martes, 30 de noviembre de 2010

El tema de Lara

Yuri escribe mientras Lara duerme. El cristal de la dacha está roto y fuera  hay un blanco infinito. Cubre sus manos con unos mitones que no abrigan y tiembla mientras observa el delicado rostro de ella iluminado por el resplandor de la nieve. Suena el tema de Lara de fondo- yo lo tengo enjaulado en un tiovivo,  para alegrar tu silencio- y su caligrafía sangra tinta.
Siempre he querido vivir esa escena de Dr.Zhivago: dormir como Julie Christie y descubrirte escribiendo al abrir los ojos. Quedarnos abrazados entre las mantas desafiando el presente, el pasado y el futuro con una sola cosa a la que agarrarme: tus manos. O ser Omar Shariff y desollarme los dedos trasladando al papel los cuentos que te susurro mientras duermes. Pintarte un mapa en la espalda y que sea nuestra Mágina- o tu Macondo- y que encontremos el camino a ese palacio de hielo en el que daremos la espalda a la revolución.
Por eso cada vez que llega el frío busco jerseys que me conviertan en Lara. Imagino que más allá de la avenida de Lidón, justo donde empiezan a formarse los bancos de bruma, hay una casa deshabitada que nos espera. En ella tú me peinaras los miedos y yo aligeraré las prisas. Una casa de finales del XIX, con azulejos de un azul intenso o de un verde cobalto, con un piscina vacía llena de plantas, pinos que oculten el camino hasta la puerta y una pista de tenis en la que crecieron anisetes y en la que, al caer la tarde nos sentaremos a escuchar las voces de los niños que jugaron al frontón.
    El frío se convierte en un motivo para volver a algunos costumbres. Para instaurar otras. Aprendo a hacer lentejas y retomo el blog. No sé bien por dónde empezar. Mis dedos dan volteretas. He estado cinco semanas rayando la moleskine sin pensar. He intentado llenarme de todas las cosas que eché de menos este verano: desayunos en Voramar, risas, comidas improvisadas, gente nueva, reencuentros. No he conseguido terminar ni uno solo de los libros que he empezado. He ido del trabajo a casa y de casa a quién sabe dónde me llevaba la jinkana de cada tarde. He empezado a ser feliz otra vez. Feliz de una manera extraña, sin un motivo concreto ni grandes explosiones de alegria. Feliz en espacios pequeños.
  Ahora busco entre los cajones esos guantes con los que me sentaba a escribirte cuando tú no me leías.Cuando me los ponga seguro que escucharé el tema de Lara.


PS: Hoy hay q leer el post de Isaac, en Tentari. Dan ganas de fugarse a su biblioteca.

domingo, 28 de noviembre de 2010

The girl with the mousy hair

Recoge su cinturón del suelo aunque no haya amanecido entre sus brazos. No encuentra los calcetines ni en la pobreza ni en la enfermedad, ni en la angustia ni en la calma de otra de sus ausencias, ni en las canciones mexicanas, ni en los salmos que preceden a los padresnuestros. Una vez más desayuna sola y con sorbos de té aumenta el hueco que preside la mañana de otoño a la que ha llegado el frío. Sin embargo, pese a los termómetros y las bufandas que cuelgan de los árboles, Paris arde sin sus abrazos y ya no sabe a fiesta (ni a novela de Vila Matas) sin su olor,
o sin:
su aliento,
sus reproches,
sus gritos de socorro.
O sin su respiración, que ella escucha aunque él viva en el otro lado del planeta. Así que, se precipita sobre otro domingo, con urgencia: se ducha, sale a comprar el periódico, twittea, pierde una hora en la lavandería, compra un croissant y llena con las migas un sobre en el que meterá hojas y hojas en blanco, como si él aguardara una señal o fuera a presentarse sin billete de vuelta. Entre mañana y desasosiego, tres llamadas a las que él no responderá.
Y todo junto,
con una cucharada generosa de pimentón
se cubre de agua. Así hierven los recuerdos y ella suda entre versiones de Bowie y nubes de orfidal ("No me riñas, myway"). Dobla la ropa y sus jerseys llenos, como sus notas, de bolas de puntos. Frases que no sabe remendar. Entre rayas francesas y los labios fruncidos sobre una copa de bourgogne sumerge sus ganas de ser un personaje de Fogwill. Entre lentejas imagina que es el principio de “Muchacha punk” y que se mete entre los pliegues de su piel como aquella vez que hicieron el amor en diciembre de 1978. Ya en la siesta, columpiándose en el eco de la bossanova, fantasea: es un molusco, un virus entre sus dedos que se inflama debajo de las mantas.
Hay mucho de melodramático en sus gestos aunque parezcan pausados, también en la manera de caminar al final del día e incluso en la diligencia con que se ha puesto a cocinar a primera hora de la mañana. Lo sabe. Por eso no ha vuelto, por eso no se atreve a moverse y cuando llega a esa plaza, su favorita, se queda mirando entre la gente con guantes que la empujan esa tarde, pero que no puede decirle nada. Porque ni sus amigos, ni los guisos nostálgicos, ni las canciones le han dicho cómo debe mover el cuello en esa esquina tan áspera, demasiado fría para que él vuelva a besarla.
No sabe seguir. Por eso camina al final de la tarde, cabizbaja, con el pelo castaño flotando entre las hojas, y de vuelta a casa, vuelve a escuchar ese disco antiguo y se pregunta- aunque ya ha adivinado la respuesta- si algún día habrá, aunque sea un eclipse, vida en Marte.