Hace 19 años me convertí en mamá por primera vez. Fue un día de muchas emociones pues era un embarazo de alto riesgo. Había quedado embarazada justo un año después de la quimioterapia y podía haber riesgo de que efectos residuales en la sangre afectaran de alguna forma a mi beba, pero solo lo sabríamos hasta después del parto.
Los nervios me daban mucha batalla y la ansiedad me estaba matando.
Hubo algunas complicaciones en la operación pues perdí mucha sangre por problemas derivados de la quimioterapia (que no les puedo explicar porque creo que ni yo misma entendí).
Lo cierto es que cuando me entregaron a mi bebé, ya en la habitación, todos los dolores, miedos, ideas malas y similares desaparecieron para dejar que mi humanidad se llenara de hermosos sentimientos y de una emoción que se me escapaba en forma de lágrimas y sonrisas.
Como toda madre, destapé aquel “tamalito” para contarle los deditos de pies y manos y cerciorarme de que todo estuviera en su lugar.
A pesar de que esta operación era algo incómoda para la personita recién llegada, nada hacía que abriera sus ojitos. Llegó con los ojos bien cerrados y todo el tiempo que estuvo conmigo los mantuvo así. Y así pasaron dos días sin que yo pudiera vérselos. Entonces, el miedo empezó a apoderarse nuevamente de mí.
Cuando llegó el pediatra le hice saber mi preocupación por que mi bebé no abría los ojos.
Él trató de calmarme y me dijo que en cualquier momento los abriría. Yo le dije que no importaba si la despertaba pero que POR FAVOR hiciera que los abriera.
Entonces, la tomó en sus brazos y me dijo: “A esto se le conoce como el efecto de la muñeca”, mientras hacía a mi nena hacia abajo y luego hacia arriba. Pero cuando se suponía que debían abrirse los ojitos, más cerrados parecían.
Casi rompí en llanto. Pensé que mi nena no tenía ojos.
El doctor debe haberse reído de mí por dentro, pero mi miedo era auténtico.
Salimos del hospital al cuarto día y, finalmente, mi Mau abrió sus ojos.
Al fin pude respirar tranquila. Me había quitado un enorme peso de encima.
Hoy mi beba es, ante mis ojos, una hermosa joven llena de vida, de sueños y de alegría.
Siempre ha sido demasiado madura para su edad, demasiado crítica, demasiado perfeccionista y exigente (regañona), demasiado dulce… y mi brazo izquierdo (porque es zurda, jajaja).
Un poco mandona para mi gusto, pero es quien pone orden con el presupuesto y mesura en los gastos.
Comparto, pues, con ustedes esta felicidad que hoy me invade. Deseo tener la dicha de seguir festejando y recordando aquel 13 de septiembre muchos años más.