Ayer por la mañana mientras mi sobrino dormía como un angelito en la cuna de viaje instalada en el salón de casa, un libro enorme envuelto en papel de regalo se acercaba hacía mí inexorablemente. Cuando ya estaba preparado para lanzar una patada brutal a esa mole, atisbé, tras él, la silueta de mi hermano Diego, cruzando el salón con todo el sigilo que le permitía llevar un bicharraco de 200 o 300 kilos entre las manos. Mi sorpresa fue mayor, cuando al abrirlo, descubrí que era un libro que yo mismo había pedido en la librería de Manuel hacía un par de semanas, sin saber nada de él, sólo alentado por una recomendación que sobre él hacía Luis Gordillo (último ganador del prestigioso Premio Velázquez). El libro en cuestión no es otro que La broma infinita (de más de 1200 páginas) del escritor americano David Foster Wallace, del que hace algún tiempo compré un libro de artículos, Hablemos de langostas. Hace unos minutos, después de haber comido, he decidido que voy a leerlo. Ahora me debato entre contratar una grúa para que me lo sostenga o utilizar la carretilla elevadora que tenía mi padre en el taller; no sé, ya os contaré.
Tan sólo espero que la broma, además de infinita, no me salga demasiado cara.