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lunes, 9 de diciembre de 2024

Trágica obsesión

 

A David (Trevor Howard) no le gustan los cepos, ni los que usan para cazar conejos ni los figurados, como es el caso del que sospecha que alguien ha colocado a Sophie (Jean Simmons), para incriminarla en el asesinato del arrogante cazador de conejos, Hicks (Maxwell Reed), con el que la relación no era precisamente amistosa. David, hasta aceptar el encargo de catalogar las mariposas del tío de Sophie, Nicholas (Barry Jones), en una reposada casa de campo, era un agente secreto británico, al que habían despedido por solo cometer un error. Por esa dedicación está acostumbrado a que las apariencias no se correspondan con la realidad. Se siente atraído por Sophie, pero no duda por un momento de ella, como, realmente, hubiera deseado que su superior (André Morell) no hubiera considerado que, por un error, estaba incapacitado para proseguir con esa tarea, cuando David sentía que pocos agentes eran tan competentes como él. El director de esta producción británica, Trágica obsesión (Clouded yellow, 1950), Ralph Thomas, aplica a la narrativa, a partir del momento en que las pruebas circunstanciales parecen señalar a Sophie como la asesina, que deriva en la huida, y por tanto, en la persecución a la que ambos son sometidos, la correspondencia con un cepo que se cierne implacable sobre ambos, a través de una intensa dinámica narrativa, de eficaz síntesis.

Previamente, el primer guion de Janet Green ha introducido singulares aspectos, como el contraste entre la promesa de una estancia relajada, durante tres meses, en una apartada casa solariega, que a David le parece idóneo tras sus ajetreos como agente secreto, y el, en cambio, ambiente distorsionado con ciertas turbulencias, de purulencias del pasado no liberadas, alrededor de la muerte de los padres de Sophie, y cómo condiciona el influjo que supone el relato, o la advertencia de los tíos, sobre la anomalía del carácter de Sophie, como si fuera a brotar de ella algún imprevisible arrebato violento (hay que destacar que no sería extraño que Preminger se fijara en ella en esta película para ofrecerle el papel protagonista en Cara de ángel, 1952). Al respecto, es revelador el primer encuentro, cuando está ella en el salón tocando el piano (como si David se deslizara en otra dimensión). Aunque la interrogante se torna en otra, si no será que realmente sugestionan con esa idea, como indican ciertos detalles, como que su tía Jess, encarnada por Sonia Dresdel, intercambie su taza de te vacía con la aún rebosante de Sophie, para perplejidad de esta que pensaba que aún no la había consumido). Quizá está siendo manipulada por quien realmente mató a sus padres, para que ella dude de sí misma (pues no recuerda con claridad qué ocurrió la noche que murió su madre), lo que conlleva, por añadidura, la interesada manipulación de las miradas ajenas, como los policías, los cuales por ello fácilmente pensarán que Sophie es culpable del crimen del cazador de conejos, y más si sentía cierta animadversión hacia él.

Pero ese aspecto del whodunit no es el que centrará la trama, o el que más preocupe, sino la deriva física de persecución, en la que resuenan, a pequeña, o más modesta, escala, los ecos del cine Hitchcock, el de 39 escalones (1939), del que, curiosamente, Thomas realizará otra adaptación en 1959 (en la que acentuará la vertiente cómica). En el desarrollo de esa persecución cobra más relevancia la acción, con notorias secuencias de tensión (por ejemplo, en una cascada), que el perfil, o desarrollo, de los personajes, por cuanto entre ambos personajes no hay nada que dirimir dada la complicidad y confianza establecida desde un principio. Por otra parte, es como si fuera otra misión que pudiera concluir con éxito quien fue despedido por una fallida misión. Destacan en la narración un par de aspectos que dotan al desarrollo narrativo de una sugestiva extrañeza y huidiza complejidad entre líneas. Primero, la pareja que huye está formada por una mujer amnésica, por tanto que no recuerda, y un hombre que puede recordar demasiado, por los trapos sucios que conoce de la actividad de la agencia secreta. Por ello, no sólo serán perseguidos por la policía, sino por un agente gubernamental, (Shepley) Kenneth More, a quien no le preocupa realmente mucho si le captura, y que con sus apuntes sarcásticos dota de una vivaz irreverencia al relato. Y, segundo, que puede observarse como reflejo de los convulsos años de la postguerra el título original, Clouded yellow, amarillo nublado, que es un tipo de mariposa que suele realizar migraciones en masa a Gran Bretaña. David es alguien que llega, al principio, del extranjero, tras su frustrada misión, alguien prontamente desubicado en su propia tierra. Además, durante la narración, en su huida, cobra particular relevancia, colaboradora, la pareja de procedencia alemana (resalta el detalle de cómo le impacta a David verle a ella en silla de ruedas; secuencia en la que sin explicitar se hace sentir las vivencias compartidas, el peso de un pasado en gestos y miradas). Así como resulta singular el insólito breve pasaje en el Chinatown de Liverpool. La conclusión tiene lugar, elocuentemente, en un puerto, con otra lograda febril secuencia de persecución. Tras la revelación del verdadero asesino, que persigue a Sophie por el tejado de una fábrica, y la feliz conclusión para la pareja protagonista, ya quizá ambos puedan ser mariposas a las que no se les clave un alfiler.

domingo, 23 de febrero de 2020

Testigo de un crimen

Testigo de un crimen (Eyewitness, 1957), de Muriel Box, podría enfocarse como la tenebrosa pesadilla, o el siniestro reflejo, de una acre discusión marital que hace tambalear la estabilidad de la relación. El conflicto inicial doméstico es un conflicto de lo más corriente: las discrepancias sobre el planteamiento de economía doméstica, y sus priorizaciones, se amplían a los respectivos enfoques sobre otras priorizaciones, el propio ego o la consideración del otro. Jay (Michael Craig) compra una televisión sin tener en consideración la opinión de su esposa, Lucy (Muriel Pavlow), quien, molesta por esa falta de detalle, disiente también con respecto su pertinencia. Considera que es otro gasto que hipoteca su vida. Otro derroche que se preocupa de la propia película/ilusión sin tener en cuenta la trama de la realidad (cómo les va ahogar con la suma de compras a plazos: es una trampa a plazos). Jay, por otra parte, como extensión de la priorización de su capricho, también subordina sus decisiones a su imagen. Cuando ella insiste en que devuelva la televisión, Jay se niega por la imagen que proyectara por cambiar de decisión. La discusión llega a un punto de no retorno, porque nadie cede. Lucy opta por marcharse del hogar. Establece un ultimátum, es ella o el televisor (por lo que representa la decisión de mantenerlo en el hogar). A partir de ahí se inicia la siniestra pesadilla que conmociona sus vidas, lo anómalo irrumpe y pone en peligro la vida de Lucy, como su relación marital se encuentra en un punto de peligro en el que amenaza la disolución. Lucy será testigo de un robo. Perseguida por uno de los dos ladrones, será atropellada por un autobús, lo que le causa una conmoción cerebral. El relato se centrará en los intentos de acceso al hospital, donde ella es registrada inconsciente (y sin identificar), por parte de los dos ladrones para eliminar a la testigo de su infracción.
Una infracción equiparable a la del marido. Al respecto es sugerente la caracterización de ambos ladrones. Wade (Donald Sinden), sin escrúpulo alguno, a diferencia de Barney (Nigel Stock), quien, significativamente, necesita un aparato de sordera. Parecieran representar el rechazo, insensible, que ha sentido por parte de su marido, por importarle más lo que piensen los demás que lo que piense ella, y su negativa a escucharla, a tener en consideración su punto de vista, como si ella fuera un mueble más, como el televisor, al que, incluso, parece preferir. De alguna manera el relato parece la película que se genera en su cabeza, mientras yace inconsciente en la cama del hospital, el forcejeo de sus emociones, ya que, por añadidura, como contrapunto de los intentos de acceso de los ladrones, sobre todo de Wade, se relata la consolidación, o el establecimiento de cimientos de una relación marital, entre la enfermera, Penny (Belinda Lee) y su novio, un militar al que destinan a otro país, lo que implicaría una separación de un par de años. Durante esa noche sellan su amor y proyectan una vida en común. Una relación nace y se afianza, mientras intentan matarla, como ella parece sentir que, con esa acre discusión, se ha herido gravemente al amor, agriado, y sustraído, por el capricho y la pragmática del ego, la vertiente sórdida de la realidad a ras de suelo que desfigura la ilusión amorosa.
Es un planteamiento, o doble capa de relato, por un lado la peripecia externa y por otro sus implicaciones simbólicas o metafóricas, que utilizaba con particular ingenio Alfred Hitchcock, caso de La ventana indiscreta (1954), o hará David Fincher en La habitación del pánico (2002), con la equiparación de los ladrones como reflejos de las emociones en conflicto del personaje principal femenino. No hace falta evidenciar qué es real o qué es sueño e imaginación, es la construcción en capas del relato. Muriel Box orquesta con habilidad, durante su media hora final, la tensión de la peripecia externa, el progresivo asedio por parte de Wade para intentar matarla, sin que ella lo sepa, porque yace inconsciente, y en paralelo, el desconcierto del marido, que comienza a sentirse culpable, y decide averiguar si quizá su esposa haya podido sufrir un accidente, por lo que se acerca a una comisaría, es decir, vuelve a preocuparse por su esposa, más que de sí mismo (como quien apaga la pantalla de su ego; como él apaga el televisor antes de ponerse en marcha y salir al exterior en su búsqueda). El eficaz guión, que sabe jugar con figuras secundarias (el marido que ronda el hospital mientras nervioso espera el primer parto de su esposa; la paciente anciana a la que cuestionan sus reiteradas observaciones de que hay un hombre al acecho que quiere entrar en la sala), es de Janet Green, que parte de un argumento propio, como también, a excepción de la interesante The long arm (1957), de Charles Frend, en otros sugerentes previos relatos criminales, como Trágica obsesión (1950), de Ralph Thomas o Secuestro en Londres (1956), de Guy Green, su primer marido, o posteriormente en Crimen al atardecer (1959), de Basil Dearden. Con su segundo marido, John McCormick, escribiría los guiones de la excelente Víctima (1961) y Vida de Ruth (1962), ambos de Basil Dearden, y la magnífica Siete mujeres (1966), de John Ford.

domingo, 27 de enero de 2013

Michael Craig, la discreción de la sobriedad

Michael Craig, actor de ascendencia escocesa, nacido en la India, trabajó con Luchino Visconti, en 'Sandra' (1965), o en 'La estrella' (1968), de Robert Wise, junto a Julie Andrews, aunque no sean sus trabajos respectivos más reputados o exitosos. Craig quizá sea recordado, ante todo, como el protagonista de 'La isla misteriosa' (1961), de Cy Enfield. Aunque quizá quedara diluido su recuerdo por los efectos especiales, como queda ensombrecido por sus tres co-protagonistas, Terence Stamp, Monica Vitti y Dirk Bogarde, en 'Modesty Blaise' (1966), de Joseph Losey. Eso no quiere decir que no fuera buen actor, de sobria estirpe, como demostró en la excelente 'Comando de la muerte' (1958), de Guy Green, en 'Crimen al atardecer' (1959), de Basil Dearden o en 'Amargo silencio' (1960), de Guy Green. Debutó en los escenarios teatrales en 1947, y en la pantalla en 1949, con un papel sin acreditar en 'Pasaporte a Pimlico' de Henry Cornelius. Ha intervenido también en 'La dinastia del petroleo' (1957), compartiendo protagonismo con Bogarde y Stanley Baker, 'Las pícaras doncellas' (1959), ambas de Ralph Thomas, 'Cone of silence' (1960), de Charles Frend, junto a Peter Cushing, 'Cada minuto cuenta' (1960), de Sidney Hayers, 'Vida para Ruth' (1962), de Basil Dearden, 'Horas robadas' (1963), de Daniel Petrie, junto a Susan Hayward, 'Vivir en la cumbre' (1965), de Ted Kotcheff, junto Jean Simmons y Laurence Harvey, 'La caza real del sol' (1969), de Irving Lerner o 'La boveda de los horrores' (1973), de Roy Ward Baker. Ha escrito también guiones: el primer tratamiento de 'Amargo silencio' (1960), el de la mini serie 'The fourth wish' (1974), y su traslacción a la pantalla en 1976, o fue co-creador de la serieThe outsider' (1976-1977) y creador de la serie 'Menotti' (1981). Su última aparición en pantalla ha sido en la serie 'Doctors' (2009-2011).

jueves, 12 de julio de 2012

Secuestro en Londres y Crimen al atardecer

Hay ocasiones en que resulta oportuno ( o más revelador) enfocar dos obras a través de su guionista, como es el caso de Janet Green, cuya último colaboración fue en el guión de la última obra de John Ford, Siete mujeres (1966), no por una cuestión de autorías, sino porque las películas en cuestión, dos producciones británicas, Secuestro en Londres (Lost, 1956) y Crimen al atardecer (Sapphire, 1959), destacan por compartir ambas guionista (de la primera, incluso, argumentista), ser ambas dos policíacos rodados en color, con parecida aplicada funcionalidad (con ese grato aire de película a disfrutar arrebujado junto a la lumbre en una nublada tarde de invierno), aunque dirigida por dos cineastas distintos, Guy Green (esposo de Janet) y Basil Dearden, respectivamente ( y por lo tanto, dos obras prototipo de este género en la producción británica en aquella década; recuérdese también la singular, y más estimulante de lo que se le ha reconocido, aportación de John Ford, Un crimen por hora, 1958).
La primera colaboración de Janet Green como guionista fue con otra obra, en parecidas coordenadas genéricas, que comenté hace poco, la también interesante Trágica obsesión (1950), de otro cineasta artesano/narrador, en cierto grado intercambiable, Ralph Thomas. Sería la autora de la obra en que se basa Un grito en la noche (1960), de David Miller, y escribió el guión de otros policíacos, pero también el de The gipsy and the gentleman (1958), de Joseph Losey. En ambas obras resalta la figura del policia, sobrio, firme y ecuánime, el inspector Craig ( David Farrar), en la primera, y el superintendente Hazard (Nigel Patrick) y el inspector Learoyd (Michael Craig), en la segunda. No faltan los rasgos de humor (sobre todo, en la primera, con las ironías sobre el temperamento de Craig), insertados en una narración que fluye armónicamente con ajustada distancia ( como si aplicara los modos del procedural noir), aunque no faltan apuntes más tenebrosos o crispados, sobre todo en la de Dearden, consecuente con esa atmósfera retenida, turbia, de tensiones raciales ( o más bien xenófobas) que se destapan a partir de la investigación del asesinato de una chica que parecía blanca (porque ante todo ella se había esforzado en parecerlo para ser aceptada en otros ámbitos sociales más privilegiados, al tener una tez no tan oscura).
La obra de Dearden fue una obra que abrió compuertas atascadas en su momento (recientes los violentos altercados de enfrentamientos raciales) al incidir en los conflictos aún existentes por una xenofobia tanto manifiesta como contenida (esa de yo no discrimino ni tengo en menor consideración a los de otra raza, pero que estén lejos de mí o que no se casen con mi hijo), sin complacencias ni tampoco incurrir en el maniqueo y reductor victimismo, evidenciando las contradicciones, dobleces, hipocresías, arribismos y mezquindades de los distintos ambientes sociales. Dos años después, Dearden con la colaboración de nuevo de Green en el guión abordarán la heridas abiertas con respecto a la discriminación y no aceptación de la homosexualidad, en Víctima (1961), que me parece la mejor obra de Dearden (entre las que conozco), y en la que se utilizó explícitamente por primera vez el término homosexual. Esa impronta de abordar el thriller o el policíaco combinándolo con la cuestionadora radiografía social, ya estaba presente en otras dos estimables obras previas I believe in you y Barrio peligroso (1958), con una mirada flexible, comprensiva, sobre, respectivamente, la rehabilitación y la delincuencia juvenil. Secuestro en Londres no incide de un modo tan directo y explicito (hurgando en la herida) en la radiografía social, pero sí de modo más esquinado, más abstracto, una atmósfera inestable en la sociedad inglesa, como si la estabilidad se hubiera perdido (quizá secuestrada, quizá robada, quizá simplemente 'asesinada'), como ocurre con el bebé de año y medio de dos, significativamente, extranjeros, estadounidenses.
Esa incertidumbre sobre qué ha ocurrido al niño es de los aspectos más sugestivos de la narración, la incógnita sobre qué querrá quién se lo haya llevado, y qué ha hecho o hará con él. La narración se convierte en un laberinto con múltiples callejones sin salidas, en dos direcciones, no sólo la de la investigación policial sino la que los padres realizan, desconfiados de la eficiencia de los policias. No llega a alcanzar esa cautivadora tenebrosa atmósfera de misterio de la esplendida A 23 pasos de Baker street (1956), de Henry Hathaway, o la turbiedad emponzoñada de Plan siniestro (1964), de Bryan Forbes o El rapto de Bunny Lake (1965), de Otto Preminger, también vertebradas sobre el secuestro de un infante, pero no dejan de destacar secuencias impregnadas, de un modo soterrado, de una inquietante inestabilidad, sobre todo relacionadas con las frustradas indagaciones de los padres (la niña mentirosa y esa casa cuyos recovecos, como el de las vias entrevistas, parecen rezumar extravío; la casona en el campo cuyo interior parece segregar sombras, o quizás sean las de la desesperación de los padres; o el enfrentamiento nocturno, en un bosque apartado, con los que les han pedido un rescate). No deja de ser elocuente que la resolución de un conflicto que cada vez pende de modo más acusado sobre el inestable filo de lo incierto tenga lugar junto a un acantilado.