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Güei, 19.30, nel CCAI de Xixón


Güei preséntase´l llibru de semeyes y rellatos Contadores de lluz (Suburbia Ediciones, 2010).
Ye bien especial pa mín participar n´esti llibru. Y ye too gracies a (o culpa de) Silvia Cosío, que confió na mio manera de narrar casi enantes de que yo lo ficiera. "Pontes" ye´l primer rellatou qu´escribo n´asturiano y si a daquién-y presta ye cosa de la semeya de Jandro Llaneza, que lu inspiró, y de cómo dalguien xiblaba nel branu guapu de Madrid.

Equí, un cachín.

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Contra el peatón


Todas las mañanas lo mismo. Piensa que es mala suerte vivir justo ahí. En esa calle pequeña de una sola dirección que le obliga a girar a la izquierda todas las mañanas con el coche para ir hasta el trabajo.

- ¡Mierda! Otra vez. ¡Será posible!

Le dicen coge el metro. Coge un bus. Queda con alguien para ir en su coche hasta el curro.
No.
No, se dice. Yo voy en mi coche desde mi plaza de aparcamiento a mi trabajo por mi calle y por la calle de al lado.
Pero ninguna calle es suya. Y mucho menos aquella que aparece cuando gira a la izquierda, que concluye con un paso de cebra y ahí están ellos.
Ellos, con sus malditas cámaras de fotos. Ellos, siempre cuatro idiotas. Siempre cuatro idiotas diferentes. Ellos, parados. Ellos, prolongando absurdamente el paso de cebra por culpa de la moda, de los medios, de los modos.

Hay mucho de heroicidad. Se sube al coche. Lo arranca. Avanza y gira a la izquierda. Aparece la calle. Hoy, vacía. Hoy ha madrugado. Hoy esos idiotas turistas y fans de cuatro al cuarto no se han levantado todavía. Hoy

- ¡Mierda! Otra vez. ¡Será posible!

Hoy también hay imbéciles fotografiándose en Abbey Road.

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Pinchar un texto

Ayer el Supernova, de reciente apertura en Oviedo (vayan, yo en cuanto ponga pies en la tierrina pienso hacerlo), hacía una pinchada comentada (claro, que esto me lo acabo de inventar) con escritores como Marcos Canteli, Vanessa Gutiérrez, Chus Neira o Fernando Menéndez.
En la distancia, aunque sin lo que en un principio estaba previsto, asomé la nariz con este texto, a ritmo de "Tom´s diner". Que os guste.

Hay dos ideas que se han sentado junto a mí en la barra. Sí, quizás porque estoy sola (y entiendo la soledad como una lluvia soleada, que lejos de ser molesta comienza a generar, según cae, un absurdo principio de nostalgia) son sólo las ideas las que se materializan para beber a mi lado. A veces se materializan en un esquizo al que es imposible no escuchar, o en una mujer que puede que sea más joven que yo –aunque yo no me sienta mujer, si no una chica, o una niñata si me apuran, y anda que no me apuran a veces. Hay dos ideas sentadas junto a mí en la barra. La primera se ríe, ha bebido más de la cuenta y lo ha cargado todo a la mía (a mi conciencia y a mi bolsillo), y me dice que no todo el mundo nace para ser un personaje de Kieslowski. Genial. Nadie se va a concentrar en mis manos sujetando un sobre de azúcar, nadie me admirará así me pase una tarde entera viendo cómo la luz se mueve sobre la mesa. Qué coño, me responde descojonada esa idea a punto de caer del taburete, si es que en este antro ni siquiera entra luz. Al otro lado, la otra idea, que lleva el gin tonic como quien se toma con calma una bebida reconstituyente, me dice que no va a ser todo follar. La cita me desconcierta y la aseveración más. Todo viene por algo, claro, aunque estas ideas sean unas crípticas y unas gorronas. Hace un rato tú y yo hablábamos de música. Como siempre quieres discutirme los gustos, que es algo así como echar por tierra una certeza sin casi pretenderlo. Te confieso lo erótica que me parece la versión que hicieron los dna de “Tom´s diner”. ¿Qué erotismo tiene una petarda pelirroja sentada en un bar? No te digo nada, pero por dentro me confieso que jamás había entendido la letra, sólo cogía palabras sueltas, las reelaboraba. Al final la tía se pira a coger el tren y ya. ¿En qué catedral estaba pensando para que me pareciera una canción cargada de pequeñas muertes, de eufemismos que remitían a espaldas felizmente arañadas, de espasmos, de sudor, de una tensión que rebasaba cualquier cuenco?

Tú te has ido. Claro, esta vez tampoco me has agarrado de la cintura con un sustantivo en condiciones. Se han sentado estas dos interesadas a reírse de mí y sacarme los cuartos, para que me cueste igual que cualquier otra borrachera pero me cunda menos. Se ríen tanto que casi las oigo, y para ser unas ideas incorpóreas meten bastante ruido. El camarero me mira, como si me leyera el pensamiento, o como si fuera una de esas que va por ahí contando su vida. Aquí, en este bar, con las ideas que sólo yo veo y la horrible sospecha de llevar una buena encima, entiendo que en los bares una también se desnuda. Abandono la barra del bar como una bailarina torpe tras su primer streaptease.


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Test de revista

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Tres (tristes) abogados

hablan del pressclipping en una sala conferencial.
Y todos los que allí están escuchándoles se van convirtiendo en gente gris y se olvidan de qué estaban hablando.
Alguien dice "internet" y, por arte de magia, todos olvidan lo ocurrido y salen de allí desorientados, con caras de sueño.
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Microrrelato Sanagustinero

(Saúl Fernández me pidió esta semana un cuentecillo para un especial que salió -saldrá, resulta incierto- en La Nueva España sobre las fiestas de San Agustín de Avilés. Es éste)

A Grazia le gustaría que en este momento el estómago se le volcara en sonidos de bouzuki, que la voz se le volviera cantar, hablar de alcordanza, reír como esencial folixa. Pero esto, una cascada turbia como el pasado de los excesos recientes, la turbulencia etílica que le nacía en un estómago de pura marejada, tiene de la tierrina que la enamoró tan sólo los caldos. La italiana no piensa ahora –espalda doblada y canción triste de Álex Ubago desde un escenario, muy al fondo de todo este desastre- ni tan siquiera en el chico de aires celtas que le cantó chalaneru al oído y ella no entendió ni la mitad. Grazia, muy lejos de sentirse en el estado de ánimo al que invita su nombre, sigue dejando litros de una fatal combinación de cerveza y sidra preguntándose si será esto lo que llaman “desbordar asturianía”.

Edición del 31 de agosto: Salió, salió, como bien señala la escritora Esperanza Medina, el pasado viernes 28.
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Cuento de verano

Al despertar, Julieta Carnero habría de sorprenderse al descubrir que su cuerpo era el de una espantosa polilla de los alimentos. Ella, que hasta ayer mismo tenía unas piernas bonitas y largas (eso le decía Víctor, eso y alguna otra cosa más) y que jamás había oído hablar de ese extraño tipo de insecto, se reconoció frente al espejo con alas marchitas y aspecto peludo, chiquitaja y con una necesidad feroz por atracar la despensa como desayuno.
Un par de días después su amiga Marta agradecería a los publicistas el aviso de aquella engorrosa y casi invisible plaga, que habría pasado inadvertida de no haber pegado en el interior de la puerta de su despensa aquella lámina adhesiva en la que una enorme polilla peleaba por zafarse de la trampa mientras chillaba, ya en una lengua inaudible, que era una estúpida por hacer todo lo que la tele decía y que ya no eran amigas y que quería irse a casa.
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Sinestesia

Ginés tuvo que perder trescientasveinticuatro cosas (entre las que se encontraban gomas de borrar, calcetines, cromos de la NBA 94, un par de lps de Blur, sus gafas de pasta blanca, una noche de junio, dos años de la carrera, el teléfono de María y el nombre de algunos amigos) para encontrar un día, por sorpresa, aquella canica que en 1989 parecía haberse perdido en el patio de luces de la que entonces era su casa y ahora sólo un baúl de sesenta y cinco metros cuadrados llamado Se Vende.
Con la cánica en la mano, Ginés recuperó el olor a patatas fritas en aceite de oliva que salía de la cocina a las nueve de la tarde y la voz de su madre canturreando antes de que su padre entrara en casa con tres entradas para ir al circo. Volvió a ese instante. Nada se había perdido todavía.
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La matemática

En su vida conoció a todos aquellos que estaban por encima de la media. Y el día que hizo el cálculo descubrió, no sin espanto, que conocer a un sólo hombre más sería inevitablemente para peor.
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Torrijas

- Será mejor que te laves las manos.
Ella no sabe a qué se refiere. Sólo piensa en que hace un momento el gato se había vuelto a abalanzar sobre sus piernas desnudas, y ahora, en el gemelo derecho corría un hilo de sangre. Ya ni se reprochaba llevar pantalones cortos, como si aquello fuera una incitación para aquel tigre doméstico, porque hasta los vaqueros cedían a sus mordiscos. Todas las medias hechas jirones, las piernas destrozadas. En verano cualquiera podría pensar que se dedicaba solamente a saltar zarzales.
-¿Que me lave las manos?
Él siempre lo tiene todo controlado. No hay mañana sin zumo, sin café caliente. No hay paseo sin una caja de chicles o sin coversación. Todo va siempre sobre ruedas, porque él es de esas personas que hacen que todo fluya. Sí. Cuando se conocieron ella pensó que era más príncipe que azul, y que por lo tanto la trataría siempre como una reina.
- Sí, he hecho torrijas.
Y la besa en la cabeza. No le cuesta llegar porque ella lleva un buen rato en el suelo. Por lo visto se desesperó después del nuevo zarpazo de la pequeña bestia con la que comparten piso y quizás fuera el estrés o una acumulación de días bajos, no lo sabe, pero debió quedarse bloqueada, en mitad del pasillo. Quizás más tiempo del que en un principio había pensado. El gato, curiosamente, no está por ningún sitio. Y debería buscarlo, y reñirlo.
- Venga, levántate. Será mejor que te laves las manos.
Y como un príncipe la lleva por el pasillo, en el comedor un té y un plato con torrijas. Todo está tranquilo. Nada maúlla.
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Islandia

El tren atraviesa la meseta.

-En Islandia no hay pájaros, ni trenes, apenas árboles y las mujeres no son bonitas. Aunque sí hay muchos poetas.

-¿Y de qué escriben?

Aún queda más de una hora para llegar.



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Aperturismo

Los dos hombres viajan en avión por primera vez. Se conocen tan sólo de intercambiar conversaciones por teléfono. Sobre todo hablan de cine. Nunca antes han estado en algún país del este. Disimulan, sí, pero aunque ya no son unos críos, las tripas les bailan de entusiasmo. El primer destino es Polonia. Allí se entrevistarán con varios productores de cine. Saben que las películas que ruedan allí son realmente buenas. En el país de los dos hombres no se hace cine para niños. Uno de ellos, un poco más joven, dibuja y hace bocetos durante el trayecto. El otro, de barba, muy delgado, pasea la vista del libro -está leyendo a Unamuno- a la ventanilla. La visión de las nubes lo aleja de la España finisecular y oscura que aparece en las páginas.
Los dos hombres llegan en silencio al aeropuerto. Saben que comienzan algo. La revolución en las tripas no les dejará comer nada hasta pasadas varias horas. Y no es la única revolución que les nace dentro.
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Un goteo

Por un momento necesitas cerrar el grifo de la ducha. El sonido es tan claro que parece que no estás sola, que alguien está ahí mismo, cantando. Como de momento no tomas más medicación que el surtido de herboristería que te da tu amiga la naturista, nada te garantiza que estés absolutamente cuerda. Pero lo estás. Al menos lo bastante como para saber que no eres tú quien canta: que es una voz de hombre, de adolescente quizás. Una voz por construir. Parece que estuviese ahí, cantándote entre cada azulejo del baño y esos hilos de silicona que impiden que la vecina de abajo te rompa el timbre por las mañanas para culparte por las manchas de humedad del techo. Ya has movido la mampara -y piensas en por qué aún no has arreglado la maldita mampara. El ruido espanta la voz, y al gato que se había quedado atontado con el efecto sauna.
De repente vuelves a estar sola en un baño cuadrado y nadie canta. Aún te queda algo de jabón por el cuerpo pero decides que se lo lleve la toalla. Se acabó la ducha. Como siempre, te resulta imposible anudar bien la toalla y mientras te lavas los dientes, con el pelo mojado, porque el día que optaste por cortarlo fue para no volver a preocuparte por él, te quedas desnuda frente al espejo que, vaya, no te devuelve la imagen de los buenos años. A diferencia de otros días, te tomas un tiempo. Con el cepillo de dientes cercado por el gel azulado efecto blanqueador reparas en los dos o tres kilos que se quedaron muy cómodos en la cadera. Piensas que para haber tenido un hijo no estás tan mal, pero luego recuerdas que casi tener un hijo no es como llegar a tenerlo. Entonces piensas que tú no eres de las que adelgazan con los disgustos. Recoges la toalla, la anudas y en ese momento decides salir a comprar toallas nuevas, de tarde. Verdes o naranjas, que brillen. Y también un buen detergente, de esos que protegen los colores. Escupes. Te aclaras la cara con agua muy fría. Antes de echar de menos la calefacción del piso de Javier vuelve la voz. Sin el agua corriendo es más fácil reconocer la canción. Ahora está claro: en el piso de arriba vive un John Travolta en plena pubertad. Recuerdas la coreografía que montaste para la clase de tu hermana, la cantidad de veces que viste Grease, la obsesión con tener una chupa de cuero muy pesada, llena de cremalleras y tachuelas, como la de aquel amigo de tus padres.
El criajo del tercero te ha devuelto a los años que tienes ahora, a las siete de la mañana, con el pelo corto y mojado.
Aún no sabes que por la tarde te quedarás un rato frente a una escuela de baile y se te olvidará comprar las puñeteras toallas.
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Cuento de reyes

Si quieres leer el cuento "Los hombres de Libia" de Ricardo Menéndez Salmón, pincha aquí.
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Fue en la noche de San Juan que Berta quiso que la pintaran desnuda. Esto no era difícil para una mujer con sus curvas y un vecino con ínfulas de bohemio y que solía revisitar Titanic.
A Berta no le caían los bucles como a Kate Winslet sobre los hombros. Y él tenía tanta maña con los lienzos como un político con las verdades.
Aún así, ella quiso que la pintaran desnuda. Y comenzó a pasearse sin ropa por toda la casa. Primero unas horas, con el pudor perdido. Después,
todo el día. Notaba en los muslos
las gotas de salsa saltando desde la sartén.
Los pechos se balanceaban al tender la ropa. Los vecinos
conocieron el escándalo
y la belleza. El pintor
se reconoció torpe.
Pero ella, en la noche más calurosa, entre el rumor de bolsas de plástico y botellones,
la noche mágica de los esotéricos, la noche
mágica, mienten los adolescentes que quieren nocturnidad y vodka, ella
se descubrió habitante de un cuadro.
Sólo dejó un rastro de pintura
por el pasillo, si alguien
no el vecino bohemio, pobre, si no alguien diestro
o zurdo, pero con manos hermosas,
le hubiera tocado el vientre
el óleo y la calma
se habrían quedado entre los dedos.
Dicen que fue en San Juan y su noche
cuando Berta nos dejó
para ser pintura
y un poema.
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La forja de un betseller

Justo al levantarse de la siesta fue cuando decidió que ya estaba bien. "No más", se dijo. Se calzó unas prosaicas botas, se abrigó con un no muy lírico chubasquero del Carrefour y salió a la calle para poner fin a aquella situación. Soy Adán Primero y no pienso seguir tolerando esto.
La frase sólo alcanzó a decírsela a una mujer que, aunque no tenía la culpa, tenía cara como para hacerla responsable de todas las desgracias de la vida de Adán Primero. Tenía cara suficiente como para que, de hacerlo, le resbalara.
- Lo siento pero aquí dice que usted no estaba en su domicilio a las 12.40 de esta mañana.
- Pero no es cierto.
- Lo siento, es lo que pone en la notificación.
- Y yo le estoy diciendo que está mal, que es mentira.
- Lo siento, la notificación dice que usted no se encontraba.
- ¿No me encontraba? Lo que me encuentro es mal ahora.
- Si me da el DNI puedo darle el paquete en mano.
- No puede porque en mi DNI figura otro nombre.
- ...
- El paquete viene a nombre de Adán Primero, pero en mi DNI no lo pone.
- Debe decirle usted al destinatario que venga a buscar el paquete o traer una fotocopia de su DNI junto con la autorización.
- Pero yo soy Adán Primero.
- Me está usted haciendo cola.
- Vamos a ver, señora. Está claro que no me quiere entender. Yo soy Adán Primero. Firmo en la columna del periódico todas las semanas con ese nombre. Y al lado de ese nombre aparece mi foto, así que soy yo. ¿Nos parecemos? ¿Le parezco yo?
- Se da un aire.
- So-y yo. Lo que pasa es que mis padres tuvieron a bien llamarme, el día de mi nacimiento, Manuel. Soy Manuel Fernández. Eso pone en mi DNI. Manuel Fernández. ¿Lo entiende?
- Puede pedirle al destinatario que le autorice para recoger el paquete.
- ¡Señora! ¿Estoy hablando con un licuadora parlante? Le digo que soy el destinatario. Yo, Manuel Fernández, soy Adán Primero.
- Si tiene usted algún tipo de problema de identidad puede acudir al edificio anexo donde tenemos
- ¡No! ¡Maldita sea usted y el sistema burocrático de Correos!

Adán Primero tiró con firmeza de su chubasquero hacia abajo, como quien echa hacia atrás y altivamente una bufanda, aunque el gesto le hizo bajar también la capucha hasta la altura de los ojos, y se fue de allí como quien tropieza varias veces con los bordes de las puertas y resbala por unas escaleras mojadas.
No había logrado su objetivo. Daba igual lo resuelto que se hubiera levantado de la siesta -una terrible visión onírica en la que perdía todos los dientes le hizo ver que estaba bajo un sistema de castración inevitable, Freud dixit- no había conseguido el empuje suficiente como para enfrentarse de una vez por todas el terrible problema que le estaba impidiendo avanzar en su carrera. En Correos retenían, por negligentes causas, cuatro de los siete volúmenes de su curso por entregas de Cómo escribir una novela histórica. Aquellos malditos chupatintas, cognitivistas asalariados, custodiaban ferozmente el manual que sin duda lo sacaría del ostracismo.
Y todo porque había considerado tener un nombre a la altura de los historiógrafos a los que tanto veneraba. ¿Quién iba a soñar con la Grecia Antigua, con el Egipto Faraónico, con la Profunda Edad Media Monacal cuando la firma era la de Manuel Fernández? Aún de haber sido comentarista deportivo, y cubrir los encuentros del equipo de fútbol local, bien se podría haber llamado Lolo Fernández. Pero no, para la novela histórica hacía falta crear complicidad con el lector. Y nada mejor que ser el primer hombre, el Primero, para dejar claro que sus novelas -además de ser originales- hablarían de los orígenes de la Humanidad.

Lo que no sabía el hombre del chubasquero, de momento sólo columnista -y más por amistad de su padre con el director del periódico que por méritos-, era que estaba empezando a hacer historia. Mientras mordía trocitos rebeldes del papel de aluminio del pincho de calamares bajo la lluvia, la Historia comenzaba a escribirse, la de Adán Primero, el betseller amateur.

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Telefonillo (I)

A Rodrigo Sigüenza le hacía falta tocar el color. Él era así: un pintor con una técnica tirando a mediocre pero con la ambición suficiente como para ser más plástico que el tacto. Y Rodrigo Sigüenza quería pintar a su vecina de abajo. Esto no era nada sorprendente porque él comenzó a dibujar con la saludable intención de ligar allá por sus dieciséis años. Más efectivo habría sido tocar la guitarra, y eso mismo pensó nuestro artista, pero ahí sí que no había justificación para su escasísimo talento.
En resumen: el artista aún no reconocido por la ignorante y necia crítica local llamado Erre ("R", porque él gusta mucho de lo conceptual) quería pintar a su vecina del segundo izquierda y para eso, dadas sus obsesiones plásticas, tenía que tocarla. Erre tenía muchos pelos de torpe pero ni uno sólo de tonto.
Lo que Erre no sabía era cómo llegar a tocar a aquella hermosa mujer con la que se cruzaba escaleras arriba, escaleras abajo, descansillo de paseo, uy, justo ahora iba a sacar la basura. La respuesta la encontró más por casualidad que por perseverencia. Como llegan las cosas para los hijos de la posmodernidad -pensaría más tarde en off, como en las películas biográficas-: en la ducha.

Fundido a negro para publicidad -inexistente, porque Erre aún no le ha vendido la película a ninguna cadena para que la emita en prime time.

Sí, Rodrigo Sigüenza, "R" en el ámbito de las artes plásticas, encontró la respuesta en el telefonillo de la ducha. No fue un proceso sencillo en absoluto. La compleja maquinaria mental de nuestro artista se inició con una preocupación mucho más terrenal: lo cara que estaba la comunidad del edificio. En gran medida, que al mes pagase aquella cantidad desorbitada se debía a que el total incluía el gasto en agua, dividido de un modo equitativo entre las siete casas. Aquello era totalmente injusto, puesto que su gasto en agua era muchísimo menor que el del tercero derecha, y lo sabía porque cada vez que coincidían en el ascensor su vecino olía detalladamente bien en ropa, axilas, orejas, cabello. Vamos, en absoluto él era sospechoso de hacer un gasto así de agua. Lamentablemente, podría añadir el estudiante del primero izquierda con el que se cruzaba a diario.
Este era el pensamiento de Erre, el desajustado equilibrio en los pagos de la comunidad, cuando una idea fue llevando a otra al ritmo de champú anticaspa para que, finalmente, entendiera aquella verdad que siempre había estado ahí: era el agua lo que comunicaba a los vecinos, lo único -al margen de facturas y un ascensor estropeado con frecuencia- que compartían. El agua, que en ese momento le entorpecía el claro fluir de ideas con el denso fluir del Fructis Acción Definitiva, podía estar empapando en aquel momento el generoso cuerpo de su adorada vecina. El agua es la total comunión de los cuerpos, soltó en un arranque de misticismo el ya por siempre famoso artista conceptual Erre, fundador del movimieno de la pintura del tacto.
Tras esta revalación Rodrigo Sigüenza resbaló en la bañera dándose un aparatoso golpe en la cadera que lo dejaría en cama varios días bajo los cuidados de Margarita, su prima recién llegada a la gran ciudad, enamorada en secreto de él desde los once años cuando lo descubrió posando frente al espejo con sus anecdóticos músculos en tensión. Margarita estaba destinada a ser un cliché, pero esto no le importaba a Erre por dos motivos fundamentales. Primero, porque sabía que toda biografía que pasa a la Historia precisa de una serie de lugares comunes para sorprender con otros giros al espectador. Y segundo, porque ya había encontrado el modo de tocar a su vecina del piso de abajo, de completar su obra pictórica, de crear un movimiento, de ser "R", el artista al que la crítica tendría que elogiar y los merchantes cebar a canapés.

Fin de la primera parte.
(Si una huelga de guionistas no lo impide, próximamente -pensó Erre revisando los fallos gramaticales y las faltas de ortografía- la historia continuará en sus pantallas).


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33 días

Estás en su casa. Él se ha ido un momento. Dice que va a volver.
Así que lo revuelves todo. Buscas. Tu madre te diría que husmeas, pero tú sabes que no es husmear. Tendría que estar ahí, una prueba, una clave. Algo. No hay tanto tiempo. Tendrás que abandonar la casa sin más. Sin saberlo. Sin entender el por qué de ese secuestro.
Sin amparo para el síndrome de Estocolmo que ya te reina.

Te vas ya, con la ropa pegada al cuerpo tras un mes. Sin fotos, sin souvenires del encierro. Se ha ido un momento. Dice que va a volver. Por la calle corren sirenas de policía.
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Pulpa

Podría ser la garganta. Con el cambio de tiempo nadie está a salvo. O quizás la clave estaba en las naranjas. No eran tan consistentes como otras veces.
La realidad era que, por más que buscaba explicaciones, no llegaba a entender por qué le había costado tanto tragar el zumo esa mañana. El líquido pasó por su cuerpo como un fieltro dulce.
Mientras fregaba todo y recogía la cocina, llegó a la conclusión de que se le había colado demasiada pulpa.
No quiso pensar que era la primera vez que el zumo no era para dos, eso habría sido más difícil de tragar.
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Evolución

Al principio fue gracioso. El gato, naranja como la pulpa de una tarde comestible, avanzaba creyéndose un cazador en plena sabana. Es un felino, le viene de familia eso de ser sigiloso, de moverse inadvertido, surgir, sorprender, llegar y no estar al momento siguiente. Por eso era gracioso ver al gato panza arriba disfrazado de tigre blanco y fiero. Pensé en aquello de Dios creó al gato para ofrecer al hombre el placer de acariciar un tigre de los ratos muertos de Víctor Hugo. Fue gracioso estar apoyada en la puerta y verle acercarse, con tiento, como si no avanzara. Pero de repente perdió toda la gracia.
Y ahora, encerrada en una casa que ya no es mía, me apoyo contra la puerta, oculto la respiración. No quiero recordarle que estoy tras esta madera enclenque. No quiero abrir la puerta, porque ya ruge como un tigre.
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