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sábado, 16 de agosto de 2014

Es un pecado tener el alma sin cuerpo

ARSENI TARKOVSKY

(Rusia, 1907-1989)

Segundo Poema

Te esperé ayer desde el alba,
se dieron cuenta de que ya no vendrás.
¿Te acuerdas qué tiempo tuvimos?
Fue una fiesta. Yo salí sin abrigo.
Llegaste hoy, y nos han preparado
un día singularmente sombrío,
la lluvia y una particular hora tardía.
Y corren las gotas por las ramas heladas
que ni las palabras podrían frenar,
ni secar siquiera un pañuelo.
**
Cuarto Poema

El hombre tiene un solo cuerpo,
como una celda incomunicada,
el alma ya está harta
de esa envoltura apretada,
con los ojos y los oídos
de tamaño tan escueto,
con la piel -pura cicatriz-
que viste el esqueleto.
A través de la retina vuela
hacia el manantial del cielo,
hacia el eje helado,
hacia la carroza de pájaro,
y oye desde las rejas
de su prisión viviente,
el parloteo de bosques y prados,
la trompeta de los siete mares.
Es un pecado tener el alma sin cuerpo,
es lo mismo que un cuerpo sin camisa,
como si no tuviera ni obra, ni proyecto,
ningún designio, ni una sola línea.
Puros enigmas sin ninguna clave.
Pues, quién volvería hacia atrás
después de haber bailado
donde nadie bailaría jamás.
Y sueño con un alma diferente,
vestida de otra manera,
que arde, recorriendo siempre
el camino entre la timidez y la espera,
como una llamada seca, sin reflejo,
que corre al ras del suelo
y como un recuerdo, nos deja
el ramo de lilas en la mesa.
Corre, niño; no te apiades
de Eurídice desdichada,
echa rodar por el mundo
tu aro de cobre con una vara,
mientras, apenas audible
pero respondiendo a cada paso,
la tierra suena en los oídos
tan alegre y austera.

Traducción de Irina Bogdaschevski.
De El espejo
**

Elegí el siglo a mi altura.
Fuimos al sur, levantando polvaredas sobre la estepa;
las hierbas malas humeaban, el saltamontes retozaba,
tocando las herraduras con su bigote y profetizaba,
y, como monje, me amenazaba con la muerte.
Até mi destino a la silla de montar,
también hoy, en tiempos venideros,
me levanto cual niño en los estribos.

Me basta con mi inmortalidad,
para que mi sangre fluya de siglo en siglo.
Por un rincón fiel del calor bien conservado
pagaría con mi vida obstinada,
mas su aguja voladiza
me lleva por el mundo, como el hilo de Ariadna.

Traducción Enrique Turover

lunes, 11 de febrero de 2013

Até mi destino a la silla

Otras versiones y otros poemas 
de ARSENI TARKOVSKY

(Rusia, 1907-1989)

Cuando era chico una vez me enfermé
de hambre y de miedo. Se me pelaban los labios
con duras costras, y yo me los lamía. Todavía me acuerdo
del gusto que tenían, salado y frío.
Y todo el tiempo caminaba, caminaba y caminaba.
Me sentaba en las escaleras de la entrada para calentarme,
y después seguía caminando despreocupado, como bailando
al son del cazador de ratas, por la orilla del río. Y me sentaba
para calentarme en la escalera, temblando como una hoja.
Y madre que está allí regañándome, es como si
la tuviera cerca, pero no puedo subir hasta ella:
voy hacia ella, la tengo a siete escalones de distancia,
me regaña; voy hacia ella, la tengo
a siete escalones de distancia y me regaña.
Tenía mucho calor,
me desabroché el botón del cuello y me acosté en el suelo,
y entonces empezaron a sonar trompetas, golpes de luz
caían sobre mis párpados, galopaban caballos, y madre
volando sobre el camino, me regañaba
y se iba volando...

... Y ahora mi sueño es
un hospital, blanco, a la vera de los manzanos,
blanco como la sábana que tengo hasta el mentón,
blanco como el médico que me mira,
blanco como la enfermera parada a los pies de la cama
moviendo las alas. Y ahí se quedaban.
Y madre volvió, para regañarme
y se fue volando...

En Diario de poesía 67, Buenos Aires, abril-junio 2004
Trad.: S/D.
***
No volvería a casa

Bajo el corazón del pasto crece el rocío,
un niño va descalzo por el sendero,
lleva fresas en su canasto abierto.
Yo lo miro desde la ventana,
es como si en el canasto llevara el alba.
Si hacia mí se desplegara ese sendero,
si en mi mano se balanceara ese canasto,
no miraría la casa bajo la montaña,
no envidiaría otra tierra,
no volvería a casa.

Traducción: Natalia Litvinova
***
1

No creo en los presagios ni temo las
señales. No huyo de la mentira
o el veneno. La muerte no existe.
Todos somos inmortales. Todo también lo es.
No tiene sentido temer a la muerte a los diecisiete,
ni a los setenta. Sólo hay acá y ahora, y luz;
ni la muerte ni la oscuridad existen.
Ya estamos en la costa;
soy uno de esos que va a arrastrar las redes
cuando un cardumen de inmortalidad pase.

2

Si vivís en una casa –la casa no se va a caer.
Voy a invocar cualquier siglo,
después entrar en uno
y construir una casa adentro.
Por eso es que sus hijos, sus esposas
se sientan conmigo en la mesa
–lo mismo para los ancestros y los nietos:
El futuro se está llevando a cabo ahora,
si levanto un poco mi mano,
los cinco rayos de luz se van a quedar con vos.
Cada día usaba mi clavícula
para apuntalar el pasado, como con madera,
medía el tiempo con cadenas geodéticas
y marchaba a través de él, como si fuera montañas.

3

Tallé esta era para que me calce.
Caminábamos hacia el sur, levantando polvo sobre la estepa;
el pasto alto humeaba, los grillos bailaban,
pegando sus antenas a las herraduras –y profetizaban,
amenazándome con la destrucción, como monjes.
Até mi destino a la silla;
e incluso ahora, en los tiempos que vienen,
me paro en los estribos como un chico.

Estoy satisfecho con esta falta de muerte,
con que mi sangre corra de época en época.
E igual por un rincón de calor en el que soltarme
tranquilo hubiese dado toda mi vida,
cuando sea que su aguja en vuelo
me arrastrase, como un hilo, alrededor
del planeta.

Tomado de cancion-cosmica.blogspot.com.ar
**
Imagen: Vasily Perov, tomada de caminandoporasia.blogspot.com.ar

sábado, 30 de mayo de 2009

Solo, cercado por reflejos




Poesía de Arseni Tarkovski, padre del director de cine.
(tomado de La jornada)
Jorge Bustamante García, poeta y maestro de traductores, nos dice que “Arseni Tarkovski fue un poeta barroco extraviado en un tiempo extraño”.

Aunque su obra no es muy extensa, siempre vivió para la poesía. La cultivó, la padeció, la veneró, la disfrutó: miró con atención las cosas del mundo. Quienquiera que haya visto el cine de Andréi Tarkovski sabe de la influencia poética que ejerció Arseni en varias de las espléndidas películas de su hijo: en El espejo se incluyen algunos poemas del padre, lo mismo que en Nostalgia, y en el documental El sacrificio el cineasta Andréi realiza extensos monólogos sobre la poesía, con una inspiración que indudablemente recibió desde la infancia. Ante la grisura de tiempos míseros, el poeta se refugió durante largos años en la traducción de la poesía oriental: tradujo a poetas turcos, armenios, georgianos y árabes. Su propia poesía se fue dando lentamente, sin premuras, en perfecto diálogo entre el silencio y la pasión por la escritura. Estuvo condenado a escribir o no escribir y se sometió sólo a su propio ritmo interior, con largas pausas entre poema y poema, obedeciendo únicamente a una intensa necesidad interna. Pensaba sólo en alcanzar, de la mejor manera posible, los objetivos estéticos que él mismo se planteaba, y no en complacer a nadie: ni a los lectores potenciales, ni al régimen, ni a la ideología imperante. El vanguardismo, el constructivismo, la literatura por requerimiento social, todos los “ismos” fueron ajenos a su musa desde el principio. No se manifestó, en fin, como un poeta soviético, sino como un poeta ruso.

Arseni Tarkovski nació el 25 de junio de 1907 en Elizavetgrado. Su padre, Alexander Tarkovski (1862-1924), fue funcionario de un banco de esa ciudad y colaborador de algunos periódicos de provincia. Simpatizante de los revolucionarios de finales del siglo XIX, pagó su osadía con cinco años de destierro en Siberia Oriental. Fue el padre el que despertó en Arseni la pasión por la poesía. Cuando contaba apenas con siete años de edad, en 1914, lo llevó a las tertulias de los simbolistas Sologub, Balmont y Severianin. Años después el joven Arseni leyó en Leningrado sus primeros poemas a Sologub. Tras escucharlo, el maestro le lanzó a quemarropa el siguiente juicio: “Sus poemas son malos, joven, pero no se desanime: escriba y escriba, quizás algo resulte después”. Tarkovski no se desanimó y se inscribió en los Cursos Superiores de Literatura de la Unión de Poetas. Por esa época frecuentó con otros jóvenes poetas a Osip Mandelstam y se ganó la vida escribiendo crónicas judiciales para un periódico, folletines políticos para una revista y trabajando para la radio estatal de la URSS.

En 1940 conoció a Marina Tsvetáieva y tras el suicidio de la poeta escribió un ciclo de poemas en su memoria: `”Dónde está tu retumbante ola,/ Ola marina y sofocante,/ Estrella fugaz, alada amiga,/ ¿Qué fue lo que te sucedió?”. Durante la segunda guerra mundial o la Gran Guerra Patria, como suelen llamarla los rusos, fue corresponsal en el frente, recibió el grado de capitán y, como un Apollinaire de las estepas, escribió poemas bajo el zumbido de los combates. Herido gravemente, sufrió la amputación de una pierna. Después de la guerra trató a Anna Ajmátova, continuó traduciendo y se aisló con exasperación del medio literario. Tras varios intentos frustrados publicó, por fin, su primer libro: Ante la nieve, en 1962, a los cincuenta y cinco años de edad (casualmente, el mismo año en que su hijo Andréi recibe el Gran Premio del Festival de Venecia por su película La infancia de Iván).
(...)

Una observación final. Al traducir algunos de los poemas de Tarkovski, pensé sin poder evitarlo, no sé por qué, en ciertos textos de Macedonio Fernández. Hay algo en el espíritu de estos dos poetas que extrañamente los aproxima. Al menos ciertos versos. Tarkovski escribió: “No existe la muerte,/ la vida es eterna…/ sólo hay vida y luz,/ ni oscuridad ni muerte hay en este mundo”, y como si fuera un eco, Macedonio propone: “La muerte no es la nada, sino que nada es./ No hay lo opuesto a la vida; su contrario no hay.”
Arseni Tarkovski murió en 1989, en Moscú.
Jorge Bustamante García

Poemas
de Arseni Tarkovski

No creo en presentimientos, ni temo
A los agüeros. Acepto el veneno,
La calumnia. No existe la muerte,
La vida es eterna. No hay que temer
A la muerte ni a los diecisiete,
Ni a los setenta. Sólo hay vida y luz,
Ni oscuridad, ni muerte hay en este mundo.
Todos estamos a la orilla del mar
Y soy de los que eligen la red
Cuando la eternidad pasa de largo.
(1965)


Soñé esto alguna vez, lo sueño ahora,
Sé que lo volveré a soñar de nuevo,
Todo se repetirá, todo reencarnará,
Y usted soñará todo lo que yo soñé.
Allá, lejos de nosotros, lejos del mundo,
La ola una y otra vez golpea la orilla
Y en ella hay estrellas, personas, pájaros,
Realidad, sueño y muerte… en la ola eterna.
No necesito fechas: fui, soy y seré,
La vida es el mayor de los milagros.
Solo, como un huérfano, en él yo vivo.
Solo, entre espejos, cercado por reflejos
De mares y ciudades, vivo en la embriaguez.
Y la madre llorando toma al niño en el regazo.
(1974)

La casa de enfrente

Demolieron la casa de enfrente.
Los inquilinos se fueron contentos.
Llevando consigo sofás, ollas, flores,
Espejos torcidos y gatos.
El viejo miró la casa desde el camión,
Y sintió que el tiempo lo atrapaba,
Todo se quedó así para siempre.
Entonces surgió el descontento,
Un polvo seco comenzó a brillar
Lento mientras caía la noche.
En la casa quedaron sueños, recuerdos,
Esperanzas perdidas y deseos.
Demolieron todo, se llevaron los troncos.
Pero los fantasmas del pasado
De ahí no se alejaron ni un paso
Y le cantaron de nuevo al cerezo.
Bebieron vino blanco en las bodas,
Iban al trabajo y al cine.
Trasladaban ataúdes en toallas,
Se prestaban, unos a otros, dinero,
Dormían en colchones de bruma
Y arrullaban a sus primogénitos,
Mientras la áspera encía de la máquina
Lamía sus arcillas roñosas,
Y en una pata, como sobre una “T”,
La grúa giraba y giraba.
(1958)


Como hace cuarenta años,
Palpitaciones y ruidos
De pasos, una casa y un jardín,
Una vela, la mirada miope,
Que no exige ni juramento,
Ni caución. Bullicio en la ciudad.
Amanece. Llueve y una oscura
Y empapada vid silvestre
Se enrolla a la pared, huérfana,
Como hace cuarenta años.
(1969)


En el último mes del otoño,
Al final
De la amarga vida,
Colmado de tristeza,
Yo entré
A un bosque sin nombre y sin hojas.
Lo cubría por completo
El blanco cristal
Lechoso de la niebla.
por las ramas claras
Lágrimas limpias caían
Como de árboles que lloran en la víspera
De este invierno vacío de color.
Y ahí sucedió un milagro:
Al atardecer
El azul brilló en las nubes
Y un rayo vivo, como en junio, atravesó
Desde los días futuros mi pasado.
Y lloraron los árboles la víspera
Del trabajo noble y la abundancia,
De la ventisca alegre que aletea en el azul.
Los pájaros guiaban la ronda,
Como las manos que por el teclado
Urdían los acordes más sublimes.
(1978)
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char