La mañana de San Juan amanecía extrañamente temprano, por lo demás como cualquier otra. La promesa del verano ya era realidad, y el soniquete de la radio en la cocina, y nada más. Seguramente era día de mercado, y todos estaban fuera mientras mi abuela aderezaba con vinagre algún guiso. Ruido de cacharros, y nada más. En la calle el claxon estridente de algún vendedor ambulante. Los perros ladrando inagotables, y nada más. Nada que hacer, otro largo día por delante. No se qué hora es, pero es hora de levantarme. Después de desayunar, leche templada con galletas maría, y lavarme la cara así un poco por encima, comenzaba mi deambular matutino por la casa. Abrir algún cajón y remover viejos papeles amarillos, fotos, cartas, facturas, papel, papel, papel testigo... o esos otros cajones de largo infinito en la máquina de coser ; fisgar entre la ropa con olor a naftalina, los armarios del baño repletos de frasquitos sin nombre, cuchillas, rulos, ungüentos, gamuzas delicada...