada. Siempre tenía un pretexto para no hacerlo, para negarse a la satisfacción de los instintos primarios.
Yo recurrí a planes románticos, a seducción en la intimidad, como en sitios públicos, compra y uso de juguetes sexuales, e incluso a meterle mano por sorpresa, con su consecuente rechazo y regaño por mi abusivo actuar.
Llegué a pensar que su ausencia de apetito sexual podía deberse a una infidelidad, y caí en la bajeza de contratar a un detective para que me informara de su amorío extramatrimonial. Pero tal cosa no ocurrió, el detective la siguió durante un par de meses, y difícilmente pudo verla fuera del hogar, llevando su vida de ama de casa.
Fue un momento de gran desespero para mí, pues no entendía porque le llamaba mi mujer si nunca se comportaba como tal. Confieso que en un par de ocasiones recurrí a servicios sexuales de pago, pues era necesario desfogar sintiendo el calor de otro cuerpo y no el de mi mano.
Aunque luego, en uno de tantos intentos desesperados por despertar su líbido, tomé una de las mejores decisiones de las que hasta hoy tengo recuerdo, una auténtica genialidad ¡un batazo de cuatro esquinas!
Le regalé un tubo para la práctica del pole dance. Lo mandé a instalar en uno de los cuartos subutilizados de nuestra casa y terminó funcionando como un imán, pues fue solo cuestión de ponerlo para cautivar su atención, así nunca hubiese hecho el intento de treparse en uno de estos tubos.
Verla cautiva con el tubo me animó a meterle mano, y ella, para mi sorpresa, me lo permitió. Había logrado el cometido, había despertado el apetito sexual de mi señora.
Claro que solo fue algo de esa ocasión, pero lo que valió la pena no fue ese insulso polvo, sino lo que el tubo desencadenó.
Adriana, viéndose torpe y carente de talento para la práctica del pole dance, se apuntó a unas clases, que terminarían despertando ese apetito sexual dormido por tanto tiempo, y que además nos permitirían relacionarnos con un nuevo universo de personas.
Los beneficios fueron casi que inmediatos. Recuerdo que Adriana, luego de la primera clase, llegó a casa entusiasta a practicar, y aunque solo había sido una lección, había sido suficiente para que aprendiese las bases para treparse y mantenerse sujeta al tubo, aunque sea por unos cortos segundos. Yo pude observarla en esa ocasión, y sinceramente me calentó verla allí, colgada, llevando a cabo su danza como si se tratase de un ritual de apareamiento, sintiéndose observada, diva y deseada.
Claro que al final terminó haciéndose la estrecha conmigo, pero en esa ocasión no me importó su desplante, pues la oportunidad de permitirme un sensual recuerdo de su cuerpo, fue suficiente para mi posterior orgasmo, obviamente provocado por mí, como fue costumbre durante esos tediosos años maritales.
Claro que mis tiempos de casado onanista estaban próximos a terminar. No sabía lo que le enseñaban en la academia de pole dance, pero Adriana regresaba a casa con una mentalidad completamente opuesta a la que habitualmente tenía. Era una mujer absolutamente sensual, y aparte decidida a realizarse sexualmente, decidida a someter a su pareja al deseo o fantasía sexual que tuviese ese día en mente.
A mí me encantaba ser su juguete hedonista, me encantaba ser el protagonista de sus fantasías, y mucho más el hecho de verle fascinada en su entrega a los placeres de la carne.
Pero lo mejor aún estaba por venir. El premio mayor no fue haber despertado el apetito sexual de mi mujer, realmente la recompensa de la adquisición del tubo fue el hecho de habernos relacionado con el entorno del pole dance, con esta comunidad que entrenaba todos los días a las seis de la tarde en un recinto al norte de la ciudad.
Especialmente con Luciana, la maestra del grupo. Ella fue la encargada de sacarme del engaño de la supuesta felicidad en el matrimonio. Luciana fue la encargada de mostrarme esa faceta que mi mujer tanto se negaba a mostrar, y Luciana fue una inspiración para una reprimida, como lo era mi esposa.
No la conocí de gratis. Fue un descubrimiento que valió la pena a cada puñetero segundo.
A medida que veía a Adriana llegar encendida y dominante a casa, me preguntaba el porqué de su cambio de actitud. Me cuestionaba a cada rato qué era eso que le podían estar enseñando en clases de pole dance, que pudiera hacerla llegar tan deseosa.
La primera vez que vi a Luciana fue un día que me animé a ir a recoger a mi mujer de sus clases. Básicamente por curiosidad, por ver con quién entrenaba, quién les enseñaba, cuántos eran, entre un largo listado de cuestionamientos que puede tener un esposo acomplejado.
Lo primero que evidencié fue que no había hombres entrenando. El pole dance es una práctica deportiva destinada a las mujeres, pero nunca falta encontrarse con uno de esos personajes de gustos singulares, una maricota reprimida. El caso es que no lo había, afortunadamente, porque también habría sido traumático el tener que verlo forrado en mallas.
Lo otro que aprendí de inmediato es que Luciana era una escultura de mujer. Era una mujer de unos 40 años, aunque difícilmente aparentaba esa edad. Su piel era tersa y lucía suave, sin arrugas en su rostro, o sin notorias estrías en sus piernas. Era una mujer supremamente conservada, a la que fácilmente podrían calcularse diez o hasta veinte años menos.
Su piel era blanca, realmente muy pálida, de apariencia delicada. Sus piernas estaban perfectamente torneadas, eran de un considerable grosor, pero sin llegar a ese punto de lucir desmedidas, deformes o celulíticas. Lo suficientemente tonificadas como para lucir un bikini con orgullo, y lo suficientemente blandas para evocar esa sensación tan femenina como lo es la de unos muslos esponjosos y blandujos en su cara interna. Sinceramente eran unas piernas que, de ser expuestas, estaban destinadas a provocar miles de erecciones.
Y si bien sus piernas eran todo un monumento, allí no moría su sensualidad. Su trasero era otro espectáculo digno de provocar mil y un fantasías. Era carnoso, macizo, muy curvilíneo, con un tatuaje de una manzana en una de sus blancas y aparentemente delicadas nalguitas, y otro de una gárgola o demonio a la altura del coxis. Era un culo pulposo, que quedaba expuesto al vestir esas mallitas con las que dictaba su clase; un culo que se sacudía al ritmo de su baile, o al estrellar fuertemente contra el suelo.
Claro que cuando se habla de su vestimenta, no todos los elogios van destinados a su despampanante trasero, también habrá fanáticos de verle la marcada forma de su coño dibujada por las apretadas telas de su trusa. Se trata de un coño carnoso, notorio a la vista, y apetitosamente palpable. Luciana tiene una vagina destinada a llamar la atención, pues otra de las cosas de sus sensuales bailes, es su constante apertura de piernas, lo que expone a la vista y con frecuencia su suculenta vulva.
Sus caderas se corresponden con el grosor de sus piernas y de su trasero, son considerablemente macizas, blancas y de carnes lo suficientemente flácidas para sacudirse al ritmo de sus bailes. Su abdomen era relativamente plano, con uno que otro exceso adiposo, pero nada que fuera descomunal o desagradable a la vista. Es más, para la edad que tenía, diría que tenía una zona abdominal más que aceptable. Su cintura estaba bien definida, tanto así que con solo verla era toda una tentación agarrarla de allí, aunque es innegable que, al igual que su abdomen, tendría algún exceso de grasa, pero nada de que escandalizarse.
Luciana era una mujer de senos pequeños, pero era una obsesa por estarlos mostrando. Obviamente no allí, en las clases, aunque en estas llegaba a usar una que otra trusa con ciertas transparencias. Pero donde realmente gustaba de exhibirlos era en sus redes sociales. Yo vine a enterarme a medida que mi obsesión por ella fue creciendo, lo que, sinceramente, fue cuestión de días.
Su blanca y frágil piel estaba decorada con unos cuantos tatuajes. Al de la manzana en su nalga derecha, y al del demonio de su coxis, se suman el de un dragón en su espalda, una pareja fornicando en uno de sus hombros, un tribal en uno de sus antebrazos, un sol en el otro, entre tantos otros en el extenso listado de marcas en su piel. Eso le daba una apariencia de chica ruda a una mujer que venía en envoltura de porcelana.
Y esto lo complementaba con su rostro. Era ahí justamente donde concentraba su encanto. Era una mujer verdaderamente bella. Sus ojos eran grandes y de un negro intenso, su nariz fina y sin irregularidades a la vista, sus labios ciertamente pequeños, pero de un rosa intenso y de una apariencia de humedad constante, provocativos sin duda alguna. Sus cejas delgadas y perfiladas resaltaban aún más sus bellos ojos, y complementaban a la perfección su cabello de un intenso negro. Lo llevaba relativamente corto, a la altura de los hombros, habitualmente suelto y desordenado.
Su rostro no lograba ser extraordinario por su apariencia, eran sus gestos los que lo hacían una auténtica joya de admirar.
Luciana tenía la capacidad de dibujar el deseo a la perfección en su cara. Era una mujer supremamente hábil para provocar por medio de sus gestos, a través de sus miradas y de sus siempre pícaras sonrisas, su rostro era sinónimo de tentación, era la apertura a un universo de fantasías donde se le podía imaginar siempre pervertida, siempre impúdica.
Capítulo II: La virginidad de Luciana
La primera vez que la vi fue de pasada, un día que me aventuré a recoger a Adriana. La vi solo por unos segundos, pues cuando llegué, ella estaba finalizando la clase. Abandonó el recinto en cuestión de segundos. No tuve la oportunidad de presentarme o de saludarla. Tampoco de detallarla, aunque ese primer vistazo fue más que suficiente para crear una imagen permanente de ella en mi cabeza.
Me acerqué a mi mujer, que estaba conversando con una de sus compañeras. La apuré un poco para que fuese a cambiarse. Luciana me había provocado un calentón inesperado, y yo estaba ansioso de llevarme a mi mujer a casa para desfogar.
Es más, eso derivó en una de las situaciones más morbosas que viví con Adriana, por lo menos en nuestra época de casados. Esa noche el calentón nos entró a los dos, a mí por ver a Luciana, y a Adriana por haber estado en una de sus clases. Terminamos haciéndolo en el auto, al frente del recinto donde funcionaba la academia.
Simplemente antes de encender el auto, empecé a acariciar una de sus piernas, y ella se abalanzó sobre mí para besarme y restregarse contra mi humanidad. Fue cuestión de pasarme a su lado, reclinar un poco la silla y dejarnos llevar.
Nunca pensé que Adriana y yo lo haríamos en un sitio público, y menos en uno con tanto tránsito de peatones. Pero los dos estábamos lo suficientemente cachondos como para asumir el riesgo. Poco nos importó si nos vieron. Ciertamente, fue uno de los mejores polvos que íbamos a tener en toda nuestra vida de casados.
Durante el coito tuve a Luciana como mi gran inspiración, imaginé a mi mujer con su ostentoso culo, así realmente estuviese lejos de parecerse. Le puse a Adriana el rostro de Luciana, o por lo menos el borroso recuerdo que me dejó ese primer y fugaz acercamiento. Fue el primer rastro de la obsesión que acababa de nacer en mi por esa mujer.
Era irónica la vida. Ahora que Adriana era complaciente, mi deseo no podía satisfacerse con ella. Mi nueva ambición fue Luciana.
Fue algo raro en mí, pues en los diez años que llevaba de casado siempre había visto con malos ojos el hecho de engañar a mi mujer, más todavía cuando llegaron Nachito y Lucía. Pero ahora pensaba diferente. Fue tal la perversión que me provocó Luciana, que no me bastó con follar a mi mujer imaginándola como su provocativa maestra, sino que un rato después me masturbé pensando nuevamente en ella.
Luego de los dos orgasmos a su nombre, me sentí saciado, creí haber superado el deseo que me generaba esa mujer, pero fue cuestión de horas para que apareciera nuevamente, para darme cuenta de que estaba naciendo en mí una obsesión por ella.
Al día siguiente sentí la necesidad de ir a recoger de nuevo a Adriana. Pero lo que menos me importaba era eso, lo que pretendía era echar un nuevo vistazo a su sensual maestra.
Llegué 15 minutos antes de lo que lo hice el día anterior. Buscando no incomodar a las chicas con mi presencia, decidí situarme en una esquina del recinto, tomar el celular entre mis manos y fingir procrastinar, aparentar estar allí esperando a que pase el tiempo, a que finalice por fin la lección para llevarme a mi mujer a casa.
De reojo echaba un vistazo a la clase, ojeadas fugaces que tenían como gran objetivo apreciar a Luciana en acción. Verla allí colgando de un tubo con ese cuerpo tan tonificado y a la vez tan flexible, esa figura majestuosa encumbrada a la sensualidad, meneándose cual cabaretera; enseñándole a las esposas de un puñado de pusilánimes, como yo, a como verse provocativas y seductoras. Sus gestos eran sugestivos, eran una insinuación permanente.
A pesar de que los vistazos fueron ocasionales y disimulados, me permitieron crearme un mejor recuerdo, una imagen más clara de cómo era Luciana. Y mi obsesión fue en aumento.
La clase terminó. Luciana salió del recinto y emprendió su caminó por un largo pasillo, meneando de lado a lado ese culo generoso en carnes. Robando la atención del supuestamente distraído marido de una de las alumnas, realmente el único presente allí.
Ese día no tuve la misma suerte del anterior. No hubo polvo con Adriana, ni en el auto, ni al llegar a casa. De hecho, ella se molestó por verme allí de nuevo. Me aclaró que no le gustaba que la esperara al interior del salón, pues la hacía parecer sumisa y sometida en medio de un grupo de mujeres aparentemente liberadas.
Esta vez no me molestó, ni si quiera me importó que mi mujer se negara a follar conmigo. No me afectó esa necesidad por desfogar que tuve luego de ver a Luciana dando su clase, ni siquiera eso. Sabía que mi deseo no podía satisfacerse con Adriana, ni siquiera con esta nueva versión que era mucho más libertina.
Esa fue la noche del acecho, la noche del ‘stalkeo’. Dediqué un buen par de horas a buscar a Luciana en redes, a explorar una buena cantidad de sus publicaciones. Y me llevé una grata sorpresa. Luciana era mucho más calentorra de lo que yo pudiese haberme imaginado.
Quizá había sido tan mojigata y tan reprimida mi mujer que cuando vi a una mujer verdaderamente pervertida, quedé fascinado, o más bien encantado, embrujado.
Encontrar sus redes fue un picante condimento al cóctel de obsesión que crecía en mi interior por ella. No solo me encontré con una inmensa colección de imágenes de mucha piel y mucha carne, llenas de provocación en cada pose y en cada gesto; me encontré también con cientos de historias y pensamientos sugestivos.
“Perdí la virginidad con un chico de mi barrio. Teníamos más o menos la misma edad. Era un chico creyente, muy devoto, muy tierno y muy ingenuo. Como yo, era físicamente precoz: un niño empuñando el cuerpo de un adulto. No estábamos preparados para nosotros mismos, mucho menos el uno para el otro. Sin embargo, me di cuenta de la forma cómo me observó. Sentí que sus ojos viajaban a través de mi cuerpo, que recorrían descaradamente mis carnes y mi piel. ¡Eso era poder! Me propuse abusar de ello.
Cada paseo en autobús hacia y desde la escuela, cruzaba mis piernas, de lado a lado y con descaro, hipnotizándolo con un hechizo que no entendía, incitando en él un anhelo que no podía nombrar.
Él me besó en la parada del autobús, dejando migajas de pastel en mi barbilla. Era amor.
No recuerdo el dolor de esto, mi primera penetración, una falta de sufrimiento por la que me he sentido culpable por siempre. Lo que si recuerdo es el cielo azul y claro sobre mí, el zumbido de un mosquito en mi oído, y el bosque y la tierra abrazándonos.
Mi cabello se quedó atrapado debajo de su mano. Él empujó una, dos, tres y cuatro, y luego se dejó caer sobre mí, para finalmente apropiarse de mi cosmos. Me desconcertaba el hecho de pensar cuántos segundos de penetración se necesitaban como para considerarse sexo.
Escuché un hipo. Un llorón. Llorando dijo haber traicionado la promesa hecha al padre celestial.
¿No tiene acaso una chica el derecho a que se la jueguen por ella? ¿Soporté no ganar nada del baile de nuestras almas sobre la tierra en ese bosque seco?
En vez de eso fui lo suficientemente potente como para ofender tanto al hombre como a Dios. ¡Sube a tu bici y vete!”, dice la leyenda de una de las fotos en las que Luciana luce joven, ríe provocativamente y muestra las tetas en una de sus redes sociales.
Esta fue solo una de las joyas en un perfil lleno de insinuaciones y guarradas. Una de ellas, por ejemplo, era un tutorial para tomar fotos a un culo voluminoso, obviamente protagonizado por la sensual Luciana, o sus entusiastas lecciones de pole dance en video, acompañadas de leyendas como “Otra cosa que me convirtió en belleza, el pole dance”. Y ni hablar de su relato lésbico con ‘Pati’, que merecería una mención aparte.
Capítulo III: Sed de admiración
A decir verdad, hubo un contenido que llamó mi atención por encima de las demás, por lo menos en esa primera jornada de exploración de sus redes sociales. Era una foto de Luciana, una foto de cuerpo entero, en la que ella posaba de perfil. En la imagen Luciana aparecía de rodillas, con un vestido que había situado a la altura de su cintura, es decir que lo había ido remangando, de abajo y de arriba, situándolo todo en la zona de la cintura. Sus senos quedaron al descubierto, aunque en la imagen solo se ve uno de ellos, pues al estar de costado, uno se esconde tras del otro. También queda al desnudo su zona púbica, pues no se observa calzón o braga que la resguarde, aunque no se ve mayor cosa porque el ángulo que forma con sus caderas y sus piernas evita que se puede apreciar fácilmente lo que podría ser una inspiración para todo tipo de perversión...
Es curioso que haya tenido que publicar dos capítulos a la vez, pero habría sido una falta de respeto para aquellos que lleguen a la segunda parte y no se den la oportunidad de conocer la primera, más todavía con la notable acogida que tuvo hace una semana. Poringa es supremamente riguroso con su política de no compartir links que conduzcan a descargas, aunque el que yo comparto acá no conduce a estas. Por cierto, ahí se los vuelvo a compartir, para que lean la continuación de este relato, y otros tantos más https://relatoscalientesyalgomas.blogspot.com/2021/02/la-profe-luciana-capitulo-iii.html
1 comentarios - La profe Luciana (Capítulos 1 y 2)