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lunes, 11 de diciembre de 2017

Crónicas de viaje: Ver llover en Colombo

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- ¿A dónde viajas?
- A Sri Lanka.
- ¿¡A dónde!?

De ahí venía la explicación, que Sri Lanka es una isla en forma de gota al este de India. Creo que nadie nunca antes había oído la expresión "lágrima de la India".

Debo haber escuchado esas preguntas más de 50 veces en los últimos dos meses cuando en la conversación surgía el asunto de mi viaje. Y es que la última reunión de Global Voices se llevó a cabo en Colombo, capital de Sri Lanka.

Como suele ser con estos viajes, los preparativos fueron casi tan emocionantes como el viaje mismo. Lo que más opacaba la emoción era la cantidad de horas que debía pasar en un avión: en total, 25 horas, sin contar las esperas en tres aeropuertos. El tramo más largo era de 15 horas... entre Sao Paulo y Dubái.

Finalmente, llegamos a una ciudad que nos recibió llena de verde. Digo llegamos porque el grupo de iba nutriendo en cada parada. De Lima partí sola, en Sao Paulo me encontré con Victoria y en Dubái ya éramos más de diez. A Colombo nuestro avión llegó casi junto a otro procedente de Doha, con otra parte del grupo. Así que en el aeropuerto internacional de Bandaranaike éramos un grupo muy nutrido que partió en tres camionetas rumbo al hotel.

En la tarde de la llegada, Janine, Tadeo y yo fuimos a una tienda de artesanías. En realidad, los tres andábamos como zombies, veníamos viajando desde el sábado y ya era lunes. Hechas las compras, regresamos al hotel. Todavía no anochecía y Janine y yo, que compartíamos la habitación, ya estábamos durmiendo como si fuera medianoche.

Ni cuenta nos dimos de la lluvia que empezó esa noche. Que empezó esa noche y no paró en toda la semana que estuvimos por ahí.

Es rara la sensación de lluvia para mí, que vivo en una ciudad asentada en un desierto donde la lluvia son gotas mínimas que no echan a perder los planes de nadie. Ahora ya puedo decir que sé cómo es oír llover.

El hotel elegido estaba al lado de la playa, a la que nadie pudo ir porque no paró de llover. Desde mi ventana, veía el mar encrespado por el viento que acompañaba la constante precipitación. El Índico ante mis ojos, tan cerca y a la vez tan lejos.

Así transcurrió esa inolvidable semana, entre reuniones, risas, encuentros, conversaciones y mucha camaradería. Y lluvia, mucha lluvia. Supe que al día siguiente de mi partida, que fue de noche, salió el sol.

Tuve que recorrer casi medio mundo para ver llover. Valió la pena toda la aventura.

miércoles, 12 de julio de 2017

Historia de un mochilero

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Hace algún tiempo, me enteré del viaje de alguien cercano y querido a lugares lejanos. A raíz de eso, se me ocurrió esta historia.

MI NIETO, EL MOCHILERO

La noticia me llegó por WhatsApp, una breve línea que me sobresaltó:
- Me voy a Tailandia.

Después de la sorpresa inicial, le contesté con preguntas:
- ¿Cómo, cuándo? ¿Vuelves? –tal vez la última era la más importante. Debo ser la única que pone la interrogación de inicio al usar el teléfono.
- Backpacking por el sudeste asiático. Del 10 de julio al 10 de agosto.

Tailandia… Sudeste Asiático. Relaciono esos nombres con lugares exóticos. Me pregunté si podría señalarlos en un mapa. Mi nieto tiene ya 22 años, está en sus ciclos finales en la universidad, ha cursado sus estudios siempre con buenas notas y siempre entre los mejores puestos de su facultad. Sus méritos son propios y son reales, el orgullo de abuela se hincha solito cuando hablo de él.

Su partida estaba programada para un domingo en la noche. Ese día, hubo un almuerzo familiar para despedirlo, desearle buen viaje y llenarlo de muchas recomendaciones, que él aceptó con paciencia heroica. Es muy paciente, sonríe mucho. Estalla a veces, pero no en esta ocasión.

A la hora de su partida, calculaba todo con el reloj en una mano y la tableta con los horarios del aeropuerto en la otra. A esas alturas, solamente podía desear que todo le saliera bien, que regresara contento, lleno de cosas por contar y, ojalá, enriquecido por la experiencia vivida en lugares tan lejanos.

Su itinerario incluía varias ciudades de Tailandia, Vietnam, Camboya. Desde mi cómodo lugar en casa, estas palabras evocaban películas, noticias buenas y de las otras; en algunos casos, nombres que han marcado a toda una generación, y no siempre para bien.

Esperaba que en el caso particular de mi nieto, todo fuera para bien.

A lo largo de todo el mes que duró su viaje, me mantuve al tanto de su estado y su recorrido a través de su mamá, que gentilmente me reenviaba los mensajes que le mandaba por WhatsApp. Así siempre supe cómo le estaba yendo, de manera indirecta.

Hasta que me animé a escribirle yo:

- ¿Todo bien, hijito?

No me inquietó que su respuesta demorara horas en llegar. Es más, llegó durante la noche. Mi noche, en lo que para él era pleno día.
- Si abu todo bien.

Alguna vez pensé que nunca llegaría a acostumbrarme al estilo de “redacción telefónica”, pero cuando recordé cómo se redactaban los telegramas supe que no hay nada nuevo bajo el sol.

Días más tarde, esta vez de manera espontánea, me hizo llegar la foto de una playa en la que estaba. Un paradisíaco mar azul. Yo me congelaba en Lima, más durante la noche, que fue cuando recibí la imagen. Dejé de tiritar un momento para dar gracias de que estuviera disfrutando.

Estaba contento y eso era lo más importante.

El resto de los días que le quedaban de viaje siempre supe por dónde andaba. No llegué al extremo de marcar con banderitas un mapa de la zona, aunque tal vez lo hubiera hecho de haber tenido el mapa. Me hubiera sentido como en esas antiguas películas de guerra donde los jefes marcan con diferentes colores los avances de su propio ejército y del contrario.

Lo que sí marcaba eran los días que faltaban para su regreso. Tenía un calendario donde ponía marquitas rojas a cada día transcurrido. Cada día, una nueva marca. Hasta que esas semanas parecieron llenas de feriados por las marcas rojas que llenaban los espacios. El 10 de agosto, día del regreso, tenía un gran círculo azul.

Por fin el círculo azul estaba a un día de distancia. Y sin darme apenas cuenta, llegamos al círculo azul. Era el día en que mi nieto mayor llegaba de su periplo al otro lado del mundo.

¡Qué lento se me pasó ese mes!

¿Se sentirán también así las abuelas de los muchachos tailandeses que vienen al Perú a mochilear?

El avión tenía previsto llegar a las 6:00 de la tarde, pero llegó unos minutos antes. No me lo dijo la página web del aeropuerto, sino mi WhatsApp:
- Llegué!!!

El suspiro de alivio que emití fue muy sonoro. Escuetamente respondí con dos caritas felices.

Con la certeza del final satisfactorio de una gran aventura, agradecí vivir en una época en la que pude acompañar virtualmente a mi nieto en su largo viaje, saber cómo le iba casi cada día, ver las fotos de los lugares que estaba visitando y lo bien que lo estaba pasando.

Esa sensación se confirmó dos días después, cuando compartimos otro almuerzo familiar donde ya no hubo recomendaciones ni consejos, sino anécdotas y relatos de acontecimientos vividos en ese mes que, en buena cuenta, se pasó rápido:
- Mira, abu, acá hay más fotos de esa playa.
- ¿Qué playa?
- ¿No te acuerdas? Pero si te mandé la foto por WhatsApp.

martes, 26 de enero de 2016

El tráfico, siempre el tráfico

No se puede negar que el tráfico de Lima es caótico, desordenado y que puede hacer que hasta el más paciente se desespere y reviente. Pero de ahí a usar el tráfico como excusa para todos los males que nos rodean hay un enorme (y francamente aburrido) abismo.

Lo que me pasó hace algún tiempo, el día que iba al aeropuerto con motivo de mi viaje a México, fue realmente anecdótico y digno de contarse en este blog.

Tenía que presentarme en el aeropuerto a las 6 a. m. así que reservé un taxi que me recogiera de mi casa media hora antes. Es un plazo suficiente y prudencial, pues a esa hora prácticamente no hay autos en las pistas.

El taxi llegó puntualmente a las 5:30 a. m. El chofer arrancó y de inmediato vi que tenía intenciones de tomar el camino de la Costa Verde, que es como se llama el circuito de playas de Lima. Esta ruta es muy usada por muchos choferes, como una manera de evitar el tráfico en avenidas principales de la ciudad. Al estar ubicada al pie del acantilado bajo el cual están muchas playas limeñas, no son raros los accidentes causados por piedras que caen sobre autos que pasan por abajo. Por su ubicación justo al lado del acantilado, el camino de ida tiene más probabilidades de ver un accidente que el camino de regreso, que está algo más alejado. Por eso, prefiero no ir por la Costa Verde.

- Señor, ¿va a ir por la playa?
- ¿Por qué? ¿No quiere?- me contestó con una pregunta en tono de fastidio.
- No, la verdad es que preferiría que tomara otro camino.
- ¿Por dónde?- con tono más fastidiado.
- Por la avenida La Marina -le respondí, mencionando la ruta tradicional para ir al aeropuerto.
- Es que por ahí hay mucho tráfico.
- ¿A las 5:30 de la mañana? Por favor, señor... -repliqué, intentando no demostrar fastidio en mi voz.
- Es que en la base van a ver que me demoro más de la cuenta.
- No sabía que a los choferes les cronometraban la ruta. Finalmente, si eso pasa, les puede decir que yo le pedí no ir por la playa.

No me contestó nada, pero visiblemente molesto y refunfuñando tomó la ruta que lleva por la avenida La Marina. Llegamos al aeropuerto en 25 minutos, estuve ahí a las 5:55 a. m.

Al entrar al aeropuerto, los taxistas suelen tomar el carril rápido, donde tienen 15 minutos contados desde que se pasa el control del aeropuerto, se detiene el auto para que baje el pasajero y se sigue el camino hasta la salida. Es tiempo de sobra, y es una vía por la que no hay que efectuar pago alguno. Sin embargo, es un carril largo, lo habitual es dejar al pasajero lo más cerca de la puerta que corresponde a la aerolínea que se va a usar.

Este señor entró, pasó el control y detuvo el taxi en cuanto pudo, al final de todo el largo carril de la vía rápida. Yo le dije: "señor, falta todavía para llegar a la puerta de los pasajeros", y de muy mala gana me respondió: "sí, pero no hay sitio más adelante". Honestamente, no sé cómo logró ver eso.

Se bajó, abrió la maletera, me dio mi maleta y estiró la mano esperando su pago. Sin necesidad de preguntar por la tarifa pues ya había sido fijada cuando hice pedí el taxi, le entregué el billete a la vez que le dije: "hace muchos años que soy clienta de esta empresa de taxis y nunca me habían tratado así". Me di la vuelta sin darle las gracias, y recorrí la distancia hasta la entrada.

A mi regreso a Lima, llamé a la empresa de taxis para presentar el reclamo. La operadora que me atendió me dijo que no es cierto que la empresa les exija a sus choferes un tiempo determinado para un servicio y menos aun que el pasajero no pudiera escoger su ruta. Me dio las gracias por haber puesto en su conocimiento esto.

¡Usar la excusa del tráfico a las 5:30 de la mañana es el colmo! Realmente, las personas que viven quejándose por el tráfico de Lima deberían darse una vueltita por Ciudad de México. Eso sí es tráfico de verdad.

viernes, 11 de diciembre de 2015

Crónicas de viaje: Paseando por Lima

Imagen de Wikipedia.
Es raro decir que uno viajó por la ciudad por la que se mueve y transita todos el tiempo, pero eso fue lo que me pasó hace pocos días.

Gracias a la visita de dos amigas de Costa Rica que vinieron al Perú con la idea de viajar a Machu Picchu. Su viaje estaba programado de tal manera que se quedarían en Lima tres días antes de partir a Cusco.

Desde antes de su llegada, habíamos acordado que al día siguiente iríamos a pasear por el Centro Histórico de Lima para visitar varios lugares de la zona. Esos lugares sí los conozco bastante bien. Así, partimos desde Miraflores en el Metropolitano, para que la experiencia fuera completa. Nuestra primera parada fue la Iglesia de las Nazarenas, donde está el Señor de los Milagros. De ahí caminamos a la Plaza de Armas, vimos la Catedral, el Palacio de Gobierno, el Palacio Municipal. Abundaron las fotos, los comentarios, las preguntas.

Enrumbamos por todo el Jirón de la Unión, cruzamos por delante del Palacio de Justicia y terminamos en Polvos Azules, un lugar increíble que creo que todos los que visitan Lima deberían conocer. Como no podía ser de otra manera, terminamos en un restaurante de comida criolla.

Hasta ahí llegaron mis lugares conocidos. Al día siguiente, ellas se fueron a Ica a conocer diferentes lugares.

Un día después, nos volvimos a juntar. Ellas querían ir a las playas de Miraflores, algo que nunca había hecho caminando, a pesar de tener puentes y bajadas al mar a pocos pasos de mi casa. La ruta es corta, realmente me asombra lo cerca y fácil que fue llegar a la playa caminando. Llegaron hasta tocar el mar, querían comprobar si realmente era tan frío como les habían dicho. Recorrimos caminando un largo trecho por nuestra Costa Verde, y regresamos por la siguiente subida.

De ahí, nos dirigimos a la Huaca Pucllana, otro lugar por el que he pasado infinitas veces sin jamás detenerme a entrar. Así que hice el recorrido guiado con ellas y aprendimos juntas sobre la cultura Lima, sus características, principales actividades y su vida diaria.

Esa misma noche, vi el espectáculo con luces y agua en el Circuito Mágico del Agua, otro lugar que conocía por fuera solamente, hasta esa noche. Perdí la cuenta de la cantidad de fuentes que están dispersas por el parque, la armonía de luz, colores y música. El broche de oro vino con el espectáculo de la pileta principal, donde el agua funciona como pantalla gigante de proyección de diferentes bailes y paisajes peruanos. Aunque, a decir verdad, me parece que lo que se proyecta podría ser mejor, como incluir una leyenda del baile que se ve y de la región de la que es típico.

Fue una experiencia enriquecedora ver Lima desde otros ojos, lejos del ruido y la prisa con el que la vida diaria nos obliga a andar por las calles y vías de esta ciudad por la que transito a diario.

Espero que mis amigas hayan disfrutado de su estancia en Lima, en Ica y Cusco. Por mi parte, me encantó disfrutar Lima desde una perspectiva distinta.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Crónicas de viaje: Estampas mexiquenses*

A pocos metros del hemiciclo dedicado a Benito Juárez, un hombre lee un libro tranquilamente. Hace caso omiso al ruido y la prisa de las personas que caminan delante de él, permanece sin levantar los ojos de las líneas que lo mantienen ocupado. De repente, levanta la cabeza como si una fuerza superior lo impulsara. Deja el libro a un costado, se inclina hacia adelante y pone toda su atención en el coche de bebé que tiene delante. El bebé que dormía plácidamente, a pesar del ruido y la prisa, acaba de despertar. Hora de cerrar el libro y emprender la caminata con el niño, que va atento a todo.

Una señora elegantemente vestida va por la calle. Tiene un abrigo largo de llamativo color rojo. Camina muy erguida, casi parece una modelo, sin mirar ni a la izquierda ni a la derecha, solamente mira al frente. Todo su pelo es perfectamente canoso, su cartera es plomo oscuro, al igual que su pantalón. De cerca se nota que lleva aretes de plata que se mecen al ritmo de sus pasos. Camina sin ruido y sin prisa, con ritmo que nada detiene. Casi hasta parece tener un pacto con los semáforos, pues las luces rojas se tornan verdes cuando ella llega a la esquina, por lo que su paso no se detiene.

En la Basílica de Guadalupe, una mujer reza con los ojos cerrados, muy concentrada en su diálogo con la Lupita. No se distrae con nada, ni con las voces de la concurrencia que responde a las palabras del sacerdote, ni con las personas que pasan a su lado en su afán de ver a la virgen un poco más de cerca. No abre los ojos en ningún momento, no deja de mover los labios en esa conversación silenciosa que la tiene abstraída del mundo.

Desde lo alto de la Basílica de Guadalupe, se divisa casi toda la enorme Ciudad de México. Miles de construcciones se ven a izquierda y derecha, miles de ventanitas abiertas y cerradas se distinguen a la distancia, por todos lados hay infinidad de autos avanzan en ordenadas filas multicolores que evocan hormiguitas. Pensar que en cada una de esas ventanitas, en cada uno de esos autos que parecen filas de hormiguitas multicolores hay una multitud personas con historias propias, con preocupaciones, sueños, alegrías y aspiraciones propias, como las que hay en todas las ciudades y en todos los pueblos de todos los países del mundo.

*mexiquenses: natural del estado de México, en la república mexicana.
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martes, 24 de noviembre de 2015

Crónicas de viaje: Comiendo mexicano en el mero México

Los peruanos estamos muy orgullosos de nuestra comida. A veces demasiado. Tanto que hasta podemos llegar a ser antipáticos cuando le preguntamos a amigos que nos visitan del extranjero: "¿qué has probado de comida peruana?"

Más o menos algo así me imaginaba, y me esperaba, de los mexicanos en mi reciente viaje a México. Si bien los amigos que me acogieron no son mexicanos (Coco es peruano, Kari es dominicana), tienen diez años viviendo en ese país así que con seguridad algo de la famosa gastronomía de esas tierras iba a probar.

Casi ni bien llegué, dije como pensando en voz alta: "me gustaría probar los famosos chilaquiles". Recuérdese que en casa, en mi niñez, las novelas mexicanas eran prácticamente de visión obligada gracias a la tía Angelita. Así que tacos, pozoles, chilaquiles, carnitas y demás nombres eran viejos conocidos.

Pues fue decir y ver mi deseo cumplido, pues a la mañana siguiente me esperaban mis ansiados chilaquiles verdes. El veredicto fue uno solo, y es que son simplemente deliciosos. Ahí me enteré que los hay verdes y rojos, aunque estos últimos no llegué a probarlos. El plato consiste en una salsa, verde o roja, sobre la que se ponen totopos (parecidos a lo que llamamos nachos), coronados con algo que parece queso pero que no es queso. La combinación de crocante con suave es de lo mejor. También supe que es un plato para desayuno, aunque yo los comería a cualquier hora del día.

¿Se imaginan comer tacos en el mero México? Los comí a los dos días de mi llegada, probé tacos de alambre y tacos al pastor. Lamentablemente no los pude disfrutar plenamente pues no como nada de picante, no me gusta. Y eso es casi un pecado en la tierra de Pedro Infante: el chile, como llaman allá a nuestro ají, es un ingrediente prácticamente obligado. En el Perú también es ingrediente casi obligado, pero acá se suele poner aparte para que lo agregue el que quiera. Yo paso.

Así, durante los días que estuve de visita, desfilaron por mi paladar diferentes sabores, relacioné nombres tan familiares con olores y colores tan variados como deliciosos. Hasta probé la famosa agua fresca de jamaica que el Chavo del Ocho comercializaba en la vecindad, junto con las aguas frescas de limón y tamarindo. Aprendí que la jamaica es una flor con muchísimas propiedades. De las buenas, claro.

Probé los tamales mexicanos. Muchos tipos de tamales mexicanos, todos muy ricos. En el Perú también tenemos tamales, pero son un poco distintos. Los tamales mexicanos se me hicieron muy parecidos en textura y sabor a nuestras humitas.

Muchos de esos nombres escapan ahora a mi memoria. Lo que no escapa a mi memoria es que no vi ningún dulce, como si los postres no formaran parte de tan diversa selección de platos. Tal vez me equivoque o me faltó culturizarme un poco más.

A ver si en un próximo viaje...

lunes, 16 de noviembre de 2015

Crónicas de viaje: Celebrando Día de Muertos en México

Desde hacía tiempo tenía curiosidad por ver cómo se celebraba el conocido Día de Muertos en México. Y soy lo suficientemente afortunada como para que mis buenos amigos Coco y Kari, que viven en la capital mexicana, me abrieran las puertas de su casa con todo el cariño del mundo para que yo pudiera ver las celebraciones en vivo y en directo.

Había leído algunas cosas sueltas sobre el Día de Muertos en México, que es una festividad muy propia y muy especial, que celebran la fecha que en el calendario figura como el 2 de noviembre de manera particular. Pero otra cosa es verla y vivirla en el lugar de los hechos.

Llegué a Ciudad de México el miércoles anterior a la fecha señalada. Después de largas colas y esperas en el Aeropuerto Benito Juárez que no vale la pena ni recordar ni mencionar, iba al lado de Kari en su auto directo a su casa. En el camino nos agarró una lluvia que para la limeña que esto escribe era una gran lluvia, pero me dijeron que era apenas una lluvia menor. Es que el mundo es ancho y ajeno y lleno de novedades, realmente.

Desde las ventanas del auto veía por todas partes unas flores anaranjadas, a la venta, y también colocadas en jardines públicos, en casi todas las bermas de las enormes avenidas de esta ciudad que me recibió lloviendo. Las flores se llaman zempazuchitl y realmente son omnipresentes. Hasta vi más de un camión que las transportaba, seguramente a tiendas y otros lugares para su comercialización.

Si así están las cosas cinco días antes de la fecha, ¿cómo será todo el mismo 2 de noviembre?, me preguntaba.

Dos días más tarde, Coco tuvo la gentileza de llevarme a la empresa en la que trabaja para mostrarme los altares que habían armado en cada piso. Los altares son ofrendas simbólicas hechas en en honor de los muertos de la familia donde se pone la comida favorita del difunto, velas, flores y objetos de su uso cotidiano. Coco me contó que cada año los trabajadores hacen competencias de altares de muertos, que un jurado calificador los evalúa y al final decide cuál es el mejor. Los trabajadores del piso o departamento que representa reciben premios diversos. Abajo de esta entrada hay algunas de las fotos de esa visita.

Al día siguiente, fuimos a Coyoacán, que estaba todo vestido de fiesta. Nos informaron que el tránsito de las calles del centro estaban cerradas al tránsito vehicular para facilitar recorrido de las personas. La plaza central del lugar estaba llena de altares. De todos los que vi, me impresionaron los que honraban a los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa y el que contenía las fotos de los 49 pequeños que murieron en el incendio de la guardería ABC en 2009 en Hermosillo.

Flores anaranjadas y calaveras por todos lados. Era una fiesta. Tan diferente a la concepción tradicional de la muerte, algo de lo que no se habla, que es sinónimo de tristeza. No digo que quienes celebran el Día de Muertos no lamenten ni extrañan a los que partieron, sino que su concepto es diferente, es alegre, integran la muerte y a sus muertos a su vida diaria sin drama. Como parte de la vida.

El lunes 2 de noviembre fue el día central, día no laborable. A diferencia del Perú, el 1 de noviembre no es feriado. Erradamente creía yo que en los calendarios mexicanos, los dos primeros días de noviembre eran festivos, pero no es así. Solamente paran sus actividades el 2 de noviembre. Celebran a sus muertos, no a sus santos.

En Lima, es normal ver decoraciones navideñas desde octubre y a veces desde septiembre. En México, antes de las decoraciones navideñas, los lugares se inundan de flores anaranjadas, calaveras, catrinas en una celebración a los muertos que está llena de color y de vida. Algo digno de verse.


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París y Beirut, dos ciudades lejanas una de la otra, azotadas por el mismo horror sin sentido con apenas horas de diferencia. Desde aquí, y para lo que pueda servir, rindo un simple homenaje a quienes caen víctimas de violencia, sin importar de dónde venga.

martes, 10 de noviembre de 2015

Crónicas de viaje: Sobre los aeropuertos

Luego de una reciente vista a México, y antes de compartir las crónicas de ese viaje, vuelvo a publicar una entrada escrita con ocasión de un viaje hecho años atrás.
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Los aeropuertos son lugares llenos de emociones, de gente que llega, de gente que parte, de gente que se saluda, de gente que se despide, de gente que llora, de gente que ríe, de gente que va sola, de gente que va acompañada, de gente que va sola que preferiría ir acompañada, de gente que va acompañada que preferiría ir sola.

Los aeropuertos son lugares de comienzos, de finales, de decisiones definitivas, de decisiones momentáneamente definitivas, de decisiones definitivamente no definitivas.

Los aeropuertos son lugares donde se inician aventuras, expediciones, travesías. Los aeropuertos son lugares de inicios de descubrir nuevos nombres, nuevas imágenes, nuevas costumbres. Los aeropuertos son lugares donde terminan viajes, aventuras y donde empiezan los recuerdos.

Los aeropuertos son lugares de millas, de kilómetros, de horas de llegada, de horas de partida, de retrasos, de puntualidades, de equipaje, de alegrías, de tristezas, de sonrisas, de lágrimas, de risas, de ansiedades, de tranquilidades, de miedos, de calmas, de amabilidades, de torpezas.

Por donde se les mire, los aeropuertos son puntos de partida y de llegada.

lunes, 3 de agosto de 2015

Crónicas de viaje: La pampa del puente

Chisporrotear. Conocía la palabra, la había leído y oído muchas veces. Pero nunca había oído chisporrotear hasta hace muy pocos días, en un viaje mágico que hice aprovechando los feriados de Fiestas Patrias.

Todo empezó con una pregunta: "¿vamos a Chacapampa para Fiestas Patrias?", que superada la flojera inicial que despertó fue respondida con "ya, vamos".

Partimos la madrugada de un sábado en caravana con una familia que nos acompañó en la aventura, y después de compartir la Carretera Central con otros vacacionantes que huían de la capital, llegamos a Chacapampa justo a la hora del almuerzo.

Dividimos el tiempo entre conocer los alrededores del Fundo Chacapampa, los pueblos andinos cercanos, de sentarnos alrededor del fuego de la hoguera y de oír chisporrotear la leña de eucalipto que nos procuró un ambiente abrigado en las frías noches. Frías solamente cuando estábamos afuera, pues en el interior de la casa todo lo que había era calor de hogar. Literalmente.

Disfrutamos de desayunos con miel de abeja producida en el fundo, acompañada de jugos de la fruta más fresca que jamás probé y de pan recién horneado que me hizo acordar al que hacía la tía Angelita. Uno cree que se olvida de los sabores, pero pude darme cuenta de que no es así. Los almuerzos fueron variados, pero el más memorable fue la pachamanca que degustamos el último día, donde pudimos ver cómo se prepara este plato tan nuestro, con piedras precalentadas que se colocan en la tierra.

Las tardes transcurrían sin prisa, escuchando las historias de don René, que nos regaló el honor de compartir su cumpleaños con nosotros nada menos que el 28 de julio, la fecha central de nuestras Fiestas Patrias. Las noches eran estrelladas, algo que en otras latitudes es normal y que los limeños no disfrutamos por lo nublado y encapotado que siempre está nuestro cielo. Ver la luna llena era un espectáculo que bien merecía aguantar el frío por un momento.

Así pasaron mis Fiestas Patrias, entre lunas llenas, lunas azules, estrellas, cielos azules, pachamanca, risas entre amigos, historias de toda índole, paseos bajo el inclemente sol serrano meridiano y con muchas ganas de volver a Chacapampa, la pampa del puente, según me dijeron.

viernes, 27 de marzo de 2015

Crónicas de viaje: La niña y el gaucho

¡¿De verdad?! ¿De verdad nos vamos a Buenos Aires?

La niña no lo puede creer. Acaba de enterarse de que en menos de una semana va a pasar cuatro días en Buenos Aires. ¡Cuatro días en la ciudad de donde viene su programa favorito de televisión! Ese que no se pierde nunca. Ese cuyos capítulos ha visto tantas veces que casi se sabe de memoria.

No sabía, no podía saber que todo el viaje fue planeado durante casi dos meses en máximo secreto, con la complicidad de todas las personas que la quieren. Son muchas las personas que la quieren. Es una niña afortunada. Es una niña alegre. Es una niña feliz.

Cuando se lo dijeron, faltaba menos de una semana para el viaje. En esos dos meses, la llevaron a sacar su pasaporte. "Son papeles importantes que toda persona debe tener", le dijeron a manera de explicación que ella asumió sin darle más vueltas. Te hace reflexionar en cómo confían absolutamente los niños en las personas que quieren y que los quieren. Y en lo destestable que es todo aquel que traiciona esa confianza, pero ese es otro tema.

En esos dos meses, se hicieron los trámites simples que se necesitan para tener el permiso de viaje al exterior que deben mostrar todos los menores de edad al momento de pasar el control migratorio.

Con mucho sueño, luego de un vuelo nocturno, el trayecto del aeropuerto al hotel se hizo cuando el día despertaba en la capital argentina. Con ojitos semicerrados, trataba de absorber todo lo que podía por las ventanas del auto.

El primer día fue de compras. En una sola tienda, en una sola compra, se apertrechó de mochila, lonchera, cartucheras, útiles escolares y todo lo demás para el colegio. ¿Cómo se describe la felicidad que reflejan los ojos de un niño? La emoción era tanta que saltaba y corría por las calles, siempre con la atenta mirada de quienes iban con ella. Ahí iba, señalando todos los quioscos, preguntando si tenían los ejemplares de la revista que por una u otra razón no habían encontrado en Lima. Consiguió algunos, se resignó a no tener otros.

El segundo día fue el gran día. El plan era visitar una hacienda en las afueras de Buenos Aires, con gauchos, caballos, música, baile.

Dio un paseo a caballo, se llenó del polvo del camino, miró a los gauchos con los ojos muy abiertos. En especial a Cirilo, el gaucho que se notaba era el más experimentado de todos. El que manejaba la carreta en la que se subió para dar otra vuelta. Cirilo la hizo sentarse adelante, a su costado, para que tuviera una visión privilegiada de los verdes campos que la rodeaban.

Pasado el almuerzo, donde no faltó el baile ni las exhibiciones con sogas, vino el cierre de tan memorable jornada. Los gauchos hacen lo que para ellos es un juego, y que para los demás mortales es una hazaña imposible: tratan de enlazar un artilugio con una especie de lanza.

Así, los gauchos vienen montados en sus caballos a toda velocidad, lanza en ristre que pasan con una puntería asombrosa por un pequeño anillo de metal que cuelga de un arco de tres parantes. El anillo se queda en la lanza, y después se lo dan como ofrenda a alguien de la concurrencia. Obviamente, a una mujer. Galanteo puro, entre aplausos del respetable.

El broche de oro viene cuando Cirilo escoge a algunas privilegiadas a las que lleva a pasear en su caballo por una distancia muy corta, haciendo alarde de sus habilidades de avezado jinete. Después de llevar a dos chicas, Cirilo estiró la mano hacia la niña, invitándola a acompañarlo en ese breve recorrido. La había dejado para el final, fue la última a quien ofreció ese breve trayecto a lomos de caballo.

Ahí iban la niña y el gaucho. Ella bien agarrada, imposible pensar en una caída. Él muy concentrado en las órdenes que le daba al caballo. Luego, ella desmontó feliz, con una sonrisa de esas que no se olvidan ni con el paso de todos los años del mundo

Un viaje memorable, y no solamente para una niña de siete años que miraba fascinada todo lo que la rodeaba y que no paró un momento de expresar su felicidad, corriendo, saltando. Cuatro días que se pasaron volando, y quedaron para el recuerdo.

La felicidad era eso.
Este es el anillo de los gauchos

miércoles, 4 de marzo de 2015

Crónicas de viaje: El día más largo

Después de una semana inolvidable en Cebú, llegó el momento de emprender el camino de vuelta.

El camino de ida comenzó un domingo en la noche en el aeropuerto de Lima, aunque el vuelo partía en los primeros minutos del lunes. Después de tres aviones distintos, más de 24 horas en el aire sin contar las esperas en otros tantos aeropuertos, finalmente llegué a Cebú un martes a la medianoche... aunque con los trámites migratorios se puede decir que llegué el miércoles de madrugada.

Fue a mi regreso que viví el día más largo de mi vida. No lo digo en un sentido metafórico, ni simbólico. Realmente fue el día más largo.

El lunes siguiente, una camioneta nos llevó del hotel donde estuvimos hospedados en Cebú al aeropuerto. Éramos como diez personas las que tomaríamos el mismo vuelo madrugador que nos llevaría a Tokio, desde donde cada uno emprendería diferentes rutas hasta sus respectivos destinos finales.

El avión partía a las 8:00 am del lunes, así que el recojo fue a las 5:30 am. Nos reunimos en el vestíbulo del hotel, todos con la cara soñolienta por el poco dormir y porque todavía nuestro horario estaba sintonizado con nuestro lugar de origen. Juntos partimos hacia el aeropuerto.

Cumplidos los trámites migratorios y el tiempo de espera, el avión despegó a tiempo. El vuelo de cinco horas nos llevó directamente a Narita, el enorme aeropuerto de Tokio. Ahí fue donde nos separamos pues a partir de ese punto, cada uno tenía diferentes rutas.

Casi dos horas después, cerca de las 11:00 am del lunes, abordé el avión que me llevaría a la siguiente etapa de mi itinerario, a Houston, en Texas. Este vuelo tenía una duración programada de once horas, tres menos de las que tomó el vuelo de ida.

Después de no sé cuántas películas, entre estrenos, clásicos y otros cuantos títulos que de otro modo nunca hubiera elegido, aterrizamos en el Aeropuerto Intercontinental George Bush de Houston. Era pasada la 1:30 pm... del mismo lunes. Ese vuelo había empezado once horas antes, a las 11 am de Tokio. Entré a Estados Unidos cuando los relojes del aeropuerto me indicaban que solamente habían pasado dos horas.

Once horas de vuelo que se convirtieron en apenas dos en los relojes. Casi me sentía como Eleanor Arroway de la película "Contacto".

Cerca de las cuatro de la tarde del mismo lunes me subí al último avión de mi larga travesía de vuelta. Luego de lo que me pareció un vuelo corto en un gran avión relativamente vacío aterricé finalmente en el aeropuerto de Lima, a las 11:00 pm del lunes. Estaba en casa.

Fue un largo día, que transcurrió entre aviones, aeropuertos, esperas, viajeros, despedidas, colas, películas, controles de seguridad, que empezó a las 5:30 am de un lunes y terminó casi 30 horas después, a las 11:30 pm de ese mismo lunes. Ese fue el día más largo de mi vida. Que nadie me vuelva a decir que un día no puede tener más de 24 horas.

jueves, 26 de febrero de 2015

Crónicas de viaje: Ir al baño en Asia

Cuando se está de viaje es común encontrar diferencias en cosas que hacemos todos los días. Si eso pasa hasta al viajar entre ciudades de un mismo país, las diferencias son mucho mayores cuando se va de un continente a otro.

Hace poco más de un mes estuve una semana en la ciudad filipina de Cebú. Además, para llegar hasta ahí, tuve que hacer un cambio de avión en el aeropuerto de Narita, en Tokio.

Grande fue mi sorpresa cuando entré a un baño en el aeropuerto al llegar a Tokio y descubrir un apoyabrazos, casi como los que hay en el cine.

Fue inevitable tomar una foto
Cómo no va a despertar curiosidad
Hay controles para poner música que sirva de inspiración y también para ocultar ruidos incómodos. Otro control pone el asiento a una temperatura agradable y no me animé a probar los otros. Me sentía casi en un episodio de "La dimensión desconocida".

Uno de los baños que usé en Cebú fue otra historia. En ese caso, no era la cantidad de controles, sino las gráficas recomendaciones que estaban pegadas en la puerta.

De todas, fue la primera línea la que llamó mi atención. Dice: "Siéntate como una reina (dibujito que muestra cómo se sienta una reina), no como un sapo (dibujito que muestra cómo se sienta un sapo)".

Honestamente, nunca me he sentado, ni intentado siquiera, sentarme como un sapo. No conozco a nadie que se siente así al ir al baño. Es más, jamás se me hubiera ocurrido que alguien se pueda sentar como un sapo. En mi caso, siempre como una reina.

Lo que sí encontré fue un inodoro con cara de sapo.

Quién me hubiera dicho que hasta las costumbres para ir al baño cambian tanto de un lugar a otro. Todo esto también despertó la curiosidad de mi amiga Laura.

viernes, 20 de febrero de 2015

Crónicas de viaje: Estampas de Cebú

El jeepney avanza por las calles de Cebú, en Filipinas. Es domingo en la mañana. El alegre grupo que colma los asientos del singular medio de transporte siente como una aventura el breve recorrido, mientras mira una carrera de maratonistas dominicales sudar la gota gorda.

Una mujer está echada en la calle, al borde de la vereda. Parece ser el lugar donde duerme habitualmente. La alegre algarabía de voces políglotas se apaga en cuanto pasa por su costado. La mujer los mira, silenciosa, inexpresiva, por unos segundos. Después se da la vuelta y pone la cara hacia la pared.

Hay un gentío sin precedentes a las afueras de un templo de Cebú. La visita papal es un reciente acontecimiento que todos guardan en sus memorias. No olvidemos que estamos en el país con mayor cantidad de católicos en el continente asiático, así que la concurrencia es sorprendente. Ni el tremendo calor les impide ejercer su fe.

Una fila interminable de personas espera un taxi a la entrada de un centro comercial. La cola crece a cada segundo, los taxis aparecen cada varios minutos. El evidente desbalance entre personas y taxis hace que el proceso sea lento y desesperante. La cosa se pone peor cuando empieza a llover, aunque felizmente no dura mucho.

En un centro comercial, los caleidoscópicos pasillos se multiplican sin cesar. Es fácil perderse de vista y un segundo basta para alejarse del grupo de acompañantes. De todas maneras, el lugar no es grande, así que un sonoro grito basta para que el grupo se reúna sin problemas. El regateo está a la orden del día. En menos de 24 horas, los cálculos de moneda toman apenas segundos. Son datos imprescindibles para decidir si la compra se realiza o no se realiza.

jueves, 12 de febrero de 2015

Crónicas de viaje: Todo sea por esa sonrisa

Al día siguiente de llegar a Cebú, nos dimos cuenta de que teníamos que tener algo de moneda filipina. Todos los que viajamos teníamos dólares en el bolsillo, pero poco se podía hacer con esos billetes en las tiendas locales.

No era tan fácil encontrar lugares donde cambiar la moneda. Acostumbrada a como estoy a que en el Perú sea sumamente sencillo hacer esa operación en todos los bancos, en casas de cambio y hasta en la calle con cambistas autorizados y debidamente identificados con chalecos característicos y credencial de la municipalidad, se me hacía raro tener que sortear tantas complicaciones para cambiar mis dólares.

Los bancos prestan ese servicio exclusivamente a sus clientes, y además solamente hasta el mediodía. El hotel en el que estábamos alojados no cambiaba dólares, las tiendas aceptan pagos únicamente en pesos filipinos. La solución era una casa de cambios, que no ponen restricciones.

Felizmente, había una casa de cambios prácticamente frente a nuestro hotel. Así que fui con mi amiga Laura. Cruzamos la pista, que es toda una aventura, incluso para una limeña que ha debido aprender a sortear casi sin renegar a choferes y peatones que no distinguen el verde del rojo. Nótese el "casi" de la frase precedente.

Llegamos a la casa de cambios y atendieron a Laura primero. Cuando ya estaba en mitad de mi operación, la oí hablar con alguien que le contestaba en un tono tan bajito que no lograba entender lo que le decía.

Cuando me di la vuelta ya para irnos, vi que el interlocutor de Laura era un niño de unos siete años. Iba vestido con ropa raída, el pelo alborotado y sucio, con un calzado que prácticamente eran suelas muy gastadas. Ahí logré escuchar que el niño le pedía plata para comprar un chocolate, de los que vendían en la misma casa de cambios.

El niño nos había visto con efectivo, obviamente las dos éramos turistas. Pienso en el tiempo que le habrá tomado reunir el valor para acercarse a Laura.

Ella le dijo que le indicara qué chocolate quería, y el niño se lo señaló sin decir nada. Preguntamos el precio, y sin que mediara palabra entre nosotras, cada una compró un chocolate y se los pusimos en las manos que con inocencia infinita el pequeño ya tenía extendidas hacia nosotros.

Sin decir nada, agarró sus chocolates y se fue corriendo muy rápido con las dos manos llenas, quizá temiendo que el momento fuera una fugaz ilusión. Esa sonrisa que lo iluminó todo alrededor habló más que si hubiera dicho "gracias" mil veces.

domingo, 1 de febrero de 2015

Crónicas de viaje: Desayunando mango en Filipinas

Acabo de pasar una semana inolvidable en Filipinas, un país al otro lado de mi Perú, donde se llevó a cabo el más reciente encuentro de esa comunidad maravillosa que se llama Global Voices.

Viajar desde Lima a Cebú, la sede de la reunión, es toda una experiencia. Desde que supe que mi nombre estaba en la lista de asistentes, comenzaron las consultas y trámites de requisitos de viaje, de pasos por los diferentes aeropuertos, de documentos que había que llevar.

Mi primer viaje a Asia supuso una buena dosis de nervios. No todos los días me dicen que debo viajar seis horas, esperar tres horas en un aeropuerto en el que estuve alguna vez, viajar catorce horas, esperar tres horas en un aeropuerto inmenso para viajar cinco horas más hasta llegar (¡finalmente!) a mi destino.

Partí de Lima un domingo en la noche. Tremendas filas en el mostrador de la aerolínea que me llevaría a Houston, Texas. Avanzó mucho más rápido de lo que imaginé y dos horas después ya volaba rumbo a Estados Unidos. Un buen menú de películas me hizo llevaderas las seis horas.

Primera escala en el estado de la estrella solitaria, control migratorio, control de aduanas, control de seguridad. Control y control es todo lo que oyes la primera media hora. Pasada esa etapa, me encontré con Romina, en cuya compañía haría el resto del viaje. Ella llegaba desde Buenos Aires.

Catorce horas más tarde y diez películas después, aterrizamos en el aeropuerto de Narita, en Tokio. Me habían advertido que no me dejara intimidar por las enormes dimensiones de este terminal aéreo porque "todas las personas ahí son muy amables". Debo confesar que nada me hubiera preparado para la amabilidad del personal que trabaja ahí. Todos nos recibían con sonrisas, pero lo más sorprendente fue que una señora salió al encuentro de un grupo de viajeros de mi avión y nos preguntó: "¿Cebú?" Cuando dijimos que sí, nos hizo señas para que la siguiéramos.

Nos dejó en la puerta donde debíamos abordar el bus que nos llevaría desde un terminal al otro del aeropuerto. El recorrido toma más o menos diez minutos. Imposible hacerlo caminando.

Ya en la sala de embarque previa al último vuelo, reconocí más caras que antes solamente había visto en pequeñas fotografías de diversos perfiles. Formábamos un grupo más o menos nutrido.

Cinco horas después, ya martes cerca de la medianoche, al otro lado del mundo, un amable funcionario filipino de Migraciones sellaba mi pasaporte mientras me daba la bienvenida a su país.

Teníamos un comité de bienvenida esperándonos. De ahí al hotel, a dormir algunas horas antes de empezar la verdadera aventura que es uno de estos encuentros de Global Voices.

Pocas, muy pocas horas después, estaba desayunando mangos en el comedor del hotel Diamonds de Cebú, rodeada de gente de partes tan diversas del mundo que hay que vivirlo para creerlo.

miércoles, 28 de mayo de 2014

La tarjeta

Esta simple historia simple no es mía, me la mandó alguien que lee este blog con el debido permiso para publicarla.
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Como parte de mi trabajo, yo debía viajar a una ciudad del interior del país para organizar una actividad que iba a realizar la Gerencia General. Yo le había comentado esto a mi mamá, y precisamente en esos días ella conoció en una reunión a una señora que vivía en esa ciudad.

Mi mamá no perdió tiempo y le contó que yo, su hija, iba a viajar a ese lugar. La señora gentilmente le dio su tarjeta y le dijo que yo la buscara al llegar, porque ella también viajaría al día siguiente. Me lo contó, y yo no le hice el menor caso, al contrario, me fastidió que estuviera contando lo que yo iba a hacer, y así se lo dije.

Llegó el día de mi viaje y todo se complicó. Las dos personas que iban a ir conmigo tuvieron inconvenientes así que tuve que partir sola. El vuelo se retrasó, y llegué a la ciudad entrada la tarde. Un día perdido. No me quedó más que ir al hotel y esperar al día siguiente para contactar con el jefe de la sucursal de la empresa y empezar a trabajar. Me di cuenta de que estaba completamente sola, en una ciudad que no conocía y no sabía qué hacer. Me pesó no haberle hecho caso a mi mamá porque ni me acordaba el nombre de la señora que se ofreció para ayudarme.

En eso, en el fondo de mi cartera encontré ahí, escondidita, la tarjeta que mi mamá, madre al fin, había colocado sin hacer caso de mi pataleta. De inmediato llamé a la señora, que resultó ser una persona muy correcta y amable. Vino con su esposo a buscarme al hotel, me llevaron a conocer la ciudad, me invitaron a comer en un lugar muy bonito, y ya tarde me regresaron al hotel, en donde descansé para enfrentar la jornada siguiente con buen ánimo y corazón contento.

Mi mamá me recibió al regreso con esa sonrisa que tienen las madres cuando saben que han hecho felices a sus hijos, a pesar de sus protestas.

martes, 25 de marzo de 2014

De noche en París

Una abuela del siglo XX, bastante actualizada en nuevas tecnologías, reflexiona al ver a su nieta, una niña nacida en el siglo XXI, con todo lo que eso implica.

AHORITA ES DE NOCHE EN PARÍS
Te miro. Veo tus manos pequeñitas delizándose por el smartphone de tu mamá. Estás buscando las fotos de tu fiesta de cumpleaños, te detienes en una, aquella en donde soplas las velitas, las cinco velitas. Giras, vuelves, escoges con tus deditos. Ahí están las fotos.

Te cuento. Hace muchos años, mi papá, tu bisabuelo, tenía una cámara Kodak. Era rectangular, mi papá la había pintado de verde porque estaba oxidada. Le ponía un rollo de película dentro y tomaban las fotos. Solo las podían revelar cuando llegaba un fotógrafo al pueblo. Pero, ¿sabes qué?, yo tengo todavía esas viejas fotos. Opacas, borrosas, pero ahí están Reconozco a todos los que posaron para esas fotos. Estaban jóvenes, risueños. Yo me veo ahí, pequeñita como tú, junto a tu tía, mi hermana.

Y ahora llegas tú. De esas fotos viejas tomadas por la cámara Kodak solo quedamos tu tía y yo. En esos tiempos, cuando teníamos tu edad, sólo conocíamos nuestro pequeño pueblo, ni siquiera Lima, lo demás solamente estaba en los libros que leímos ávidamente, mucho después. Como por ejemplo las Tradiciones de Ricardo Palma. Seguro que no las conoces.

Por eso ahora, veo con asombro todo lo que sabes y dices. Mientras buscabas las fotos, hablaban de una amiga de tu mamá, que vive en París. Querían llamarla para saludarla por su cumpleaños, pero tu, mi pequeñita de cinco años sentenciaste; “Ahorita es de noche en París”.

¿Cómo pudiste saberlo? Creo, estoy segura, que escuchaste de pasada esa información y se quedó en tu cabecita. O tal vez alguien estaba escribiendo por el smartphone de tu mamá, desde París.

Y ahora te veo, te observo mirando las fotos en el smartphone de tu mamá con tus pequeños deditos, y recuerdo la vieja cámara Kodak pintada de verde de mi papá, tu bisabuelo.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Venezuela en mi corazón

En este blog no hablo de política. Ni tangencialmente. Esta vez hago una excepción y trato de política. Tangencialmente. Reproduzco mi más reciente artículo para la sección The Bridge de Global Voices Online.
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En ese tiempo en el Perú, el terror y el miedo eran parte de nuestra vida diaria.

Acababa de terminar mis estudios universitarios de Derecho en Lima. Era finales de 1993 y mi querido Perú se recuperaba de 12 años de conflicto interno que había cobrado decenas de miles de vidas.

La Navidad se acercaba y decidí que era el momento de mi primer viaje al extranjero para visitar a una querida tía.

La hermana mayor de mi mamá se había mudado a Venezuela a finales de los años 50. Se casó en Caracas y se instaló en esa ciudad con su esposo y sus dos hijos. Después de que mi primo menor muriera en un accidente automovilístico, mi madre y su hermana fortalececieron su vínculo aunque nunca permitieron que la distancia les impidiera estar en contacto.

Cuando salí del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar en Maiquetía, me sentí instáneamente impactada por lo diferente que era todo, comparado con Lima.

Caracas era una resplandeciente ciudad moderna, con altos edificios, carreteras, pasos elevados y pistas recientemente repavimentadas.

Parecía que todos los autos acababan de salir de la línea de ensamblaje, lustrosos y espléndidos como eran. En el Perú recién nos estábamos acostumbrando a los autos nuevos, después de que una hiperinflación descontrolada nos había hecho multimillonarios a todos con un poder adquisitivo casi nulo.

Los carteles en las calles se veían como si los hubieran pintado el día anterior.

Se podía sentir progreso por donde mirara, y esto era solamente en el camino desde el aeropuerto a la casa de mi tía. Una lluvia, de las que llaman "palo de agua", me dio la bienvenida a esta aventura, algo a lo que los limeños no estamos acostumbrados para nada.

Al día siguiente empecé a recorrer la ciudad. No me sentía como una forastera total. Mi generación creció viendo telenovelas venezolanas, así que algunos nombres me eran conocidos: Chacao, Chacaíto, la Virgen de Chiquingirá. Igual lo era ese hablar cadencioso que noté que me seguía por todas partes después de unos pocos días. 

Durante una visita a un museo, vi a un hombre que miraba una lista de batallas donde participó Simón Bolívar, el libertador de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Estaban los nombres de las batallas sin indicación del lugar donde ocurrieron, y me paré al lado de este turista y empecé con la lección aprendida hacía años en el colegio: Carabobo, Venezuela; Boyacá, Bogotá, Pichincha, Ecuador; y Junín y Ayacucho, Perú (país de esta servidora).

En ese viaje, en una visita a una playa cuyo nombre he olvidado, mis pies tocaron por primera vez el Atlántico. Le debo eso a Venezuela también.

Pero lo que más me impresionó fue la libertad que la gente tenía, que simplemente vivía su vida. Podíamos entrar a cualquier edificio y no había un oficial del Ejército esperando para revisar nuestros bolsos y pertenencias. No había detectores de metales ni máquinas especiales por las que debíamos pasar a la entrada de centros comerciales o museos o cualquier lugar, para tal caso.

Hasta caminé por delante de edificios del gobierno y ministerios, como si fuera lo más normal del mundo. Nadie me dijo que no caminara por ahí, nadie revisó mis documentos, ni nadie me hizo sentir que había algo que temer.

Es por eso que siento mucha tristeza por las recientes noticias e imágenes que han estado llegando de Venezuela.

Los venezolanos están sufriendo. Los venezolanos están llorando. Los venezolanos están de duelo.

Los manifestantes están pidiendo libertad y que se respeten sus derechos. Los jóvenes están muriendo en las calles, mientras la policía y partidarios del gobierno combaten a los manifestantes. Los hermanos están luchando con hermanos.

Prefiero recordar a la Venezuela que conocí en 1993. Alegre música caribeña mezclada con tradicionales canciones navideñas me acompañaban por donde iba. Caras sonrientes me saludaban, la gente me acogía con palabras amables y los brazos abiertos, en cuanto sabían que era peruana. Venezuela, siempre estarás en mi corazón.

domingo, 19 de enero de 2014

Renovando pasaportes

Este blog ha servido muchas veces como lugar donde renegar (¡vaya que sí!), pero en esta entrada quiero contar un episodio que me dejó muy gratamente sorprendida.

Se acercaba la fecha de vencimiento de mi pasaporte así que decidí hacer el trámite de la renovación a comienzos de enero de este nuevo año. Más que renovar, lo que debía hacer era obtener un pasaporte nuevo pues el anterior ya tenía una renovación y las normas no admiten una segunda.

Averigüé los requisitos, pagué la tasa respectiva, saqué las fotocopias necesarias y el primer viernes de 2014 salí mucho más temprano de lo habitual hacia la oficina descentralizada de pasaportes que queda relativamente cerca de mi casa. No sé cómo será en otros países, pero en el Perú son muchas las entidades estatales que cuentan con oficinas descentralizadas, bastante más chicas que la entidad principal y que brindan solamente algunos servicios, pero los suficientes para descongestionar las sedes centrales y hacer la atención más ágil.

La atención empieza a las 8:00 a.m. y a las 7:20, que fue la hora de mi llegada, ya había algunas personas antes que yo sentadas en semicírculo en sillas blancas de plástico. Poco antes de las 7:30 a.m., una fuerte voz nos ordenó ponernos en una cola "en el mismo orden en que estaban sentados". En el Perú podemos ser muy indisciplinados para casi todo, pero en cuestión de orden en filas, somos muy respetuosos. Así que la orden se cumplió sin dudas ni murmuraciones.

El dueño de la fuerte voz, un señor con cara inexpresiva, procedió a revisar los documentos de cada uno. A algunos les decía que les faltaba tal o cual copia, e indicaba con bastante amabilidad cómo solucionar el inconveniente. Revisado el pequeño legajo, asignada un número de atención. A mí me tocó el número 17.

Pocos minutos antes del inicio de las actividades, el mismo hombre llamó a las personas cuyo número estaba escrito con plumón amarillo. Eran menos de diez personas, y las mandó a todas a la puerta con el número 1. De inmediato, llamó a quienes teníamos números hasta el 20. También nos mandó a la puerta número 1.

Es gracioso ver cómo se forma camaradería con desconocidos solamente porque la casualidad quiso que estuviéramos juntos en una cola. En mi caso, me dediqué a la lectura, pero de rato en rato observaba a mi alrededor cómo la gente hablaba de sus desventuras con total desenfado con sus ocasionales compañeros de cola.

Menos de media hora después, me tocó acercarme a la ventanilla. La señorita copió mis datos tal como están en el registro de identidad del Perú, imprimió el papel y me dijo dónde debía firmar. De ahí me mandó a la cola para la foto, que en diez minutos ya me habían tomado.

La última espera fue para recoger el documento final. Lo tuve en mis manos a las 9:10 a.m.

Me quedé pensando en lo fácil que fue todo, pero también me quedé pensando en las personas que hacen esto posible. Trabajadores a los que muchas veces consideramos como obstáculos en el camino, parte de una burocracia que hemos aprendido a mirar con recelo por causa de lo que frecuentemente consideramos trabas en nuestra vida. Creo que debe haber un cambio de actitud. En el caso del personal de Migraciones, su trabajo nos permite viajar y conocer personas y lugares nuevos, o visitar a personas queridas. Merecen de nosotros el mismo respeto que pedimos que nos den.

Espero poder estrenar mi pasaporte nuevo pronto...

miércoles, 22 de agosto de 2012

Crónicas de viaje: La postal

Pero, ¿cómo llegó esa postal a mi casa?
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Antes de partir, le prometí a Marcela que le mandaría una postal de cada sitio que visitara. Ella me escuchó, pero no dijo nada. De todas maneras, ¿a los cuatro años quién sabe qué es una postal? Menos todavía en tiempos de comunicación digital.

Siempre hay que cumplir lo que uno ofrece, más aun si es una oferta hecha a una niña de cuatro años. Así que mi llegada al aeropuerto de Schiphol emprendí la búsqueda de las postales y de una oficina postal o algo que hiciera las veces de oficina postal.

Encontrar las postales fue fácil. Las había por montones en las tiendas de recuerdos, que también había por montones. Pensando en alguna que fuera del gusto de Marcela, escogí una llena de tulipanes de muchos colores, que decía ÁMSTERDAM en enormes letras. Le escribí unas palabras al dorso, puse su nombre y dirección, le pegué la estampilla que compré y directo al buzón se fue, junto con otras postales que escogí para otros destinatarios.

A los pocos días, recibí un mensaje por correo electrónico: "Marcela recibió tu postal hoy". Eso fue todo. Hasta ese momento, me di por satisfecha pues, una vez más, el correo cumplió con el encargo que le había dado.

Después supe la historia detrás de la historia.

La postal llegó casi una semana después de que yo la soltara en el buzón anaranjado en Schiphol. Justo ese día mi mamá había ido a almorzar a casa de Marcela, y fue testigo de excepción del momento en que recibió la postal. Me dijo que le encantaron los tulipanes.

Al día siguiente de mi regreso a Lima, vi a Marcela. Entre saludos y abrazos, le pregunté si le había gustado su postal. Me dijo que si, y a continuación me preguntó cómo había llegado la postal a su casa. Le dije que yo la había llenado, había puesto su dirección y la había dejado en un buzón.

- Ya... pero, ¿CÓMO llegó la postal a mi casa?

Evidentemente, mi respuesta no había sido suficiente. Así que le dije:
- Una postal es una tarjeta con fotos de los sitios que uno visita cuando se va de viaje y que se mandan como recuerdo. Como yo quería mandarte ese recuerdo, en el aeropuerto de una ciudad que se llama Ámsterdam, me fui a una tienda y busqué una postal que pensé que te gustaría. Escogí la de las flores, que se llaman tulipanes, atrás te escribí unas palabritas y le puse tu dirección. Después le pegué una estampilla. Habrás visto un sticker en la esquina de arriba
- Si- me respondió, con movimiento afirmativo de la cabeza.
- De ahí la dejé en un buzón anaranjado. Un buzón es como una caja muy grande para las cartas y las postales. Después vino un cartero, sacó todas las cartas y postales y las repartió en bolsas para los diferentes países como Perú, Argentina, Colombia... a ver, otro país.
- ¡Kenia!
- Ajá, Kenia, Japón. Bueno, todos los países. Cada bolsa se fue en el avión que le tocaba de acuerdo al país al que tenía que ir. La tuya tenía que ir al Perú, así que la metieron en la bolsa que venía para acá. Cuando llegó al Perú, otro cartero separó las cartas y postales de acuerdo a los sitios a donde debían llegar.
- Higuereta, Lima, Miraflores- enumeró ella.
- Exactamente, y una de esas iba para tu casa, para eso hay que poner la dirección completa. Después, otro cartero la llevó hasta tu casa y así llegó a tus manos. Mira todo lo que recorrió la postal de los tulipanes- le dije, mientras le mostraba la distancia en un globo terráqueo.

Se lo quedó mirando sin decir nada. Supongo que esta vez su curiosidad quedó satisfecha porque no siguió preguntando más.

En una era de comunicaciones virtuales, hay una niña de la era digital que recibió una postal que alguien que la quiere mucho le escogió especialmente, y que llegó hasta ella luego de atravesar todo un océano y dos continentes.

La magia del correo sigue viva. Ni más ni menos.