No
decía palabras. Tan solo las coleccionaba.
¿Para
qué hablar?
Cuántas
veces había rehusado dar esta o aquella conferencia, hacer la presentación de
una novela, hablar de tal o cual escritor, participar en esta o en la otra
tertulia… Lo suyo no era el diálogo ni la oratoria, ni las clases magistrales
-no necesitaba oírse, ni tampoco precisaba el aplauso del público-, sino tan
solo atesorar palabras; recopilar líneas, frases, párrafos, páginas y libros en
los atiborrados anaqueles que ocupaban las paredes de su hogar flotante.
El
capitán de aquel navío, una especie de Capitán Nemo, un ser excéntrico, apartado del mundo, celoso de su tesoro,
siempre vigilante desde el castillo de popa, no precisaba a nadie. Le bastaban
su barco, su soledad y la compañía de sus libros. No necesitaba nada más. Todo
estaba ya dicho y recopilado en letra. Su pasión por lo escrito le llevó a
forrar toda la nave de estanterías. Además de una muy bien nutrida biblioteca
que montó en el camarote principal, había estantes en su dormitorio, repisas y
entrepaños a rebosar en la cocina, en la bodega, etc. El libro -los libros-
eran los amos, los señores indiscutibles de aquel lugar.
Mientras
navegaba, el interior de la nave se mantenía en un riguroso silencio y en una
leve penumbra, las contraventanas echadas,
alfombras por todas partes para amortiguar las pisadas. Como un ritual,
similar al que existe en un recinto sagrado, nada ni nadie debía alterar -ni
siquiera la luz intrusa ni el rumor exterior del mar- la paz que reinaba dentro de aquella casa
flotante. Sí, aquello se había ido convirtiendo con el paso de los días en una
especie de santuario. Y los libros formaban parte de la liturgia. Y el coleccionista de palabras, el dueño del barco,
era su sumo sacerdote.
Y en el
silencio absoluto de la noche, a la luz de unas tímidas bujías, mientras
emitían un leve quejido las cuadernas del barco, los libros reposaban mudos acumulando
tiempo, palabras y polvo, ajenos al discurrir de la vida allá fuera, donde a las
horas del día sucedían monótonas las horas de la noche, con su luna y sus
estrellas, sus alegrías y sus miserias.
El
tiempo permanecía congelado en las estanterías de aquel lugar.
El
capitán repetía día tras día un ritual que le proporcionaba un inmenso placer:
pasear por la cubierta de aquella biblioteca flotante en compañía siempre de un
libro en sus manos.
Porque
en los libros estaba todo. Estaban las ciudades y las islas remotas; las
caminatas a pie y los viajes en tren o en barco; el amor y el odio; la
tempestad y el llanto; la felicidad y los deseos; los sinsabores y las
alegrías; los celos; la tristeza; el pavor y el desencanto. Todas las
combinaciones posibles, todos los estilos, todas las intenciones, todos los
temas, todas las épocas, todos los géneros…
El día en que su barco encalló en aquel arrecife y una vía de agua se abrió en el casco de madera inundándolo todo, el capitán echó en falta que carecía de algunos libros: "Guía de farallones y arrecifes en los Mares del Sur", "Cómo solucionar pequeñas averías domésticas" y "Protocolo de salvamento en buques privados".