En mi casa, la de mi niñez y adolescencia, siempre hubo muchos animales. Todos se relacionaban entre sí y nosotras (las cinco hermanas) también con ellos (ahora pueden explicarse muchas cosas, jajajaja).
Cuenta mi mamá que yo comía helado y le daba a probar al perro. Así, ambos sentaditos en la banqueta, disfrutábamos del postre dando un chupón el chucho y otro yo. A veces incluíamos a mi hermana Vivi en la comunión.
Estas prácticas se mantuvieron en mi casa a lo largo de los años. Así, mis hermanas menores, Bele y Zully, también compartían la comida con perros o gatos. Y así, estas prácticas se transmitieron de generación a generación. De tal cuenta que, al menos mi sobrino mayor, también compartió los sagrados alimentos con los perros.
Un día estaba este sobrino (con unos tres años de edad) comiéndose una suculenta pierna de pollo, cuando llegó su primita, 23 días menor que él, y se le acercó para pedirle un poco de pollo. Inmediatamente mi sobrino reaccionó como lo hubiera hecho cualquier chucho sin ganas de compartir: se puso tenso, mostró los dientes y lanzó un gruñido que dejó quieta a la prima.
De aquellos hábitos (o extrañas costumbres) no sé si conservo algo. Quizá mi gusto por los amores perros…