Hoy, por fin lo haría de verdad. Sin que fuese a través de las páginas de un libro.
Era un viaje ansiado desde tiempo atrás, tenía ciertos tintes melodramáticos, pues había decidido realizarlo tras un enfado monumental intentando convencer a su madre de que ya era suficientemente mayor. Y sin embargo ahora, las dudas planeaban cual buitres sobre su cabeza; o mejor dentro de ella. Le pesaba esa reacción brusca fuera de lugar. Pero, ¡qué demonios! había que disfrutar y luego ya veríamos.
Se hicieron largas las horas de autobús. El dinero no le llegaba para otro medio de transporte y no dudó en amoldarse a la situación. Tampoco le quedaba otro remedio, pero era mejor pensar que tampoco era tan malo, si el final era un merecido aislamiento de la rutina que parecía pegada a ella como una lapa.
Llegó exhausta, enmarañada en soporíferos pensamientos lúgubres, enmarañados los cabellos, ajada la ropa de tantos tumbos dados en el incómodo asiento con todo el cuidado del mundo para no molestar a la señora que volvía a casa tras sus vacaciones en España.
Allí estaban esperándola sus familiares con la sonrisa de oreja a oreja. Su tía la abrazó tan fuerte, que pareció diluirse entre sus brazos, pero no pudo sino reír alegremente.
El día amaneció tentador, con el sol algo débil, pero mostrándose, que ya era mucho teniendo en cuenta la época en la que estaban. Tenía aún el sueño pegado en los párpados, pero se fue huyendo raudo al olor del café y los croissants. ¡Esto sí era vivir!
Lo primero que harían tras desayunar, sería un corto viaje a Foix. El pueblo merecía una visita sin falta. El famoso castillo, el Pont du Diable, su valle con el río L’Ariege. Eran sin duda lugares hermosos que visitar en un día de Domingo.
Por supuesto, la ruta continuaría a lo largo y ancho del sur francés durante los siete días que pensaba quedarse. Todo eran deseos y planes: El Capitolio, las compras en la Rue St. Rome, la hermosa iglesia de Notre Dame la Blanche, cruzar a pie “Le Pont- Neuf”, y tantas otras cosas magníficas que había por ver.
Le encantó la idea de adentrarse en el mundo de los castillos, en la historia de sus gentes; en esos parajes recónditos y hasta ahora solo imaginados.
Se asomó al gran ventanal que daba a una calleja del casco antiguo de la ciudad; la famosa “Cité Rose”, donde las casas eran grandes y de tonos pasteles. En ellas, en contra de lo que le había parecido en un principio, habitaban muchas familias que bordeando un patio, tenían pisos minúsculos repartidos y utilizados como vivienda habitual. Justo como en el que estaba en esos momentos. Este, tenía la característica feliz de ser el primero y poseer ventanales tan grandes como el mismo apartamento.
Allí celebraría este año las navidades y el año nuevo. Por consiguiente, también su cumpleaños. Un regalo maravilloso donde se cargaría de momentos irrepetibles, de visiones novedosas, de rostros nuevos que descubrir y ensoñar.
Una pequeña esponjosidad blanca se posó en el alféizar de la ventana, luego otra y otra…
¡Estaba nevando!
Otra maravilla más que sumar a lo anterior, pues nunca había visto nevar. Sí la nieve espléndida en su inmaculada belleza, pero no sacudírsela a las nubes.
No lo pensó ni un segundo y cogiendo su abrigo salió al patio que daba a la calle.
Las gentes aceleraban el paso enfundadas en sus gruesas ropas de invierno, pero ella ni se abotonó. Era como una niña saboreando su helado favorito.
Corrió hasta la esquina…
La nieve le caía helada en el rostro contrariado. Sus primos la izaban del suelo con sumo cuidado, pero el dolor se clavaba en su pierna endiabladamente. Un helor profundo resbaló por sus mejillas, que no eran otra cosa que lágrimas furtivas.
Fueron unas navidades calentitas y sobre todo culinarias, puesto que pudo probar las delicias de la pastelería francesa, las sabrosas comidas realizadas por las manos expertas de su tía. Miles de fotos de los lugares que tenían previsto visitar, vídeos y juegos de mesa. Así transcurrían los días del viaje soñado.
Una tarta fantástica rodeada de amigos conocidos cómodamente, sin salir de casa.
Un cumpleaños feliz.
La semana se convirtió en un mes, en el que volvió a casa con el anhelo ferviente de volver, fabricando en su mente los pormenores de esa próxima vez. Tenía la certeza de que lo haría, aunque esta vez llevaría dos grandes maletas y en esa estación en la que el sol sonríe jubiloso inundando de luz el paisaje y sus gentes.
Mientras llegaba el momento, seguiría visitando lugares descritos con minuciosidad en las hermosas páginas de sus adorados libros.
Au revoir La France.
Marinel