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miércoles, 10 de septiembre de 2008

El príncipe taurino (respecto al inolvidable cabezazo de Zidane)

El domingo a la noche dije, ‘voy a escribir sobre el cabezazo de Zidane’. Ese acto que dejó desconcertados a todos los que miraban la final. Todos se preguntaban ¿qué hizo este muchacho? Alguien me contestó ‘el mundial ya pasó, ya escribiste del mundial’.
Evidentemente estamos todos atravesados por el tiempo televisivo. Hay una inmediatez, una compulsión a sintetizar los actos mediante un significado precipitado, que termina siendo una idea apresurada de lo acontecido. Que lo único que hace es alejarnos de poder apropiarnos de lo sucedido e inscribir eso en una historia propia del espectador.
La televisión es el tiempo de la urgencia, es lo opuesto a la historia ya que representa la coyuntura de manera vertiginosa.
La televisión juega con la idea de pensar en la imagen desde su potencia pregnancial. La posibilidad del movimiento de la imagen garantizaría la comunión entre significación y comunicación. Lo que queda olvidado es que la imagen no es sin el anclaje de la palabra.

Se me ocurrió que podría ser un caso particular de los que triunfan al fracasar.
La primera salida es: “¿Pero qué hizo este muchacho? ¿Va a cerrar su carrera así?, un señor como ha sido siempre…”. Nos había tocado el narcisismo.
Es la salida del ideal. Los que hinchábamos por Francia, por razones obvias, sabíamos que era su último mundial, queríamos verlo levantar la copa del mundo, un príncipe…y que el ideal se cumpliera… un acto logrado. “Háganlo por todos los que no llegamos..” dice la publicidad.

El genio maligno irrumpe. Y el príncipe se saca. Y no precisamente la camiseta.
Reconstruyendo el acto mil veces repetido estos días:
“Materassi le tironea la camiseta, Zidane se da vuelta y le dice: después del partido te la regalo, si querés. A lo que el primate le contesta: Argelino, terrorista.”
En el mundial del fair play la consigna ‘say no to the racism’.
Y el mundial del brillo, de la perfección y de la mercadotecnia se diluye en un soberbio topetazo taurino, que parece que aprendió en su paso por España, en el equipo del Rey.

¿Se diluye un ideal? ¿O aparece un sujeto? Podríamos pensar el cabezazo como el último coletazo de la subjetividad que le queda a una máquina futbolística.
Lo interpreto como la resistencia al retiro. Se hace echar para no irse. Baja las escaleras al vestuario, refregándose los ojos, de llanto? de sudor? Quien sabe qué está pensando en la penumbra del vestuario que recibe el sonido aletargado de la escena.
Ese topetazo es el gesto más humano, más íntimo, más propio que Zidane nos pudo donar en esa triste tarde. Arremetió él solito. No con la impotencia de un partido inconcluso, sino contra la estupidez primitiva de un dicho que le mojó la oreja.

En el punto donde le tocan al padre, porque llaman a su filiación, allí no hay partido. Allí la experiencia anterior no juega.

John Dewey decía que la experiencia es la “íntima conexión entre el obrar y el padecer”[1].
Oscar Wilde decía que la experiencia es el nombre que le damos a todos nuestros errores y fracasos para justificarnos. El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, pronuncia el dicho popular. Algo incluso más mundano, de Ringo Bonavena: la experiencia es el peine que te da la vida cuando ya te quedaste calvo.
Y Zidane quedó calvo.
Y Zidane no se retira, vuelve. Puede dejar el fútbol, pero no se retira de él.


La experiencia son esos acontecimientos que se leen como actos negativos, como hechos paradójicos, como sucesos sin una significación precisa, está hecha de eso. Es eso que retorna, que vuelve en otro momento. Eso es lo que hace a una persona reconocerse como experimentada. Es esa capacidad que tiene el humano de poder conectar un episodio actual a una idea preestablecida, aún cuando la idea ayude poco a resolver la coyuntura en la que se encuentra.

Los hermanos Magistrelli, que nombré en otra oportunidad, Carlos, Pocho y Chacha, se han dedicado a la actuación y la dirección teatral. Cuenta uno de ellos el haber sido elegido hace poco tiempo para ser el personaje principal del film de un director argentino. Cuenta allí donde la experiencia queda agujereada por lo que no pudo ser. Ya que decidió rechazar la insistente invitación frente a que su esposa estaba enferma. La película se filmó sin él. Y me dice mirándome a los ojos “Ya ví como seis veces la película”…
Bueno, quizás luego de la experiencia inconclusa, ahora sí sea su tiempo. Porque el tiempo del retiro es difícilmente ubicable.

Este acontecimiento (¿final?), que los italianos significarían como ‘ha abutto una caduta di stillo’, se le cayó el estilo, algunos lo leerán sólo como ‘un violento’, lo puede hacer justamente alguien experimentado. Decían ayer en la radio “no lo hagan en sus casas, chicos, para esto hay que estar entrenado”.
El pueblo francés lo sancionó así, y lo recibió con todo el reconocimiento y el amor.
¿El mundial pasó? No precisamente. Es por las preguntas que nos produce este hecho y por algunos otros que podemos seguir hablando de él, mientras esperamos el próximo.

Que la experiencia no nos sirva de mucho para lo que viene es justamente lo que la impulsa. Habrá más mundiales, habrá más películas en las que podamos participar. O nos haremos la película que nuestra propia y siempre tuerta experiencia, pueda evocar.




[1] Dewey, John, La reconstrucción de la filosofía, Hyspamérica, Buenos Aires, 1986 (edición original de 1936)

sábado, 6 de septiembre de 2008

Sobre el mundial 06: Dame un talismán

Dedicado a mis amigos del club,
que sostienen que lo importante es jugar.


Una melodía compuesta por relatores gobierna el éter estos días. Una maraña de dichos, de comentarios, de alusiones al tiempo mundialista… Nadie puede escapar a menos que se convierta en un ser ermitaño. Somos presos alegres, capturados con nuestro consentimiento por goles livianos que nos tensionan. Escucho, en forma dócil y desatenta ese murmullo. Y siempre me detengo en lo mismo. El ruido que me hace el cruce entre el fútbol y el recurso tecnológico.

‘El espectáculo del fútbol’, dicen. Yo prefiero quedarme en lo que significa como juego, pero allí está, se impone la luz, la cámara, la acción, todo filtrado por esas cámaras omnipresentes, que en todo caso, son las que nos permiten ver ‘en vivo y en directo’. Aunque el vivo y el directo no deja de ser una ficción, hecha de complejas tramas.
El sábado, preparábamos el mate esperando el partido, y ya dos horas antes los periodistas entonaban exultantes como si en el segundo siguiente fuesen a cantar el gol. Uno de ellos dice: “Es un gran día para los medios de comunicación”. ¿Y eso? ¿Qué quiere decir? ¿Será que esta frase igualará al famoso ‘Este es un día peronista’? ¿No será un gran día para la gente, para el mundo, para los argentinos? Pero para los medios de comunicación… Un tanto retorcido y pretencioso, pero es un pensamiento que declara la gran intervención a la que estamos entregados.

Dos cuestiones respecto de la tecnología que hacen que me interrogue:
1- Hay un cartel por sobre las canchas de básquet, en el club donde voy todas las siestas, que dice: “Si no va a acatar las decisiones del árbitro, por favor, no entre aquí”.
Desde mi ignorancia, veo cómo todos los domingos, diversos periodistas deportivos, mancillan las decisiones de un árbitro desde el famoso Telebeen, que no deja de hacerme asociar con Teletubbie, desplazando inmediatamente los atributos atontados de esos muñecos balbuceantes a esa maravilla de la ciencia que permite medir milimétricamente si una sanción de una persona fue la correcta.
Lo que leo allí es que amparados en el anclaje tecnológico, la función del réferi se diluye. Porque en un tiempo posterior a una sanción que sabemos es irrefutable, el ojo preciso de la máquina, conspira contra la decisión del hombre.
La paradoja es: a favor de un principio de objetividad, de exactitud, de precisión, se desestima la práctica humana.
La desestimación del lugar de autoridad y sanción del réferi, es un caso particular de la desestimación general de cualquier autoridad. Lo vemos en las instituciones en las que transitamos. El lugar de eso que llamamos en el ramo la ‘función del padre’ como agente de un acto lescivo, intrusivo, traumático que tiene como consecuencia la libertad. El cartel que leo en mi club dice de esta conflictiva muy de la época en la que estamos metidos. Tuvieron que poner un cartel para avisar que el réferi está allí para distribuir sanciones sin la posibilidad de ser revocadas.
No digo autoritarismo, ni violencia, digo autoridad. El autoritarismo produce el efecto contrario a la libertad y a la posibilidad de un acto creativo. La crítica a la autoridad es una marca epocal, jamás diría que es perjudicial ni fuera de lugar. Lo que habría que preguntarse es si la intención de los periodistas es contribuir con la discusión, al establecimiento de una función más articulada a la época.
Sin embargo, la figura del árbitro, que representa sesgadamente la función paterna es la autoridad que debe ser respetada, no por capricho ni por obediencia ciega, sino como condición habilitante del juego.
Elizondo es el árbitro más respetado del mundial, porque sigue el juego, porque es correcto. Como lo fue Castrilli, en su momento, que curiosamente en su nombre lleva la marca de su función. Su rigurosidad, vapuleada, era la que permitía el juego, ¿o no se trata de eso? ¿De jugar? No de pegar ni de hacerse zancadillas… Algunos dicen que era el más respetado de los árbitros, por los jugadores, porque donde él dirigía no había lesionados.

2- La segunda cuestión es ese acto que selló Maradona en el ’94, cuando luego de la jugada se miró en la pantalla. Allí el ídolo se redobla mirando al ídolo en un ejercicio de espejismo propuesto por la mega pantalla. Se mira sabiéndose mirado. Perdiéndose como Narciso en el ojo de agua de su belleza aclamada por la hinchada. Imagen de ‘El Diego’ ajada unos segundos después cuando una enfermera tosca se lo lleva del brazo, para cortarle las piernas.
El ojo del sistema es la pantalla. ¿qué ves cuando me ves? corean los divididos. Es un ojo donde quedamos pasivizados, donde miramos en lugar de jugar. Un ojo tan terrible que ni el protagonista hiperprofesionalizado puede salirse del lugar de espectador.

Estamos divididos por esa creencia que nos deja ciegos. Creemos que nosotros miramos, pero ella, la pantalla, es la que nos mira. Mira a los jugadores, mira a los televidentes (algunos son teletubbies).
Creemos que conocemos el mundo por las imágenes que nos cuentan por la pantalla, pero son las imágenes las que condicionan nuestro ser.
Otro gesto de Maradona de acercarse a la cámara y gritar el gol rompe esa dialéctica. Reconoce que está siendo mirado, mira a la cámara. Pero todos supimos la significación de esa mirada: lo mira a Blatter, en el ojo de la cámara.

"El vértigo de la imagen no admite detención. Tiempos del flash, obnubilación sin consecuencias. El parpadeo como alas de acolibrí, se anula a si mismo. Y el ojo se hace omnividente. Para producir un goce, que no deja de responder a una estética: la del consumo" (Luis Camargo)

Vivimos todos ojeados, es esta idea de Merleau Ponty que dice que no somos nosotros los que miramos el mundo, sino que somos mirados por él. Ya no alcanza con la frase de Virginia Wolf que asiente: “¿Qué teme uno? El ojo humano”. Habrá que seguir aquello que dice Bioy Casares: “No perciben un paralelismo entre el destino de los hombres y el de las imágenes?”, y estar advertidos de lo que significa regocijarnos en las aguas de nuestra imagen sin manchas: el ahogo de quedar fuera del juego. Ahí no hay réferi que nos quiera dirigir… Vivimos todos ojeados, temerosos unos de los otros, yo me pregunto, ¿cuál será el talismán que enceguezca la omnividencia, y nos cure del ojeo? Bueno, dicen que el amor es ciego, ¿no? El apasionado amor por ese juego de la pelota, ese que nos hace cerrar los ojos llorosos para gritar un gol, es una de sus grandiosas versiones.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Andá a la esquina, a ver si...juegan

Dedicado a mis sobrinos: Tadeo,
Casiano, Juan y Carmelo, todos menores
de 10 años, que se encuentran
entramados en las vicisitudes de la tecnología.



Son dos fuentes de las que brotó esta reflexión:
Una es continua, reiterada. Y es escuchar a las madres que tienen niños menores de 10 años decirles ‘vayan un poco al patio, jueguen a la pelota, dejen la play’... tratando de sacarlos de la captura de una pantalla que se los traga, los inmoviliza, los magnetiza sin tregua.
Estamos hablando de los niños que pueden tener una play station en su casa, para pensar que hay un punto en el que también aquellos que tiene dinero para comprar cosas no están resguardados.
La otra fuente es puntual, lo que me hizo pensar sobre este muchacho que estuvo en las noticias en estos últimos días, que era un francotirador, sobre el que se discutía el hecho de ser inimputable o no. Para lo que fue internado en el Borda en pos de delinear un diagnóstico. Pero en el detalle que paré la oreja es en esto que decían con consistencia argumentativa: “Era adicto a los juegos de rol”. Como que este dato de esoterismo tecnológico explicaría su salida violenta.

Las dos fuentes rodean el tema de qué infancia se está gestando, si es que la hay, de qué subjetividades se cocinan cuando hay elementos tecnológicos que intervienen y hacen que la escena de la niñez sea diferente...
¿A qué atinamos frente a que vemos que la niñez se nos va de las manos? A comparar: “Niñez era la de antes”. Y creo también que el sentimiento más extendido es la perplejidad y de un inmediato un intento de explicación lúdica sentida como fallida de parte de los padres, los tíos, los abuelos. De lo que es jugar ‘realmente’, de lo que significa inventar un juego que surge de un fondo de aburrimiento (necesario para que el juego se produzca). De la espera, el aburrimiento, el aplazamiento de la ansiedad y su canalización, surgiría el juego.
Hay una película, otra vez de Tim Burton, que se llama Charlie y la Fábrica de Chocolate, donde presenta algo así como una tipología de la niñez contemporánea. Son cinco que se han ganado, comprando un chocolate con un boleto dorado, la posibilidad de conocer la fábrica de chocolate de Willie Wonka.
Hay uno de los niños que es el que nos interesa, lo precede un ruido infernal de ametralladoras, luego vemos que es él que está jugando a un juego en la pantalla, a un volumen impresionante. Su padres, descoloridos, lo miran a su lado, los periodistas lo enfocan. Él no deja de jugar, mientras habla y dice explicando cómo encontró el boleto:
“Rastree las fechas de manufactura, y compensé con el efecto del clima y de la derivada del índice de Nikkei. Un retrasado mental lo podía hacer”... A lo que su padre dice “La mayoría del tiempo no sé de qué está hablando. Y los niños actuales, con toda la tecnología... ”. “Muere, muere, muere”- grita el chico compenetrado en el juego (¿se lo dirá a su padre?) ... “Parece que dejan de ser niños pronto”- remata el progenitor. “Al final tuve que comprar un solo chocolate” “Y cómo te supo?” pregunta un periodista. “”No lo sé, odio el chocolate”.
El ejemplo muestra el gran desencuentro entre estas generaciones que juegan distinto. La bolita, la payana, la figurita, el yo-yo, son anécdotas entusiastamente repetidas por los padres, y olvidadas por los hijos, como una comida fast-food comida a mordiscones. Los chicos de hoy incorporan otras cosas. O mejor dicho, son incorporados por las fauces del juguete fast, que son tanto una pantalla como un juguete de plástico producido en cadena cuya pregnancia depende de una serie televisiva.
¿Hemos perdido la capacidad de jugar, tragados por esos juegos que no son juegos, desde el momento que ellos son los que nos comandan a nosotros, imponen nuestras rutinas, deciden nuestros tiempos, clausuran nuestra imaginación?
Y me incluyo, porque en los adultos también se ven cosas interesantes. En las grandes ciudades, o en esos lugares llamados countryes, que son como realidades artificiales, es donde estos fenómenos se extreman. Allí también se contratan animadores para las fiestas de los adultos...
Cuando ese objeto artesanal, que se convierte juguete por la imaginación infantil se torna objeto fetiche, es decir, cuando pasamos de aquello que tiene valor por el uso y la particularidad de una historia, a que el objeto sea valioso por lo que cuesta, sea valioso para tenerlo, la función del jugar como acto creador y posibilitador de la imaginación propia del mundo infantil se diluye.
Roland Barthes, semiólogo francés, en el 50 y pico, ya hablaba de este cambio en los juguetes contemporáneos, que se reconoce no sólo en las formas, sino en la sustancia en que está hecha, donde ha pasado de lo orgánico de la madera al plástico químico. Decía: “Ante este universo de objetos fieles y complicados, el niño se constituye apenas en propietario, en usuario, jamás en creador; no inventa el mundo, lo utiliza. Se le prepara gestos sin aventura, sin asombro y sin alegría. Se hace de él un pequeño propietario sin inquietudes, que ni siquiera tiene que inventar los resortes de la causalidad adulta; se los proporciona totalmente listos: solo tiene que servirse, jamás tiene que lograr algo. Cualquier juego de construcción, mientras no sea demasiado refinado, implica un aprendizaje del mundo diferente: el niño no crea objetos significativos, le importa poco que tengan un nombre adulto; no ejerce un uso, sino una demiurgia: crea formas que andan, que dan vueltas, crea una vida, no una propiedad. Los juguetes se conducen por sí mismos, ya no son una materia inerte y complicada en el hueco de la mano.” [1]
Porque antes lo que caracterizaba al juguete era su incompletud, el signo de su inacabamiento, y lo que producía su completamiento era la imaginación infantil.
¿Ustedes saben de dónde surge el juguete? Los primeros juguetes son producto de los restos que quedaban en los talleres artesanales, donde los oficios tenían su lugar. La madera, el hierro, las lanas y las telas. De lo que sobraba en los adultos los niños inventaban un mundo lúdico. Los juguetes de ahora también son el exceso de los adultos: son el efecto de una estrategia propagandística mundial, eficaz, homogeneizante. Se trata de otro exceso, que no es allí donde la mirada del adulto desaparece para que el niño pueda imaginar, sino donde está la mirada intrusiva de un adulto que pretende llevarse el botín imaginario de un niño que se pierde entre un mundo de objetos de plástico.
¿Qué hacemos? En verdad no tengo muchas respuestas. Creo que estamos frente a un acontecimiento que ‘nos está sucediendo’ y es muy difícil predecir sobre esto. La salida de la demonización no nos ayuda, tampoco plantear el tema con un tono apocalíptico. Estamos en un punto que no podemos predecir, pero si “decir”.
Decir ordena. Decir da elementos para que no quedemos comandados por el jueguete, y seamos nosotros los que dominemos el jugar, sea con el juguete que sea.
Dice Nietzsche: “La madurez del hombre es volver a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño”.
Niñez hay ahora como antes, aunque su forma de presentarse haya mutado, son las mismas preguntas que los atraviesan, con distintas palabras. Tienen los mismos miedos, aunque parezcan más resueltos, y necesitan la misma compañía de los adultos, aunque parezcan más independientes. y esperan el resguardo de sus palabras, para no perderse en este mar de ofertas, donde son ellos los pescados con el gran anzuelo de los objetos que brillan, y piden ‘más, quiero más’.
No podemos pre-decir, pero algo podemos decir. Procurar que en esta lógica del intercambio, una cosa por otra, podamos regalar. Que los adultos puedan donar palabras al niño, para que, en su adultez pueda decir “al don, al don, al don pirulero”... y cada cual, entre otros, atienda su juego. Si la mirada adulta es esa que sigue, apresada, la oferta del juguete completo, del juguete para guardar, del juguete para no jugar, entonces hará falta la VOZ adulta que retome ese dicho tan antiguo como la maña que lo produjo, que saque al niño de escena, que saque al niño de la pantalla, para que no sea ‘sólo eso’ la vivencia de su niñez, y diga: Andá a la esquina... a ver si juegan.

[1] Mitologías, México, Siglo XXI, 1980, pp 59-61.

Dime a quien abrazas y te diré cómo duermes

No es lo mismo lo imposible del amor que el amor imposible.
En ese terreno entre las imposibilidades y los amores es que aparece el malestar acerca de cómo dormimos, si dormimos, con quién dormimos. A quién abrazamos para dormir. Si es que el durmiente soporta el abrazo, o necesita la soledad. Es un tema para esos que cambian de estado civil y se encuentran con el síndrome de la cama vacía, que es bastante distinto al síndrome del nido vacío. Bueno, aunque algo se vacía: es un lugar, una función que hacía a la posibilidad del dormir.
¿Qué necesita cada uno para conciliar el sueño? ¿Una almohada, un osito, un osito más grande al que le pueda decir ‘padece un osito’? Parece que hace falta un ‘concilio’, todo un acuerdo, un arreglo. El poder acceder al sueño requiere de los ritos más extensos, más ridículos, más personales. Los sueños son ese estado supremo de distensión corporal, ha dicho Benjamín.. como el aburrimiento lo es del espíritu.

“Hoy está para dormir con piernas”, promete el dicho popular cuando las temperaturas son bajas.
Miren lo que dice un escritor oriental, Jun'ichirö Tanizaki -1886-1965: “Las piernas de mujer, si están bien cuidadas, son un arma mortal. La masculinidad entera ha sido rehén de un par de ellas. Espigadas o regordetas, depiladas o no, según los gustos culturales o el favoritismo individual, las piernas son homicidas”.
Dormir es una forma de la muerte, no? En la mitología griega encontramos dos hermanos: Hypnos (de la muerte temporal, es decir, el sueño), y Thanatos, del sueño continuo, es decir, la muerte) Ellos distribuyen la sombra y deciden su duración.
En los últimos tiempos aparece en primer plano la posibilidad de la medicación. Mucho se escucha sobre esto, también se escucha en el consultorio ‘aunque tomé la pastilla no me pude dormir igual’. Estas declaraciones revelan que no se trata de alisarnos, de armonizarnos, como promete una medicación cuyas bondades se publicita en todos los programas de la tarde, sino de reconocer que el insomnio es el grado máximo de lucidez del deseo. La consternación física de un deseo que pugna por encaminarse y queda entrampado en el laberinto de las noches. Ahí es donde uno está solo.

Unas piernas, otro cuerpo, un osito, la tele, un libro, la propia cama. Winnicott habla de objetos transicionales. Son esos objetos que nos representan, que son más que su materialidad. Que como su nombre lo dicen, permiten una transición, transitar. Es la almohada o el pedacito de tela o el oso sucio de un niño, sin lo cual no puede dormirse. Es algo de lo que alguien no puede pasar, un amuleto, es el ancla con el mundo de los objetos de un sujeto en desconcierto.
Su presencia le garantiza, en este caso el sueño. El sueño, que es la fotocopia del alma... en ese espacio que uno puede llamar la habitación, el nidito, nido vacío, nido lleno, nido de amor, es la evidencia material de un espacio, que es el espacio preconciente, y pertenece a lo que llamamos realidad onírica. Hay evidencia material de ese espacio, donde están esos objetos que a uno le sirven para dormir. Y son transicionales porque muestran ese camino, ese vaivén, esa oscilación propia del lugar. Es un lugar de mezcla y el sueño es la fotocopia del alma, porque ahí se realiza la mezcla, de las ideas inconscientes y de aquello que trata de darle formato a lo inabordable de nuestro ser.
¿Qué garantiza que nos despertemos de él, que salgamos de la alucinación que él implica? Las épocas se han encargado de encomendarle a un príncipe que bese a la princesa. Allí coincidirían con quién ella soñó y con quién dormirá... aunque nunca se sabe hasta cuando, y sus inconveniencias y desencuentros es de lo que estamos hablando.

Dicen que el amor se evidencia cuando alguien puede dormir con otra persona, compartir el lecho. Hay un cuento de Angeles Mastretta, que habla acerca de esto. La protagonista, por medio de unos indicios, se entera que el marido ha salido con otras mujeres, y mientras lo observa dormir, lo que le carcome el sueño es que haya podido dormir tan plácidamente con otra. Eso la lleva a emprender un viaje, con sus hermanas. El tema es que cuando vuelve, el marido le dice “Desde que te fuiste no he podido dormir bien”. A lo que ella piensa para sus adentros, bastante aliviada: “La vida siempre devuelve”.
Se trata de poder dormir cuando en la vigilia hemos hecho lo posible para ganarnos el sueño. Se duerme por contraste, cuando se está viviendo de alguna forma en que el deseo se esté jugando, y que no quede todo para ser consumido en el insomnio. Del finísimo y complejo trabajo del sueño es donde extraemos el material para nuestros proyectos, nuestra vida cotidiana, nuestros anhelos con otros.

Y en ese lazo tan lejano con el otro, el arroró mi niño, ese canto que algunos tuvieron la suerte de que los arruyara, es la bellísima voz preparatoria para acunar el deseo, para ligarnos a la vida tanto como al sueño. Para hacer que alguien nos despierte y nos desvele con el sueño del amor y sus imposibles. Como dice Charly: un amor real es como dormir y estar despierto...