Otra vez, un lector frecuente de este blog me manda un texto para publicarlo.
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Yo vivo en una calle tranquila de apenas dos cuadras, con poco tráfico. Pero si camino hasta la esquina, volteo y desde ahí avanzo una cuadra hacia la derecha, veo el desfile interminable de autos que avanzan sin cesar por el malecón. Si cruzo la pista, sorteando las filas de autos, llego a los acantilados que van descendiendo hasta terminar en la playa, en donde revientan las olas del mar Pacífico.
Si en vez de ir a la derecha continúo de frente y avanzo una cuadra, llego a una gran avenida, llena de tiendas, restaurantes, autos privados grandes y chicos y enormes ómnibus de servicio público.
Entonces, regreso a mi calle tranquila y encuentro siempre rostros conocidos. Está David, que me vende el pan todas las mañanas. En cuanto ve que me acerco, prepara su bolsita y ahí coloca mis panes ciabatta, "bien crocantes, ¿no, caserita?", usando esa palabra que designa a los clientes frecuentes.
Al frente está el quiosco de Lucho, en donde se exhiben los periódicos del día que la gente lee al pasar casi sin detenerse. Cuando Lucho me ve, aunque esté atendiendo a otro cliente, me entrega el diario que compro todos los días, excepto los sábados (por el crucigrama, ¿saben?).
A unos 50 metros está "mi bodega favorita", donde una pareja de jóvenes esposos vende de todo para preparar los alimentos del día. Teresita y Roberto me reciben sonrientes. ¿Qué le doy, señito?, me preguntan, y empieza la compra.
Y ni qué decir de la otra bodega, en la misma esquina de mi casa, a la que llego sin necesidad de cruzar ninguna pista, la de Gloria Maria. Ahí está el inefable don Pedrito, que muy tranquilo, sin pausa pero sin prisa, atiende todo el día, a veces a tres personas al mismo tiempo, como si no hiciera gran cosa. Pero cuando se va de vacaciones, cosa que ocurre dos semanas al año, la tiendita se vuelve un caos y todo el mundo pregunta, "¿cuándo regresa don Pedrito?"
Por ahí aparece Raúl, el hombre que cuida la cuadra durante el día, y que de noche descansa en su casetita, con un ojo abierto para controlar cualquier movimiento sospechoso. De paso se gana alguito cuando le encargan algunos trabajitos de limpieza y similares.
Mi calle es tranquila, pero llena de gente entrañable y amigable. No la cambio por nada. Es un oasis en medio de la vorágine que llena la intensa vida de una ciudad movida y bullanguera.

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Yo vivo en una calle tranquila de apenas dos cuadras, con poco tráfico. Pero si camino hasta la esquina, volteo y desde ahí avanzo una cuadra hacia la derecha, veo el desfile interminable de autos que avanzan sin cesar por el malecón. Si cruzo la pista, sorteando las filas de autos, llego a los acantilados que van descendiendo hasta terminar en la playa, en donde revientan las olas del mar Pacífico.
Si en vez de ir a la derecha continúo de frente y avanzo una cuadra, llego a una gran avenida, llena de tiendas, restaurantes, autos privados grandes y chicos y enormes ómnibus de servicio público.
Entonces, regreso a mi calle tranquila y encuentro siempre rostros conocidos. Está David, que me vende el pan todas las mañanas. En cuanto ve que me acerco, prepara su bolsita y ahí coloca mis panes ciabatta, "bien crocantes, ¿no, caserita?", usando esa palabra que designa a los clientes frecuentes.
Al frente está el quiosco de Lucho, en donde se exhiben los periódicos del día que la gente lee al pasar casi sin detenerse. Cuando Lucho me ve, aunque esté atendiendo a otro cliente, me entrega el diario que compro todos los días, excepto los sábados (por el crucigrama, ¿saben?).
A unos 50 metros está "mi bodega favorita", donde una pareja de jóvenes esposos vende de todo para preparar los alimentos del día. Teresita y Roberto me reciben sonrientes. ¿Qué le doy, señito?, me preguntan, y empieza la compra.
Y ni qué decir de la otra bodega, en la misma esquina de mi casa, a la que llego sin necesidad de cruzar ninguna pista, la de Gloria Maria. Ahí está el inefable don Pedrito, que muy tranquilo, sin pausa pero sin prisa, atiende todo el día, a veces a tres personas al mismo tiempo, como si no hiciera gran cosa. Pero cuando se va de vacaciones, cosa que ocurre dos semanas al año, la tiendita se vuelve un caos y todo el mundo pregunta, "¿cuándo regresa don Pedrito?"
Por ahí aparece Raúl, el hombre que cuida la cuadra durante el día, y que de noche descansa en su casetita, con un ojo abierto para controlar cualquier movimiento sospechoso. De paso se gana alguito cuando le encargan algunos trabajitos de limpieza y similares.
Mi calle es tranquila, pero llena de gente entrañable y amigable. No la cambio por nada. Es un oasis en medio de la vorágine que llena la intensa vida de una ciudad movida y bullanguera.