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domingo, 9 de noviembre de 2014

Mi calle, movida, bullanguera y apacible

Otra vez, un lector frecuente de este blog me manda un texto para publicarlo.
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Yo vivo en una calle tranquila de apenas dos cuadras, con poco tráfico. Pero si camino hasta la esquina, volteo y desde ahí avanzo una cuadra hacia la derecha, veo el desfile interminable de autos que avanzan sin cesar por el malecón. Si cruzo la pista, sorteando las filas de autos, llego a los acantilados que van descendiendo hasta terminar en la playa, en donde revientan las olas del mar Pacífico.

Si en vez de ir a la derecha continúo de frente y avanzo una cuadra, llego a una gran avenida, llena de tiendas, restaurantes, autos privados grandes y chicos y enormes ómnibus de servicio público. 

Entonces, regreso a mi calle tranquila y encuentro siempre rostros conocidos. Está David, que me vende el pan todas las mañanas. En cuanto ve que me acerco, prepara su bolsita y ahí coloca mis panes ciabatta, "bien crocantes, ¿no, caserita?", usando esa palabra que designa a los clientes frecuentes.

Al frente está el quiosco de Lucho, en donde se exhiben los periódicos del día que la gente lee al pasar casi sin detenerse. Cuando Lucho me ve, aunque esté atendiendo a otro cliente, me entrega el diario que compro todos los días, excepto los sábados (por el crucigrama, ¿saben?).

A unos 50 metros está "mi bodega favorita", donde una pareja de jóvenes esposos vende de todo para preparar los alimentos del día. Teresita y Roberto me reciben sonrientes. ¿Qué le doy, señito?, me preguntan, y empieza la compra.

Y ni qué decir de la otra bodega, en la misma esquina de mi casa, a la que llego sin necesidad de cruzar ninguna pista, la de Gloria Maria. Ahí está el inefable don Pedrito, que muy tranquilo, sin pausa pero sin prisa, atiende todo el día, a veces a tres personas al mismo tiempo, como si no hiciera gran cosa. Pero cuando se va de vacaciones, cosa que ocurre dos semanas al año, la tiendita se vuelve un caos y todo el mundo pregunta, "¿cuándo regresa don Pedrito?"

Por ahí aparece Raúl, el hombre que cuida la cuadra durante el día, y que de noche descansa en su casetita, con un ojo abierto para controlar cualquier movimiento sospechoso. De paso se gana alguito cuando le encargan algunos trabajitos de limpieza y similares.

Mi calle es tranquila, pero llena de gente entrañable y amigable. No la cambio por nada. Es un oasis en medio de la vorágine que llena la intensa vida de una ciudad movida y bullanguera.

jueves, 24 de enero de 2013

Sabor a barrio

Voy al quiosco de la esquina, y le pregunto al buen Tato si mi mamá ya compró el periódico para evitar repetir la compra. Me dice que si, que hace ya buen rato pasó por ahí y se llevó el diario decano. Y me entrega el fascículo anterior de los cuentos para Marcela, que se me pasó comprar en su momento. Le agradezco y me voy.

Entro a la farmacia y la servicial Fátima me recibe con una sonrisa. Le digo que se me acaba de olvidar el nombre de la pastilla que quiero comprar. "¿La que siempre llevas?", me pregunta. Cuando le digo que si, me saca una caja blanca con rayas verdes y me pregunta cuántas me llevaré esta vez. Me entrega la cantidad que le pido, le pago y salgo con mi pastilla cuyo nombre prometo no volver a olvidar.

Entro a la bodega que está en la misma cuadra en la que vivo. No tengo necesidad de cruzar ninguna pista cuando voy para allá. La dueña, Luisa María, me pregunta si esta vez también voy a comprar la vela votiva color rojo que siempre compro cuando voy con Marcela. Le digo que esta vez no, que cuando esté con Marcela, a la que le encanta dejarle una velita a la Virgen de Lourdes que hay a la entrada de la tienda.

Me acerco al panadero que tiene su mercadería en un triciclo y que vende a todo aquel que llega a la esquina donde se estaciona o que lo encuentra en el camino. No tengo ni que decir nada, él ya sabe que son dos panes de los más crocantes. Las pocas veces que el pedido varía, el panadero muestra su extrañeza demorándose dos décimas de segundo más en despachar los panes.

Camino media cuadra y me cruzo con el hombre que limpia autos. Nos saludamos y cada uno sigue su camino. Lo mismo pasa con el cartero, que a veces me regala un breve momento de dicha cuando me anticipa que tiene algo para mí en su enorme bolsa azul, incomprensiblemente estampada con las palabras Poste Italiane.

Entro al restaurante en donde a veces compro el almuerzo. El dueño ya sabe que no debe incluir ají ni cubiertos descartables en mi pedido. En cambio, agrega una pequeña bolsa con dos trozos de limón, que le da a la sopa un sabor muy agradable.

Todos estos encuentros que narro en esta entrada ocurren en un área que no excede de dos cuadras a la redonda.

Sabor de barrio.

lunes, 4 de junio de 2012

La crisis de los panes

Todas las mañanas, llueve o truene (bueno, es un decir porque en Lima no hay truenos), a una cuadra de la casa se instalan dos panaderos. A veces es solamente uno, pero es suficiente. No sé de qué panadería traen el pan pues no hay ninguna cerca, pero la cosa es que sin falta se les puede ver vendiendo sus panes a los vecinos. Su lugar está muy cerca del puesto de periódicos, punto de encuentro de la gente del barrio. Al pasar por ahí temprano, se puede escuchar a los ideólogos llenos de opiniones y dispuestos a arreglar los problemas del Perú y del mundo. Lo que pasa es que no los llaman.

Ese es el panorama habitual en una de las tantas esquinas miraflorinas cuando la vida retoma sus actividades diarias y la gente se despercude y se apresta a enfrentar las actividades diarias.

Esa rutinaria calma se vio alterada hace algunos días. Para sorpresa de los vecinos que salieron a comprar su pan y su periódico, encontraron lo segundo mas no lo primero. ¡Qué impresión! El panadero no estaba en la esquina habitual, ni se le veía más allá. Nada. No había pan ni panadero.

Ajena a esto, regresaba muy tranquila a la casa, cuando me crucé con el panadero más joven pedaleando rápidamente hacia la avenida Larco. Pensando en ahorrarme unos pasos, le pregunté a la pasada si me podía vender pan. Me dijo que no le quedaba ni uno, que regresaba en 20 minutos porque se iba a traer más. "Eso es nuevo", pensé.

Media cuadra más adelante me crucé con el otro panadero, y le hice la misma pregunta. Recibí la misma respuesta.

No había pan. No había dónde comprarlo, porque la panadería más cercana queda como a cinco cuadras y las ganas de recorrer la distancia eran pocas. En verdad, eran casi nulas. La solución era recurrir a una de las tantas bodegas o minitiendas que hay por la zona. Solamente había pan en una de ellas, los saldos de la marabunta que minutos antes que yo había arrasado con el poco pan de la bodega. Su habitual carga no estaba preparada para la crisis de los panes, así que las existencias se acabaron rápidamente.

Hasta ahora no sé qué pasó. No sé si ese día hubo menos pan o si hubo más compradores. Al día siguiente, todo volvió a la normalidad. Honestamente, espero que no se repita el descalabro que significó la crisis de los panes en la armonía del barrio en el que vivo.
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jueves, 12 de abril de 2012

Taladros y martillos

¿Se acuerdan de los vecinos fantasmas de Javier Marías? Ha pasado tiempo desde que publiqué esa entrada, pero el tema siempre está vigente. Justamente dentro de esa rara predilección que tienen algunos vecinos, un colaborador anónimo me envió el texto que reproduzco a continuación con total autorización de su parte.
El taladro y el martillo 
Debe ser un placer, todo un encanto cuasi afrodisíaco para muchas personas utilizar el taladro. Y es que de vez en cuando, con más frecuencia de lo tolerable, se escucha ese ruido fuerte, ronco, retumbante, discordante y enervante que nadie sabe de dónde viene, pero que invade tu casa en forma plena, a cualquier hora del día, pero sobre todo de noche. 
También los golpes del martillo. A veces después del taladro, a veces así nomás, puro golpe de martillo. 
Hubo un tiempo en que todas las tardes a la misma hora, el martillero golpeaba fuerte y sin descanso por unos dos minutos contra la pared de mi cuarto, yo suponía que desde la casa colindante. Así que en uno de esos episodios golpeé yo también todo lo fuerte que pude, con mis puños, mientras gritaba: ¡basta!, ¡basta!, ¡basta! Y ¿pueden creerlo? Se acabaron los golpes del martillo, espero que para siempre.
Más de una persona me ha comentado con extrañeza que sus vecinos tienen especial predilección por mover pesados muebles a la medianoche... todos los días. Habría que poner en su conocimiento la solución que este anónimo encontró. Tal vez sirva igual para martilladores como para movedores de muebles y taladradores.
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miércoles, 11 de enero de 2012

Noche de explosiones y muñecas

Chusa y Laly
Hace poco menos de un mes, días antes de Navidad, un fuerte ruido despertó a los vecinos de Miraflores. En buena cuenta, me despertó un fuerte ruido, seguido de alarmas que se activaron, perros que comenzaron sus conciertos caninos de ladridos y aullidos a la vez, gente que gritaba. En fin, una situación caótica e incierta, que se complicó porque no se sabía qué había pasado. Además, la noche anterior un temblor un poco más largo de lo deseable (ninguna duración es deseable) ya había despertado a los limeños.

Al cabo de un rato de seguir oyendo alarmas y perros, noté que las dos ventanas principales de la sala estaban abiertas. Eso me hizo pensar que fuera lo que fuera lo que había pasado, la cosa era medianamente seria. Al cerrar las ventanas, vi que mucha gente corría hacia la avenida Larco. Pero en casa seguíamos sin saber qué había pasado.

Hasta que logré ver que dos chicas que viven en mi edificio regresaban. Una de ellas contó que en la casa que está frente al hotel de la calle paralela a la mía había habido una explosión de un balón de gas. Después se supo que todo fue producto de una deflagración de gases, donde sucede una  inflamación de sustancias a una velocidad inferior a la velocidad. En una explosión, la inflamación ocurre a una velocidad mayor.

Pero ese no era momento de explicaciones técnicas.

Al día siguiente, la curiosidad me llevó a mirar en el lugar de los hechos. La casita donde se había producido la deflagración estaba en ruinas (ese mismo día, terminaron demoliéndola). Los vidrios de las casas y edificios aledaños estaban destrozados y desparramados por todos lados, y la calle estaba llena de otros curiosos, equipos periodísticos, personal del Serenazgo de Miraflores y policías.

A lo largo del día recibí varias llamadas de personas preocupadas por lo que había pasado, que en mi caso no fue nada.

O eso parecía.

En algún momento de la tarde, al salir al pequeño patio que está en la parte de atrás del departamento una sorpresa esperaba en el piso: dos muñecas vestidas como mujeres de la serranía peruana. Las que están en la foto que abre este post. Podían haber caído de cualquier departamento, como consecuencia de la deflagración. Se le preguntó a todos los vecinos y todos dijeron que las muñecas no son suyas.

Así que ahí se quedaron, como un recuerdo de una noche rara. Una noche en la que hubo deflagraciones y llovieron muñecas.
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jueves, 22 de abril de 2010

Carrera por el agua

Domingo 18, 8:45 am. Caminé las cuadras que separan mi casa del parque Central de Miraflores, punto de partida de la Carrera por el Agua, una iniciativa de Dow Live Earth. Tal como pasó en noviembre del año pasado, estábamos casi todos los de aquella vez. Tuvimos una baja por motivos de salud.
A las 9:00 am en punto partimos. Muchos corriendo. Otros, como yo, caminando. 6 kilómetros. Era raro ver las calles de Miraflores por donde pasábamos totalmente vacías de carros. Aunque eso es relativo, porque pude notar largas filas de carros detenidas por policías en los cruces con las avenidas principales.

Desde sus ventanas, los vecinos nos animaban con gritos y aplausos. Muchos de ellos aún con sus pijamas. Veía pasar a mi lado familias enteras, en algunos casos, bebés en sus coches con el polo celeste distintivo de la carrera.

Poco menos de una hora después pasé la línea de llegada. Y durante todo ese rato una idea ocupaba mi pensamiento: esa es la distancia promedio que muchas personas, sobre todo mujeres y niños, recorren cada día para conseguir agua. El agua que probablemente todos los participantes en la carrera de ese domingo obtienen con solamente como girar la llave del caño, o de la ducha (y caliente además). El agua que muchas veces dejamos correr sin detenernos a pensar que hay personas en el mundo que caminan 6 kilómetros en promedio para conseguirla.

Como para ponernos a pensar...

Les invito a leer acá el artículo que sobre este tema escribí para Global Voices Online. Acá la versión en castellano.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Misterios domésticos

Más de una vez han pasado en mi casa las siguientes situaciones.

1. Cucharitas que desaparecen: por lo general, los cubiertos vienen en juegos de 6, 8 y 12. No entiendo cómo ni por qué, al cabo de un tiempo solamente hay 5, 7 u 11 cucharitas. Con los cuchillos, tenedores y cucharas no pasa lo mismo, es solamente con las cucharitas. Tratando de encontrar una respuesta a ese misterio doméstico, se me ocurrió que podían irse por el desagüe al momento de lavar los cubiertos. Descubrí que es imposible por la sencilla razón de que no hay espacio para que pasen por ahí.

Todas las personas a las que les he contado esto me han dicho lo mismo: que en su casa también se les desaparecen las cucharitas.

2. Medias que faltan: al momento de guardar la ropa recien lavada, muchas veces descubría que faltaba una media. Una sola. Lo más gracioso es que la media "perdida", por lo general de nylon, aparecía al cabo de muchos meses en los lugares más insólitos, como bien encajada dentro de la manga de una chompa o en la pierna de un pantalón, en un rincón de la lavadora (después de haber mirado montones de veces) o hecha un trapo en un rincón del lugar de la casa en que se tiende la ropa mojada (nuevamente, después de haber mirado montones de veces).

Harta de esa situación, compré una bolsa con cierre hecha de una tela con muchos huequitos. Ahora las medias no se pierden entre que las seco y las guardo... sino entre que me las saco y las lavo.

3. Ganchos de ropa que se multiplican: aparece de la nada en mi clóset, un gancho vacío colgado a plena vista, que horas antes no había estado ahí. Una cosa es que las cucharitas o medias desaparezcan, y otra muy diferente es que los artículos, ganchos de ropa en este caso, surjan de la nada, podríamos decir que por generación espontánea, y se planten por su cuenta en un lugar visto y revisto no sé cuántas veces. Por una parte mejor, porque me ahorran el trabajo de buscar uno cuando quiero guardar la ropa recién lavada.

4. Plumas: aparecen por toda la casa, plumas encajadas en las esquinas de todas las habitaciones: en la sala, la cocina, el baño, en los dormitorios. Sé que deben ser de las palomas que vuelan por todas partes, pero lo raro es que van a depositarse en los lugares más recónditos y refundidos, casi entre los zócalos y las paredes. Por lo menos yo, nunca he visto cómo llegan ni qué caminos recorren hasta los lugares en los que las encuentro. De repente miro hacia una esquina, y veo una pluma. Suelo guardarlas, encontrar esas plumas me hace sentir que soy la destinataria de un mensaje que debo descifrar.

5. Vecinos fantasmas: estos vecinos constituyen un misterio tan grande que les dediqué su propio post. De todas maneras, los menciono en este porque los considero uno de los más grandes misterios domésticos. A veces escucho taconeos a mitad de la noche, o el sonido de miles de canicas rodando y rebotando sobre el piso del departamento de arriba del mío y que viene a ser el techo de mi casa, o como si alguien estuviera jalando y arrastrando por todos lados los muebles más pesados del mundo sin llegar a decidirse dónde dejarlos. Además, siempre son sonidos nomás, nadie habla nunca. Aunque pensándolo bien, es mejor que nadie hable nunca.

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Todas las imágenes han sido tomadas de Google Images.

jueves, 11 de septiembre de 2008

¿Vecinos fantasmas?

Muchas veces, casi exclusivamente en la noche o la madrugada, mis vecinos hacen los ruidos más extraños. Como vivo en el primer piso de un edificio, siempre me pareció que era normal percibir los movimientos de los habitantes de los pisos superiores. Aunque no sé qué tanto de normal tenga que mi vecino empiece a mover su cómoda y sus sillones a partir de las 11 de la noche todos los días.

Hasta que una vez, en una reunión del Grupete, alguien comentó lo mismo, que sus vecinos mueven cómodas y camas a partir de la medianoche. O teníamos los mismos vecinos, o eran familia, porque de otra manera no encontraba explicación a que alguien hiciera tan extraños traslados en mitad de la noche.
Poco después, casi como por casualidad, mi mamá me mandó un artículo de Javier Marías, uno de sus escritores preferidos.
Lo transcribo a continuación, sin el permiso correspondiente. Sé de buena fuente que el escritor nunca contesta los mensajes de correo que le mandan. Espero que a don Javier no le moleste que lo cite:

LA ZONA FANTASMA. 16 de abril de 2006.
El ruido en la imaginación produce monstruos

Imagino que a estas alturas mis lectores habituales, cada vez que vean que escribo un nuevo artículo sobre los ruidos, se darán codazos, harán chistes y se dirán: “Este pobre hombre está trastornado”. Yo mismo no lo descarto, y a veces quisiera ser más duro de oído, para no padecer tanto en este país, como saben, con una “contaminación acústica” sólo superada por la del Japón en el mundo. Así que, al fin y al cabo, algo de razón me asiste en mi desvarío. Vaya también en mi descargo que desde luego no soy el único por él atacado. Pero hoy no voy a hablar de esa clase de estruendos cuyos mayores culpables no son, sin embargo, los ciudadanos particulares por escandalosos que sean, sino los ayuntamientos, con el de Madrid al frente, perfecto y tradicional ejemplo de desconsideración hacia sus contribuyentes, votantes y representados. Sino de los extraños ruidos que al parecer hacen todos nuestros vecinos, sobre todo los de los pisos de arriba, al llegar la noche.

No conozco a nadie, de hecho, que en algún momento de su vida, en alguna casa que haya ocupado, no haya estado convencido de que los vecinos del piso superior se ponían a arrastrar los muebles de madrugada, o a cambiarlos de sitio (incluidas las camas), y no una noche suelta, sino casi todas. Seguro que ustedes mismos tienen o han tenido esta sensación incomprensible. ¿Tan insatisfechos y dubitativos están respecto a la colocación de su mobiliario, que hacen pruebas incesantes, ahora el sofá aquí y los armarios allá, los sillones en aquel rincón y las mesas junto a la ventana? Aunque no es descartable que exista bastante gente en verdad indecisa sobre la disposición de sus alcobas y salones, es del todo imposible que sea tanta como para que a todos nos haya tocado sufrir a alguna. ¿Qué es lo que sucede, entonces? ¿A qué insondables actividades se dedican las personas a altas horas, sobre todo las que madrugan porque trabajan fuera o han de llevar a sus niños al colegio, y en modo alguno parecen bohemias?

Si uno tuviera que deducir sus vidas nocturnas a partir de los ruidos, se haría composiciones de lugar disparatadas. Ha habido casas en las que he creído que mis vecinos de arriba, llegada cierta hora tardía, se ponían a jugar a las canicas o quizá a la petanca, porque el sonido que me alcanzaba, inequívoco, era el de bolas rodando por el entarimado. Con otros me figuraba que, nada más volver de sus salidas, se les caían los botones al suelo o bien se les rompían unos cuantos collares de perlas, lo cual, dada la reiteración de ese ruido, me llevó a concluir que el marido y la mujer se los arrancaban mutua y respectivamente, quizá como prolegómeno. En un piso inglés (apropiadamente), durante un mes entero tuve la impresión de vivir debajo de las ancianitas de Arsénico por compasión, aquella comedia negra de Capra, sólo que en vez de matar, como ellas, mediante el silencioso veneno, los inquilinos se dedicaban durante la noche a descuartizar el cadáver de la jornada, tan semejante al de laboriosos serruchos era el ruido que armaban. En otra ocasión sentí que un hombre de edad, solitario y apocado, organizaba al anochecer grandes fiestas muy concurridas, por los numerosos pasos –incluso como pasos de baile– que desde abajo yo escuchaba; no era así, porque una vez cedí a la tentación de mi intriga y vigilé desde mis balcones la puerta de la calle, por la que no entró ni un desconocido, es decir, ni un solo posible invitado; lo cual no me impidió oírlos una vez más sobre mi cabeza, como si bailaran sin música y corretearan unos en pos de otros. Una amiga mía tuvo una vecina, durante años, a la que siempre veía entrar y salir con zapato bajo; una vez en su casa, sin embargo, y por el tipo de ruido que hacían sus pasos, estaba convencida de que se calzaba unas zapatillas con tacones y el talón al descubierto, a las que su imaginación no podía evitar añadir pompones para completar visualmente el cuadro: acabó persuadida de que aquella mujer, discreta y sobria, se resarcía por las noches poniéndose un negligé, esas zapatillas con tacón alto y borla y quizá ropa interior diabólica, aunque no fuera a recibir a nadie. Una vez pregunté, a unos jóvenes desde cuyo piso se oía un “papapam” sordo y continuado, como si manejaran una imprenta, y la respuesta fue más extravagante que lo imaginado: “Es que tenemos una destilería de whisky clandestina”, dijeron.

A lo largo de los años algo más he averiguado: lo que tomamos por lunático arrastre de muebles se corresponde a veces con el extemporáneo paso de una aspiradora a tirones, o bien con un febril abrir y cerrar de cajones. Uno se pregunta, de todas formas, por qué nadie abrirá y cerrará los cajones de su cómoda a las tantas, no una ni dos, sino veinte veces, o por qué dará golpes sin cuento con una vieja aspiradora metálica. Por supuesto en España, donde casi nadie se acuerda de que existen los otros, no es raro oír martillazos en plena noche: es gente colgando cuadros o acometiendo reparaciones. Pero, acostumbrado a tantos ruidos inexplicables, uno tiene la sensación de que los vecinos de arriba están clavando ataúdes, y piensa: “Ojalá sean los suyos”.

JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 16 de abril de 2006
Al parecer, no solamente mis vecinos hacen los ruidos más extraños. Tal vez mis vecinos, los del grupeterito y los de don Javier (ya ven que tiene mucho humor negro) sean miembros de una cofradía ultra secreta que se manda mensajes cifrados a través de los movimientos de los muebles, movimientos que los demás, como simples mortales, no estamos en capacidad de descifrar.