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martes, 16 de octubre de 2018

Tú ajeno y pensativo miras todo

Giacomo Leopardi

(Recanati, Italia, 1798-Nápoles, id., 1837) 



Canto xi. El gorrión solitario

Desde la cima de la antigua torre,
solitario gorrión, hacia los campos
cantando vas hasta que muere el día;
y la armonía corre por el valle.
La primavera en torno
brilla en el aire y en el campo exulta,
tal que al mirarla el alma se enternece.
Escuchas los balidos, los mugidos;
las otras aves juntas, compitiendo
dan alegres mil vueltas por el cielo
libre, y celebran su estación mejor:
tú ajeno y pensativo miras todo;
sin volar, sin amigos,
del juego huyendo y sin cuidar del gozo;
cantas, y así atraviesas
la flor más bella de tu edad y el tiempo.

¡Oh cuánto se parecen
nuestras costumbres! Risas y solaces,
dulce familia de la edad temprana,
ni a ti, amor, de los jóvenes hermano,
suspiro acerbo de provectos días,
busco, no sé por qué; y es más, de ellos
casi a lo lejos huyo;
casi solo, y extraño
a mi lugar natal,
paso de mi vivir la primavera.
Este día que ahora ya anochece,
celebrar se acostumbra en nuestra villa.
Se oye el son de una esquila en el sereno,
se oyen férreos cañones a lo lejos,
atronadores de una aldea en otra.
Toda la juventud
con los trajes de fiesta
deja las casas, corre por las calles;
y mira y es mirada, y su alma ríe.
Yo saliendo a los campos
en soledad por tan remota parte,
todo deleite y juego
para otro tiempo dejo; y al tender
la vista al aire ardiente,
me hiere el sol, que tras lejanos montes
se disipa al caer, como diciendo
que la dichosa juventud desmaya.

Cuando a la noche llegues, solitario,
del vivir que los astros te concedan,
en verdad tu conducta
no llorarás; pues da naturaleza
todos vuestros anhelos.
A mí, si el detestado
umbral de la vejez
evitar no consigo,
cuando mudos mis ojos a otros pechos,
ya ellos vacío el mundo, y el mañana
más tétrico y tedioso que el hoy sea,
¿qué me parecerá de tal deseo?
¿y qué estos años míos? ¿Qué yo mismo?
¡Ay, me arrepentiré, y frecuentemente
hacia atrás miraré, mas sin consuelo!

Traducción de Antonio Colinas 

jueves, 27 de julio de 2017

Y de la condición humana lo consuelan

Giacomo Leopardi

(Recanati, Italia, 1798-Nápoles, id., 1837)

Canto nocturno de un pastor errante de Asia

¿Qué haces tú, luna, en el cielo? Dime, ¿qué haces,  silenciosa luna?  
Sales de noche, y vas,  
contemplando los desiertos; luego te escondes.  
¿Aún no estás contenta   
de recorrer las sempiternas vías?  
¿Aún no te has cansado, aún te gusta   
contemplar estos valles?  
Se asemeja a tu vida  
la vida del pastor.  
Sale con el alba;  
conduce el grey por el campo, y ve  
rebaños, fuentes y praderas;  
luego agotado reposa por la noche:  
no espera nada más.  
Dime, ¡oh luna!: ¿A qué le sirve  
al pastor su vida,  y a vosotros la vuestra? 
dime: ¿A dónde lleva  mi breve vagar,  
y tu camino inmortal?  

Viejecillo, canoso, enfermo,
harapiento y descalzo,
con una carga pesadísima en los hombros,
por montes y valles,
por peñascos, parameras, matorrales  
al viento, en la tormenta, y cuando arde  
la hora, y cuando luego hiela,  
se va, corre, ansía,  
cruza charcos y torrentes,  
cae, se levanta, se apresura aún más,  
sin pausa ni reparo,  
herido, ensangrentado; hasta que llega  
allí donde el camino,  
y donde el tanto fatigar destino encuentran:  
Abismo hórrido, inmenso,  
donde él precipitando, todo lo olvida  
Virgen luna,  tal 
es tu vida mortal.     

Nace el hombre a duras penas  
y es un riesgo de muerte el nacimiento.  
Siente pena y tormento  
como primera cosa; y desde el principio  
la madre y el padre  
lo consuelan por haber nacido.  
Después, mientras crece,  
el uno y el otro lo sostienen, y así siempre  
con actos y con palabras  
se esfuerzan de darle ánimo  
y de la condición humana lo consuelan:  
no hay otro oficio más grato  
para los padres que cuidar a su prole.  
¿Por qué dar vida,   
por qué mantener en vida  
a quien habrá que consolar por ella?  
Si la vida es desdicha  
¿Por qué la soportamos?   
Intacta luna, tal   
es el estado mortal.  
Mas tú mortal no eres,  
y tal vez de mi decir poco te importa.     

Tú, solitaria, eterna peregrina  
acaso entiendas, tú, tan pensativa  
este vivir terreno,  nuestro padecer, el suspirar, lo que es;  
que sea esto morir, este supremo  
palidecer del semblante,  
y perecer de la tierra, y desvanecer  
de aquellos que amábamos y que nos amaban  
Y tú cierto comprendes  
el porqué de las cosas, y ves el fruto  
del día, de la noche  
del tácito, infinito andar del tiempo.  
Tú sabes, sin duda, a cuál dulce amor suyo  
ríe la primavera,  
a quién es útil el ardor, y qué procura  
el invierno con sus hielos.  
Mil cosas sabes tú, 
miles descubres,  
que están ocultas al humilde pastor.  
A menudo, cuando te miro  
estar tan muda sobre el desierto llano,  
que en su lejano horizonte, se une con el cielo;  
o bien con mi rebaño  me sigues viajando poco a poco;  
y cuando miro en el cielo arder las estrellas;  
digo dentro de mí:  
¿Para qué tantas luces?   
¿Qué hace el aire infinito, y la profunda   
serenidad infinita? ¿Qué signifíca esta  
soledad inmensa? ¿Y yo qué soy?  
Así hablo a mí mismo: y del universo  
ilimitado y soberbio,  
y de la innumerable familia;  
luego de tanto afanarse, de tantos movimientos  
de cuerpos celestes, de cada terrena cosa  
que giran sin detenerse  
para volver siempre al punto de partida;  
ninguna utilidad, ningún fruto  
sé adivinar. Mas tú por cierto,  
jovencita inmortal, todo lo sabes.  
Esto yo sé y comprendo  
que de los eternos movimientos,  
que de mi frágil existencia  
algún beneficio o placer  
otros hallarán; para mí la vida es dolor.  

¡Oh rebaño mío qué feliz reposas,   
que tu miseria, creo, no conoces!  
¡Cuánta envidia te tengo!  
No sólo porque de afanes  
casi libre vas;  
que cada dificultad, cada sufrimiento  
cada miedo extremo de inmediato olvidas;  
y porque el tedio jamás lo pruebas.  
Cuando te tumbas a la sombra, sobre el prado  
estás quieta y contenta;  
y gran parte del año  
lo transcurres así sin aburrirte.  
Yo también me siento sobre el prado, a la sombra,  
pero un pensamiento me agobia  
la mente, y un aguijón me roe  
así que, aún sentado, estoy lejos más que nunca  
de encontrar paz o descanso.  
Y nada deseo,  
y hasta ahora ninguna razón de llanto tengo.  
Lo que tú goces o cuánto,  
no sé decir; pero tú afortunada eres.  
Yo poco feliz me siento,  
¡oh rebaño mío, ni de esto sólo me lamento.
Si tú pudieses hablar, yo te preguntaría:
dime: ¿Por qué yaciendo
sin cuidado y ocioso,
todo animal descansa
mas si yo reposo, el tedio me asalta?

Tal vez, si tuviera alas
para volar sobre las nubes
y contar las estrellas una a una,
o como el trueno errar de cumbre en cumbre,
más feliz  sería, dulce rebaño mío,
más feliz  sería, cándida luna.
O tal vez, equivocado está,
considerando el destino de otros, mi pensamiento;
tal vez en toda forma, en todo 
estado que se encuentre, en una cueva o en una cuna,
funesto es a quien nace el día del nacimiento. 

Traducción de Marcela Filippi P.

miércoles, 25 de enero de 2017

Y mi corazón no se asusta

GIACOMO LEOPARDI

(Recanati, Las Marcas, Italia, 1798-Nápoles, id., 1837)



Canto XVI: La vida solitaria   

La lluvia matinal, cuando las alas
batiendo, salta alegre la gallina 
en la cerrada estancia, y el labriego
sale al balcón, y la naciente aurora
vibra su rayo trémulo, esmaltando
las transparentes gotas, en mi albergue
dulcemente llamando, me despierta.
Salgo, y la leve nubecilla, el canto
primero de las aves, la aura grata
y de las playas la quietud bendigo.
Harto os he conocido, infaustos muros
de la ciudad, en donde el odio sigue
y acompaña al dolor: ¡que en la desgracia
vivo y he de morir, quizás en breve!
Un resto de piedad tienes, Natura,
para mí en estos sitios ¡ay! un tiempo
más compasivos a mi mal. Tú apartas
del triste la mirada, y desdeñando
los dolores y afanes, a la reina
Felicidad te humillas. El que sufre
no halla en cielo ni tierra amiga mano,
ni otro refugio encontrará que el hierro.

Tal vez me asiento en solitaria parte,
sobre una altura que domina un lago
coronado de plantas taciturnas;
allí, cuando al cenit radiante asciende
el sol, refleja su tranquila imagen,
y ni hoja o yerba se conmueve al viento; 
no se ve ni se siente a la redonda
encresparse las olas; ni su canto 
entonar la cigarra; ni las plumas
el pájaro agitar entre las hojas, 
o retozar la mariposa leve.
Calma profunda envuelve aquella orilla, 
donde yo, inmóvil, reposando, casi 
del mundo odioso y de mi ser me olvido; 
y pienso que mis miembros se desatan,
que se extingue el sentir y que mi antigua 
calma con la del sitio se confunde. 

¡Amor, amor! ha tiempo abandonaste 
este mi corazón, que antes ardía 
hasta abrasar. Con su aterida mano 
oprimiole el pesar, y en duro hielo 
en la flor de mis años, convirtiose.
Acurdome del tiempo en que viniste 
a habitar en mi pecho. Era aquel dulce 
e irrevocable tiempo, cuando se abre
al ojo juvenil la triste escena
del mundo, cual soñado paraíso.
El tierno corazón ledo palpita
de virgen esperanza y de deseos,
y se lanza a la acción, como pudiera
al juego y a la danza. Mas tan pronto
como pude entreverte, la Fortuna 
mi existencia rompió, y a mis pupilas
tocó por suerte sempiterno lloro.
Si alguna vez por los abiertos campos
en la callada aurora, o cuando brillan,
al sol techos, collados y llanuras
miro de hermosa jovenzuela el rostro;
si alguna vez, en la serena calma
de estiva noche, el paso vagabundo,
de la ciudad en derredor guiando,
la hosca tierra contemplo, y de afanosa
niña, que activa nocturnal faena,
oigo sonar en la apartada estancia
el canto melodioso, se conmueve
mi corazón de piedra; pero torna
pronto el férreo sopor, que es ¡ay! extraña
toda suave emoción al pecho mío.

Oh cara luna a cuya luz tranquila
danzan las liebres en el bosque, dando
enojo al cazador, que a la mañana
halla intrincadas las falaces huellas
que del cubil lo alejan: ¡salve, oh reina
benigna de las noches! Importuno
entra tu rayo por selvosos riscos
o en ruinoso edificio, iluminando
el puñal del ladrón, que escucha atento
fragor de ruedas y de cascos duros
y rumor de pisadas en la vía,
y saliendo de pronto, con estruendo
de armas y roncas voces, y el ceñudo
aspecto, hiela al tímido viandante
a quien desnudo y semivivo, deja
entre las piedras. Importuno baja
también tu blanco rayo a las ciudades
sobre el vil corruptor que se desliza
de los muros al pie, y en las espesas
sombras se oculta, y párase y se asusta
de la luz que difunden los abiertos
balcones. Importuno a los malvados,
a mí siempre benigno, tu semblante
aquí será, do sólo me descubres 
risueñas cuestas y espaciosos campos. 
En otro tiempo, lleno de inocencia, 
tus bellos rayos acusar solía, 
cuando me denunciaban de los hombres
a la mirada, en la ciudad, o cuando 
ver me dejaban el humano aspecto.
Ora celebrarelos, ya te mire 
envolverte entre nubes, ya serena 
dominadora del etéreo campo,
esta morada mísera contemples. 
A menudo verasme, solo y mudo, 
errar por bosques y por verdes ribas, 
o yacer en la yerba, satisfecho,
si aún el poder de suspirar me queda. 

Versión de Antonio Gómez Restrepo
**
Canto XII: El infinito

Siempre me fue querida esta colina yerma,
y este seto, que de tanta parte
del último horizonte la mirada excluye.
Pero sentándome y mirando, los interminables
espacios más allá de él, sobrehumanos
silencios y profundísima calma
en el pensamiento represento; donde por poco
el corazón no se amedrenta. Y como el viento
oigo susurrar entre las plantas, aquel
infinito silencio a esta voz
voy comparando: y me recuerda lo eterno
y las estaciones muertas, y la presente
y viva, y su sonido. Así en esta
inmensidad se ahoga el pensamiento mío:
y me es dulce el naufragar en este mar.


Versión de Jorge Aulicino

viernes, 28 de agosto de 2015

Hoy me parece un juego

GIACOMO LEOPARDI

(Italia, 1798-1837)

La razón es enemiga de toda grandeza: la razón es enemiga de la naturaleza; la razón es pequeña. Las cosas que llamamos grandes suelen salirse de lo ordinario y como tales entrañan cierto desorden: pues bien, la razón condena ese desorden.
**
Canto xxvi.

 Dulcísimo, potente
         dominador de mi profunda mente:
         terrible, pero caro
         don del cielo, consorte
       a mis lúgubres días,
         pensamiento que a mí frecuente tornas.

             De tu natura arcana
         ¿quién no discurre? Su poder ¿qué humano
     no sintió? Empero, siempre
         que, en decir sus efectos,
         el sentir espolea la lengua humana,
         nuevo escuchase aquello que razona.

     ¡Cómo desierta queda
         mi mente desde cuando
         tú la tomaste toda por morada!
         Y veloces en torno como el lampo
         mis otros pensamientos
     se disolvieron. Tal como una torre
         en campo solitario,
         estás solo, gigante, en medio de ella.

             ¿Qué devienen, fuera de ti solo,
     toda obra terrenal,
         toda entera la vida a mi mirada?
         ¡Qué intolerable tedio
         los ocios, los comercios,
         y de vano placer la espera vana,
     a lado desa dicha,
         dicha celeste que de ti me viene!

             Cual desde nudas piedras
         del rocoso Apenino
     a un campo verde que sonríe lejano
         vuelve ansiosa la vista el peregrino;
         así del seco y áspero
         mundano conversar, ardientemente,
         casi a gayo jardín, a ti retorno,
     y estar contigo aviva mis sentidos.

             Paréceme increíble
         que la vida infeliz y el necio mundo
         asaz por largo tiempo
     sin ti ya soporté;
         y comprender no puedo
         que por otros deseos,
         a ti no semejantes, se suspire.

         Jamás desde que supe
         esta vida qué es, en carne propia,
         temor de muerte no oprimió mi pecho.
         Hoy me parece un juego
         la que el inepto mundo,
     loando a veces, aborrece y teme,
         necesidad extrema;
         y si peligro amaga, con sonrisas
         me pongo a contemplar sus amenazas.

         A los cobardes siempre, y a las almas
         abyectas y mezquinas
         di mi desprecio. Hoy punge todo acto
         indigno mis sentidos;
         mueve a desdén el alma todo ejemplo
     de la humana vileza.
         A esta edad soberbia,
         que de esperanzas vanas se alimenta,
         no amante de virtud, mas de palabras;
         loca, que lo útil pide,
     y que inútil la vida
         así cada vez más no ve tornarse;
         me siento superior. De los humanos
         juicios me burlo; y al voluble vulgo
         al bel pensar infesto,
     digno despreciador tuyo, detesto.

             A aquél del cual procedes,
         ¿cuál afecto no cede?
         Es más, ¿cuál otro afecto,
     sino aquél, tiene sede en los mortales?
         Avaricia, soberbia, odio, desprecio,
         de honor afán, de reinos,
         ¿qué son, sino apetitos
         en parangón con él? Sólo un afecto
     vive en nos: sólo uno,
         prepotente señor,
         al cor humano dio la ley eterna.

             Valor no tiene, ni razón la vida
     salvo por él, por él que al hombre es todo;
         sola disculpa al hado,
         que a los mortales en la tierra puso
         a tanto padecer sin otro fruto;
         sólo por él a veces,
     a la gente no estulta, al ser no vil,
         la vida que la muerte es más gentil.

             Para tus goces, dulce pensamiento,
         sentir humano afán,
   y soportar por años
         esta vida mortal, no me fue indigno;
         y otra vez tornaría,
         así cual soy en nuestro mal experto,
         hacia tal fin a comenzar mi curso:
   que, entre arena y serpientes ponzoñosas
         tan cansado jamás
         por el mortal desierto
         no vine a ti, que estas nuestras penas
         no creyera que tanto bien venciese
   ¡Qué mundo así, qué nueva
         inmensidad, qué paraíso es ése
         donde a menudo tu estupendo encanto
         parece que me eleva! A donde yo
         bajo otra luz, que no la usual, errando,
   mi estado terrenal
         y toda la verdad doy al olvido.
         Tales son, creo, los sueños
         de los dioses. En fin, tan solo un sueño
         que en mucha parte todo lo embellece
   eres, dulce pensar;
         sueño y mostrado error. Si bien divina
         entre hermosos errores
         natura tienes; pues tan viva y fuerte,
         que contra la verdad porfiando dura,
   ya veces se le iguala,
         tan solo disipándose en la muerte.

             Y tú por cierto, oh pensamiento, solo
         tú vital a mis días,
   causa dilecta de ansias infinitas,
         serás conmigo a un tiempo en muerte extinto:
         que en mi alma por vivos signos siento
         que perpetuo señor me fuiste dado.
         Otros gentiles sueños
   solía su real aspecto
         siempre debilitar. Cuanto más vuelvo
         a contemplar a aquélla
         de la cual razonando voy contigo,
         crece aquel gran deleite,
   crece aquel gran delirio en que respiro.
         ¡Angelical beldad!
         A doquiera que mire rostros bellos,
         paréceme que todos falsamente
         imiten a tu rostro. Única fuente
   de toda la hermosura,
         y única beldad tú me pareces.

             Desde que te miré por vez primera,
         ¿de cuál mi grave cuita último objeto
   no fuiste tú? ¿Cuánto pasó del día,
         que no pensara en ti? En mis ensueños
         tu soberana imagen
         ¿cuántas veces faltó? Bella cual sueño,
         angélica semblanza,
   en la terrena estancia,
         y altas vías del universo entero,
         ¿qué pido más, qué espero
         contemplar, más hermoso que tus ojos,
         tener, más dulce que tu pensamiento?

De Giacomo Leopardi. Cantos, UNAM.
Traducción de José Luis Bernal
***

1– Eso que corrientemente se dice, que la vida es sólo una representación escénica, se verifica todo en esto, en que el mundo habla constantemente de una manera y obra constantemente de otra. Pero ocurre que la representación de esa comedia, en la que hoy todos son actores, porque todos dicen lo mismo y casi no hay espectadores, al no engañar el vano lenguaje del mundo más que a los niños y a los tontos, se ha vuelto enteramente inútil, un aburrimiento y un fastidio sin causa. Así pues, sería empresa digna de nuestro siglo la de convertir de una vez la vida en un acto no simulado, sino verdadero, y la de conciliar por primera vez en el mundo la famosa discordancia entre palabras y hechos. La cual, dado que los hechos, por experiencia y suficiente, se reconocen inmutables, y porque no procede que los hombres se afanen más en buscar lo imposible, cabría lograrse con ese medio que es, a un tiempo, único y muy sencillo, aunque no se haya probado hasta hoy: vale decir: el de cambiar las palabras y llamar por una vez a las cosas por sus nombres.

2– No hay nadie tan plenamente desengañado del mundo, ni nadie que lo conozca con tanta hondura ni que lo odie tanto que, al notarle un rasgo benévolo, no se reconcilie un poco con él; como no conocemos a nadie tan malvado que, al saludarnos cortésmente, no nos parezca menos malvado que antes. Observaciones que valen para demostrar la debilidad del hombre, no para justificar ni a los malvados ni al mundo.

3– No hay mayor muestra de poca filosofía y de poca sabiduría que la pretensión de que la vida entera sea sabia y filosófica.

4– No basta con entender una proposición verdadera, es necesario sentir su verdad. Existe un sentido de la verdad, como el de las pasiones, los sentimientos, la belleza, etc.: que percibe lo verdadero, como se percibe lo bello. Quien la entiende pero no la siente sólo entiende lo que significa esa verdad, pero no entiende que sea verdad, porque no experimenta su sentido, es decir su capacidad de persuasión.

5– Dos o más personas personas que en un lugar público o en una reunión cualquiera rían entre ellas de modo notorio, sin que los demás sepan de qué, suscitan en cada uno de los presentes tal inquietud que todas las conversaciones se tornan serias, muchos enmudecen, algunos se retiran y los más intrépidos se acercan a los que ríen procurando que los acepten para reír con ello. Como si se oyesen estallidos de cañones en las cercanías de un lugar donde la gente estuviese a oscuras: todo el mundo huiría en desbandada, porque nadie sabe quién puede recibir el impacto en el caso de que los cañones estén cargados. La risa se granjea la estima y el respeto hasta de los desconocidos, concita la atención de todos los circundantes y entre éstos nos otorga una especie de seguridad. Y si, como ocurre, alguna vez te encuentras en un lugar donde no se te presta atención o eres tratado con soberbia o descortesía, no tienes sino que escoger entre los presentes a uno que te parezca idóneo y ponerte a reír con él de modo franco y sincero y con perseverancia, mostrando lo mejor que puedas que la risa te sale del alma; y si los hubiera que de ti se burlan; ponerte a reír más fuerte y con más insistencia que los burladores. Muy desafortunado tienes que ser si, una vez que reparan en tu risa, los más orgullosos y los más petulantes de la reunión, y aquellos que más te torcían el gesto, tras muy breve resistencia no se dan a la fuga o no acuden espontáneamente a congraciarse contigo, buscando tu conversación e incluso ofreciéndote su amistad. Entre los hombres es inmenso y terrorífico el poder de la risa: frente a la cual nadie, en su fuero interno, se siente por completo inmune. Quien tiene el atrevimiento de reír es dueño del mundo, diferenciándose poco de quien está preparado para morir.

6– Yo conocí a un niño que cada vez que era contrariado por su madre de alguna manera, decía: “sí, sí, mi mamá es mala”. Con no distinta lógica discurren sobre el prójimo casi todos los hombres, aunque no se expresen con la misma sencillez.

7– El niño es siempre franco y espontáneo y, por tanto, siempre está dispuesto y muy atento a la acción, porque a ello lo impulsan las fuerzas naturales de la edad, que él emplea en toda su amplitud, siempre que no sea deformado por la educación. Y todos observan que la timidez, la desconfianza de sí mismo, la vergüenza, en suma la dificultad para actuar, es en un niño señal de reflexión. Tal es el magnífico efecto de la reflexión: impedir la acción.

8– Quien trata poco con los hombres rara vez es misántropo. Misántropos auténticos no hay en la soledad, sino en el mundo: porque del uso práctico de la vida, y no de la filosofía, se deriva el odio a los hombres. Y si alguien que lo es retira de la sociedad, pierde en el retiro la misantropía.

9– Confesando sus propios males, por manifiestos que sean, el hombre menoscaba muchas veces su estima, y por ende el afecto que le tienen sus seres más queridos: de ahí que sea menester que cada cual se sostenga solo con brazo fuerte, y que en cualquier estado, y no obstante cualquier infortunio, mostrando de sí una estima firme y segura, dé ejemplo para que lo estimen los demás y casi los obligue a ello con su autoridad. Porque si la estima de un hombre no parte de él mismo, difícilmente partirá de fuera: y si no tiene cimientos muy sólidos en él, difícilmente podrá mantenerse en pie. La sociedad de los hombres se parece a los fluidos: cada molécula de los cuales, o burbuja, apretando con fuerza a sus vecinas por encima y por debajo y desde todos los lados, y a través de éstas a las lejanas, y siendo a su vez apretada de igual modo, si en algún punto la resistencia y la presión menguan, al instante habrá acudido hacia allí con ímpetu toda la masa del fluido y su sitio quedará ocupado por burbujas nuevas.

10– Los hombres no se avergüenzan de las injurias que cometen, sino de las que reciben. Ahora bien, para conseguir que los injuriadores se avergüencen sólo cabe corresponderles.

11– En el presente siglo se cree que los negros son de raza y de origen totalmente distintos a los de los blancos, y sin embargo totalmente iguales a éstos en lo tocante a derechos humanos. En el siglo decimosexto, cuando se creía que los negros compartían raíz con los blancos y que eran de la misma familia, se sostuvo, principalmente por los teólogos españoles que en lo tocante a derechos eran por naturaleza, y por voluntad divina, inmensamente inferiores a nosotros. Y en un siglo y en otro los negros han sido vendidos y comprados, y sometidos a trabajos forzados. Así es la ética; y así la relación que las creencias en materia de moral guardan con los actos.

12– La educación que reciben (…) quienes son educados (que no son muchos, a decir verdad), es una formal traición ordenada por la debilidad contra la fuerza, por la vejez contra la juventud. Los viejos vienen a decir a los jóvenes: apartaos de los placeres propios de vuestra edad, porque todos son peligrosos y contrarios a las buenas costumbres, y porque nosotros, que hemos gozado de cuanto hemos podido, y que todavía, si pudiésemos, gozaríamos de más, ya no podemos hacerlo debido a los años. No os debéis cuidar de vivir hoy, sino de ser obedientes, de padecer y de fatigar lo más que podáis, para vivir cuando ya no estéis a tiempo.

De Pensamientos, G. Leopardi, Pre-textos y Debolsillo.

viernes, 27 de diciembre de 2013

No sólo la esperanza, el deseo está apagado

GIACOMO LEOPARDI

(Italia, 1798-1837)

Dos versiones
A sí mismo   Canto XXVIII

Reposarás por siempre,
cansado corazón! Murió el engaño
que eterno imaginé. Murió. Y advierto
que en mí, de lisonjeras ilusiones
con la esperanza, aun el anhelo ha muerto.
Para siempre reposa;
basta de palpitar. No existe cosa
digna de tus latidos; ni la tierra
un suspiro merece: afán y tedio
es la vida, no más, y fango el mundo.
Cálmate, y desespera
la última vez: a nuestra raza el Hado
sólo otorgó el morir. Por tanto, altivo,
desdeña tu existencia y la Natura
y la potencia dura
que con oculto modo
sobre la ruina universal impera,
y la infinita vanidad del todo.

Versión de Antonio Gómez Restrepo

***

Te posarás para siempre,
corazón cansado. Murió el engaño extremo
por el que eterno me creí. Murió. Bien siento,
en nuestros queridos engaños,
no solo la esperanza, el deseo está apagado.
Pósate para siempre. De sobra
palpitaste. No valen cosa alguna
tus movimientos, ni de suspiros es digna
la tierra. Amargura y tedio
la vida, no más que eso; y el mundo es fango.
Aquiétate ya. Desespera
por última vez. A nuestro género el hado
no dio más que el morir. Te desprecia ahora,
la natura, el maligno
poder que, oculto, sobre el daño general impera,
y la infinita vanidad del todo.

Versión: Jorge Aulicino 

miércoles, 31 de agosto de 2011

Cruje el carro del viajero que sigue su camino

GIACOMO LEOPARDI

(Italia, 1798-1837)

Canto XXIV La calma después de la tormenta

Pasó ya la tormenta;
los pájaros gorjean; la gallina
ha tornado al camino
y vuelve a cacarear. Sereno el cielo
surge a Poniente, sobre la montaña;
despéjanse los campos
y aparece en el valle el claro río.
Todo pecho se alegra; en todas partes
renacen los rumores;
el trabajo prosigue.
A contemplar el cielo, el artesano,
obra en mano, cantando,
asómase a la puerta;
sale la joven a coger el agua
de la reciente lluvia;
repite el verdulero
de camino en camino
el cotidiano grito.
He ahí el sol que retorna y que sonríe
por pueblos y colinas. Los balcones
y las terrazas abre la familia;
en el sendero escúchase a lo lejos
tintinear de esquilas; cruje el carro
del viajero que sigue su camino.

Todo pecho se alegra.
¿Cuándo tan dulce y grata
es como ahora la vida?
Con tanto amor, el hombre,
¿cuándo se da a su estudio,
torna al trabajo, o nueva cosa emprende?
¿Cuándo se acuerda menos de sus males?
Placer, de afanes hijo;
vano goce, que es fruto
del pasado temor, donde temblaba
de espanto ante la muerte
el que odiaba la vida;
donde, en largo tormento,
fría, callada y pálida,
palpitaba la gente, contemplando
desplomarse sobre ella
viento, rayos y nubes.

Naturaleza afable,
las dádivas son éstas,
son éstos los deleites
que ofreces al mortal. Salir de penas
goce es para nosotros.
Penas derramas largamente; el duelo
espontáneo surge, y los placeres
que por milagro algunas veces nacen
de los afanes, son gran suerte. ¡Humana
prole cara a los dioses! Feliz casi
si descansar te dejan
de algún dolor; dichosa
si la muerte te cura de ellos todos.

Versión de Diego Navarro
***
XXVIII. A sí mismo

Te posarás para siempre,
corazón cansado. Murió el engaño extremo
por el que eterno me creí. Murió. Bien siento,
en nuestros queridos engaños,
no solo la esperanza, el deseo está apagado.
Pósate para siempre. De sobra
palpitaste. No valen cosa alguna
tus movimientos, ni de suspiros es digna
la tierra. Amargura y tedio
la vida, no más que eso; y el mundo es fango.
Aquiétate ya. Desespera
por última vez. A nuestro género el hado
no dio más que el morir. Te desprecia ahora,
la natura, el maligno
poder que, oculto, sobre el daño general impera,
y la infinita vanidad del todo.

Versión: Jorge Aulicino
***
La retama

Y tú, lenta retama,
que de frondas fragantes
esta campiña desolada adornas,
también al cruel poder morirás luego
del subterráneo fuego,
que volviendo al lugar que ya conoce
avaro ha de extender su rojo manto
por tu fresca espesura. Indiferente
doblarás bajo el peso del destino
tu cabeza inocente:
mas hasta entonces no la habrás en vano
doblegado con súplicas cobardes
del futuro opresor, ni erguido nunca
delirante del orgullo a las estrellas,
sobre el desierto donde
lugar y nacimiento
el azar, no tu gusto, darte quiso;
que más sabía que el hombre, menos necia,
no creíste jamás que por el hado
o por ti misma eterno
tu caduco linaje fue creado.

"La retama o la flor del desierto", fragmento, en Obras, Giacomo Leopardi, trad. de Miguel Romero Martínez, Madrid, Aguilar
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char