Aloha.
Diecisiete días sin escribir un post.
Dos semanas repitiéndome que- como el marino de Mishima- había perdido la gracia del facebook (el marino perdía la del mar, pero después de todo lo que está moviendo la red de Zuckerberg, yo no dudo de la inmensidad de este océano ni de la longitud de su horizonte).
Nueve meses en el turno de oficio.
Quince años sin escuchar compulsivamente a los Beach Boys.
Y esta tarde, por culpa de una de esas películas de domingo entre las mantas, mis lagrimones caen sobre los suplementos de los periódicos, bailo descalza por el comedor- al ritmo del limbo rock- y pienso cuánto me equivocaba al tomarme en serio (son tantas que no las puedo contar).
Todo eso de golpe.
Además se me ha borrado el esquema de lo que quería escribir.
Tres lagrimillas desdibujan las teclas.
Mi blog es un bluf.
Pero podría contarte la película de esta tarde de un tirón, con cada uno de sus colores y sería capaz de repetirla frase a frase. Debo ser idiota.
Mientras, concluyo: enero huele a vainilla o al agua que rompe un velero recorriendo la polinesia.
Badilai, arupa-ei.
Quiero ser tan adolescente como Drew Barrymore. Como lo es la niña de las coletas de ET- dos películas que marcaron mi infancia: "ET" y "El lago azul", maldita Brooke- en "50 primeras citas". Lo sé: no es cine clásico. Ni dogma. Ni Moretti. Ni Berlanga. Ni David Lynch. Ni Wong Kar Wai. Tampoco Bergman. Y qué.
Cómo me gustan las cosas que me emocionan sin que lo haya leído en un manual. Las sorpresas.
El brillo en los ojos que solo despierta la primera vez.
Sé quién eres.
Salir corriendo.
Otra primera vez.
Hace años, en versión española, ví una película en la que Miguel Ángel Solá interpretaba a un enfermo mental recluído en un sanatorio con un síndrome parecido al de Korsakov (¿o era el de Korsakov?). Se llamaba así :"Sé quién eres". Por culpa de un trauma la memoria del argentino había quedado detenida años atrás y solo duraba unos minutos. El tiempo exacto que tenía una ilusión. La pantalla estaba llena de grises porque transcurría en Galicia (este detalle es importante, ya veréis por qué) y hasta la piel del actor carecía de brillo. Sin embargo, de repente la trama iluminaba todo (hasta la lluvia del norte) cuando llegaba una psiquiatra al hospital- Ana Fernández, con coleta- y Mario, el enfermo con lagunas en la percepción, se enamoraba de ella. Entonces los ojos de Solá emitían un destello intensísimo y con una voz que parecía arrancar del estómago le confesaba, así, sin venir a cuento:
"Sé quién eres".
Ana Fernández temblaba, bajaba la cabeza y con mucho miedo (el mismo que sentimos todos al ser descubiertos, reconocidos) sonreía. Seguía su visita médica por el sanatorio y la imagen se oscurecía. Solá la perdía de vista y la olvidaba. Quedaba sumido en la negrura, donde no existen palabras como escaleras. Al cabo de unos minutos la encontraba de nuevo y se convertía en el conde de Montecristo, escapaba de la prisión de su cerebro y sentía el vértigo del enamoramiento.Volvía a mirarla a los ojos y con todas sus vísceras en la garganta le repetía: "Sé quién eres".
Solo eso.
Desde aquella película mi fórmula matemática es la siguiente:
"Sé quién eres"= adn del amor.
Amor= reconocimiento.
Reconocimiento=viaje.
Viaje=salto-miedo.
Te he reconocido. "Aunque fueras un pez", como escribía Esther Tusquets. Te reconocería en cualquier parte. Y esa certeza me asusta.
En la película de esta tarde Henry (Adam Sandler) se enamora de Lucy (Drew Barrymore, con nombre de balancín y limonada) pero ella sufre un accidente y le olvida por un síndrome ficticio que llamaron "síndrome de goldfield" (el camino amarillo que nos llevará a Oz), por lo que él decide que ella se enamore todos los días de él hasta que le recuerde. Henry inicia un viaje todas las mañanas con un destino: conseguir que ella le reconozca, que venza sus miedos. Repetir hasta el infinito esa primera vez.
Drew Barrymore desayuna gofres: con las sobras hace tiendas de indios. Él se inventa mil trucos para llamar su atención. Construye puertas giratorias con palillos para sus tipis. Cada mañana cuando la aborda y finge sorpresa detrás de una camisa hawaïana inventa una primera vez. Ella siempre lleva la misma camiseta fucsia.Hasta que un día recuerda.
Le reconoce y tiene miedo.Por eso, se aleja.
Sucede algo parecido en la película de Solá, aunque esta parta de la situación contraria y que algo es muy similar también a lo que le ocurre a Jim Carrey en "Olvídate de mí", cuando se empeña en mantener vivos sus recuerdos en el interior de Kate Winslet.
Cuando alguien toca nuestro "interior" sentimos miedo.Es difícil decirlo, pero asumirlo cuesta más.Fijénse, esta tarde en la que he bailado a los beachboys sin sentido del ridículo me cuesta encontrar la palabra justa para señalar ese hueco. No me sirve solo "la memoria" y a veces, no le encuentro suficiente espacio en "el corazón". Me pregunto dónde se guardan las emociones (ask punset, pleaseeee; él afirmaba que en el cerebro, si no recuerdo mal) y por supuesto, quisiera saber si existen, en esa especie de planeta interno- un marte rojizo orbitando alrededor de nuestras costillas- diferentes capas de percepción: una para el afecto- sial- otra para el cariño- sima- y tal vez alguna para algo más descarnado, el amor.
"Me besaste hasta el núcleo" suena fatal.Y sin embargo.
Mójense y mándenme cincuenta maneras de describir el primer beso.O de la primera vez que hiciste (hicieron: más de dos son ustedes) el amor.
Cuéntame cómo.
A mí me falta lenguaje. A veces escondo esa zozobra tras una canción.O la recupero entre las manos.
Tiemblo con ese código genético.¿Dónde se encuentra?¿Cómo se llama?¿Qué podemos hacer para recuperarlo?
Aloha.
Orsai.
Sostengo en mi regazo, mientras escribo, el número uno de la revista Orsai. Los reyes magos se liaron con las copas la noche del Roscón y olvidaron dejar un paquete en mi casa. De ahí mi natural mosqueo con los tres funcionarios. A ver. Mi agnosticismo tiene sus límites, no me jodan, por favor. Pero afortunadamente lo han reparado y hace dos días-tachánnnn,en primicia, y gracias al espíritu de sus redactores también disponible en pdf- dispongo del primer ejemplar de lo que parece ser un vicio: la revista Orsai. Basta con pulsar aquí para sumergirse en este jardín de las delicias del 2011: http://orsai.es/n1/.Pero debo reconocer que para fetichistas como yo el papel es otra cosa. Pero, ajá. Papel rima con piel: algo significará.
Los argentinos jugaron conmigo desde el principio. Ya en la editorial proponían una perversión: oler la revista. Zambullirse en el papel. Leer despacio como si nos hubiéramos quedado sin oxígeno. Así decían los muy tramposos:
"En el fondo, y con la mano en el corazón, no tiene sentido que hayas comprado esta revista. Pero ya que hiciste el esfuerzo, que te sirva para algo acercà la nariz y pasá el pulgar por sus páginas. Si el aire te devuelve un olor, mezcla de celulosa y de tinta, presta atención a ese olor. La primera o segunda vez que huelas la revista no vas a sentir nada, ninguna emoción...[] Ojalá que cuando pase el tiempo y huelas estas páginas- que estarán ajadas y viejas-el olor te recuerde que había cierta honestidad en el aire, y que se podía soñar con una revista. Que te recuerde una época, muy intensa y rara, en la que diez mil ochenta veinticuatro lectores se comunicaron con alegría. Sin nadie en el medio."
Yo lo hice y me atrapó ese olor.Era cierto, lo es.Es una época muy intensa, muy rara.El comedor huele a jazmín, mi habitación a vainilla.No dejo de repetirlo. Ayer pasé el pulgar y el índice, la palma de la mano entera por sus páginas; acaricié el estudio de AFM sobre uno de mis mitos, Henry Darger, el hombre que escondió una epopeya del cielo en un sótano; temblé con los dibujos de Horacio Antuna. Llevo dos días aprendiéndome sus páginas con la misma ilusión con la que observaba mis cuentos infantiles. Me dormí la siesta abrazada a ella. Hoy me la he llevado al Voramar, para el desayuno.
Al final de la mañana he vuelto a caer en su juego y nos he fotografiado: el sol, la revista, un cactus, las gatas (he conseguido que posaran las dos), el trozo de mar que se atisba desde mi balcón y el frío de un domingo de enero.Mi imagen,congelada dentro de una caja de pizza (los de Orsai tienen un horno de verdad, para que no falten cuatro estaciones en sus sobremesas),ha viajado para allá. En un click ha cruzado el atlántico.
Me deslumbra pensar cómo conviven dos sensaciones tan dispares en doscientas y pico páginas:
- La inmediatez de esta actualidad.
- La eternidad del olor de un libro.
Me cortocircuito de la emoción.Vuelvo a ese código genético.
Así comienzo un viaje de presente, sin peso, por un camino de baldosas amarillas. Sé que no voy a olvidar ese sitio en el que guardo la primera vez. Llevo mis zapatos rojos. Me esperan mañanas de juzgado y pasillos. Y sin embargo, viajo en busca de otro color, de un azul casi luz, como en la canción de la Costa Brava.Es como dormir en el techo.
Aloha con suspiro.
No sé si los de Pantone tendrán el código de ese color.