Quiero
quedarme en el bosque donde la encontré. En el mismo bosque donde, si se queda,
será condenada. Los Consolantes aceleran la búsqueda del cómplice. ¿Quién expone
estos cuellos blandísimos a un mordisco homicida? ¿Quién salva de las trampas
pacientes y prolijas a los pequeños monstruos sin madre? Es ella, dirán, es la
sin hijos, es ella la que ampara esta sed como un virus. Ella hizo de nuestras
niñas promisorias un puñado de muñecas tiesas, con los labios cosidos en cinco
cajas blancas. El virus de la rabia empapaba el hilo terminal de la costura. Es
ella, la rabiosa sin pujo de parto. La que quiere parir, colgada de los
árboles, un flujo vegetal entre sus piernas.
Ella
se mueve, está moviéndose como la colonia íntegra en las ramas, convocada por
su grito de alerta. Gritó como gritaba en el centro del patio escolar vacío, un
cuadrado inmóvil y enfermo de sol donde salir a aullar era soltar, como un
quejido animal, el desconcierto. Avanzaba hacia el patio como un soldad a
cuerda, haciendo a un lado las murallas de uniformes, con la pequeña mandíbula
apretada y ávida de viento. No cabía más soledad en esas aulas de deditos
laboriosos. Modelaban torpemente las plastilinas, se ensuciaban los delantales
a cuadros con las témperas, volcaban los jarros de leche de la tarde. Eran
alegres y estaban tan seguros que era insoportable. Habían apartado de los
juegos a la que comía con las manos y movía el cuerpo sin control, a la
tontita. Eran tan crueles.
Yo
no podía acercarme a la tontita, le tenía miedo. Los ojos le brillaban de saber
tantas cosas definitivas. Yo no podía mirarla a los ojos. Sabía que su madre
lloraría a causa de mi cobardía, sabía que esa cobardía era crueldad. "El
patrimonio exclusivo de tu especie", se lamenta el jugador de ajedrez.
"Si pudieran tan solo alzar la vista y comprender cómo han sido engañados,
cuántos jarros de leche y cuántas témperas les robaron desde aquellos días,
cómo moldearon los rasgos del presente para hacer tolerable su
brutalidad".
Podría
hacer el cálculo de este largo robo. Y, aun así, aun si me alzara y tomara lo
que me quitaron, aun si tuviera que entregar lo que quité, no sabría mirar, sin
llorar de vergüenza y de espanto ante toda esta vida transcurrida, los ojos de
oráculo de la tontita que buscaban una señal en mí, allí donde continuamente yo
me ocupaba de otras cosas. La tontita se hamacaba en su silla como si montara
un burro, aferrada a una crin invisible. Llevaba el pelo escaso recién lavado y
húmedo, con una amorosa raya en su costado y una horquilla floja rematada, en
su extremo curvo, por una cereza plástica. Así de muda y de roja, yo nunca vi
una cereza tan real. Me interpelaba sin que supiera qué decir. Decir no era la
manera.
"Líbrame
de mi analfabetismo sensorial, haz que sepa acariciar esta cabeza y sentir sus
espasmos en la mía. Enséñame a anticipar su mapa ciego, para atenuar el impacto
de sus accidentes y olvidar la ubicuidad soberbia de los que sufrí. Líbrame de
mí como de una bruma. Que mi pelo se lave y se humedezca, que recoja esa
horquilla y se incline sobre el cuello cansado de este burro, que el burro
guarde y mezcle los secretos que le hemos confiado". Porque solo queríamos
que nos quisieran. Quizá no hayamos aprendido, todavía, a querernos bien.
Y
aunque frotara las sombras de colores esfumadas sobre cada pena y quitara el
lápiz escarlata de los labios partidos, sería media violencia la que emergería.
"Sabrían al menos que trepan a los autobuses para asesinarse mutuamente,
por obra de la inercia y la repetición de hábitos, pulidos y lustrados como un
revólver", confirma el jugador, acomodándose el rubí de su turbante. La
tontita, que no está en el tablero, quiere jugar con el rubí, prendérselo en la
crin al burro. El jugador lleva la mano rápidamente a su rubí, como el militar
a sus medallas. Protege su signo enmohecido de distinción, para hacerse oír y
no ser devorado.
¿Quiénes
se proclamarán sus traductores, sus servidores, sus intérpretes? ¿Quiénes se
inclinarán a besar su mano? ¿Quiénes lo declararán muerto y escupirán sobre el
rubí y quiénes lo resucitarán para reformular sus estrategias? En todo caso,
sería media violencia la que emergería. La otra media violencia, que jamás
podría ser mitad, es este seco invierno de parálisis que consume la punta de
mis dedos.
La
tontita se quita la horquilla del pelo. El Mesías es una cereza plástica
cuidadosamente colocada, como una estrella, en la crin áspera de un burro, allí
donde tus dedos deberían hundirse para ocuparse estrictamente de estas cosas.
El
asesino de niñas llora como un niño, de regreso al estado en el que no asesina.
Llora porque su víctima era frágil, tenía un vestido almidonado con paciencia,
desafinaba al cantar un villancico. Esa nena era una preciosura. El mundo sería
más simple si él estuviera incluido en el tablero y pudiera parar de llorar.
El
árbol gigantesco se estremece. La colonia se apresta a migrar. Ella se
entusiasma. "Migran para evitar la cacería de los Consolantes. Dejarán
velozmente su sitio de percha. Al pestañear verás, entrecortadas, las formas
negras, vivas y cambiantes, impresas fugazmente en retirada. Pero no te
ilusiones. La Gran
Persecución se ha derramado como un veneno. Es un veneno
contra la rabia. La colonia no huye. Busca otro lugar para persistir". Es
una persistencia sin crimen. El cielo no escucha porque no puede interpretar ni
traducir a los burros, o a las cerezas plásticas de las horquillas flojas. Me
mira sonriente. "Nunca volveremos a verlos".
Debo
moverme hacia otro espacio, para dejar atrás esta desgracia. Esta manera de
vivir, pese a todos los golpes recibidos, como vivieron nuestros padres. En la
colonia no hay certificados de bautismo, alianza matrimonial, enciclopedias
ilustradas, funerales. No hay padres ni monedas. Las obras de mi especie exigen
esclavos.
"Míralos
volar". Se han lanzado a desaparecer. Intento retener en mi memoria la
secuencia íntegra de la partida, pero aun sin pestañear la veo entrecortada.
Planean sobre todos los patios escolares. No entenderían que intentara
recordarlos. En la colonia no hay vivos ni muertos que honrar. La busco para
arrojar, juntas, este recuerdo inútil al agua. Pero ella ya se ha ido.
"Haz
que sepa estar sola. Que haga, de cada estandarte y cada himno, un efímero
batir de alas. Haz que no prometa y que no hable, que coma con las manos y me
hamaque en la silla. Para que ella me ame y coincidamos, sin que yo cuente las
horas, en el mismo sitio".
Hay
un árbol vacío, que ya es otro árbol. Abrazo su tronco porque no tengo casa.
Porque mi casa es mi cuerpo, que ya es otro cuerpo. El tronco sostiene las
ramas y la copa, las ramas sostienen los pájaros, la copa sostiene el cielo. Un
árbol no ha fracasado, no es humano. Un árbol crece para sostener.