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Mostrando entradas con la etiqueta Paul Thomas Anderson. Mostrar todas las entradas
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lunes, 30 de septiembre de 2024

Vidas cruzadas

 

La sociedad está en guerra. Y no se sabe si saldrá victoriosa, porque hay guerras más difíciles en las que combatir que los conflictos en Irak o Afganistán, como es el caso de la plaga de la mosca de la fruta. Los helicópteros no dejan de surcar el cielo de Los Ángeles realizando su labor de fumigación. Hay a quien le preocupe que eso sea contaminante, aunque a otros les contamina más otras cuestiones, sea la presencia de un perro en su hogar, las miradas de otros hombres al culo de la mujer que quiere, si se acostó su esposa o no con otro hombre tres años atrás, que no recojan la tarta que le han encargado elaborar sin preocuparse de si no lo han hecho es porque ha podido ocurrirles un desgracia, o que tu esposa para ganarse unos dólares trabaje en una línea telefónica sexual. La contaminación está, sobre todo, en esas picajosas, susceptibles, crispadas y ensimismadas sensibilidades, atrapadas en su zumbido mental, como si el de una mosca invisible estuviera carcomiendo su cerebro. La plaga que asola Los Ángeles no deja de ser una mordaz metáfora de una guerra que está resquebrajando el interior de la sociedad, sus placas tectónicas. Con un terremoto culminará, de hecho, Vidas cruzadas (Short cuts, 1993), de Robert Altman, quien conjugó, junto a Frank Barhydt, la adaptación de nueve relatos y un poema de Raymond Carver, hilvanándolos en un cuerpo de breves historias entrelazadas o interconectadas, con diversos tipos de vínculos o cruces entre los personajes que protagonizan los diferentes segmentos.

Seis años después Paul Thomas Anderson realizaría otra maraña de vidas interconectadas, en la excepcional Magnolia (1999). La descarga de una congestión vital allí se corporeizaba en una lluvia de ranas. Era una liberación. En Vidas cruzadas el terremoto es más bien su inevitable conclusión, no puede haber otro fin o clausura (aunque provisional, habrá otros). Anderson es un cineasta de intensidades, de enrarecimientos. La crispación vital la convierte en segunda piel de la narración, su montaje se urde en las propias entrañas de los personajes. Es una narración de convulsiones, como un caballo que pareciera desbocado porque se le lleva al límite donde parece que va a quedarse sin resuello. Altman opta por una distancia que contempla a los personajes como moscas de la fruta. Aunque sufran una dolorosa perdida, como la muerte de un hijo, no altera su perspectiva circunspecta, como si observara desapasionadamente los forcejeos de las criaturas tras el espejo, su condición grotesca y patética. Entre los 22 personajes principales, hay una que trabaja de payasa, Claire (Anne Archer). No deja de ser emblemático. Resulta más irrisorio, más grotesco, alguien que resulta al mismo tiempo más amenazador, pero no por ello menos patético, y que también de algún modo se disfraza, el policía motorizado, Gene (Tim Robbins), quintaesencia de lo cretino y lo arrogante. Alguien que sólo grita, desprecia al perro que encanta a sus tres hijos y a su esposa, mientras sigue disfrutando de una relación extramarital con Betty (Frances McDormand), y que se inventa las más desorbitadas excusas para justificar sus ausencias del hogar, aunque no encaje nada bien que su amante pueda tener otros amantes (y que puedan ser prioridad incluso). No es el único necio en la vida de Betty, ya que también sufrirá otra patética pataleta de su ex marido, Stormy (Peter Gallagher), quien, precisamente, pilota uno de los helicópteros que fumiga la zona aunque quizá necesitara él que le fumigaran, ya que su despecho es tan desquiciado que destroza minuciosamente el hogar de Betty aprovechando su ausencia de la ciudad..

Las emociones son el pasajero sacrificado, ausente, maltratado, o dicho de otro modo, la inteligencia emocional es revelada en su construcción deteriorada, contaminada. El cuerpo, su reflejo, articulación, y expresión se convierte, a lo largo de la narración, en representación o emblema de esa incapacidad de saber desenvolverse con las emociones, a golpe de capricho, despecho, arrebato posesivo, ofuscación, pulsión de control. Si estás contrariado, elige el atajo (short cut), follate a alguien, repróchale tus paranoias, transfiere tus frustraciones, destroza su casa. Tres amigos van a pescar a una zona apartada. Previamente, en un bar, hacen irrisión de la camarera, Doreen (Lily Tomlin) ,al provocar repetidamente que tenga que inclinarse para así verle el culo. En el río encontrarán el cadáver de una mujer desnuda. En vez de denunciarlo, no sacrifican sus tres días previstos de pesca, demorando la denuncia para cuando retornen. En ocasiones resulta grato poder contemplar un culo, en otras, la desnudez es un incordio porque es un cadáver, y no se puede admirar, más bien interfiere en otro disfrute (programado). Mientras, Earl (Tom Waits) es incapaz de empatizar con la conmoción que ha sufrido Doreen, su pareja, tras atropellar un niño, porque está más preocupado con que le vean el culo unos clientes (como si fuera su culpa). Su horizonte no es ella sino otras miradas que interfieren en su pantalla de vida (que debería para muchos tener cinta aislante y mando programador para que pudieran evitar las interferencias y modelar la vida a su gusto).

Más desenfoques o desquiciamientos: Bitkower (Lyle Lovett), el pastelero no deja de llamar a Howard (Bruce Davison) y Ann (Andie McDowell), los padres de ese niño atropellado porque no van a recoger la tarta, ignorante de la agonía que sufren, porque para él su horizonte, su vida, se reduce al trabajo que ha dedicado a esa tarta. El mundo no responde a sus desvelos, y como ignora el fuera de campo, le reviste con su frustración, con su pataleta de despecho. Una de las digresiones más poderosas de la narración la protagoniza Paul (portentoso Jack Lemmon), el padre de Howard, que aparece en el hospital después de años ausentes: el motivo, desvelado en un extenso relato en forma de monólogo a su hijo, no es sino compensar su negligencia años atrás. Rectificaciones, reenfoques. Atender en otro cuerpo, el del nieto, el cuerpo que no se atendió como debiera, el de su hijo, porque se dejó llevar por los impulsos, por los atajos, esto es, disfrutar una relación extramarital con la hermana de su esposa. El cuerpo semidesnudo, con su pubis al aire, de Marian (Julianne Moore) respondiendo al suspicaz y susceptible interrogatorio de su marido, Ralph (Matthew Modine), sobre si folló o no con determinada persona años atrás, desnuda, deja en evidencia, como una bofetada en los morros, a la patética conducta del marido. A veces las revelaciones son irrelevantes, como en ese caso, aunque ocurriera algo entre ellos, no tuvo transcendencia alguna. En otros casos, las revelaciones desencajan como si de repente contemplaras a quien convives como un extraño, como Claire que no puede encajar que su marido, Stuart, optara por pescar tres días junto al cadáver de una mujer en vez de realizar la denuncia. Es ella la que acudirá al funeral de esa chica.

Jerry (Chris Penn) se va cargando como una bomba porque no resiste que su esposa, Lois (Jennifer Jason Leigh), trabaje como operadora sexual en el hogar, más que porque lo haga delante de sus pequeños hijos, a los que alimenta y cambia pañales mientras trabaja, porque él no soporta que lo haga con otros hombres, aunque sea una simulación. Para él es real, es excitación. A él le excita, supone que también a ella. Esa convicción le va minando, y su mente se desenfoca progresivamente. Incluso, le pide, en cierta ocasión, que le hable a él como habla con esos clientes telefónicos. El seísmo se materializa, y Jerry destroza la cabeza de una chica con una piedra, porque su mente ya se ha destrozado, el cortocircuito se ha producido, como Stormy destrozando, impotente, el hogar que ya no domina ni dominará, el de Betty. Como Zoe (Lori Singer) no resiste una vida en la que no puede sostenerse ni con la música de su cello (como ya desnuda se hacía la muerta en la piscina) y decide suicidarse inhalando gas. Otros parecen que maquillan sus desencuentros, quizás le den a la relación una prorroga hasta el próximo, o quizá hayan recompuesto la fractura y sean resistentes a cualquier terremoto. Todo puede aparentarse que se soluciona. Es una cuestión del adecuado maquillaje, o efecto especial, de lo que bien sabe Bull (Robert Downey jr), aunque su esposa, Honey (Lily Taylor) esté más fascinada por los peces escorpión de sus vecinos, a los que contempla fascinada en su pecera durante horas. Otras realidades, otros peces, otros escorpiones que no dejan de envenenarse con su incapacidad de lidiar con sus propias emociones y cuerpos, mientras de paso quizá envenenan a alguna rana que les ayuda a cruzar una vida que no pueden controlar por mucho que sea fumigada.

jueves, 2 de mayo de 2024

Magnolia

 

Un aparte en la narración que es un umbral, una cesura que invoca el deseo de transformar la realidad. Una canción que todos comparten, la música que reanima su peso vital. El verosímil se quiebra como si se conectaran los desolados espacios íntimos de los personajes principales, atorados en lo que parece un callejón sin salida donde sus emociones se abrasan en su irresuelta congestión. El desencuentro de voces que no parecen saber conjugarse, la orfandad ante un mundo remiso a nutrir la calidez y la cercanía. Esa vida en precipitación reflejada en la portentosa presentación de los diversos personajes encadenada a través de febriles travellings, hasta sosegarse con el personaje más centrado, presto a servir, el policía, Kurring (John C Reilly). Un mundo donde los padres, aquellos que deberían dotar de guía y sensación de refugio, no son sino seres rapaces, que abusan de su poder, de su posición, incluso de sus hijos, por omisión, despreocupándose de su suerte, o por activa, aprovechándose de su talento o hasta como fuente de placer físico. Y aquellos que buscan poder servir, realizándose en el acto generoso con los demás, colisionan con un mundo poco receptivo, o enmarañado en sus heridas y extravío, y enquistado en su encapsulados egos inflamados, incapaces o no dispuestos a aproximarse a los otros, presos de sus autojustificaciones, pesares que hacen de la resignación escepticismo, o rituales exorcizadores en los que reproducen con su conducta aquello que los causó dolor a través de la conducta de otros, de sus progenitores, que se constituyen en representantes de toda una sociedad, en la que todo sentido sustancial parece haberse extraviado ( o corrompido).


De ahí ese prodigioso prólogo que interroga sobre las casualidades y el azar, que es interrogante sobre si hay algún sentido en la cadena de aconteceres, o todo es arbitrario, caprichoso. Porque el sentido, el que emana de los modelos paternos (sociales), se revela una impostura, un vacío, una opresión o un abuso. Y algún sentido (sustancial), o esa es la interrogante, debe haber, o encontrarse, para poder seguir en movimiento entre, con y hacia los otros. Porque lo único que parece haber en la vida son programas, cuyo emblema son los programas de televisión, en concreto, ese concurso que presenta uno de los padres, Gator (el que abusó de su hija Claudia (Melora Walters) en la infancia, encarnado por Philip Baker Hall, como si ese deseo fuera un programa que no podía evitarse), y cuya cadena de televisión está regida por otro padre, ya agonizante, Partridge (Jason Robards), emblema de la depredación inclemente, no sólo laboral y económica, que arrasó con la vida de todos, incluida su familia, a la que abandonó, ni siquiera preocupándose cuando quien fue su esposa padeció el cáncer que la llevó a la muerte. Su hijo, que cambió su nombre para evidenciar cómo renegaba de de él, de Jack a Frank McKay, encarnado por Tom Cruise, supurante de resentimiento, ha transferido su dolor creando otro programa, un misógino servicio de autoayuda para hombres que no hace sino recrear, al alentar el dominio sobre las mujeres, lo que rechazaba en su padre.Otro padre, Rick Spector (Michael Bowen), utiliza las capacidades intelectuales de su hijo, Stanley (Jeremy Blankman), para triunfar, gracias a sus conocimientos, en un concurso televisivo (el programa que presenta Gator y produce Partridge), un hijo que solo es un instrumento para su propio beneficio, un hijo al que maltrata sin escrúpulo como si fuera un programa de presión disciplinaria para que proporcione los resultados deseados, sin importarle en absoluto cómo se sienta. Por su parte, Donnie (William H Macy) fue en el pasado otro niño prodigio, que también sufrió la depredación de sus padres, los cuáles se quedaron con el dinero que les proporcionó sus cualidades intelectuales en el concurso de otro programa televisivo, y que en el presente se ha convertido en una figura desvalida e incapaz ( a raíz de impactar sobre él un rayo) que está dispuesto a ponerse un corrector en sus dientes porque lo lleva el hombre que le atrae. Pero de la misma manera que es despedido en su trabajo, parece, y así lo siente, que ha sido despedido de la propia vida porque no consigue nada de lo que desea.
Inesperadamente, cuando todos estos destinos parecen irremisiblemente atrapados en esa tela de araña que parece hacerles sentir que nada es posible, sino agitarse en sus lamentos o arrepentimientos, todos y cada uno, en su aislado espacio, entonan una estrofa de la canción Wise up (anímate o enderézate), de Aimee Mann. Es el instante en que sus dolores parecen conectarse, y en esa corriente empática, enunciada con la ruptura del verosímil (mediante la musical interconexión de unos travellings que unen en diferentes espacios como las sucesivas estrofas de la canción que todos cantan), pues es una situación imposible, sus emociones se proyectarán como si cruzaran un umbral y lo posible se hiciera horizonte que alcanzar, en donde sentir al otro, y abrir el corazón con confianza, o revelar la podredumbre camuflada. Aunque para ello, el artificio haya tenido que hacerse manifiesto, y lo considerado imposible explosione esta encadenada serie de emociones congestionadas en desencuentro, como una súbita lluvia de miles de ranas propulsará posteriormente. Lo extraño romperá esa agrietada pantalla de la realidad para recuperar el impulso de poder sentirse en el otro (como Jack/Frank con su padre), asumir el propio desvalimiento, la propia inconsistencia (como Donnie), la miseria de su conducta pasada, como si su muerte inminente se lo permitiera y así conseguir el perdón (Gator), o ser capaz de manifestar la necesidad de un cambio de trato (como Stanley con su padre).

Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson, es una prodigiosa obra de compleja estructura. Pocos cineastas elaboran movimientos de cámara tan fascinantes como cargados de sentido, y a la vez pura música, como lo es su narrativa (su proverbial sentido del montaje), una música de emociones entrecruzadas, con un refinado sentido de la modulación, con diferentes crescendos y variaciones rítimicas, con la crucial función de las composiciones de Jon Brion y las canciones de Aimee Mann. Es una inmersión en los abismos de la emoción quebrada que se torna curativa pura conmoción. Sí hay luz en el túnel, pero implica esfuerzo y disposición, fe, o mejor dicho, confianza, en uno mismo, los otros y lo posible. Es posible ser atento, empático, en vez de infligir daño. Si la realidad se ha convertido en un espacio de presencias ajenas, cual fantasmas dolientes o espectros rapaces, hace falta quebrar los muros de lo verosímil para que lo que parece imposible, por nuestra incapacidad o torpeza, por nuestra mezquindad o corrupción, se haga posible, e incluso, real. Y así, como refleja el plano final, (en travelling hacia un rostro, el movimiento encontrado, realizado, en el entre, con y hacia) un rostro, hasta entonces máscara de aparente irreversible dolor, el de Claudia, se sonríe, y nos sonríe, porque una voz, la de Kurring, aquel que la mira de frente y la acepta con todas sus sombras y todos sus dolores, le está diciendo, y haciendo sentir, que siempre estará a su lado, servicial, atento a lo que sienta. Es el rostro, la sonrisa, que gestó esta narración. Es el rostro de ese misterio tan ultrajado llamado amor. Así de sencillo, así de posible, aunque parezca inverosímil.

viernes, 12 de abril de 2024

Embriagado de amor

 

Vamos allá. Un hombre, Barry (Adam Sandler), habla por teléfono en el almacén de una empresa de saneamientos que él dirige. El encuadre, el despojamiento del escenario, nos trasmite una sensación de aislamiento y compresión. Sobra mucho espacio, pero él habita un espacio reducido del mismo. Su preocupación parece girar alrededor de una promoción, la de una compañía de alimentación, Healthy choice (alternativa saludable), según la cual puedes canjear productos comprados por horas de vuelo. Ha descubierto una fisura en la promoción, mediante la que con poco gasto puede canjear horas de vuelo para toda su vida. Pero Barry nunca ha volado, como reconocerá más adelante, ni tiene intención de volar. Qué extraño. Peculiar también resulta su atuendo, un traje azul eléctrico. Le preguntarán por qué se lo ha comprado, si nunca ha vestido de ese modo. Él contesta que no lo sabe. Todo resulta un poco desconcertante. Como el mismo hecho de que esté trabajando a unas horas tan tempranas que a la vez son tardías (¿No ha dormido?¿Ha pasado en el almacén toda la noche?). Algo le sucede a Barry. Parece una olla a presión. Alguien que habita un espacio reducido de sí mismo, apretado, comprimido, como transmite ese primer encuadre. No acaba ahí lo extraño. Algo fuera de lo corriente tiene lugar. De hecho, se puede decir que el relato se inicia con el extrañamiento: Barry, con una cafetera en la mano, asoma, levemente, su cabeza por una esquina de la entrada de su almacén porque escucha un intrigante tintineo que no deja de parecer una nota musical. Como si siguiera un rastro que le atrajera como un canto de sirenas, se acerca a la verja de entrada del polígono donde tiene ubicada su empresa. Súbitamente, un coche se estrella, y una furgoneta deja un harmonio delante de la verja de entrada, como si ambas acciones fueran parte del mismo compás. Preludio: Compresión, accidente y falta de música. Barry contempla el harmonio como si fuera una aparición sobrenatural: la cámara le encuadra desde diversos ángulos, desde la proximidad y desde la distancia, como si la realidad se abriera, desde la compresión a la multiplicidad de ángulos. Coge el harmonio, con el azoramiento del gesto proscrito, lo lleva a su despacho, y arrobado empieza a crear acordes. ¿Ha llegado la música a su vida? ¿Su vida será ahora más vulnerable pese a su inclinación a la ilusoria protección de la compresión? Así parece: el mundo irrumpe: Acto seguido, aparecerá una mujer, Lena (Emily Watson), que viene a dejar su coche en el garaje colindante, para que lo revisen. Un atolondrado intercambio de frases refleja la eléctrica conexión que parece gestarse entre ambos, una chispa temblorosa, quizá un primer acorde musical.

Mientras Barry muestra sus productos a unos posibles compradores no deja de ser interrumpido por las llamadas de sus hermanas para que acuda a una celebración familiar esa noche: recibe tres llamadas de siete de ellas, y todas exudan presión, un talante insistente, demandante; no parece importarles lo que él pueda sentir, o estar haciendo, como si estuvieran habituadas a tenerle a su disposición, y él a aguantar el chaparrón; o como si fuera una pieza de sus urdimbres: es una pieza que deben ajustar como desean, aunque él está completamente desajustado, quizá por esa misma razón: como si no fuera suficiente la insistencia, una de sus hermanas aparece para remachar el clavo: quiere presentarle esa noche a una compañera de trabajo con el propósito fundamental de que la conozca, algo que incomoda sobremanera a Barry: la presión no va con él, tanta ya lleva encima contenida. La percusión de la banda sonora en estos pasajes acompasa la presión que no deja de apretar y tensar, como un puño que apretara su sistema nervioso. Se comienza a percibir por qué puede estar tan crispado este hombre. Durante los prolegómenos de la cena, su sonrisa, siempre dibujada a cincel en su rostro (sonrisa saneada), se va crispando cada vez más, hasta que estalla, y rompe la cristalera del salón con furibundas patadas de hartazgo y frustración. Como justificación, confiesa a uno de los maridos de una de sus hermanas que no se gusta a sí mismo. De repente, como en ese mismo instante, suele sufrir ataques de llanto que le superan. Está claro que necesita liberar todo lo que tiene dentro: sus entrañas son un azul eléctrico al borde del cortocircuito: No quiere volar, pero necesita volar.

Barry toma dos decisiones, aunque son más bien contracciones, impulsos de fuga, llamadas de auxilio. Primero, compra un potosí de natillas para canjearlas por horas de vuelo. Un ingente surtido de natillas al que todos miran extrañados, preguntándose qué hacen ahí, en el almacén, y para qué son. Y, en segundo lugar, mientras recorta esos cupones, descubre el anuncio de un teléfono erótico, al que llama, y suministra mil datos personales antes de que le pasen con una chica, por mucho que insista que sólo quiere hablar con una mujer, y no entienda para qué tiene que suministrar tantos datos y cuentas y números, mientras la cámara, de nuevo, le encuadra en un extremo del encuadre, como si habitara el desajuste, y no deja de moverse de un lado a otro por la habitación, como quien nervioso recorre unos interminables pasadizos de trámites en un laberinto que no parece tener fin para hablar con una voz femenina en la que espera encontrar la distensión que anhela. Y cuando al fin lo consigue, se crea un desencuentro de dialogo, porque la mujer supone que quiere una conversación al uso, mera descarga sexual, y pregunta si esta ya empalmado, y si se toca, pero él solo quiere hablar, necesita hablar, necesita descargar emociones, necesita que le escuchen, necesita expresar todo lo que bulle en su interior. Necesita explotar, pero de otra manera.

Embriagado de amor (Punch drunk love, 2002), de Paul Thomas Anderson es una comedia romántica muy extraña, excéntrica, que no encaja en ningún molde, un singular prodigio fuera de toda órbita conocida. Pero eso ha sido algo habitual en las obras de Anderson, ese extrañamiento que envuelve al espectador, para penetrar en desconcertantes senderos que le limpiarán la mirada para contemplar desde otros ángulos los frágiles territorios de nuestras emociones, embozadas entre tanta impostura y convención. Como esa impostura saneada en la que Barry vive, por comprimir sus emociones, que implica falta de música. Necesitará surcar un laberinto, en sí mismo, para desprenderse de ese lastre, esa capa que le inmoviliza como una contracción nerviosa permanente. Un laberinto como la serie de pasillos que debe recorrer cuando debe reencontrar la puerta del apartamento de Lena, tras que se haya ido previamente de su piso sin ser capaz de manifestar su deseo y haya tenido que acudir a la llamada de ella, en recepción, antes de que abandone el edificio. Un tintineo que parece una nota musical, la voz de la mujer que ama. No era casual que ella dejara el coche en el garaje colindante, era una excusa, porque era ella a quien su hermana quería presentarle. No tenía avería su coche. Quien tiene que resolver su avería es Barry. Y gracias a ella lo conseguirá. Aún más, será capaz de realizar lo que no suele atreverse a hacer. Vuela hasta Hawai, porque sabe que ella está ahí. Se deja arrebatar por el impulso y realiza el correspondiente atajo que supera todas las posibles distancias, incluso las que le tenían cautivo y electrocutado en sí mismo, para conseguir realizar la conexión eléctrica de la proximidad

También dejará de huir del mundo, de la presión de los otros, de su abuso. Se enfrentará a la impostura que la llamada de empresa erótica representaba, ya que sólo era una tapadera para sacarle el dinero. La primera vez que es amenazado huye desesperado entre callejones vacíos y calles nocturnas desoladas. Pero con la fuerza encontrada por el amor que se afirma, puede canalizar sus arrebatos de violencia para defenderse, para no dejarse avasallar por la percusión incontenible de la abusiva voluntad de los otros. Ha encontrado el amor, y nadie puede dañar a quien ama. Cuando Barry y Lena hacen el amor, ella le dice que le gustaría morder sus mejillas, y él que le gustaría golpear su rostro con un mazo, y machacarlo, y ella responde que quiere morderle y sacarle los ojos, y él remata que qué bonito. No es la forma convencional de decir te quiero pero cuando se ama a alguien desea también morderlo entero hasta que sea parte del otro. Esa parte salvaje que libera de trajes azules eléctricos que no dejaban de ser un grito mudo de estoy crispado y comprimido y congestionado, y no sé cómo expresar mis emociones. En el plano final, él se dispone a tocar el harmonio, y ella dice, Vamos allá. Que suene la música, con natillas para volar.

viernes, 4 de agosto de 2023

The master

 

Hay otras delgadas líneas rojas, otros campos de batalla, siempre habrá señores que quieran marcar tu destino, superiores a los que debes subordinarte, maestros a cuyas concepciones sobre el significado de la vida y modo de relacionarse con la misma plegarse como coordenadas referenciales. El inicio de The master (2012), de Paul Thomas Anderson, evoca al de La delgada línea roja (1999), de Terrence Malick, pero también, después, la estructura de la obra, sostenida sobre una disociación, que quizá sea en este caso complementación. Se inicia con un extravío, el de Freddie (Joaquin Phoenix), quien, en su deriva, o en una de sus episodios de colisión con la realidad, que se tornan en fuga, cruzará su trayecto vital con quien parece disponer la claridad de conocimiento; de hecho, es el maestro o líder de un movimiento (filosófico) conocido como La causa. Extravío o desorientación y el orden causal de unas coordenadas definidas. El extraviado creerá percibir un fundamento. ¿Es así? En el origen del proyecto Anderson se sentía intrigado por la circunstancia de que tras un conflicto bélico pareciera más factible que se gestaran movimientos espirituales. ¿Era la necesidad de gestar una ilusión de orden o fundamento compensadora de la vivencia del caos en su manifestación más acusada?¿Se daban unas circunstancias propicias para quedarse atrapado en imposturas sostenidas en una aparente causalidad que parecían dotar de sentido a la vivencia más pura del desorden y el desquiciamiento?

La obra de Malick era como una variación de Qué verde era mi valle (1941), de John Ford. En sus primeros pasajes se reflejaba, se hacia cuerpo, de la armonía, de la conciliación, para después reflejar la degradación y desintegración (por la sinrazón del ser humano, por la inconsecuencia y rigidez de sus instituciones). Ese contraste entre dos opuestos, la armonía y el caos (paraíso e infierno), en la obra de Anderson se convierte en una procelosa interrelación, entre extravío e impostura. La armonía es un vago recuerdo sepultado, una ilusión seccionada, como si fuera la de otro (o como si fuera la de una realidad no sólo de otro tiempo, sino de otra dimensión). El comienzo nos sitúa en una isla del pacífico durante la guerra. El arranque es un fracturado montaje de secuencias, de cortantes elipsis, como las esquirlas de una explosión ya producida, la sufrida en el interior de Freddie (Joaquin Phoenix). Ese montaje nos sitúa en la entraña quebrada de este hombre; es un hombre extraviado, de mente errática, ya no firme, como si viviera suspendido en la realidad, sacudido por brotes agresivos, dislocados, por risas extemporáneas como las de un niño que aún no sabe deletrear sus emociones. Su paso es encorvado, como el de un primate, un cuerpo que parece crispado, como si fuera alguien que no deja de encogerse en su interior. En la playa, corta unos cocos, y juega con la posibilidad de cortar su mano con el machete; se precipita sobre la forma de una mujer hecha con arena por compañeros y simula que la penetra y la masturba manualmente; se queda dormido en lo alto del barco, mientras desde abajo le lanzan diversos objetos: es un hombre suspendido sobre el vacío que pareciera definirse por el extravío y la más básica expresión del instinto (a través del sexo: se masturba solo en la orilla del mar). Es un cuerpo que huye, un cuerpo que se agita. Pareciera más un primate que un ser humano. Freddie es fotógrafo pero ¿cómo percibe la vida?

Su desorientación le convertirá en el idóneo soldado para alguien, como Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), que aspira a ser un alto mando en la vida civil, esto es, a influir con su visión de la vida en los demás; aspira a que tomen su palabra como si fuera la de una divinidad. Es el idóneo agujero negro para los errantes que buscan una luz en la siniestra tormenta que habitan. Claro que su afable aire de peluche gigante, su jovial dominio escénico, su distendido humor, se ensombrecen y tensan cuando es contrariado, y surge la furia que no acepta la réplica, ni la posibilidad de otras perspectivas. En ese momento se vislumbra la similitud visceral con quien, como Freddie, parece su opuesto. Bajo la representación de la razón se revela la furia que necesita imponerse. Siempre habrá alguien, como Dodd, que quiera imponerse y ser influencia primordial, guía, faro, referencia, modelo, ser ese señor (master) al que sirven, necesitan, acatan, reverencian, ante el que se subordinan, al que siguen como esa estela que hace sentir que hay una dirección, una singladura. Nadie se puede librar de servir a un señor, o es lo que él precisamente asegura, en las secuencias finales, a quien ha sido su fiel siervo y acólito, como Freddie, tras que éste haya buscado otros horizontes, y haya rechazado su luz ( y haya ido en busca de la luz que desdeñó, por desorientación, años atrás, la chica que le amaba, y a la que dijo que volvería tras una ausencia; pero descubre que ella se casó y ya tiene hijos).

La frase de Dodd es un axioma crispado, porque no puede aceptar que haya fugas ni fisuras, otras perspectivas, otros ángulos, mentes que se interroguen y creen sus propios senderos. Su aseveración es otra contorsión de su canto de sirenas, ese que no permite que haya para los demás otros horizontes distintos al que él representa, esa falaz promesa de un sueño que brilla en su sonrisa, mientras convierte al acólito en una cobaya atrapada en una jaula invisible, entre la pared y el cristal, ese punto en el que cree orientarse, esa voz que no es sino invisible cuerda que cree que le sostiene, aunque le manipula, porque siente que sin ella es un monigote que se deslavazaría como zarandeado por impetuosos vientos interiores, los de su extravío y desamparo, los de su desesperación que se torna en furia, que a él mismo le arrasa, y cansa, y consume, convirtiéndole en una figura escurrida, alguien que ha perdido la sensación de hogar.

Quizás sólo reste como certeza algo tan precario e inestable como una figura de arena, de cuerpo de mujer, en la playa, sobre la que descansar, dormir. Las fantasías de la mente. ‘Puedo recordar’ quizá no sea lo mismo que ‘puedo imaginar’. Recordar, liberarse de los traumas, de las heridas agolpadas, o es el espejismo cuando crees que alguien te guía con una mano que no parece lo que es, un puño apretado. ‘Puedo imaginar’ es más amplio, se domina la mente en lo que fue y lo que puede o quisiera ser ¿Quién es aquel hombre que parece articular, fundir todas sus piezas que siente quebradas? ¿Por qué se convierte en su perro, que muerde a aquel que contraría su voluntad o visión? Hay otras delgadas líneas rojas, otros campos de batalla, que son invisibles, que quieren atrapar nuestra mente, encadenarla, hacerla prisionera con el espejismo de una luz que se convierte en cepo. Hay quien quiere imponer su visión como la única, hay quien cuya mirada está quebrada en múltiples trozos, y su visión ofuscada, desintegrada, como si le hubiera estallado una granada en el interior de su mente. Hasta que quizá un día despierte y recuerde que tuvo otros sueños, pero que ya es demasiado tarde. Habrá que seguir soñando, aunque el agua borre la siguiente figura de arena que moldee en el horizonte de su mente.

domingo, 6 de enero de 2019

22 bandas sonoras del 2018

¿Por qué el número 1? Porque consigue ese logro de conjugación orgánica de narración y música, ya pura modulación, la quintaesencia del cine inmersivo en el que la narración se musicaliza como si la misma música fuera habitar la duración del momento, transfiguración de la percepción de la realidad. Por eso, la singularidad de esa secuencia, uno de los momentos más deslumbrantes que he vivido este año. 22. Isla de perros, Alexandre Desplat 21. Gauguin. Viaje a Tahiti, Warren Ellis 20. Gorrión rojo, James Newton Howard 19. La forma del agua, Alexandre Desplat 18. Nos vemos allá arriba, Christopher Julien 17. A la deriva, Volker Beltermann 16. Kings, Nick Cave & Warren Ellis 15. Lo que esconde Silver Lake, Disasterpeace 14. The ballad of Buster Scruggs, Carter Burwell 13. Deber cumplido, Thomas Newman 12. Christopher Robin, Jon Brion & Geoff Zanelli 11. Un océano entre nosotros, Johann Johannsson 10. Loving Vincent, Clint Mansell 9. Molly's game, Daniel Pemberton 8. Thelma, Ola Flottum 7. Los papeles del Pentágono, John Williams 6. Wonderstruck, Carter Burwell 5. Viudas, Hans Zimmer 4. Una, Jed Kurzel 3. El hilo invisible, Jonny Greenwood 2. First man, Justin Hurwitz Annihilation, Ben Salisbury & Geoff Barrow

viernes, 28 de diciembre de 2018

Lo que esconde Silver lake

La peor versión de mi vida. Te preguntas en qué momento se torció la dirección de tu vida. No fue el sendero, sino tú mismo. Sabes que tú la cagaste. Por eso tu vida se ha convertido en la peor versión imaginada. Te sientes desahuciado, arrinconado en los márgenes. Más que un atasco, es la cornisa que se inclina hacia un abismo. Por eso, buscas una red de sentido sobre la que poder sostenerte, o imaginar que te sostiene, para no sentir el vacío. Buscas los códigos ocultos, los cuales, incluso, piensas que de modo exclusivo van dirigidos a los privilegiados, porque quizás ellos, al conocer la pauta subyacente, han logrado que su vida sí tenga red sobre la que no sólo se sostienen sino que les propulsa como a los acróbatas que no sólo saben desenvolverse con equilibrio sobre el vacío sino que trazan sobre el mismo el relato de su propia voluntad. Por tanto, para ellos, no es la realidad, como sí lo es para ti, una tumba de la que no sabes cómo lograr fugarte porque los clavos de la amenaza del desahucio se ciernen inclementes sobre ti. También piensas que tu desgracia puede deberse a esa difusa condición denominada circunstancia que implica a los otros que constituyen tu alrededor, por eso piensas que alguien te persigue, que hay quien conspira contra ti. Te condiciona una indefinida interferencia o influencia perjudicial ajena. Una sombra indefinida que se cierne sobre ti a la que quisieras dotar de rasgos o cuerpo para justificar tu paranoia, la ofuscación en la que te sume la impotencia, mientras sigues soñando, mientras sigues cautivo de las sublimaciones de lo que aspiras a realizar y conseguir, como esa mujer en la que proyectas la ilusión de protagonismo en la pantalla de la vida si consiguieras que te correspondiera. Pero se te escurre, desaparece, de modo imprevisto y repentino. Y buscas su rastro como si recompusieras las piezas de la realidad que quisieras que fuera. Quizás porque, realmente, no ves con claridad, aunque creas, precisamente, que ver con claridad, descubrir la trama oculta de la realidad, sus códigos ocultos, sea el propósito que te rige. Pero quizá sólo estés extraviado en tu ofuscación. Quizá sólo sea esa necesidad de misterio que necesitamos para sentir que en nuestra vida ordinaria existen los acontecimientos, la singularidad que aspiramos a vivir. Como quien logra juntar las piezas del rompecabezas, y en su configuración encontrara la posición que anhelaba junto a la figura sublimada con la que soñaba. Es lo que se supone que podemos encontrar bajo el lago plateado (under the silver lake): Lo que esconde es la estructura de sentido de la vida. Como se indica en el relato gráfico cuyos capítulos sigue con fervor Sam (Andrew Garfield), el protagonista de la excepcional Lo que esconde Silver lake (Under silver lake, 2018), de David Robert Mitchell.
El relato gráfico está protagonizado por un hombre amargado por la frustración de no haber realizado en su vida lo que anhelaba lograr. Y esa rabia la descarga matando perros como si viera reflejado en lo que considera criaturas inferiores la carcajada lacerante que evidencia su insignificancia. Por su parte, Sam aún no conoce la amargura, porque es un joven que aún da sus primeros pasos para configurar su realidad, pero aún así comienza a percibir que su vida no tiene dirección. Aún es una sensación difusa, por eso, cual sonámbulo, se desplaza por la vida entre la apatía y la desorientación. Vive en un apartamento cuyo alquiler no sabe cómo pagar, por lo que la amenaza del desahucio, que dispone de una cuenta atrás de cuatro días, indica dirección hacia el vacío. Pero su mirada se distrae con la ensoñación. Es una mirada perdida en la distancia que evita mirar la realidad que se agrieta bajos sus pies: sea una vecina, de edad madura, con múltiples pájaros que se pasea con los pechos al aire, o sea una chica joven rubia, con perro, Sarah (Riley Keogh), a la que contempla tomando el sol en la piscina de los apartamentos, como el sueño hecho cuerpo que quisiera alcanzar.
Se podría establecer cierta conversación con Terciopelo azul (1986), de David Lynch. Lo que esconde Silver Lake se inicia en la distorsión, en la mirada que parece ya transida ( su forma de contemplar desde la distancia en el establecimiento de comida a la mujer que le atrae), con la intrusión o violentación de lo extraño y lo fatal (la caída de una ardilla desde lo alto de unos árboles; un equivalente a los insectos de la realidad subyacente, no visible (reprimida u ocultada), de la obra de Lynch). Ya anuncia el trayecto de Sam (o la ofuscación en la que le sumen las elevaciones de las sublimaciones). Lo que esconde Silver lake es un trayecto que interroga sobre los límites de lo real y lo imaginario. O el desajuste entre el discernimiento de lo real y la enajenación de unas proyecciones que aún intentan amoldar la realidad al sueño o deseo. Su narración se delinea sobre la transgresión de los límites de la representación. Más aún que un desplazamiento en la de la mirada que caracteriza a lo fantástico (la alteración perceptiva, el extrañamiento de lo normal) difumina los límites de los territorios de ficción: La misma realidad lo es, como el espacio mental. Podría ser la narración una serie de capítulos del relato gráfico que Sam admira. ¿Cuál es ya su sentido de la realidad, atascado en la incapacidad de dotarla de dirección y sentido, atascado en una terraza en la que sólo se recrea en los sueños sublimados? Ese Séptimo cielo que quisiera habitar, como el sueño romántico que representa la excelsa El séptimo cielo (1928), de Frank Borgaze, película que su madre le recuerda que programan en la televisión (que él no tiene), protagonizada por Janet Gaynor, sobre cuya tumba despierta durante uno de los diversos pasajes del laberinto que recorre para encontrar a la desaparecida mujer de sus sueños, Sarah, con la que compartió sólo unas horas. Una mujer desaparecida, como se desvaneció el personaje que busca Marlowe en la poco afortunada adaptación homónima de la novela de Raymond Chandler, El largo adiós (1973), de Robert Altman, cuyo protagonista tenía vecinas que bailaban en topless. Lo que la verdad esconde, como Puro vicio (2015), de Paul Thomas Anderson, es otro admirable desplazamiento en los territorios que difuminan los límites entre ensoñación o proyección subjetiva fantasmal y realidad, con inspiración en las abstracciones alambicadas de Raymond Chandler. La realidad es un laberinto en cuyas marañas es fácil extraviarse, y que ante todo revelan la soledad en una intemperie en la que el sentido resulta inextricable o ininteligible.
En una secuencia nuclear de Lo que esconde Silver lake, en la que Sam explicita su interrogante sobre en qué momento de su vida la cagó, y convirtió su vida en la peor versión posible, el innominado amigo de Sam, encarnado por Topher Grace, le muestra a través de la pantalla del ordenador cómo un artilugio volador, como un drone, consigue imágenes del interior del apartamento de una hermosa mujer que también, como Sarah, representa la imagen sublimada, la ensoñación virtual. Pero la imagen, por contraste, revela o evidencia la desesperada soledad o intemperie vital que emana de la expresión de la mirada perdida de esa mujer. La ensoñación virtual, la ficcionalización de la realidad, colisiona con el ruido de lo real, el ruido de la falta y la carencia. El anhelo de acontecimiento brota de la tristeza de la soledad que no siente séptimos cielos sino un vacío. Se aspira a la ascensión pero se siente la tumba. En su trayecto laberíntico Sam se confronta con otras ficciones, ya que la realidad se constituye mediante la conjugación de diversas capas de ficciones. Ficciones que contrarresten esa intemperie o sensación de indigencia. Sam desprecia a los indigentes, como una infección, pero al fin y al cabo no es sino una negación de su circunstancia, de la amenaza de desahucio que le abocaría a esa condición. Sam quisiera ser como esos privilegiados millonarios, como ese que las noticias informan que ha muerto, uno de esos millonarios que se asemejan a los faraones. Las tumbas de los faraones no indicaban un final (de una caída, del relato de una vida) sino el pasaje a una ascensión a un estado superior. Es ese el propósito inconsciente que rige la voluntad impotente de Sam, mientras intenta discernir entre diversos códigos, en las letras de canciones de un grupo o en las señales de los indigentes, la pauta que le dirija al esclarecimiento de una incógnita cuya conclusión sea encontrar a la desaparecida mujer de sus sueños. No sabe que es una caída, por mucho que se rebele frente a una realidad que le supera (incluida amenaza de desahucio).
Esa sombra, una desnuda mujer con rostro de búho, surgida de las páginas del relato gráfico es el reverso de su ceguera, los ojos de la noche (como los ojos dibujados en la pared de la habitación de la desaparecida Sarah) que evidencian su mirada desenfocada (como ese cartel que contempla, el que señala veo con claridad, será sustituido por el anuncio de amo las hamburguesas, emblema de la trivial realidad predominante: él es otro pedazo de hamburguesa). De ahí la correspondencia entre la imagen de la mujer, en la portada de una revista, con la que tuvo su primera masturbación, con la imagen hija del millonario desaparecido que ha sido abatida por el disparo de una bala bajo las aguas del silver lake donde se bañaban desnudos. Quizá todo sea una ensoñación masturbatoria, como toda ofuscación sublimatoria que niega los precipicios de lo real, mientras el hilo de códigos ocultos que cree discernir le conduce a la efigie de James Dean en el planetario de Rebelde sin causa (1955), de Nicholas Ray (como sobre su cama tiene el poster de otro icono de la joven rebeldía, Kurt Cobain). Pero resulta una impostura incluso el diseño de su rebeldía, más una pose que una actitud: no ha compuesto quien cree la canción (Smells like teen spirit, de Nirvana), la música, que cree le define sino que está compuesta por quien domina y diseña el escenario de la realidad y configura los compartimentos de las identidades, esas en las que es fácil ensimismarse porque se piensa que dotan de singularidad; no es real anticonformismo el suyo, sino una apatía vital que se autoengaña con esa máscara que no es ni propia. Por eso, esa efigie de Dean le conectará, en el mismo espacio del Planetario, con la escultura del físico Newton (la caída en la gravedad), y a un personaje que se presenta como el rey de los indigentes, con corona incluida (irónico reflejo de su negación de realidad), cuya guía le conduce a un refugio nuclear, metáfora de las tumbas de los faraones, que, a su vez, le conduce a las entrañas de un supermercado, realidad de mercancías, como él tendrá que acomodarse a ser una para sobrevivir: es la única posibilidad de cambio, la adaptación a un entorno, como alguien más que se prostituye para sobrevivir, otro dulce pájaro de juventud, como Paul Newman, en la homónima película de Richard Brooks de 1962, que creía que alcanzaría la realización de sus sueños con la transacción que implicaba ser el gigolo de una estrella. Sam encuentra su liberación del desahucio, valga la paradoja, en una jaula (la casa de la vecina; red de sombras de jaulas), que antes era espacio de ensoñación virtual, como amante o dulce pájaro de juventud, mientras se pregunta qué puede significar lo que uno de los pájaros grazna. La realidad quizá simplemente sea ininteligible, un desconcertante territorio de ficciones. O quizá su ensimismamiento sea incapaz de discernir más allá de los barrotes de su ofuscación.