No es difícil contar esta historia por dos razones: primero y principal, porque la tengo muy grabada en mi memoria. Pueden pasar muchos años -treinta y tres, para ser precisos- que me acuerdo de cada detalle como si fuera hoy mismo. Segundo, y no es un tema menor, por la cantidad de veces que ocurrió más o menos la misma escena.
Es que fue todo un verano en el que todos los días buscaba escaparme para ir al kiosco a verlo a Carlos, mi kiosquero cuarentón. Me gustaba mucho ese hijo de puta, porque era un perverso, porque me seguía el juego, pero por sobre todo, porque guardaba silencio. Ya de chica era toda una clandestina.
El negocio era simple: yo no abría la boca y su mujer no se enteraba. Él no le contaba a nadie y mis padres -y el vecindario!- tampoco se enteraban. Negocio para los dos.
Siembre buscaba que fuera más o menos la misma hora: tres de la tarde. Menos ritmo de gente en el barrio, algunos hasta se dejaban llevar por la tentación de la siesta. Los más todavía no regresaban de sus trabajos. Y el sol del verano pegaba duro. En todos lados. Menos en el kiosco de Carlos que tenía un aire acondicionado de esos ruidosos que había en la época.
-Hola!
-Hola, Caro… qué buscabas?
-Pasar
-Pasá
Era el diálogo de siempre. Y yo pasaba, desprejuiciada, luego de haber chequeado bien de que no hubiera nadie cerca, y me acurrucaba debajo del mostrador. Carlos se quedaba apoyado en la banqueta que usaba para no estar todo el tiempo parado, y seguía atendiendo, o simulaba que atendía, porque en realidad ahí empezaba a atenderlo yo.
Le desabrochaba el pantalón, se lo abría, y sin bajarle el calzoncillo, le pasaba la mano por encima. Me encantaba sentir como mi caricia le endurecía su cosa. Después se la sobaba con la boca, aún con el calzoncillo puesto. Y cuando veía que se moría por salir en libertad, dejaba el pájaro libre, a la luz de la tarde.
Para mí era un juego que me gustaba mucho. Sentía muchas cosas en el vientre. Siempre, indefectiblemente, llegaba a mi casa y me mataba a pajas. Bueno, eso ya pasaba hacía mucho tiempo, pero las pajas con Carlos no eran lo mismo que las pajas sin Carlos. Me dejaba mojada, lubricada, lista para sentir mis dedos.
Pero eso era recién cuando llegaba a casa. En el kiosco, me dedicaba a comerme la pija de Carlos. Primero el glande, lo besaba despacito, y le pasaba la lengua por la punta para comerle el juguito que empezaba a brotarle. Después me la tragaba toda, y empezaba a chupársela, profundamentemente.
Cuando sentía que venía un cliente, me quedaba quieta. Inmóvil. Pero con todo el trozo en la boca. No me movía, pero se la chupaba con los labios. Carlos aguantaba bien, y atendía como si debajo del mostrador no hubiera una pendeja que le estuviera chupando el ganso. Pero en mi boca, yo recibía el movimiento de su miembro, que tenía estertores involuntarios, producto de la electricidad de mi saliva caliente, de mis labios carnosos, de mi succión desesperada.
Apenas terminaba de despachar a su cliente, Carlos hacía siempre lo mismo: me agarraba del cuello, y empezaba a bombear mi boca… hasta que la punta de su pija llenaba totalmente mi cavidad bucal.
Yo sabía que cuando se le hinchaba el glande así, tenía que hacer una sola cosa: agarrarle la pija con la mano -me encantaba sentir sus venas inflamadas-, menéarsela despacito, y apretar con mis labios fuerte la punta de la chota… Con esas tres cosas, recibía mi premio, lo que había ido a buscar, mi golosina: dos, tres, cuatro chorros de leche caliente, que recibía en mi paladar, y tragaba como si fuera leche condensada.
Cuando la respiración de este buen hombre volvía a su normalidad, yo me pasaba el dedo indice por los labios, para que no se me escapara ni una gotita de su leche, me acomodaba la ropa, y me iba a mi casa, a tocarme, a darme un orgasmo pensando en la pija de Carlos, el Kiosquero, el que me regalaba la golosina a la hora de la siesta de aquel verano. Al que dejé de ver cuando le quise dar mi primera vez, y se sarpó.
Pero esa es otra historia. La que contaré mañana, o algún otro día.
Es que fue todo un verano en el que todos los días buscaba escaparme para ir al kiosco a verlo a Carlos, mi kiosquero cuarentón. Me gustaba mucho ese hijo de puta, porque era un perverso, porque me seguía el juego, pero por sobre todo, porque guardaba silencio. Ya de chica era toda una clandestina.
El negocio era simple: yo no abría la boca y su mujer no se enteraba. Él no le contaba a nadie y mis padres -y el vecindario!- tampoco se enteraban. Negocio para los dos.
Siembre buscaba que fuera más o menos la misma hora: tres de la tarde. Menos ritmo de gente en el barrio, algunos hasta se dejaban llevar por la tentación de la siesta. Los más todavía no regresaban de sus trabajos. Y el sol del verano pegaba duro. En todos lados. Menos en el kiosco de Carlos que tenía un aire acondicionado de esos ruidosos que había en la época.
-Hola!
-Hola, Caro… qué buscabas?
-Pasar
-Pasá
Era el diálogo de siempre. Y yo pasaba, desprejuiciada, luego de haber chequeado bien de que no hubiera nadie cerca, y me acurrucaba debajo del mostrador. Carlos se quedaba apoyado en la banqueta que usaba para no estar todo el tiempo parado, y seguía atendiendo, o simulaba que atendía, porque en realidad ahí empezaba a atenderlo yo.
Le desabrochaba el pantalón, se lo abría, y sin bajarle el calzoncillo, le pasaba la mano por encima. Me encantaba sentir como mi caricia le endurecía su cosa. Después se la sobaba con la boca, aún con el calzoncillo puesto. Y cuando veía que se moría por salir en libertad, dejaba el pájaro libre, a la luz de la tarde.
Para mí era un juego que me gustaba mucho. Sentía muchas cosas en el vientre. Siempre, indefectiblemente, llegaba a mi casa y me mataba a pajas. Bueno, eso ya pasaba hacía mucho tiempo, pero las pajas con Carlos no eran lo mismo que las pajas sin Carlos. Me dejaba mojada, lubricada, lista para sentir mis dedos.
Pero eso era recién cuando llegaba a casa. En el kiosco, me dedicaba a comerme la pija de Carlos. Primero el glande, lo besaba despacito, y le pasaba la lengua por la punta para comerle el juguito que empezaba a brotarle. Después me la tragaba toda, y empezaba a chupársela, profundamentemente.
Cuando sentía que venía un cliente, me quedaba quieta. Inmóvil. Pero con todo el trozo en la boca. No me movía, pero se la chupaba con los labios. Carlos aguantaba bien, y atendía como si debajo del mostrador no hubiera una pendeja que le estuviera chupando el ganso. Pero en mi boca, yo recibía el movimiento de su miembro, que tenía estertores involuntarios, producto de la electricidad de mi saliva caliente, de mis labios carnosos, de mi succión desesperada.
Apenas terminaba de despachar a su cliente, Carlos hacía siempre lo mismo: me agarraba del cuello, y empezaba a bombear mi boca… hasta que la punta de su pija llenaba totalmente mi cavidad bucal.
Yo sabía que cuando se le hinchaba el glande así, tenía que hacer una sola cosa: agarrarle la pija con la mano -me encantaba sentir sus venas inflamadas-, menéarsela despacito, y apretar con mis labios fuerte la punta de la chota… Con esas tres cosas, recibía mi premio, lo que había ido a buscar, mi golosina: dos, tres, cuatro chorros de leche caliente, que recibía en mi paladar, y tragaba como si fuera leche condensada.
Cuando la respiración de este buen hombre volvía a su normalidad, yo me pasaba el dedo indice por los labios, para que no se me escapara ni una gotita de su leche, me acomodaba la ropa, y me iba a mi casa, a tocarme, a darme un orgasmo pensando en la pija de Carlos, el Kiosquero, el que me regalaba la golosina a la hora de la siesta de aquel verano. Al que dejé de ver cuando le quise dar mi primera vez, y se sarpó.
Pero esa es otra historia. La que contaré mañana, o algún otro día.
26 comentarios - Las Golosinas del Kiosquero
felicitaciones paso al siguiente capitulo de la historia
Aquí no entendiendo que significa saparse.
Como me has hecho ponerme en la piel de Carlos...😘