PÁJARO DE CHINA
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domingo, 11 de diciembre de 2011

SOCIALISMO - (XII)





XII.

Quiero quedarme en el bosque donde la encontré. En el mismo bosque donde, si se queda, será condenada. Los Consolantes aceleran la búsqueda del cómplice. ¿Quién expone estos cuellos blandísimos a un mordisco homicida? ¿Quién salva de las trampas pacientes y prolijas a los pequeños monstruos sin madre? Es ella, dirán, es la sin hijos, es ella la que ampara esta sed como un virus. Ella hizo de nuestras niñas promisorias un puñado de muñecas tiesas, con los labios cosidos en cinco cajas blancas. El virus de la rabia empapaba el hilo terminal de la costura. Es ella, la rabiosa sin pujo de parto. La que quiere parir, colgada de los árboles, un flujo vegetal entre sus piernas.

Ella se mueve, está moviéndose como la colonia íntegra en las ramas, convocada por su grito de alerta. Gritó como gritaba en el centro del patio escolar vacío, un cuadrado inmóvil y enfermo de sol donde salir a aullar era soltar, como un quejido animal, el desconcierto. Avanzaba hacia el patio como un soldad a cuerda, haciendo a un lado las murallas de uniformes, con la pequeña mandíbula apretada y ávida de viento. No cabía más soledad en esas aulas de deditos laboriosos. Modelaban torpemente las plastilinas, se ensuciaban los delantales a cuadros con las témperas, volcaban los jarros de leche de la tarde. Eran alegres y estaban tan seguros que era insoportable. Habían apartado de los juegos a la que comía con las manos y movía el cuerpo sin control, a la tontita. Eran tan crueles.

Yo no podía acercarme a la tontita, le tenía miedo. Los ojos le brillaban de saber tantas cosas definitivas. Yo no podía mirarla a los ojos. Sabía que su madre lloraría a causa de mi cobardía, sabía que esa cobardía era crueldad. "El patrimonio exclusivo de tu especie", se lamenta el jugador de ajedrez. "Si pudieran tan solo alzar la vista y comprender cómo han sido engañados, cuántos jarros de leche y cuántas témperas les robaron desde aquellos días, cómo moldearon los rasgos del presente para hacer tolerable su brutalidad".

Podría hacer el cálculo de este largo robo. Y, aun así, aun si me alzara y tomara lo que me quitaron, aun si tuviera que entregar lo que quité, no sabría mirar, sin llorar de vergüenza y de espanto ante toda esta vida transcurrida, los ojos de oráculo de la tontita que buscaban una señal en mí, allí donde continuamente yo me ocupaba de otras cosas. La tontita se hamacaba en su silla como si montara un burro, aferrada a una crin invisible. Llevaba el pelo escaso recién lavado y húmedo, con una amorosa raya en su costado y una horquilla floja rematada, en su extremo curvo, por una cereza plástica. Así de muda y de roja, yo nunca vi una cereza tan real. Me interpelaba sin que supiera qué decir. Decir no era la manera. 

"Líbrame de mi analfabetismo sensorial, haz que sepa acariciar esta cabeza y sentir sus espasmos en la mía. Enséñame a anticipar su mapa ciego, para atenuar el impacto de sus accidentes y olvidar la ubicuidad soberbia de los que sufrí. Líbrame de mí como de una bruma. Que mi pelo se lave y se humedezca, que recoja esa horquilla y se incline sobre el cuello cansado de este burro, que el burro guarde y mezcle los secretos que le hemos confiado". Porque solo queríamos que nos quisieran. Quizá no hayamos aprendido, todavía, a querernos bien. 

Y aunque frotara las sombras de colores esfumadas sobre cada pena y quitara el lápiz escarlata de los labios partidos, sería media violencia la que emergería. "Sabrían al menos que trepan a los autobuses para asesinarse mutuamente, por obra de la inercia y la repetición de hábitos, pulidos y lustrados como un revólver", confirma el jugador, acomodándose el rubí de su turbante. La tontita, que no está en el tablero, quiere jugar con el rubí, prendérselo en la crin al burro. El jugador lleva la mano rápidamente a su rubí, como el militar a sus medallas. Protege su signo enmohecido de distinción, para hacerse oír y no ser devorado. 

¿Quiénes se proclamarán sus traductores, sus servidores, sus intérpretes? ¿Quiénes se inclinarán a besar su mano? ¿Quiénes lo declararán muerto y escupirán sobre el rubí y quiénes lo resucitarán para reformular sus estrategias? En todo caso, sería media violencia la que emergería. La otra media violencia, que jamás podría ser mitad, es este seco invierno de parálisis que consume la punta de mis dedos.

La tontita se quita la horquilla del pelo. El Mesías es una cereza plástica cuidadosamente colocada, como una estrella, en la crin áspera de un burro, allí donde tus dedos deberían hundirse para ocuparse estrictamente de estas cosas.  

El asesino de niñas llora como un niño, de regreso al estado en el que no asesina. Llora porque su víctima era frágil, tenía un vestido almidonado con paciencia, desafinaba al cantar un villancico. Esa nena era una preciosura. El mundo sería más simple si él estuviera incluido en el tablero y pudiera parar de llorar.    

El árbol gigantesco se estremece. La colonia se apresta a migrar. Ella se entusiasma. "Migran para evitar la cacería de los Consolantes. Dejarán velozmente su sitio de percha. Al pestañear verás, entrecortadas, las formas negras, vivas y cambiantes, impresas fugazmente en retirada. Pero no te ilusiones. La Gran Persecución se ha derramado como un veneno. Es un veneno contra la rabia. La colonia no huye. Busca otro lugar para persistir". Es una persistencia sin crimen. El cielo no escucha porque no puede interpretar ni traducir a los burros, o a las cerezas plásticas de las horquillas flojas. Me mira sonriente. "Nunca volveremos a verlos". 

Debo moverme hacia otro espacio, para dejar atrás esta desgracia. Esta manera de vivir, pese a todos los golpes recibidos, como vivieron nuestros padres. En la colonia no hay certificados de bautismo, alianza matrimonial, enciclopedias ilustradas, funerales. No hay padres ni monedas. Las obras de mi especie exigen esclavos. 

"Míralos volar". Se han lanzado a desaparecer. Intento retener en mi memoria la secuencia íntegra de la partida, pero aun sin pestañear la veo entrecortada. Planean sobre todos los patios escolares. No entenderían que intentara recordarlos. En la colonia no hay vivos ni muertos que honrar. La busco para arrojar, juntas, este recuerdo inútil al agua. Pero ella ya se ha ido. 

"Haz que sepa estar sola. Que haga, de cada estandarte y cada himno, un efímero batir de alas. Haz que no prometa y que no hable, que coma con las manos y me hamaque en la silla. Para que ella me ame y coincidamos, sin que yo cuente las horas, en el mismo sitio". 

Hay un árbol vacío, que ya es otro árbol. Abrazo su tronco porque no tengo casa. Porque mi casa es mi cuerpo, que ya es otro cuerpo. El tronco sostiene las ramas y la copa, las ramas sostienen los pájaros, la copa sostiene el cielo. Un árbol no ha fracasado, no es humano. Un árbol crece para sostener.  





miércoles, 16 de noviembre de 2011

SOCIALISMO - (XI)



XI.


No pedirá que la siga. Ella no pide ni enlaza. Usaba las correas que tuvimos para saltar a la soga. Escribo a la organización central, relato la desaparición de los equipos, informo que solo encontré un cuaderno en blanco cuando el diluvio cesó, casi hundido en el barro y ahora colgado de la única cuerda que nos queda, secándose de a ratos según los favores de un sol trémulo. Huelo en la tierra mojada el aroma de la tierra sucesiva, adonde deberán enviar los paquetes de alimentos, el botiquín de primeros auxilios y el instrumental sustituto, si quieren continuar la expedición. No menciono el ataque de los Consolantes, enfurecidos por la destrucción imprevista de sus trampas. Tampoco indico que la he encontrado, a ella, en el bosque que asila a la colonia. No quiero volver a casa.

Desde la altura de esta madurez me inclino a contemplar la seriedad de la niña frente al libro de cuentos, acodada en el césped de un sencillo jardín familiar, iluminado entonces por las certidumbres. Las hormigas abren galerías sordas bajo la línea de las azaleas. 

En una habitación se angosta y se endurece un vestido de novia, destinado a prometer caramelos durante un día. Será encerrado prontamente en una caja de cartón, en la que un excesivo moño rojo se afana por cubrir los largos meses de billetes trabajados por el novio pobre, contados como panes por la noche y acunados en una lata. Los meses del ahorro duran más sueños que el resto de los meses. En la tienda a la que acuden las novias lustran los espejismos en los probadores, les calzan piernas de rígida ortopedia a las sirenas y comen a escondidas sus colas amputadas. En otra habitación una sirena se frota la hendidura y sabe que no tendrá fiesta ni fábulas. Anhela el látigo dormido en el sexo de las novias y lava las tijeras y los peines de su peluquería carcelaria. Cómo quisiera que su lengua arda entre las piernas de la mujer a la que peina, fugada de la expectativa brutal que la controla. Es duro enterrar. 

Crepita la cabeza de la novia, va secándose estrepitosamente, estalla en espirales de madre loca. Estalla la cabeza de la sirena virgen, asfixiada. El novio pobre conversa con las flores de la melancolía. 

Estamos aquí los hijos, los marcados. El daño cava sus túneles de insomnio, cincela sus máscaras de buenaventura, acuña las monedas temibles del hastío. Aquí nos despertamos los dañados en honor al honor, a la fidelidad al ábaco, el arado y el ancla, al matrimonio concertado con las diversas patrias tutelares. Aquí exhumamos el secreto con la pala de lágrimas. Los niños se concentran cuando sueltan las cuentas de cálculo, abrazan al buey o dejan naufragar sus barcos en la fuente; cuando se adentran inocentes en la estampa del ilustrador. Esa concentración era triste y lo sé al observarla, al mirar hacia atrás, desde la vida adulta. Usamos las sogas de saltar como correas. 

El jardín implosiona, liberándonos. Me pregunto qué haremos con esta libertad, estos restos resilientes de psiquis.

"Quién soy yo para pedirte que vengas conmigo. Y qué podría darte que no fuera sangre de inercia. Cómo ponerte un nombre y una falda a lunares o una remera a rayas de marinero. Aunque los corte a medida te ajustarían. Con qué derecho asignarte un dios y un alfabeto, una manera de doblar la ropa, un mundo de imágenes que recordar. Cómo entrenarte sin vergüenza en las supuestas dosis necesarias de olvido y armarte una biblioteca. Cómo no dudar de mis escuelas y tener el descaro de parirte, sin que parirte equivalga a secuestrarte. A quitarte parte del tiempo que te ha sido dado, solo para que tengas el coraje de verme y la fortuna de recuperarte de mí". 

El jugador de ajedrez la escucha disgustado. Ella sabe que la serpiente que educa el jugador es bolsa y palo y tiende a enroscarse en los cuellos hasta estrangular. Ha visto bultos enloquecidos debatiéndose a ciegas contra las paredes de su esófago. El jugador reclama conductores y alumnos aplicados a quienes el conductor traduzca, como un médium, una verdad sin pliegues ni fisuras.
 
“La verdad sopla en ráfagas de trapos sueltos”. El jugador sonríe con sarcasmo. Le gusta hacer del trapo una bandera y una bandera con todos los trapos. En el fondo le gustan los alumnos, los fieles, los corderos, encolumnados detrás de una bandera. Rascamos el fondo del pozo como perros, para encontrar el tul del vestido de novia y el alambre de púas en la frente de la sirena virgen. Me pregunto qué haremos con los tules y alambres. Si enterraremos el peine que peinaba el viento y rescataremos la tijera para cortar la lengua de la peste, travestida de flores que insisten en hablarnos. 

Ella está en otra parte. Se ha puesto a gritar al pie del árbol para espantar a la colonia antes de que sea tarde. El grito decapita las vocales, corta el tallo de alambre de las consonantes, quema el cerrojo oculto en el tul. "Hay que migrar para sobrevivir". Aprieta los puños para potenciar el grito. El impulso, indiferente a toda persuasión, asciende envuelto en trapos del puño a la laringe. Sale del ataúd del pasado donde juegan los niños, para rozar, al menos una vez, lo salvaje. Es un grito gestado por la implosión, un hijo luminoso del derrumbe. Ha debido templarse con esquirlas de espejos mercantiles. Ya no le queda llanto. Lo rechaza. No puede traducirse y reducirse a un sentido común, como es común que llore y grite quien viene de nacer en la sala de partos. "Todos los bebés se parecen". Pero este grito adulto es extraordinario. 

Cientos de cuerpos se rozan en el árbol, como una larga sonda en la que fluye y se transmite el suero. La colonia ha comenzado a moverse. El rumor es apenas perceptible. 

El próximo paso de los Consolantes es dejar la navaja en su mano. Ella lo sabe. 

Mira, como los muertos, a través de mí. Pasa su mano por mi pelo suelto. "No podría pedirte nada. Me pregunto qué haré cuando no pueda verte. Pido a mi corazón, del tamaño de un puño, que apoye sus cuatro cavidades en el suelo, que se tienda a escuchar, arrodillado, las señales de tu corazón".





sábado, 12 de noviembre de 2011

SOCIALISMO - (X)




X.

Se desató el diluvio en nuestros ojos. Flotaban las lupas y los termómetros, los instrumentos de medición y los bolígrafos, los restos de los viejos jinetes de hierro, las cajas idénticas de sedantes. Los sedantes golpeaban los dientes de leche y el mínimo bucle de cabello, cortado y aplanado dulcemente para la eternidad del relicario. Las cigüeñas perdían el equilibrio en los techos, abrían perplejas los picos acerados y dejaban caer sus envoltorios. No queríamos volver a la infancia pero insistíamos en sujetarla. Quién no ha deseado que le mientan alguna vez, quién no lo ha pedido en silencio. 

Los álbumes se deshacían como los nudos de los envoltorios y hacían de cada página dispersa un álbum, pero sin hilos. Caían bebés de porcelana que estallaban al besar la hierba. Eran rompecabezas de bebés, con las cabezas rotas. De cada página se soltaban las fotografías y en cada fotografía se borraban los rasgos. El agua ablandaba y rompía los papeles. Un papelito empapado, donde las formas se habían descompuesto en manchas, era el único indicio de mi historia. Observé esas manchas hasta imprimir en mi retina su mutación, batida por el agua en remolinos. Rescaté entre las piedras un papel, para inclinarme sobre algo que me perteneciera. Para inventarme la evidencia de un pasado.

"Un grave error de cálculo", afirmó sorprendido el jugador de ajedrez, acariciando, desde la otra orilla, la serpiente reluciente y larguísima que acunaba en una bolsa de arpillera sucia, entre las piezas gastadas del tablero. "Un gesto inútil". 

Ella se rió, abrió mi puño delicadamente y arrojó al río el papel que yo aferraba, barrido e impregnado de nuevas manchas. El río recibía trastornado el diluvio y arrastraba a su paso nuestro modesto herramental, lavando las iniciales ilusorias de nuestra propiedad tan breve, tan escuálida. Se rió otra vez con sus largos mechones de cabello pegados en desorden a las sienes y la camisa blanca de dormir pegada a las costillas y los huesos. Habría que buscar en otras huellas el útero de origen, renegar de un origen que jamás es tal desde el primer instante regido por el tacto. Porque mi caja craneana es el vaciado perfecto de una pelvis materna accidental, una ficción inaugural que jerarquizó y escindió mis manos de otros cuerpos, redes circulatorias que no cesan de fluir, capas geológicas en transición continua donde resbalarían todos los juguetes, hasta ahogarse.

Tiemblo y la pérdida vuelve a suceder, bajo una forma que la transfigura en nueva pérdida. Intuyo la amenaza de tormenta, me abrazo a lo que queda de mí y ese contacto apenas animal atempera la violencia del trueno. En el trueno convergen las declinaciones desatadas de un presente voraz, que toca y tira y corta y se lleva a su cueva hasta los márgenes donde podría dibujarse un futuro. Entre la sístole y la diástole, un shock eléctrico. Electrocución en el bosque donde no hay salida, porque no hay cama ni ropero donde esconderse. "Ellos se cubren por completo con sus membranas alares, alineados de a cientos con las uñas vueltas anillo en la rama, como si se calzaran un impermeable o un escudo, si el viento anuncia tormenta tropical", te escucho murmurar con la vista perdida, como quien troca en plegaria el hábito inusual de una colonia. 

"Yo ya no puedo ver. Debería cavar". Remuevo afiebrada la tierra húmeda, hiriéndola como una pala mecánica. Busco la moneda que enterré en la playa, la carta que dejé en el parque, el anillo que no supe custodiar porque creí saber lo que aún ignoro. "No es allí, no es ese... el lugar". De espaldas a mí, lleva mi mano izquierda a su nuca. El temporal empuja los árboles, los somete a un dolor soportable, los frutos caen sin partirse en pedazos. La colonia entera se ha dormido, petrificada y perpendicular a la tierra. Mis dedos presionan suavemente una nuca húmeda, dispuesta a madurar hacia una vida sin altares, en la que se atraviesen los púlpitos como una bruma. Mis dedos no ven esa nuca empeñada en disolver, como el río, las caras. Porque la mano que toca no ve el lugar exacto que toca hasta que se ha retirado de allí. Hacer contacto es tocar a ciegas, dejar una impresión que no constituye un resultado.

Mis cucharas, mis trapos, mis terrores, la larga risa que enhebra mis edades, reptan hacia la curva de mis dedos, para imprimirse en un país de piel que no se deja mirar, posado como está en la copa de tu espalda. Decir que lo que imprimo es "mío" es una convención absurda. Pertenezco, como todas las cosas, al flujo del agua, que persiste en correr dando la espalda a mis preguntas. "Concédeme la dicha de no poseerme porque, como el agua, no sabes de mí". 

Los trapos y las cucharas son superposiciones de ecos. "Escucha cómo se forja el metal y se traza una forma, recogida de un mar de formas inestables antes de que el instante se coagule en un tiempo pretérito. Afina tu oído como las criaturas que duermen suspendidas de las ramas, esas cadenas estáticas de triángulos negros que esconden un finísimo radar. Te espero en el arco de la suspensión, tensado hasta el límite donde la flecha se dispara para multiplicarse y revivir las inagotables variaciones del tiro con arco". Estoy vaciando en tu nuca los modos primitivos de moldear cucharas, las fórmulas de la tintura que bebieron las telas sumergidas en rústicos cubos del desierto.
  
Pero esta cuestión de aterrarme insiste en hacer nido en singular, es un núcleo duro con aspiración de centro. Parálisis. "¿Y cómo sería mi amor si mi terror se moviera hasta alcanzarte, reptara hasta hacer sombra en tu nuca? Sería un amor sin rumores antiguos, extenuado en la tensión monocorde de un maxilar. Sin niños ovillados bajo una sábana, soldaditos que mojan sus pantalones, amantes que tiemblan al abrir un sobre. Sería un amor atascado en el pronombre posesivo". El terror, además, no es un número divisible; es un cero donde se estanca el agua. Se multiplica en cámaras de tortura individuales. "Si soplara para compartirlo, te entregaría solo una copia, falsa. No hablo ni siquiera de egoísmo, sino de soledad".

"Entonces no hables", suspira colgada del hilo de la risa, el hilo que sutura las cabezas rotas. "O sí. Pero como hablan ellos, sin que podamos escucharlos y, aunque pudiéramos escucharlos, sin que fuéramos capaces de callar y comprender lo que se dicen". Aparto el pelo mojado de su nuca, contemplo con ojo de cíclope mi obra, mi intervención en su cartografía, esa impresión táctil que sacude y altera, como una reverberación nerviosa impulsada desde la zona de contacto, su remoto paisaje cerebral. Tengo que ser lupa porque a las lupas se las robó la lluvia.  

En cada Consolante habita un cazador y esta ha sido una noche de caza, arropada por la voz del astuto y reconfortada por votos de lealtad. Quien descubre y destruye las trampas no tiene perdón de los Consolantes. La desaparición de una jaula es suficiente para lanzar una cruzada y saciar la libido decrépita con un risueño heroísmo de ocasión. Reiremos aunque corra sangre cuando deje de protegernos la cultura, cuyos vestidos se calza la barbarie.

La carpa donde quise soltar tu cintura y la mía fue asaltada en la oscuridad. Los tajos son limpios y certeros, hijos de la misma navaja que ahora imagino hundiéndose, entre guirnaldas y globos de colores, en la torta de un corto aniversario. La muerden dientes de leche sujetos a una encía, la rozan bucles rebeldes controlados por cintas de seda. Los invitados entrenan sus incisivos predatorios y en sus sueños se excitan ante los relicarios. Eyaculan o lloran, desolados, sobre las inocentes tapitas de cristal. Y la navaja se guarda en la funda de la ronda doméstica. 

"Marcaron su frente con el sello de los servidores, se postraron ante los tronos del momento y confiaron en ser salvados del desastre. No bastó, no hubiera podido bastar. La historia fue escrita al revés. Entrarán con antorchas en las grutas. Las crías caerán enloquecidas al guano, aterradas por el ruido y la luz, y desaparecerán en las bocas de los insectos. Será un nuevo fragmento del apocalipsis, el libro que es, en verdad, inmediatamente posterior al génesis". 

Gira y me mira con ojos como antorchas.

Lo sé. Es la hora del éxodo, miles de años después de la hora del éxodo prescripto. Hay que migrar. 





domingo, 30 de octubre de 2011

SOCIALISMO - (IX)



IX.

Alma no hace nidos. No elige ni acopia palitos, hojas secas, musgos, plumas, líquenes o fango. No asigna a lo que no elige una función: estructurar, revestir, aglutinar o camuflar frente al depredador que acecha en círculos hasta anular el cerco y estrangular el aire y que el mundo vire, súbitamente, a negro. Alma no anida. No construye esferas, copas, hamacas, cestos o plataformas sobre un río. No infiere novedades al estado de las cosas. Escucha los sonidos a su alrededor hasta posarse en un lugar de tránsito. Hace de una cosa un lugar, que cada vez será la misma cosa sin signo de progreso. 

Alma apoya su mano izquierda en mi reloj y abre la noche en el cuadrante. No veo los números ni las agujas. El asesino de niñas golpea su cabeza contra una pared, desesperado. No encuentra agujas para su jeringa, cargada de calmante. Busca en el fondo de la caja oxidada, cierra el puño que eleva la vena, la vena implora el coma de la hibernación. El insomnio martilla su cerebro, cargado de peces ciegos. Alguien les cosió los párpados, alguien les quemó las lámparas. A los peces que giran en círculo en el estanque mental del asesino de niñas, hasta pulir insoportablemente el círculo y hacerlo estallar en rojo de venas escolares. "No te alejes de mí, que la angustia está cerca y no hay nadie que pueda ayudarme, no te alejes del patio de la escuela", suplicaba el insomne, en su edad sin peces ni martillos. Salía a gritar al centro del patio y descosía, al apretar los puños, los bolsillos de su delantal. "Aléjate de mí porque estoy enfermo, la angustia ha hecho su tarea subterránea, tengo que ponerte a dormir", dice el insomne que resbala en la nuca extranjera de la niña, inclinada frente a su casa de muñecas, agazapado detrás de la ventana.  

El jugador de ajedrez escribe en el reverso del tablero los sueños de los martirizados por un número. Suma los números para constatar qué poco valen los sueños. Cuanto más pequeños, más alto su costo de realización para quien ha tenido la desdicha de soñarlos. "Desdichado el que interfiere, con una imagen nueva, en el orden supuestamente inapelable de las cosas, porque esa imagen lo perseguirá aunque esté delante de sus ojos. Su visión lo empujará y le hará extender los brazos para poder tocarla. Quien la soñó morderá, entre lágrimas, el aire". El jugador de ajedrez combina los cálculos y los anuda en un concepto, el concepto cae como una cortina de baba de su boca, su cuerpo se impregna de baba que se seca y ya no puede inclinarse ni mirar hacia atrás, donde el concepto colocó las lágrimas.  

Alma no necesita un hogar, es decir, un refugio. Confía en la termodinámica de su cuerpo. No domina un material ni hará que otros construyan para ella un lugar para vivir o volver. Si una casa está de pie y una tumba, tendida, Alma está colgada. Atribuye el goce a esa posición, y no la pena de muerte. "Bienaventurado el que se cuelga hacia abajo, porque debajo de la cama está la caja oxidada de los sueños". 

Sin hogar no hay acumulación, ni archivo. Alma no tiene pasado porque no tiene recuerdos. No tiene futuro porque no sueña una imagen postergada. Alma está adentro de una imagen, que no se piensa y vibra. No se puede pensar y vibrar al mismo tiempo. 

Deslizo la curva de un pulgar sobre la nuca tibia y brevísima de Alma. El cielo está ciego, está cargado, como las cabezas, de tormenta. Alma tiembla y asciende velozmente, busca la oquedad en un viejo árbol. Entro en la carpa gastada por las exploraciones, ajusto las correas y los cierres. Si tuviéramos una puerta anclada a un piso, el viento no nos envolvería los talones. "Se han volado todas las puertas". Me acuesto a tu lado para darte calor. Para entrar en calor. Suelto nuestras cinturas. No sé dónde empieza tu necesidad y dónde acaba la mía. Mi movimiento es espontáneo, no hace imagen. Es un gesto inmemorial de auxilio mutuo. Colgada boca abajo del cielo, veo disolverse las cortinas de baba, escucho caer las cortinas de lágrimas, siento cómo se acerca y trepida la tormenta.  



martes, 18 de octubre de 2011

SOCIALISMO - (VIII)




VIII.


Mi oficio ha consistido en hacerle espacio. He ahuecado vértebras y tendones y volado los puentes que un día condujeron hacia casas con techo. He retenido mi cabeza y volado su techo y sus ventanas, para que las imágenes fluyan liberadas de las nomenclaturas, como un puñado de flores y monedas flotantes. Pero no supe quitar esta maldad en mí. De esta maldad debo amputarme como labor del día, evaluando la magnitud del ruido de su fúnebre máquina nocturna.

No hemos venido a completarnos ni a mezclarnos ni a reconocernos. Habíamos elegido ser alegres antes de encontrarnos. Ya teníamos dos modos singulares de llorar. Cuántos podrían quererla mejor que yo. Debo morder y arrancar la zona aterrorizada de esta cabeza que retuve, para vivir con ella, para que ella pueda vivir sin temer mis golpes. Miro cómo confía la colonia, ajena al péndulo inestable de la amenaza.

Hugo lo limpia. Gabriel se deja limpiar. Gabriel ya ha limpiado a Pedro. En esta corte espontánea y horizontal de lavanderos, cualquiera puede estar impregnado de polen y el polen de cualquiera puede estar cargado del veneno prolijamente inoculado por los Consolantes en un nectario fatal. La colonia hace sin adjetivar, se entrega sin pensar a esto que yo llamaría ternura. No ha bautizado las cosas ni los gestos. No ofrece sacrificios ni reclama favores.

En mi carne está escrito: "Nadie estará en la puerta, nadie vendrá jamás. No mantendré con firmeza lo que tengo para preservar una corona. Mi único patrimonio es una constelación de actos. La corona es la peste de mi especie. Mi especie marca con un sello la frente ávida o resignada de sus servidores". De qué sirve apuntar en el cuaderno. Apunto al cuaderno con las lenguas que limpian. En la colonia se vive y se muere por vocación de tacto, innominado. No hay elegidos de la tribu, no despliega su cólera un Cordero, un ángel no atormenta ni extermina paganos, no toma su incensario y arroja brasas del altar sobre la tierra, mutilando la selva, desventrándola, encabritando el mar. "Porque el agua es amarga asisto todavía a la agonía de los peces".

Hugo no mide un templo ni censa a los adoradores. Gabriel gira sobre los perros, los hechiceros, los impuros. Pedro no podría empuñar una llave. Se dormiría entre las piernas de los asesinos, los idólatras y los mentirosos. Que sus lenguas que no escupen mandatos ni murmuran plegarias reescriban una y otra vez mi cuaderno. "Limpien sus páginas con lenguas como grifos, deshagan los renglones, ahoguen las convicciones de mi  caligrafía".

Ella asiste, encantada, a esta coreografía de limpieza mutua. Hugo se afana y se concentra. Gabriel relaja su musculatura, cuyo abrazo finísimo espantaría a una princesa. Pedro demora el bienestar de su baño exhaustivo. Entrego esta tradición mínima e ignorada a mi memoria. Ella revisa mis notas y su índice tiembla. "Pedro, eximio agente polinizador". Pedro, con su vestido dorado de polen que Gabriel lavó. Su vestido involuntariamente criminal. Quita a Gabriel de la rama, le ruega que le permita abrir su boca, presiona suavemente su mandíbula, hunde el índice resuelto hasta el esófago, obliga a Gabriel a regurgitar.

"Es así como temo dañarte. Trasladarte la desdicha esparcida como un polvo maldito en mi corazón, por la obra esmerada de mis Consolantes. Mis propios dedos no dijeron basta, bien lo sé. Coreografiaban fascinados los aros de polvo. Acumular es más fácil que barrer. Y mis dedos estaban tan cansados. Esta ansiedad corroe lo que puedo entregarte, empecinada en protegerlo anticipadamente del impacto. Mi maldad duerme debajo de la cama, donde se esconde el animal golpeado y se refugian las niñas que han sobrevivido a la navaja".

Cuántos podrían cuidarte mejor que yo. Solo mi propia lengua hecha navaja puede desenrollarse y ascender, empujar y adentrarse, recoger y pegar los pedazos enfermos de mi córtex. Serenar, antes de atreverse a explorar tu boca. 







lunes, 19 de septiembre de 2011

SOCIALISMO - (VII)




VII.


Recorro con la punta temblorosa de un índice la superficie exhausta de su espalda. Busco la evidencia del desamparo, vuelto orificio de arena donde no se hace pie. Ha decidido dormir con los tobillos anudados a una rama y la boca escondida entre briznas de hierba. Mientras se balanceaba, antes de aquietarse, cerró los ojos, extendió las palmas de las manos y rozó las hebras que aspiraría sin saber durante el sueño. Lloraba silenciosamente por Esther, con la mandíbula tensa y la razón extraviada. 

Masticó lentamente un manojo de briznas impecables, lavadas por sus propias lágrimas. Intentaba limpiarse de un veneno que también le estaba dedicado, enviar a Esther un antídoto tardío. El antídoto era raro, tan raro que quizá hubiera envuelto y desmayado las mezclas criminales calculadas por los Consolantes. A la altura del hueso sacro palpé la huella circular de una bala y supe por qué, en horas imprevistas, se le entumecían las piernas. La imaginé tomada por asalto, corriendo a toda velocidad por un laberinto de calles de tierra, en una fase previa de la Gran Persecución. Comenzando a inclinarse y a rotar, a invertir acompasadamente la extensión soberana de su cuerpo, hasta llegar a esta noche y este árbol, de cuyas ramas más altas han colgado generaciones sucesivas de hijos de la colonia. 

Dejo descansar mi índice en el lugar preciso del impacto. Presiono el hueco, suavemente, para no despertarla. Presiono aunque ya no sangre, porque es como cerrar el sobre de una carta, sellar un pacto para combatir el pánico, prometer que la carta llegará a destino. Retiro el índice, tomo su cintura con el cuidado de quien alza a un recién nacido y libo el hueco, para llevarme la esquirla y el veneno que pudieran quedar en el nectario.

Libo como si supiera, como si fuera Esther, que no se imagina cautiva en una imagen, que no habla ni escribe sobre el gesto preciso de libar. Esther que no dilapida la potencia del gesto en representaciones, formas humanas de reverberar que su sonar captaría como el eco pesado de una máscara. Me aplico como un niño concentrado en su tarea escolar y al aplicarme a imagen y semejanza de alguien ya he perdido, ya he reducido la entrega de mi concentración desviándola a un modelo abstracto, escindido del tacto y pobrecito. Porque Esther no podría sino desenrollar su lengua inaudita sin lenguaje y volcarse íntegramente detrás de su lengua, verterse sin opción hasta estar por completo, olvidada de sí, en el contacto irrepresentable con el néctar. Así mi lengua en tu hueco horadado por la bala, para rastrear y desalojar la pena. Así quisiera curarte y no me alcanza, sin el don ni el oficio denegados por pertenencia a la civilización.

Anoto en el cuaderno las dimensiones y materiales de las trampas diseminadas por los Consolantes. "El cordero ha abierto el quinto sello y escuché la trompeta del séptimo ángel. Se esparcieron el fuego, el humo y el azufre, como un viento caliente y trastornado, salido de la boca de caballos con cola iracunda de serpiente. Y nada sucedió, solo el terror. Y, entre la mayoría de los vivos, la mansa costumbre de no verte. Mastiqué los libros que narran nuestra historia, tan dulces como amargos. La palabra no es brizna aunque la nombre. El número se ejercita sobre el débil. Sigo viendo los árboles arder".

Se descuelga silenciosamente y camina hacia mí, con la determinación de una sonámbula que palpa el filo de un amanecer de estragos. "No es un filo, es un hilo", afirma, mirándome fijamente. Abre la caja metálica y busca las tijeras y los bisturíes. Se calza las viejas botas de exploración y mi camisa a cuadros, cosida a las cortinas de un cuarto infantil, helado. Comienza a cortar las redes, los alambres de acero inoxidable, las lonas de las jaulas sobre las que se alzan las paredes de alambre construidas para que se estrellen los sospechosos y resbalen, aturdidos, hasta ser enjaulados. Corta con tenacidad. Sus piernas no la traicionarán mientras corte. Mi cuaderno enmudece avergonzado, consciente de sus gesticulaciones en el desierto.

Decapitada, quitada del verbo, es transparente, como jamás podrán serlo las trenzas de vidrio. Miro sus ojos como lagos y siento que está sucediéndome algo hermoso. Me desborda y lo escribo. Esther no agonizará dos veces, con el corazón partido por un guante de acero y golpeándose a ciegas contra la noche cerrada de una cúpula, como un pájaro desconcertado y cosido brutalmente al interior enloquecedor de un guante.

Ella descose, desanuda y desanda, luego de haberse quitado la cabeza. Desplazada, desnudada del signo, es invisible. Ella me está ocurriendo y me coloca un hueco de néctar en la espalda.






martes, 16 de agosto de 2011

SOCIALISMO - (VI)



VI.


La noche es un inmenso animal dormido. Los insomnes velan su sueño sin ventanas. Los ojos de la noche giran velozmente bajo sus párpados de felpa, enloquecidos, agradecidos, asustados. Son los ojos de una huérfana inmóvil a la que se implora protección, como si fuera una santa con medio hemisferio por altar. Asiste en calidad de ausente al desastre urdido por sus hijos y habilita zonas liberadas del prejuicio del ojo ajeno. El ojo ajeno gira obscenamente bajo su párpado de hierro, proyectando el repertorio completo de los pecados. "Déjanos caer en la tentación, para no soñarla sobre almohadas rígidas", pide mi lengua de tinta obstinada. Es una petición retórica; ella quemó mi red cuando la vi soplar, haciendo de su boca una usina de viento, las hebras dispares de un flequillo tan negro como el pelaje sedoso de la noche. Flequillo de escolar al que han herido con tres balas de nieve, en esa escuela donde aun le tiemblan los pies bajo el pupitre. Buscamos el hilo para atar, haciendo un nuevo dibujo, los escombros. "¿Qué te hicieron allí? No me digas jamás lo que te han hecho". Las balas fueron tres. No encontré aun su localización exacta, no he podido extraerlas todavía. 

El viento se detiene para que vuele Esther. Una ignota especie de hojas cóncavas, como sutiles reflectores parabólicos, recoge y devuelve, transformadas, sus señales sonoras. Esther evade grácilmente las redes dispuestas por los Consolantes. Extiende sus manos y desciende sobre una pista imaginaria, hasta posarse, con los dedos impregnados de polen, sobre una densa y compacta inflorescencia. Contenemos la respiración para dejar de ser y derramarnos como un magma sobre el espacio del juego. Los Consolantes ensancharon su cavidad torácica. Lustraron cavidades como planchas de acero. Los niños se entrenan en la colocación de trampas en el bosque, con trajes a medida y corbatas a rayas. Las niñas los asisten, vestidas de primera comunión, sosteniendo un ramito de girasoles secos. Las madres llevan trenzas de vidrio y látigos anudados en la falda. Los padres no pueden faltar a sus empleos. Esther se empeña en la reproducción cruzada de su flor, su sonajero vegetal. El polen cae en cámara lenta de sus dedos hasta alcanzar la cesta del estigma, que espera refugiada en el gineceo. Es polen de un estambre desconocido, en tránsito descendente hacia los óvulos de una flor distante. Hoy dos copularán, muy quietos, sin haberse visto. Esther se mueve, se tensa, se acomoda. Es el agente ciego de una continuidad floral. Tiene el poder del viento que sopla y esparce, cuando quiere, nieblas de polen. 

Esther busca la base del pétalo, donde se hunde el cofre del nectario. Se apresta a libar su recompensa. Una esquirla de vidrio nada en un mar de néctar, infectado por el polvo vendido al por mayor y con descuento a los Consolantes. Esther despliega su lengua formidable, previamente enrollada en su cavidad torácica. No advierte la presencia de la esquirla, ignora la evidencia que deja una trenza de vidrio tras de sí. Liba estremecida de placer la sustancia que la desgarrará, en la cúpula a oscuras de la iglesia, en una inesperada convulsión. 

Un niño se lustra los zapatos como planchas de acero y se alisa las mangas del traje. Se perfuma con agua de colonia y envuelve a Esther en un triángulo de papel de diario. Hay un ligerísimo temblor, apenas perceptible, en un saco embrionario, que bien hubiera podido refugiarse a tus pies, bajo el pupitre. El tubo polínico, que la pulsión vital no diseñó para otro oficio, ha oficiado de revólver. Esther lucha contra lo que no conoce, rasgando inútilmente su envoltorio, hasta languidecer. El niño arroja el envoltorio contra el piso y grita, espantado. Esther escucha un grito que la aterroriza y ya no escucha más. El niño recoge el envoltorio tieso y lo asegura, emocionado, con una cinta roja. Con este regalo sorprenderá a su madre, apartará sus trenzas transparentes, hundirá la cabeza en su pecho y sabrá que su madre está orgullosa. Ha parido a un protector de niñas. Niñas de cuellos gráciles como cisnes. Los pechos de las madres son máquinas de guerra.  

El asesino de niñas piensa en los cuellos puestos a su disposición. Bebe un licor barato con el que alguien pagó sus últimos servicios. Se echa a dormir en su cama barata y sueña que le ponen una corona. El jugador de ajedrez da de comer a un caballo un pétalo cargado de veneno. Esther gira dormida en los remolinos de un desagüe, junto a los restos de la basura diurna. Esther se aleja, como un jinete al galope, un relámpago succionado por el viento, con su flor malherida, su néctar trastornado, su lenta y horrible convulsión.

Te veo despertar súbitamente, empapada en sudor, aferrada a las sábanas. "Vi a Esther volar, la vi libar, la vi convulsionar sobre una cúpula". Dibujo mi recuerdo de las alas de Esther sobre tu sien izquierda, tu corazón, tu espalda. Presiono mi dibujo contra tu delgadez. El recuerdo aletea en los sitios de las balas. Esther liba en el sitio exacto donde tu carne convulsiona. No me duermo hasta verte dormir, cabeza abajo.

"También a mí me han encontrado los centinelas, me hirieron quienes andan de ronda por la ciudad. Me quitaron mis lápices y mis cuadernos. Hijos de Jerusalén liberada, hijos de Jerusalén envenenada e inútiles cruzados atados a un estandarte y a una cruz, ¿qué le dirán a mi amada si la encuentran? Que estoy enferma de amor".  



  

jueves, 4 de agosto de 2011

SOCIALISMO - (V)




V.


La noche anterior la madre soñó que el cielo era una cereza en su mano. La cereza resbalaba y caía entre las sábanas con aroma a limpio y ella alzaba la vista y el cielo era una gran tela blanca. La tela blanca se agitaba y escupía un hilo espeso de sangre, de sangre de cerezas. El padre no recordaba qué había soñado la noche anterior. La niña soñaba antes de dormir y, mientras dormía custodiada por un pez autómata, alguien entró por la ventana entreabierta de su cuarto y le cortó la garganta. La brisa nocturna apenas movía la cortina a cuadros. Alguien se enredó en el cable de la lámpara y la desconectó. El pez se detuvo y escupió su fosforescencia, como una guirnalda de colores endurecida por un baño de semen, al borde de la cama.

La madre miró la mano interrumpida que antes había soltado lentamente una muñeca rubia y vio cómo, en la cabeza de la muñeca de porcelana hecha pedazos sobre el piso, el pelo se volvía de ceniza y paja. Lavó el camisón infantil con desesperación, hasta acabar todos los panes de jabón que había en la casa y colocar cada puñado de lágrimas en una burbuja. El padre se golpeaba la cabeza contra una pared y sentía cómo en su cabeza repiqueteaban letras de lata. Su cabeza era una caja donde se amontonaban llaves viejas. 

La niña bajó a la tierra en una caja. El jugador de ajedrez colocó en la caja uno de sus alfiles, pintado de un lila provisorio, y cuando la ceremonia concluyó y todos se alejaron, se arrodilló, oprimió el tablero contra su pecho y besó la tierra arrojada por las palas, porque en el cielo no había nadie. El sacerdote, la empleada de correos, el médico, la maestra, el policía, el redactor del periódico local y los restantes individuos del pueblo identificables por un oficio o profesión habían rozado levemente los hombros de los padres amputados de hija, que serían por un largo tiempo (o al menos eso suponían los Consolantes) brutalmente infelices o, en todo caso, ciertamente más infelices que ellos mismos. La infelicidad desatada como una cinta ciega por un crimen horrendo es garantía de solidaridad. Mendigos y prostitutas, sombras intercambiables y nómades, fueron aceptados como Consolantes. Alguien sumó cinco tumbas de niñas. Alguien aseguró que el culpable pertenecía a la colonia.

Esa misma tarde se inició la Gran Persecución. Se diseñaron y cosieron las redes, se prepararon en dosis exactas los venenos y se enrollaron trapos embebidos de alcohol en cada palo de escoba disponible. Se pagó por participar en la tarea a mendigos y prostitutas, con monedas que compraban jabón de pan. El pueblo airado y compungido se unió en la adversidad del féretro infantil multiplicado, el féretro expuesto, explícito y terrible de la corta edad. Querían el estuche que guardaba el encéfalo del asesino. Porque el cráneo del asesino era un estuche. Dado que nadie en la colonia sabía hablar, fue como si todos hubieran confesado cinco crímenes al mismo tiempo. En la colonia se parían hijos sin nombre a los que se dejaba volar y mezclarse con otros padres y otros hijos, según la anomia inherente a la escuela centrífuga de la promiscuidad. El vínculo materno-filial se prolongaba hasta que la cría podía abandonar el hueco. Una cría autónoma raramente reencontraba a sus padres. ¿Qué respeto podía prodigar una especie así a una garganta de muñeca? 

Los vi atar los palos en forma de cruz, seleccionar los trapos con frenesí, agotar los frascos de alcohol en la tienda del boticario. El sacerdote pegó hostias al trapo; la empleada de correos, estampillas y sobres; el médico, prospectos y recetarios; la maestra, láminas de anatomía e índices de manuales escolares; el policía, fojas de casos cerrados y el periodista, todas las noticias impresas hasta esa misma tarde. Los escuché afilar sus dentaduras, planificar en conjunto sus estrategias, encomendar al comerciante de cristales la duplicación de la altura de sus espejos. Porque una nueva y gran historia comenzaba y era, en verdad, como si se inaugurara la historia.  

La colonia se colgaba a descansar. Pendía de sus delicadísimas uñas curvas, con las rodillas rectas, los estuches floridos y los ojos dulces como caramelos. Ajenos al estrépito del error, al horror de la obstinación atávica en la cacería. 

"Deseo tener una membrana alar, quitarme el brazo que termina en mi mano hábil", dijiste, avergonzada. "Sabemos que están equivocados y lo único que hacemos es escribirlo en un cuaderno. Quisiera que me expliques para qué sirve escribir". Mujer sin hija, niña sin camisón y sin muñeca, te pusiste a llorar partiendo tus prismáticos cuando la luna marcó el inicio de los pasos humanos en el bosque. "Quisiera saber para qué sirve, quiero que me lo expliques, por favor".




viernes, 22 de julio de 2011

SOCIALISMO - (IV)



IV.

 


Pablo aumenta la velocidad, gira súbitamente en el aire y apresa al pájaro por la cabeza. El procedimiento de captura y deglución es transparente y rápido. El pájaro se desespera, reduce progresivamente su nivel de agitación y es finalmente pura materia digerible. Pablo desgarra  el cuerpo inerte utilizando los pulgares y lo mastica con fruición. Las sobras caen de la rama. Serán la única huella de Pablo cuando la colonia migre. Fotografío las sobras y anoto el número de la fotografía en el cuaderno, bajo la descripción "sobras del pájaro atrapado por Pablo". En la colonia no se han construido horcas ni hogueras, doncellas de hierro ni collares de púas. Nidos, tampoco. En la colonia se usa lo que existe. Se transforma en hogar provisorio la grieta en el campanario de la catedral. Fuera de la colonia, la lucha de clases es en principio la lucha por la carne de un pájaro vivo y, luego, por las plumas irisadas de un pájaro metálico. Pablo se alimenta para no morir, en base a estrategias de cortísimo plazo desprovistas del horror inherente a cualquier mecanismo a cuerda. 

Las vísceras del pájaro permitirán a Pablo el cortejo sexual, el descanso prolongado en el sitio de percha y la acrobacia inútil y exquisita. La cosa, física y brutal, es la llave del goce. Pablo la devora pero no la posee. "Nuestra lucha es, por el contrario, una lucha a muerte", escribo mientras las nubes pasan sobre el metal del equipo de visión infrarroja. En la colonia no hay bibliotecas, sótanos ni cementerios. La huella de Pablo es una sobra aleatoria.

Al jugador de ajedrez le roban una pieza con forma de carne de pájaro. Deberá ser bello en su perseverancia. El rostro de las flores busca el sol débil de cada día. Es la pedagogía espontánea del heliotropismo, que mece y serena a los mortificados. El tejido vegetal turgente puja para elongar el segmento sombrío. Abjura de cualquier metáfora ridícula acerca de la luz, diferida y degradada en toda metáfora. "Tu reino no vendrá a nosotros". Al jugador de ajedrez lo distraen con pájaros de retina de vidrio. Deberá ser astuto en el templo de los fariseos. Atesorar bajo su mesa la horrible escena del martirio doblemente asfixiada, por el verbo inconexo del teórico y la mano que estrangula sin soltar, y la escena prohibida del desvío que aún no puede mostrarse. "Béseme él con los besos de su boca, aunque él no sea mío, aunque yo no sea suya. Me he desnudado de mi ropa, he ensuciado mis pies; hemos mordido los anillos de oro con nuestro sexo duplicado".

Te doy mi abrigo de lana. En las proximidades del acantilado se iniciará la migración. El frío se apoya, como un peso en la silla, sobre el peso y el paso de cada frío precedente. Como una bota en la huella del cazador insomne que una noche pasó. La silla cede al oficio de la nieve. Ceden las sogas secretas que enlazan las sillas. "Fue nuestro el don de la profecía y descubrimos los misterios. De nada servirá haberse querido si esta ira no asedia la ciudad helada".

Caen las heces de Pablo y se mezclan con las sobras de su almuerzo. Esta es, para los hijos que no bautizará y la posteridad que ignora, la calidad extraordinaria de su herencia.


martes, 19 de julio de 2011

SOCIALISMO - (III)





III.



Llueve como si lloviera por última vez. Ellos no lo saben. La colonia íntegra ha ingresado paulatinamente en estado de hibernación dentro de la cueva húmeda. No hay fuego en la cueva. Ninguna imagen se reflejará sobre los accidentes azarosos de su superficie. Nadie, si una imagen fuera reflejada, estaría allí para observar esa distorsión permanente de la realidad cuyo núcleo evade la pupila. Ellos parecen muertos pero han remado suavemente, con sus finas y elásticas membranas, hacia las costas remotas del sueño. Hacen la vertical dormidos, como estacas de luto. No, nada debe considerarse perdido para la historia. Especialmente esta temporada, en la que todos ellos, rozándose los cuerpos naturalmente equipados para administrar cíclicamente su energía, disminuirán su frecuencia respiratoria y su pulso cardíaco para escapar vivos del invierno. Hibernarán hasta la primavera. Hasta la próxima temporada de caza cuyas primeras luces pueden engañar y convocar a una muerte imprevista, por frío prolongado a pesar de la luz. O por hambre legítima y desesperada, imposible de saciar en el exterior mezquino.
Es la hora del imprescindible exilio límbico. Que el jugador de ajedrez enfunde su tablero y coloque las piezas en su caja, a riesgo de perder esta partida, con las extremidades congeladas y raquíticas. Que los padres responsables recluyan a las niñas en sus habitaciones de cortinas a cuadros, al amparo de sus tutores y sus institutrices. Que las retiren de las instituciones en las que se asesta la educación formal. El asesino de niñas, desconsolado, vagará por las calles anegadas de una ciudad desierta, que escupe la basura acumulada a presión en los desagües y exhibe los lujos malolientes que algunos osaron desechar y por los que otros se arrancarán los ojos.

En la colonia, la vida vira al grado cero. "Apocatástasis", escribo. "Déjame retornar las cosas al estado de inocencia en el que fueron mías; déjame retornar al jardín donde cada juguete encontraba su sitio bajo los árboles, antes de los incendios, las requisas, la diáspora". La colonia ha reducido al máximo sus funciones vitales y sincronizado su temperatura con la hipotermia decretada por la meteorología. "Tikkun", dibujo al margen. "Dame las llaves de la vieja casa demolida, donde él, a escondidas, mordió la almohada de dolor, y ella se transformó en ovillo desolado en el espacio exiguo de la única cama, compartida, para que él hallara finalmente la posición inverosímil donde no doliera".

"No es así", te escucho murmurar en esta cueva. "No hay regreso posible. Desde aquí se repara". Un ejército de frágiles formas de vida nos rodea, inmóviles, inmersas en el río quieto del torpor. "Torpeza temporal; también los osos, también los colibríes la han desarrollado". Recojo en la red de mi cuaderno el retiro voluntario y consensuado de los torpes, que acumularon la energía del pasado para sobrevivir esta estación amarga. Sus diminutos cerebros se disuelven, se hacen de nieve sin perder calor. Así combaten contra el tiempo, en un coma aparente del que un mínimo ruido o el haz de una linterna los arrancaría. 

El orden del día es la auto-demolición de los presentes. Mutar en brizna o hebra, locomotora infantil, maniquí u hormiga, antigua estampa postal. Desconectar los circuitos de producción. Poner a dormir la aguja del deseo, como los torpes deseantes duermen en la colonia, ajenos a su milenaria condición de perseguidos, a su módico estatuto de despreciados. Una capa arbitraria de condensación cubre sus cuerpos, como una refulgente túnica de plata. "Cómo saben ser bellos, sin saber", te adivino escribir sentada sobre una roca, llorando muy despacio, para no herir este espléndido silencio. También algunos, entre nosotros, han sabido serlo. Sé que lloras por ellos, por las túnicas de plata desgarradas y hundidas, entre burlas, en el barro.

"Tikkun", repito. "Tus pechos no son gemelos de gacela ni tu cuello, una torre de marfil. Tu estatura no alcanza a las palmeras. No llevas sandalias en los pies. Estás descalza en la cueva. En esta cueva cesa lo perfecto; su tiranía se rinde ante la insolencia de la imperfección".

El cronista servil arroja lo imperfecto al esófago interminable del olvido. El olvido no hiberna. En el refugio invernal, un integrante espectral de la colonia está moviéndose, apenas. Truena como si tronara por primera vez. La criatura en la sombra se agita y se envuelve, sin soltar su perfecta vertical invertida, en sus propias manos, plegadas como una figura de origami, como un avión estático, en miniatura, de papel. 





   

martes, 12 de julio de 2011

SOCIALISMO - (II)






II.


El trayecto de José depende de la brújula de sus pabellones auditivos. Los mapas y las teleologías son inútiles. José no reserva abono de melómano ni se afana en perfeccionar un golpe de pelota contra el tenso cordaje de una raqueta. No sintoniza estaciones de radio, no integra patrullas de asalto, no aprende a pronunciar lenguas extranjeras. No conoce la ópera, el tenis, las telecomunicaciones, el crimen ni el idioma. Es inmune al juicio de la opinión pública, ciego a las visiones del mundo que impone el poder, ajeno a la cárcel de la hegemonía. 

La historia se burla de la fatalidad. El destino de José depende estrictamente de su habilidad para traducir las señales sonoras que el paisaje devuelve a sus sedosas orejas triangulares. Para sobrevivir, José pesquisa y decodifica ecos. Emite sonidos de altísima frecuencia y espera que reboten en los objetos circundantes. Compara y compone imágenes acústicas. 

Los objetos están cargados de pasado. Son trenes de voces. Superficies que acunan címbalos y campanas, custodian contraseñas, perpetúan gritos. Los árboles trenzan órdenes y plegarias. Las paredes asilan el hipo del aterrorizado y los jirones impotentes del tartamudo. El chasquido del látigo, las risas en los patios escolares, el disparo certero del suicida, la música breve de los días de fiesta. Del ruido emerge, como una columna de humo, el ministerio polifónico del desamparo. Si todas las cosas fueran un único caracol marino, el interior del caracol transmitiría el silencio de los náufragos. 

El jugador de ajedrez debería aguzar su oído, entrenarlo como el sonar de un submarino a contracorriente. José no escucha señales del futuro porque el futuro no habla. A José le habla lo que ha sido, para que él, que viaja a ojos cerrados, haga de sus chillidos de pequeña bestia dibujos sonoros y no se desgarre ni se estrelle en la travesía. "Los guardias que rondan la ciudad me han encontrado", anoto, "y yo les pregunté si han visto al que ama mi alma". Me tapo los ojos con las manos. "Los guardias no lo han visto y yo tampoco, aunque lo tuve frente a mí". Me tiendo sobre un país de hierba. Le pido a la hierba que lleve mi mensaje en su respiración: "Háblame en esta extensa oscuridad. Háblame para que pueda verte…". 

José no hace planes. José planea en el aire con sus manos, mientras transforma el lienzo negro que rasga en un bosque iluminado de signos, donde no caerá. 

"El amor es un paciente que huye de los hospitales. Escucha tus piedras golpeando su ventana, tus súplicas, tu bienaventurada mala conducta impenitente. El amor no es paciente. Ahora, exactamente ahora, nos vemos cara a cara".  



domingo, 10 de julio de 2011

SOCIALISMO - (I)



I.



Hace dos días que Helena duerme de costado sobre la hierba. El sol lacera su cuerpo replegado contra sí mismo. El cuerpo exhausto de Helena podría confundirse con un resto arrugado de papel, sucio de barro, o exhibirse como un trofeo para ser arrojado, luego, a un cesto de basura. Helena dormita desnuda en un casco ártico. Gigí ha escuchado su quejido nocturno desde la copa del árbol elegido por la colonia. El ritmo cardíaco de Gigí se ha acelerado. Como el del niño insomne que teme lo que pueda esconderse bajo su cama y cuenta el número de desplazamientos de un pez fosforescente en la pantalla impotente de una lámpara. La lucha es desigual. Los fantasmas deberían combatir contra un acuario. 

Gigí desciende en espiral para extender su mano sobre la fiebre de Helena. Se ha arrastrado hasta ella apoyándose en su dedo pulgar. La colonia duerme. El científico cierra la puerta del laboratorio. El sociólogo guarda un libro anotado en la biblioteca. El asesino de niñas afila su navaja. Las naranjas se apilan en el puerto. Gigí imagina el viaje que detenga la anemia de Helena. Lo ejecuta. Extrema la destreza de su espuela calcárea para asegurar los virajes del vuelo. La vaca sueña con agua y bebe el agua del sueño, que se transforma en mar. La cuna del mar mece a la vaca que sueña mientras Gigí hunde sus diminutos y expertos incisivos en un triángulo imaginario del cuello seco y suave de la vaca. La vaca sorbe la sal y Gigí, la sangre. La herida es la marca de la necesidad. La vaca no la advertirá nunca. 

La saliva de Gigí conjuga la anestesia y el anticoagulante. Gigí regresa y se acuesta, frente a Helena, sobre la hierba. El jugador de ajedrez mueve sus piezas como un autómata, sobre un tablero mordisqueado con delectación por quienes no quieren, no saben o no pueden jugar. Han orinado sobre su tablero, obligándolo a redefinir las estrategias; han decapitado, propios y extraños, las piezas centrales, con navajas de asesino de niñas. Esta noche no sabe de líderes. Los líderes giran, como peces ciegos, en la fosforescencia de una lámpara. El jugador de ajedrez, desconcertado, ya no ve su rostro en el espejo. La mesa sobre la que se inclina se mueve imperceptiblemente y ese mínimo movimiento guía su mano. Hay dos criaturas laboriosas y enanas bajo la mesa, que se buscan la boca. El gran público las consideraría repugnantes. Las naranjas caen, desordenadas. 

Gigí entreabre los labios de Helena, posicionándose para transmitir. La colonia sueña cabeza abajo. La luna revela la geometría de los huesos de Gigí, enguantados en las membranas de sus manos. La lucha se define por la capacidad de oficiar de guante. Guante de resto de papel, sucio de barro. Gigí presiona y entrega. Al amanecer, la temperatura corporal de Helena se habrá estabilizado. Lo que observamos como un sencillo beso ha consistido, en este caso, en una auténtica transfusión sanguínea.

Ella sacude las briznas de hierba de su pelo y me susurra, como si el niño ya se hubiera dormido, que bien podría dejar constancia de lo contrario. Escribo entonces: "Que ella te bese con el beso de una boca de primeros auxilios, una boca de acuario... su amor no disculpa, no espera, no soporta verte languidecer así".