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lunes, 4 de octubre de 2021

Sin tiempo para morir

 

                      
La superficie de las películas de James Bond son sus espectaculares secuencias de acción. Una superficie constituida por persecuciones, peleas, tiroteos y destrozos, que es parte integrante fundamental de su Adn icónico y narrativo. Las secuencias de acción de Sin tiempo para morir (No time to die, 2021), de Cari Joji Fukunaga, se definen por su impecable dinamismo, y un efectivo montaje, sean persecuciones automovilísticas entre angostas calles de un pueblo italiano o en pleno campo y entre árboles en un bosque noruego, o peleas, tiroteos y acrobacias diversas en un club de Cuba o en una instalación secreta en una isla entre Rusia y Japón, pero es la vertiente más convencional o formularia de la obra, como también lo era de Spectre (2015), de Sam Mendes (es la vertiente en la que se advertía que no habían trabajado el tiempo necesario en la elaboración del guion, de lo que se lamentaba el propio Mendes). También era el caso de Quantum of solace (2008), de Marc Forster aunque fuera incisivo el concepto (las diversas confrontaciones o persecuciones acontecían en todos los elementos, agua, aire, tierra, con el fuego como presencia fundamental en la culminación del trayecto alquímico, o desprendimiento del despecho). Pero no el de la brillante persecución inicial de Casino royale (2006), de Martin Campbell, una obra en la que no se recurría tanto a la persecución tipo cada cierto periodo de tiempo narrativo, ni el de la mayor parte de secuencias de acción de la obra más armónica de las cinco, la magistral Skyfall (2011), de Sam Mendes. No eran simplemente imponentes ejercicios de músculo (montaje), sino que se caracterizaban por su inventiva y más sutil elaboración (en su uso del diseño visual o del espacio en correspondencia con el trayecto dramático, caso de reflejos, fosos con reptiles, túneles subterráneos y la casa aislada de la infancia de Bond, y la iglesia como escenario último). Y la secuencia de apertura me parece, con el permiso de Ronin (1998), de Frankenheimer, la secuencia de acción más vibrante y mejor modulada jamás realizada. Pero la vertiente más sugerente de estas cinco últimas producciones de James Bond, a diferencia de todas las previas, se encuentra en otras capas, en otra película que se ha desarrollado como el hilo que traza el recorrido que confronta con la bestia que anida en el centro del laberinto que es él mismo, el propio Bond.

James Bond ha sido hecho para no confiar. Es lo que en cierta secuencia de Sin tiempo para morir le cuestiona Madeleine Swann (Lea Seydoux), la segunda mujer que ama. En Casino Royale, la primera de las cinco películas que conforman la serie de películas de James Bond que ha protagonizado Daniel Craig, a Le Chiffre (Mads Mikkelsen), su contrincante, o primero de sus sucesivos reflejos (en una serie de películas que conforman un proceso o una película en cinco capítulos), le sangra el conducto lacrimal, en correspondencia con el hecho de que Bond poco sabe de emociones como no hay nadie que le importe particularmente. Ha sido instruido para ser una eficiente máquina de matar. Pero la eficacia en su labor como agente no se corresponde con su capacidad de discernimiento en el territorio amoroso. Se enamora de Vesper Lind (Eva Green), pero las apariencias se enmarañan de tal manera que él no confía en ella, y más bien se siente traicionado. En la segunda obra, Quantum of solace, Camille (Olga Kurylenko), una mujer con cicatrices en su espalda, era el reflejo de sus cicatrices inferiores; Bond se había convertido en un espectro que no podía conciliar el sueño. En la conclusión lograba asumir que no debía focalizar su despecho en la mujer que había amado. Quizá se había apresurado demasiado en su juicio. En Skyfall, su resentimiento se dirige a quien representa la institución de la que es peón, otra mujer, M (Judi Dench), lo que es decir a quien le ha convertido en lo que es, quien ha forjado sus capacidades pero también sus limitaciones. El motivo, comprender, tras que una orden suya determine que casi muera, que, pese a sus sacrificios, es prescindible como cualquier agente peón. Su reflejo oscuro en esa obra es otro agente resentido, Silva (Javier Bardem). Su Otro materializa, de modo efectivo, intencional, su inconsciente deseo de rebelarse contra quien le creó y modeló, y aún más eliminarla (no podía morir a manos de Silva sino en el escenario de la infancia del que fue extraído Bond, para ser reconvertido en agente funcional letal, y en una iglesia, para rematar la blasfemia). Pero, pese a todo, Bond aún asumía su función de peón, como si esa muerte sirviera meramente como satisfacción de un resentimiento larvado.


Será el amor quien le libere de una insatisfacción que es más honda, cuando conozca en Spectre, a Madeleine, hija, irónicamente, de aquel que hería en una pierna con crueldad en el final de Casino royale, Mr White (Jesper Christensen), gesto cruel con el que se afirmaba como máquina de matar (y que camuflaba ya no la indiferencia sino la amargura del resentimiento). En Spectre, Bond se confronta con su sombra, Blofeld (Christopher Waltz), el artífice, como líder de la organización Spectre, de sus desgracias en las previas obras. Si en la primera secuencia nos era presentado Bond, mediante un excepcional plano secuencia, tras la máscara de una calavera, y peleaba en un helicóptero para conseguir el control del mismo, en la secuencia final abate el helicóptero en el que intenta fugarse Blofeld, y toma el control de su vida. Decide abandonar su vida de agente, su vida de hombre al servicio de una institución, vida de peón, para optar por una vida en la que su centro será el amor que siente por Madeleine. La máquina parecía haber culminado su proceso de reconversión en humano y era capaz de discernir con precisión el escenario de su vida, o cuál prefería que fuera, no el de otros, sino el suyo, y el amor por Madeleine era el ingrediente fundamental. Bond al servicio del amor. Podría haber sido la última contribución de Craig como Bond, y un magnífico cierre para la demolición y reconversión de un icono. ¿Por qué, por tanto, una quinta película? Con su conclusión se entiende el por qué aún podía ser rematada de modo más contundente esa demolición y reconversión de un icono. Pero también se intuye con su inicio. En sus tres primeros segmentos narrativos ya queda condensado.


Bond ha sido hecho para desconfiar, y resulta difícil desprenderse de ese quiste sebáceo emocional. Su veneno es la desconfianza. Por eso, en correspondencia, el conflicto a resolver está relacionado con un arma biológica, de nombre Hércules (una figura, en cuanto potencia viril y resolutiva, equiparable a la de Bond), virus que, introducido con nanorobots en el organismo, resulta letal (incluso, puede ser transmitida por tacto); la particularidad es que puede ser programada (que funciona como sinónimo de instruida; otra equiparación con Bond), según código genético, para matar a una determinada persona, o determinadas personas. En la primera secuencia, de nuevo la máscara (o una máscara rota que deja entrever parte de la piel del rostro; en Bond máscara y piel se confunden). En este caso, la porta quien se revelará como un nuevo reflejo, o doble siniestro, de Bond, Lucifer Safin (Rami Malek). En esa secuencia es una figura aún innominada que intenta matar a la esposa y la hija de quien acusa de ser responsable de la muerte de toda su familia. De nuevo, el resentimiento y la venganza como turbia sombra que domina nuestros instintos. Mata a la esposa pero perdona la vida a la niña. En Elipsis, se asocia la salida del agua helada de la niña con la de Madeleine años después en una zona costera de Italia, un particular paraíso, o realidad aparte, en el que ella y Bond parecen disfrutar de su amor. Matera es un lugar en el que, como tradición, queman los recuerdos. Bond quiere visitar la tumba de Vesper, como constatación de que quiere quemar ese recuerdo, porque su presente es Madeleine (él quema un papel en el que ha escrito Perdóname, como ella quema otro en el que ha escrito hombre enmascarado). Pero, literalmente, la tumba, el pasado, le explota en las narices. De alguna manera, Spectre, aunque Blofeld esté en prisión, le ha localizado, y automáticamente Bond piensa que es Madeleine quien le ha traicionado (figuradamente, el pasado explota en su mente). Pese a sus intentos de convencerle de que ella no tiene nada que ver, Bond es expeditivo y la sube a un tren, no sin decirle que no le verá nunca más.

Aunque entremedias estén los títulos de crédito, en correspondencia con la expansión del veneno de la desconfianza por parte de Bond, la siguiente secuencia, cinco años después, narra el robo del virus Hércules que, irónicamente, ha sido diseñado por MI6, la agencia en la que Bond trabajaba previamente (la institución que le instruyó y modeló). El responsable de ese robo es precisamente Safin. Como buen reflejo oscuro de Bond también desea eliminar a la organización Spectre. Safin obliga a Madeleine, la psiquiatra que atiende a Blofeld (la única que puede verle) a que le transmita el virus por contacto. Por accidente ella, se lo transmite a Bond, y éste, ignorándolo, al agarrar a Blofeld, le matará al transmitírselo. Aquella de la que desconfiaba cinco años atrás, y que pensaba que le había traicionado, será incapaz, tras ver a Bond, de cumplimentar la misión (aunque el chantaje de Blofeld se sustente en la amenaza de matar a Bond). Mientras que él, inconscientemente (aunque reflejando un deseo latente) lo mata. Safin posibilita la realización de sus más oscuros deseos (como la piel enferma de Safin refleja la infección del interior emocional de Bond).


Como expresa Safin a Bond, él es como Bond, aunque mata de modo más pulcro, sin necesidad de violencia física. Pero se diferencian en sus motivaciones, ya que Safin lo hace para que la sociedad evolucione, mientras que Bond lo hace para que todo siga igual. Para Safin el ser humano no quiere la independencia ni el libre albedrío, sino que le indiquen lo que tiene que hacer, cuál es el molde de vida, cual guion, al que ajustarse, con la función asignada, y las necesidades predeterminadas.  Una cinta corredera de vida hasta el siguiente capítulo, su muerte. Como fue el propio Bond cuando simplemente actuaba como peón de un sistema, y como demostró cinco años atrás que seguía siendo cuando desconfió de la mujer que amaba, como si el nanorobot de su condición de máquina, que basaba la eficiencia en el recelo, dominara sus reacciones. Aún era mitad máscara mitad piel. Irónicamente, la ocurrencia argumental del virus fue previa a la irrupción del Covid, y la experiencia ha demostrado que la mayor parte de los humanos quiere que todo sea como era antes. El ser humano no aprende. Como Bond, o ya demasiado tarde. Como si fuera su condena, porque no puede escapar de sí mismo, es contaminado de tal modo que nunca podrá tocar de nuevo a quien ama, ya que la mataría. Él es su propio veneno, y el arma literal que le destruye procede de quien le creó. Bond no sólo abandona la institución que le modeló como era sino el propio escenario de la vida, como si su sacrificio representara la perentoria necesidad de un cambio que nos resistimos a realizar porque preferimos que todo siga igual, como eficientes y cumplidores nanorobots que siguen propagando su virus.

martes, 8 de octubre de 2019

Géminis

Cuando evitas mirar a tu reflejo. La célebre frase de Nietzsche, el que lucha con monstruos debe tener cuidado para no resultar él un monstruo. Y si mucho miras a un abismo, el abismo concluirá por mirar dentro de ti , encuentra una variante en Géminis, de Ang Lee. Cuando evitas mirar tu reflejo en el espejo puede que te mire, cual abismo, para recordarte el monstruo que tú mismo fuiste. Henry (Will Smith) es un asesino a sueldo de una agencia gubernamental, es decir un asesino legitimado. Es un experto francotirador. En la secuencia de apertura se muestra su pericia disparando a un objetivo en movimiento, un pasajero en el interior de un tren. Henry es un hombre que ya ha superado los cincuenta, con lo cual ya no es uno de esos jóvenes de los que se aprovechan para realizar esas tareas porque entonces más que cuestionar necesitas autoafirmarte, demostrar tus cualidades excepcionales. Pero después de 72 trabajos ejecutados con éxito, se comienza a mirar ya no desde la distancia sino desde la consciencia de la muerte que genera, y cómo más allá de ese objetivo hay otros seres vivos que podrían morir si errara el disparo. Se replantea su labor, por lo que opta por la jubilación, salirse de un escenario en el que ha empezado a advertir sus costuras, o cómo ha sido utilizado, y cómo ha sido modelada su mirada, ajena, distante, una mirada que sólo veía objetivos, dianas, no seres humanos, una mirada que se restringía a un único centro, ignorante de un alrededor. Su vida carecía, y carece, de otro centro, carece de vínculos, de pareja o de hijos. Era sólo una herramienta, un instrumento con eficaz puntería. Pero fuera de esa función ¿qué es?. Esa pérdida de foco, su negativa a enfocar ya de ese modo, determina que ahora no quiera mirarse en el espejo, porque no le gustaría el reflejo que vería. No le gusta quién ha sido, en quién se ha convertido.
La anterior obra de Ang Lee, Billy Lynn (2017) también partía de una imagen, o del autocuestionamiento de una imagen, por parte, también, de otro ejecutor al servicio de un país o gobierno, un soldado de veinte años, Billy (Joe Alwyn). ¿Qué hay más allá de la imagen? En una de las extraordinarias transiciones que tejían la elaborada y compleja narración, que alternaba tiempos como si realizáramos inmersión en su fractura emocional, se pasaba del rostro de la muerte, el rostro de quien había matado, cara a cara, en un campo de batalla, alguien que no conocía, alguien que quiso también matarle porque representaba otra idea, otra patria, a su propia imagen, la imagen del hombre, recibido como héroe, en la pantalla sobre el escenario donde se celebraba, en un estadio deportivo, la ceremonia de homenaje al acto heroico de ese tejano, emblema social de un combate al Terror, acompañado de sus compañeros de pelotón. Se enfrenta a su condición de personaje o actor en un guión o escenario impuesto, como también la pareja protagonista de Deseo, peligro (2007), se confrontaba con su enajenación cuando establecían una relación sexual (¿era una conexión real o sugestión por la misión o el papel que debían cumplimentar?. En La tormenta de hielo (1997), se decía que la familía es nuestra animateria, un vacío que nos absorbe. En Billy Lynn, se amplíaba a la misma sociedad, y la institución militar como su emblema. En Géminis la extensión es una agencia gubernamental que modela, neutraliza, enajena. La diferencia, sustancial, entre una y otra película, es que en Géminis se queda, más bien, en el enunciado. Henry se confronta con su reflejo en el espejo, él mismo treinta años atrás, pero en forma de clon creado por el programa Géminis, dirigido por Clayton (Clive Owen). Una idea sugerente que no adquiere dimensión dramática, ya que la narración se convierte en un mero carrusel que propulsa un engranaje que hiede a convención y reformulación. Una película clonada con clones. Por ejemplo, la primera confrontación entre Henry y su versión joven clonada es una combinación de la primera secuencia de acción de Casino royale (2006), de Martin Campbell y la persecución motorizada de Terminator 2 (1991), de James Cameron. Bien resuelta o ejecutada pero, como otras secuencias de acción, parece la traslación de la dinámica del pasaje de un video juego, amplificado por el efecto de la técnica de 3D, que da como resultado una inane combinación de realismo y coreografía. Una rudimentaria o banal noción de realismo y una mecánica noción de la coreografíca dinámica de montaje.
Lee usa la técnica digital que ya utilizó en Billy Lynn pero allí no afectaba al curso dramático, no lo lastraba ni anulaba. En Géminis se convierte en principal atracción, mientras cualquier arista dramática queda diluida, como también la preocupación por la coherencia, quizá también por las múltiples reescrituras de guión realizadas desde que la idea se consideró hace veintidos años. Las ideas se exponen incluso de modo subrayado, en diálogos que resultan introducidos con calzador, secuencias tan mecánizadas como las secuencias de acción, como si el espectador necesitara que se le remarcara de modo explícito las ideas a debate, como también ocurre en Ad astra, de James Gray, otro ejemplo de descafeinada intelectualización (y enfático deletreo de los conceptos y símbolos). Ya no es que se prescinda de sutilezas es que además se descuida el desarrollo orgánico de unas ideas condensadas en el trayecto dramático. Se ejerce la simplificación, como si fuera otro complemento o accesorio del engranaje. Parecen desgajadas del núcleo dramático, aunque éste, a medida que progresa la narración, se quede más bien en la piel de un gajo, porque los personajes son más bien conductores narrativos carentes de matices, como sus relaciones faltas de naturalidad. Y, por añadidura, la piel estética, digital, sí destaca por algo es por su fealdad. No hay labor creativa de composición, ni cromática ni lumínica. Es lo real en un grado cero como lo es un video juego. Esa es su contradicción y su lastre.

sábado, 1 de octubre de 2016

11 películas sobre casinos

Ruletas, naipes, tragaperras, bingos, gangsters, agentes secretos, adictos al juego y algún soñador que otro. El casino es como la promesa del paraíso sobre la Tierra. Crees que el paraíso sí existe, crees que es posible. Cuando entras, sientes que puedes variar la trama de la realidad que has dejado atrás, en la calle, en tus rutinas, sientes que puedes dominarla como si poseyeras la varita mágica de un mago. La escurridiza Suerte puede ser tuya, como un potro que logras domar. Crees que la apuesta que realizas puede ser la contraseña para alcanzar ese paraíso. Claro que quizá no deje de dar error. Por eso, del mismo modo que no existen paraísos ni infiernos sobrenaturales, ni dioses ni demonios, o sólo nuestras ínfulas de sentirnos dioses y nuestra inclinación a infligir daño, un casino puede más bien hundirte en la miseria cuando tus apuestas no logran el beneficio que buscan. Por eso, hay tantas películas sobre atracos a casinos. Es un asalto al sistema, a la Banca de la vida, de una realidad que establece sus pautas, a las que tienes que plegarte sí o sí.
Hay otras obras que han desentrañado su relación con todo un sistema económico y social (y los difusos límites entre lo legal y lo ilegal) y con unos valores y modelos predominantes (por ejemplo, los masculinos frente a los femeninos en el marco laboral en los 40), y otras la han utilizado como metáfora de los atributos de partida de juego de las relaciones sentimentales o de la propia relación con la vida, sobre el azar, el destino y el control sobre la propia vida (como la reciente 'Mississipi grind', con Ryan Reynolds). Destaquemos once obras que trazan un recorrido preciso sobre algunas de sus figuras más características, o se constituyen en variaciones del subgénero de atracos en el espacio de los Casinos.
'Casino'. La banca no siempre gana. Durante hora y media, que es sólo la mitad de 'Casino' (1995), de Martin Scorsese, la narración mantiene un ritmo febril como una epidemia que se propaga en todas las células del cuerpo, acorde a esa adicción que intenta inocularse en quienes se conviertan en los clientes atraídos, como bolas de pinball, por la miel de aquellas deslumbradoras luces de neón: Las Vegas es el paraíso del azar. Scorsese traza un minucioso retrato de todas las piezas que conforman la red de un sistema que confunde y fusiona lo legal y lo ilegal. De la mafia a las corporaciones financieras hay un paso, o ninguno. Varía, como refleja su plano final, la mediocridad de su conversión en parque temático para el inserso. En el centro de la trama está, por un lado, el cerebro, el gestor, el hombre que domina el cálculo, las previsiones y las apuestas, el que proporciona beneficios, Rosenthal (Robert De Niro), quien dirigió para la mafia los casinos Stardust, Fremont y Hacienda, durante la década de los 70. Y, por otro lado, su complemento, la mano de obra, el ejecutor, el que 'limpia' de manera expeditiva las impurezas de todo lo que sea molesta interferencia para conseguir el beneficio, Santoro (Joe Pesci). Scorsese logra armonizar en el relato dos direcciones, aquella en la que equipara Las Vegas, y sus tramas financieras, a la sociedad (capitalista), da igual si la gestiona la mafia o las corporaciones, y aquella que domina la segunda parte y se convierte en el contrapunto, la no consecución de lo que se desea. El hombre que todo lo parece dominar y gestionar, y que llega a afirmar que “hay 3 maneras de hacer las cosas: la correcta, la incorrecta y la mía”, no logra que su esposa, Ginger (excelente Sharon Stone), le ame como quiere que le ame. Scorsese vuelve a diseccionar la enajenación y la obsesión, la compulsión de quien no asume que la realidad no sea como quiere (como las gafas de culo de botella que porta al final). Puedes controlar la banca, pero siempre habrá alguna una fisura.
'Croupier'. El controlador de la baraja. Sentirse el croupier implica sentirse el centro del mundo, sentir que no eres uno de tantos jugadores que forcejean con las apuestas que no es sino la negación de la realidad, la no asunción de las probabilidades. Ser escritor también es sentirse croupier de la naturaleza humana. Crees que controlas con tu conocimiento de la naturaleza humana y los entresijos de la vida. En 'Croupier' (1998), de Mike Hodges, Manfred (Clive Owen) es escritor, y pese a sus reticencias iniciales decide seguir la sugerencia de su padre y aceptar un nuevo trabajo como croupier en un casino. Es su voz la que nos narra la historia, aunque lo hace en tercera persona, como si el mismo fuera un personaje. 'Yo, croupier', se llamara el libro que publicará, un título que evoca el de 'Yo, Claudio'. No deja de reflejar cierta aspiración a ser de emperador de la realidad. La narración refleja las contrariedades de tal aspiración, y la colisión entre la tendencia al engaño y la sujección a unas reglas. No sólo las del casino, sino las de una relación. Su novia quiere que abandone ese trabajo, quiere que se pliegue a su idea de cómo debe ser la relación. Una relación con otra mujer que le involucra en un robo al casino no deja de ser una tentación para rebelarse contra la banca que los otros pretenden dominar, el sistema que pretenden institituir en su vida. Manfred intenta establecer el propio, aunque descubra que entre las sombras hay otros artífices en cuyo diseño del juego él mismo era un mero peón. Ante tal discernimiento la risa desapegada es la más lúcida acepción de que en el juego de la vida no siempre serás el que repartes las cartas.
'El jugador' (dos versiones). El jugador desafiante. El trayecto argumental de 'El jugador' (2014), de Rupert Wyatt, no difiere sustancialmente del de la obra del mismo título realizada en 1974 por Karel Reisz Pero si desmarca en varios aspectos que diferencian sus trayectos dramáticos y sus enfoques reflexivos. Las direcciones divergentes que toman quedan evidenciadas en las respectivas elecciones de las obras literarias de las que se sirve el protagonista, el profesor de literatura contemporánea, Axel Freed (James Caan), en la obra de Reisz, Jim Bennett (Mark Wahlberg) en la de Wyatt, para exponer su perspectiva vital. Freed recurría a 'Memorias del subsuelo' de Fiodor Dostoievski, e incidía en la colisión entre deseo o voluntad y la realidad y naturaleza (o por qué no podemos conseguir en algún momento que 2 +2= 4 sea 2 + 2=5). Freed desafía al determinismo y a las leyes, a lo que debe ser, y su voluntad se enzarza en combate con el azar. Es adicto al juego, porque reta los límites. Aunque las probabilidades estén en su contra, desafía esa concepción de que “Por encima de todo existen las leyes de la naturaleza y que todo cuanto él haga, no se hace conforme a su deseo, sino por sí mismo, es decir conforme a las leyes de la naturaleza”. Bennett elige a Shakespeare y 'El extranjero' de Albert Camus. El dramaturgo británico le sirve para remarcar que escasos son los que poseen el don de la singularidad en cualquier faceta. Bennett escribió siete años atrás una novela que no le llevó a las cumbres, aunque no fuera mal recibida, y ahora siente que su vida gira alrededor de la futilidad, impartiendo clases a unos alumnos a los que en general les da igual lo que diga porque todo gira alrededor de las notas que quieren conseguir. Bennett considera que si no puedes ser Shakespeare, mejor no escribas, mejor ser nada. O tienes el mundo a tus pies o te borras, desapareces,. Por eso, juega para desaparecer con sus temerarias apuestas que desafían los límites y ponen en peligro su vida: no quiere ser otro cualquiera en la multitudinaria franja de los grises.
'Anillos en sus dedos'. El jugador iluso. 'Anillos en sus dedos' (1942), de Rouben Mamoulian es un reflejo de las alteraciones sociales en las atribuciones de los roles femeninos y masculinos en la década de los 40. O el paso de la mujer 'dependiente' a 'independiente'. En la década de los treinta se reflejaba que la apuesta contra la banca (la sociedad) para una mujer pasaba por lograr casarse con un millonario sino quería verse restringida a sus escasas opciones laborales, y en posiciones subordinadas (secretaria). En los cuarenta la guerra propició que, dada la ausencia de los hombres reclutados, no sólo muchas más mujeres accedieran al mercado de trabajo sino a más diversos puestos laborales. Susan (Gene Tierney), es una dependienta en una tienda de ropa, y sueña con ser, algún día, alguien al otro lado del mostrador. La oportunidad surge cuando dos clientes le proponen ser su 'atractivo cebo' para estafar a millonarios. Y su primera víctima es John (Henry Fonda), un aparente millonario que resulta ser un modesto contable. Surge el amor pero también la piedra angular del conflicto (signo de los tiempos): Warren se resiste a que ella aporte dinero alguno ( 15.000 dolares), porque es él quien tiene que proveer al hogar, y mantenerla. La trama, a partir de entonces, gira sobre cómo Susan podrá conseguir que él recupere esos 15.000 dolares sin que sepa que le estafó. Una de las mejores secuencias acontece en un casino: Warren ignora que el dinero que gana en las tragaperras y la ruleta no es fruto de sus cálculos de estadísticas sino porque Susan le ha pedido el favor al dueño del casino (impagables los gestos, el dominio interpretativo del cuerpo, de Henry Fonda dejándose llevar por el júbilo, y conteniéndose después apocado; o en la secuencia posterior cuando, embriagado, se va desprendiendo de la ropa antes de meterse en la cama). No deja de ser un reflejo irónico de las presunciones masculinas en aquel periodo.
'Casino Royale'. El jugador intérprete. En los títulos de crédito de 'Casino royale' (2006), de Martin Cambell, predominan las figuras de las partidas de cartas. Inicio de la partida: Es la primera de esa estupenda tetralogia que componen las cuatro películas de la saga Bond protagonizada por Daniel Craig. Un trayecto, una confrontación. Todo es una partida, las mismas relaciones lo son. La determinación es importante, pero juegas más que con tus cartas con lo que lees y anticipas de las de los otros. A veces sus faroles se ven beneficiados por el azar, y el ego puede convertirse en interferencia ya que la arrogancia es un obstáculo. Saber mirar, discernir, es importante. No deja de ser irónico que al villano, Le Chiffre (Mads Mikkelsen), le sangre el conducto lacrimal: ¿Al fin y al cabo Bond no es más bien alguien que no sabe de emociones y al que nadie le importa? ¿No es el aprendizaje de esa tetralogía el de saber fluir con las propias emociones y saber exponerse, y por lo tanto saber amar en vez de ser una máquina de matar que llora sangre?. Traspasado el ecuador de la narración tiene lugar una crucial partida de cartas que supone un duelo entre ambas miradas indiferentes. Su duelo tiene dos pausas o interrupciones en las que peligra la vida de ambos, aún más en el caso de Bond que tiene un paro cardíaco. Le Chiffre no parpadea cuando peligra el brazo de su pareja. En cambio, Bond se preocupa de Vesper, aquella que logra que deje de lado su coraza, como ella será después la que evite que muera. Confiar en otro, es confiar tu vida. Las relaciones pueden ser una partida, sobre todo cuando escrutas e intentas descifrar a aquel que derrumba tu seguridad y te hace sentir expuesto, pero su firme cimiento será la complicidad que se consolide, y para eso es importante que no se piense que el otro vaya de farol. Claro que las cartas pueden estar marcadas, o haber otros participantes que ignoras. Y para eso habrá que esperar tres películas más con la culminación de la partida en las sombras, que se dirime durante todas ellas, en la espléndida 'Spectre', con el mejor final deseable, un reconstituyente corte de mangas a un rancio icono viril sirviente de las instituciones.
'Sidney'. El instructor y el aprendiz. En 'Sidney' (Hard eight, 1996), un mago, cual Merlín, Sidney (Philip Baker Hall) surge de la nada, y se ofrece a ayudar a un joven extraviado, John (John C Reilly), que necesita 6.000 dolares para pagar el funeral de la muerte. En la tierra de las falsas promesas se recibe con recelo la generosidad sin condiciones. Pero la enseñanza de una buena artimaña para sacar dinero a un casino resulta convincente para un joven que seguirá tendiendo al extravío más que a convertirse en un sagaz aprendiz. Y eso que ese enigmático mago generoso se esfuerza, incluso, en realizar las sutiles maniobras pertinentes para que pueda materializar su amor deseado con una chica con nombre de memorable personaje de película, Clementine (Gwyneth Paltrow). Y aún más, en limpiar sus torpezas cuando se compliquen tontamente la vida y deba sacar a relucir su expeditivo dominio del arte de solventar problemas haciendo uso, sin pestañear, de una pistola con silenciador. 'El difícil ocho' es una jugada de los dados en que salen dos cuatros. Sidney no tiene suerte cuando apuesta a que salga en la mesa de juego, y en la realidad es difícil que esa combinación se realice. Siempre surge algún inconveniente, en general, las inconsistencias o mezquindades humanas. Paul Thomas Anderson, con su opera prima, ya dio claras muestras de su singular y excepcional talento. Pocos cineastas tienen tal dominio de los movimientos de cámara, de las composiciones, y de las derivas, excursos y alteraciones del curso del relato: Hay que esperar casi al final para averiguar que el mago había sido quien asesinó al padre del extraviado aprendiz.
'The cooler'. El gafe. Si tu mala suerte te lleva a la ruina, quizá sea beneficiosa para el negocio del juego que te contrate para proporcionar gafe a quien está ganando demasiado a la banca. Es la tragedia patética del esbirro. Encima, beneficia al poderoso. En 'The cooler' (2003), de Wayne Kramer. Bernie Lootz (William H Macy), se convierte en la antimateria del sueño del jugador en Las Vegas. Incluso, arruina sus relaciones, sea con su esposa o con su hijo. Convertirse en el fetiche del dueño de un casino, Kaplow (Alec Baldwin). No deja de ser irónico el nombre de ese casino, Shangri la, aquel sueño de lugar incorrupto que nada tiene que ver con la representación de la codicia. El soñador se convierte en una herramienta, como gafe oficial, que favorece al que marca las reglas del juego, aquel que necesita atraer los clientes al panal pero no que no ganen lo suficiente para que así sigan suministrando más beneficio. El esbirro sirve para poner limites que les mantengan perpetuamente insatisfechos. Claro que el sistema se tambalea cuando entra en escena una camarera, Natalie (Maria Bello), y se pone en juego un sentimiento generoso llamado amor que poco tiene que ver con el intercambio de egoísmos simulados al que se refería Max Frisch cuando hablaba de las relaciones. Ahí no valen las cartas marcadas. Y quizá los esbirros despierten.
'Cinco contra la casa'. El juego como fantasía o el juego como combate. Scorsese reconoció que una de sus inspiraciones para 'Casino' fue este film noir dirigido en 1955 por Phil Karlson, basado en un relato de Jack Finney ('La invasión de los ladrones de cuerpos'), que se ajusta al patrón clásico de la obra de atracos: preparación, ejecución y huida (o captura). El objetivo de los cinco jóvenes universitarios, robar un millón de dolares en un (auténtico) casino de Nevada, 'Harold's club'. Aunque primero tendrán que decidir si la idea es una mera ocurrencia de sueños de transgresión o se quiere de veras realizar (como si se continuara en el campo de batalla de la guerra de Corea: irónico que quien más insista sufra el trastorno postraumático de combate). Entre el capricho y el trastorno, el miedo a la infracción. Supuso una de las primeras interpretaciones de Kim Novak. Y ante todo puso la primera pica en películas de atracos a casinos. Aunque no sea uno de los mejores film noir de Karlson ('Trágica información', 'El cuarto hombre', 'El imperio del terror' y, sobre todo, 'Calle River 99'), ni destaque en una antología del subgénero de películas sobre atracos, no es una obra carente de interés.
'¡Hagan juego!' y 'La cuadrilla de los once'. El juego como transgresión. 'Hagan juego' (2001), de Steven Soderbergh supera al acartonado original, 'La cuadrilla de los once' (1961), de Lewis Milestone, por varios cuerpos de distancia. Sí es una película con un talante cool' del que carecía la versión interpretada por Sinatra y su pandilla del 'Rat pack', quienes precisamente se convirtieron en imagen de lo 'cool'. Y este aspecto se hace cuerpo narrativo a través de su afinada modulación entre ingrávida, elegante y vivaz, reflejo, por otra parte, de una idea que la sostiene y propulsa: el afán de superación. No sólo por la tentativa del atraco que se realiza contra un emblema de esta sociedad materialista de la ostentación y la opulencia, los casinos de Las Vegas (en concreto, sobre tres), sino también por la superación, para Ocean (George Clooney), de un fracaso pasado, el sentimental, y su recuperación en un nuevo reinicio. Y es que Tess (Julia Roberts), su anterior pareja, lo es ahora, precisamente, del dueño de esos casinos, Dominic (Andy Garcia). Si el sistema se sostiene sobre las falsas apariencias, mordaz resulta que el gran golpe de efecto del robo juegue con la manipulación de las mismas, y que se nos desentrañe posteriormente, jugando con habilidad con la alteración de los climax narrativos convencionales. Y el amor vence porque Ocean le revela a Tess cómo Dominic prioriza el dinero o la posesión al amor. Esta heterodoxa condición, camuflada bajo sus vistosos ropajes narrativos, se ejemplifica en el quizá momento más hermoso de la película. Ese travelling lateral que muestra los rostros risueños de los otros diez compinches, junto a la luminosa fuente, contemplando el edificio donde han perpetrado felizmente el robo.
'El buén ladrón' y 'Bob, el mentiroso'. El juego como superación. 'El buen ladrón' (2003) es un estimulante remake de 'Bob el mentiroso' (1955) de Jean Pierre Melville, que fue la inspiración, por cierto, para Paul Thomas Anderson cuando se planteó 'Sidney'. Mientras en la obra de Melville se incidía en que la medida planificación se ve afectada por el confuso mapa de los sentimientos humanos, ya que todo no se puede controlar, y menos las emociones de los otros, otros campos de juego que interfieren, el corazón dramático de la obra de Jordan narra un proceso de superación, o recuperación. La 'cárcel' que aún tiene recluido a Bob (un extraordinario Nick Nolte), es la adicción a las drogas, que no es sino el 'paraiso artificial' en el que se alivia para contrarrestar la consciencia de su fracaso vital. Un casual cruce de destinos con una adolescente inmigrante, Anne, a la que rescata de su proxeneta, será el imprevisto detonante de su 'despertar' vital. Y será determinante para que se decida a tejer un nuevo proyecto, un nuevo plan de robo que desafíe al azar que hasta ahora ha sido contrario a él. Y el emblema es un casino en el sur de Francia. Y como correspondencia con su arte, con su singularidad creativa, los objetos robados, a diferencia de la obra de Melville, serán famosas pinturas guardadas en un edificio contiguo al casino. Correspondencia en la que se puede rastrear una alegoría, por un lado, del creador, como figura diferente y singular, frente a un mundo impersonal y que sólo valora el interés mercantil, y del mismo Jordan, pues antes de 'Juego de lágrimas' (1992) estuvo a punto de dejar el cine por desespero de no encontrar su lugar, o receptividad de financiación, para dar forma a sus proyectos. Aquí el golpe, la apuesta, se convierte en representación de que cuando crees en la suerte, la suerte responde, y hasta doblemente, porque como explicita Bob al final, nada es previsible. Sólo tienes tu impulso vital y tu voluntad de superación para seguir enfrentándote a la banca, al sistema, la vida, y quizás, así, en cualquier momento, si perseveras, con tu voluntad, la suerte también te sonría, y las circunstancias te acompañen.
'Operación Reno'. La negación del juego (mercantil). Un casino y varios Papa Noeles; muertos, por cierto. El impactante inicio de 'Operación Reno' (2000) muestra los cadáveres de varios hombres ataviados de Papá Noel en el exterior e interior de un perdido casino en la nada (cerca de Reno). El relato nos guiará hacia ese desenlace trágico en un vacío casino en el que unos hombres buscan la riqueza que no existe, un espejismo como las ilusiones de una sociedad de la opulencia que refleja en cada casino la posibilidad del acceso a la riqueza mientras esconde con la mano sus trucos. Papa Noel no existe, los regalos se compran. No fue una de las obras mejor recibidas de John Frankenheimer, la última estrenada en cines, aunque volviera a demostrar, tras 'Ronin', que pocos cineastas actuales eran capaces de rodar una escena de acción como él. Y además dinamizaba con mordacidad un relato de falsas apariencias, obra del guionista de 'Scream'. Gary Sinise se apropiaba de la función con su perversa interpretación de la villanía, no exenta del patetismo de quien quiere quiere abandonar la franja de la precariedad de una vida de rutinas y privaciones de camionero para acceder al trozo de cielo, que tiene mucho de suelo quebradizo de hielo, de la riqueza que prometen los cantos de sirenas de la sociedad casino-capitalista. Que el casino esté regido por nativos americano acentúa esa sensación de desubicación, de personajes que forcejean, en los márgenes, o en las reservas, de la realidad, por los residuos que arroja la opulencia. Y que el único superviviente reparta los restos del botín cual Papá Noel no deja de ser el más transgresor corte de mangas a una sociedad que alienta la rapiña.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

10 películas del subgénero del montañismo

El subgénero del montañismo fue muy popular en Alemania en la década de los 20 y 30. Existe una gran variedad de obras de ficción y documentales que narran gestas reales o célebres acontecimientos trágicos de alpinistas. Hay obras en las que la peripecia física adquiere una dimensión simbólica, el enfrentamiento del hombre con la naturaleza o una transposición de su relación con la vida, y hay otras que utilizan la montaña como escenario de una película de acción. Realicemos un breve recorrido por algunas películas que representan diversas tendencias
'La luz azul'. El cine de montaña es al cine alemán lo que el western al cine estadounidense. Reflejaban la lucha con la naturaleza que siempre finalizaba con alguna iluminación de sabiduría para los protagonistas. En la década de los años veinte, hasta inicios de los treinta, fue un género muy popular. El director más célebre fue Arnold Franck, a quién abordó la actriz Leni Riefensthal porque deseaba participar en las películas de un cineasta que admiraba enormemente. Consiguió protagonizar varias, 'La montaña sagrada' (1926), 'El gran salto' (1927), 'Prisioneros de la montaña' (1928) o 'Tormenta en el Mont Blanc' (1929), incluso realizando, como en 'La intoxicación blanca' (1931), arriesgados descensos con el célebre esquiador Hannes Schneider. Franck sería el montador de la excelente 'La luz azul' (1932), la primera película de la cineasta, luego celebre por ser fichada por Hitler para reflejar su ideario con, entre otras, 'El triunfo de la voluntad' (1935). Riefensthal encarna a la singular protagonista, la única que logra ascender la montaña en la que, en las noches de luna llena, se advierte una luz azul que provoca que los hombres quieran escalarla. Pero todos pierden la vida en el intento. Por esa singularidad es acusada de bruja, cuando es la única que sabe relacionarse armónicamente con la naturaleza, mientras que para otros la montaña adquiere una dimensión sobrenatural que suscita su miedo, o se convierte en el espejo de su codicia, cuando descubren el material precioso que provoca aquella luz azul.
'La montaña trágica'. Pueden existir variadas razones para subir a la montaña, que pueden ser reflejo de la propia actitud con la vida, sobre cómo la confrontan y cómo se relacionan con los demás. En 'La montaña trágica' (1950), de Ted Tetzlaf, la ascensión a la montaña denominada Torre blanca supone para el personaje de Alida Valli la afirmación de la vida frente a la inevitable muerte, la ilusión es una cicatriz pasajera que le hace sentir que, de modo provisional, puede superar a la muerte en el lugar en el que falleció su padre. Hay para quien, como para personaje de Glenn Ford, significa un paso más hacia la cima que se desea, el amor de quien ama, el personaje de Valli. Hay quien cuya ascensión la plantea en términos de competitividad, además inclemente con los débiles, como el escalador de filiación nazi que encarna Lloyd Bridges. Hay quienes ascienden para sentir que aún están vivos, como el de Claude Rains, o como gesto generoso y solidario, como el de Cedric Hardwicke, amigo del padre de Alida Valli. Por último, siempre hay quien asciende por la vida a disgusto por tener que realizar absurdos esfuerzos, como el guía que encarna Oskar Homolka.
'Licencia para matar'. Probablemente la cuarta obra de Clint Eastwood, 'Licencia para matar' (1975), no sea uno de sus más estimulantes logros. Su personaje, antecedente de Indiana Jones combinado con James Bond, profesor de historia del arte que fue asesino a sueldo del Gobierno, para quien realizaba las correspondientes 'sanciones', es reclutado para realizar otra, a la que alude el título original 'Eiger sanction', La sanción del Eiger, la escarpada montaña alpina que deberá ascender, tras realizar el oportuno entrenamiento en Monumento Valley para recuperar la forma. Quien debe ser 'sanciónado' es el asesino de un agente norteamericano. No se sabe su identidad, sólo que cojea y que va a escalar el Eiger como parte de un equipo al que se une el propio Eastwood para asesinarle. El rodaje fue un tanto accidentado. Eastwood quería rodar en la montaña, pero fue primero advertido por un experto instructor, que había perdido varios escaladores en la ascensión al Eiger y el director de fotografía Frank Stanley, que consideraba que no era necesario escalar de verdad la montaña. Simplemente, Eastwood tenía esa fantasía infantil. Un especialista se cayó y perdió la vida. Eastwood decidió continuar para que su muerte no fuera en vano, y optó por realizar él mismo la escalada sin utilizar un especialista. Stanley también se cayó y debió permanecer durante unos meses en silla de ruedas. Acusó a Eastwood de ser demasiado impaciente y no realizar la necesaria preparación, como si considerara que todo fuera llegar y besar el santo. Stanley no volvió a trabajar con Eastwood.
'Dispara a matar'. Casi pasa mitad película de 'Dispara a matar' (1988), de Roger Spottiswoode, cuando se desvela quién es, entre los montañistas que realizan una excursión, el asesino perseguido por un agente del FBI encarnado por Sidney Poitier, al que ayuda en la persecución un experto montañero (Tom Berenger), pareja, para más señas, de la guía del grupo (Kirstie Alley). La revelación será infortunada para el resto del grupo porque todos se verán empujados al vacío como piezas de un dominó. Para mantener la intriga se eligió a actores que hubieran interpretado a personajes siniestros en el pasado (Andrew Robinson, el Scorpio de 'Harry el sucio', Clancy Brown, el villano de ''Los inmortales, o Richard Masur, el traficante de drogas de 'Nieve que quema'). El agente del FBI por su parte, más bien urbanita poco acostumbrado a lidiar con la naturaleza, deberá enfrentarse a las dificultades de escalar riscos como a la amenaza de un oso (con quien las muecas parecen ser efectivas para ahuyentarle).
'Grito de piedra' y 'Gasherbrum'. No quedó Werner Herzog muy satisfecho de 'Grito de piedra' (1991), una obra centrada en la divergente actitud de dos alpinistas con respecto a la ascensión a las alturas superando los retos de escarpadas montañas. Ambos compiten para ver quien alcanza antes la cima de la cima argentina Cerro Torre, con la atención mediática de un programa televisivo. Herzog no estaba muy satisfecho con el guión, que desarrollaba una idea del escalador Reinhold Meissner, inspirada en el primer ascenso a esta cima en 1959, en la que uno de los dos escaladores perdió la vida en el descenso. Meissner había colaborado con Herzog previamente en el documental 'Gasherbrum' (1984), que relataba su ascensión, junto a su compañero Hans Kammelander, de dos picos, Gasherbrum I y Gasherbrum II, sin retornar entremedias al campamento de base. A Herzog le interesaba más que el recorrido físico las motivaciones interiores de ambos escaladores. Y eso es lo que cojea en 'Grito de piedra', en el poco consistente contraste entre el joven arrogante escalador, más bien acróbata, que ve las paredes verticales como un campo de juego en el que compite para ganar, y el veterano que no hace alardes y cuyas motivaciones son más profundas. Su desdibujado conflicto dramático tiene el agravante de que ambos comparten interés sentimental por la misma mujer.
'Viven'. En 1972, el avión en el que viajaba un equipo de rugby uruguayo se estrelló en los Andes. En tal inhóspito paraje, tan lejos de la civilización, en el que permanecieron dos meses, tuvieron que afrontar el dilema de cómo alimentarse cuando se terminaron las subsistencias. Su decisión de nutrirse con la carne humana de los cadáveres, más que la consecución del rescate gracias a la audaz decisión de dos de ellos, Parrado y Canessa, de recorrer cientos de kilómetros, durante doce días, para buscar ayuda, fue el detalle que más resonancia mediática tuvo, y más impacto social causó. Alguna de las montañas que escalaron en su recorrido no habían sido ascendidas por nadie: De hecho, a una se le dio el nombre de Monte Seler, en memoria del padre de Parrado. Su peripecia fue narrada veinte años después en 'Viven! (1993), de Frank Marshall, con eficaz concisión. Destaca particularmente la lograda secuencia del accidente aéreo. 29 murieron, 16 sobrevivieron.
'Máximo riesgo'. Al personaje que interpreta (es un decir) Sylvester Stallone en 'Máximo riesgo' (1993), del cineasta experto en truños de acción, Renny Harlin, sufre un trauma cuando no logra salvar a una compañera de tareas de rescate, que además era la novia de su mejor amigo. Una panda de desalmados delincuentes se estrellan en las Montañas rocosas y Stallone se encuentra en la tesitura de realizar doble labor, salvar vidas y acabar con otras, lo cual no le crea demasiados conflictos aunque entren en contradicción porque sabe distinguir en qué piedras y en qué cabezas hay que usar el pico. Aunque sí se encuentra con una contrariedad: el guía de los desalmados delincuentes es el amigo cuya novia no logró salvar. Aún así el rostro de Stallone no mueve un músculo y se confunde con la piedra. Quizá no sea tan deplorable como otras de las tantas películas de despliegue de testosterona y músculo que ha protagonizado durante ya cuatro décadas con la excepción de la notable 'Copland', de James Mangold, pero deja también esa sensación de vacío y aturdimiento como si te hubieran expoliado varias neuronas de golpe. Algunos lo llaman entretenimiento de barraca de feria. Yo lo llamo lobotomía.
'Límite vertical'. Avalancha, caída de los supervivientes en una grieta, y ascenso de varios pequeños grupos de salvamentos con explosivos, componen la columna vertebral de acontecimientos dramáticos de 'Límite vertical' (2000), de Martin Campbell, una película de acción que toma como escenario la montaña del K2 en el Himalaya. La tensión se acrecienta por los roces entre los supervivientes, por la arrogancia del empresario que encarna Bill Paxton, y el mal estado de una de ellos, precisamente, hermana de quien vio cómo su padre se sacrificaba en una ascensión previa para salvar la vida de sus dos hijos. El rescate de la hermana implica enfrentarse a una herida del pasado. Quizá los mimbres dramáticos no sean particularmente destacables (y Chris O'Donnell posee la hondura del vegetal para expresar conflictos dramáticos), pero Campbell logra imprimir mediante el montaje el necesario dinamismo y la ajustada precisión que también insuflará a las posteriores, y más notables, 'Casino royale' y 'Al filo de la oscuridad'.
'Tocando el vacío'. El 80 % de los accidentes tiene lugar en los descensos. Eso es lo que le ocurrió en 1985 al británico Joe Simpson, cuando descendía junto a Simon Yates, el Siula Grande, montaña de los Andes peruanos. Se fracturó la pierna. Su compañero le ayudó a descender durante un trecho, pero cuando quedó colgado sobre el vacío tuvo que cortar la cuerda para no precipitarse con él. Dado por muerto, Simpson descendió, arrastrándose con la pierna rota, durante cuatro días, hasta alcanzar el campamento base. Kevin McDonald, luego director de 'El último rey de Escocia' o 'La sombra del poder', realiza con 'Tocando el vacío' (2003) un intenso documental que combina el relato verbal en retrospectiva de ambos escaladores, y quien les esperaba en el campamento, con la recreación con actores de la peripecia que sufrieron. Aunque se sepa que el desenlace fue feliz, logra transmitir toda la tensión, e incluso incertidumbre, que vivieron. En especial, ese instante en que Simpson, atrapado en la gruta donde había caído, decide internarse y descender por una grieta porque considera que es su única opción de encontrar una salida. Tras dos años y seis operaciones, Simpson volvería a escalar.
'Everest'. En 'Everest' (2015), de Baltasar Komakur, se remarca que quien manda en la montaña. No se acentúa la épica, porque será avasallada por la fuerza incontestable de los elementos. Se señala el sufrimiento consustancial al ejercicio de la escalada (como si se apuntara su masoquismo inherente), pero no se enfatiza demasiado. Se apunta la necesidad de encontrar aliento vital, frente a los nubarrones de la rutina diaria, en una actividad que pone en riesgo la propia vida, aunque acabes sin nariz por intentarlo. Se siente el vacío de un abismo en el que te puedes precipitar, la distancia que separa tu seguridad de una vulnerabilidad permanente. Su sobriedad cortante, que algunos han calificado de fría, recuerda a otra obra con guión de William Nicholson, 'Tierra de penumbras' (1993), de Richard Attenborough. Respira templanza frente a la adversidad. Se transmite la aceptación de la derrota, la pérdida como inevitable posibilidad en la apuesta. Y se narra con vibrante fluidez, con genuino sentido de la aventura, una peripecia que transmite agreste sensación de realidad. De hecho, ocurrió de verdad, en 1998. La visita guiada (previo pago de una considerable suma), porque también el Everest es ya como una atracción turística en la que hay colapsos para conseguir el mejor turno de subida, se saldó con varias muertes.

sábado, 26 de marzo de 2016

Casino Royale

Resulta interesante retornar al inicio del recorrido cuando algo concluye. Se advierten los primeros indicios de un rastro, y la elaborada arquitectura de un edificio narrativo. Es la raíz de la pulpa. Hay un placer añadido en degustar 'Casino royale' (2006), tras que haya culminado la tetralogía de James Bond protagonizada por Daniel Craig con la excelente 'Spectre' (2016), de Sam Mendes (con respecto a la cual no deja de llamar la atención el extendido vapuleo, no sé si por su condición de 'blasfemia' o porque no han sabido ver en la recurrencia de elementos y de la construcción narrativa, cual reflejos, en relación a la muy admirada 'Skyfall', precisamente una clave fundamental en su construcción de sentido sino más bien un defecto). Aunque destaque, de modo más manifiesto, la condición de díptico de las obras realizadas por Sam Mendes, por la demolición, que es subversión, que realiza de un icono y un estereotipo, hay un trayecto que vincula a las cuatro obras. 'Casino royale' (2006), de Martin Campbell (del que hay que recordar las notables 'Ley criminal', 1988, y 'Al filo de la oscuridad', 2010), es el inicio de una partida, cuyo sentido vertebral permanecerá en las sombras hasta la cuarta obra, o se va perfilando como una línea de puntos forma una figura a lo largo de las cuatro obras. Los tres primeros contendientes no dejan de ser piezas subordinadas al rey en las sombras. Son las piezas visibles, variables, reflejos y distracción. En los títulos de crédito de 'Casino royale' predominan las figuras de las partidas de cartas. Un trayecto, una confrontación. Todo es una partida; las mismas relaciones lo son. La determinación es importante, pero juegas más que con tus cartas con lo que lees y anticipas de las de los otros. A veces sus faroles se ven beneficiados por el azar, y el ego puede convertirse en interferencia ya que la arrogancia es un obstáculo. Saber mirar, discernir, es importante. No deja de ser irónico que al villano, Le Chiffre (Mads Mikkelsen), le sangre el conducto lacrimal: ¿Al fin y al cabo Bond no es más bien alguien que no sabe de emociones y al que nadie le importa? ¿No es el aprendizaje del trayecto de esta tetralogía el de saber fluir con las propias emociones y saber exponerse, y por lo tanto saber amar en vez de ser una máquina de matar que llora sangre?.
La condición orgánica tiene varios reflejos: Bond es elementalidad física, un arrolladora materia: la primera persecución parece la de unos simios que saltan de una rama a otra aunque sean edificios en construcción o gruas: Bond es una figura en construcción, un adolescente emocional en formación, una criatura con capacidad emocional aún por desarrollar. Es un bruto con la eficiencia implacable de una maquinaria. Está dando sus primeros pasos en el ejercicio del escenario de los adultos, y le sobra la arrogancia del adolescente que se enfrenta a sus mayores. Aún su planteamiento de enfoque de la realidad se restringe a conceptos elementales (quizá por eso la secuencia introductoria sea en blanco y negro: hay un bando modélico, al que representa, y están los contrincantes). Uno de los lances tiene lugar en una exposición de arte en la que representa el interior del cuerpo desprovisto de la apariencia: hueso y músculos. Eso parece el mismo Bond. La misma rotunda fisicidad simiesca del excelente Daniel Craig apuntala esa impresión. Aún mira la realidad como si fuera un espacio en el que saltar o que cruzar ( y lo mismo con el espacio virtual: para él ya pocas diferencias entre la noción de lo físico y lo virtual: es un ejecutor subordinado que cumple o tramita ordenes aunque parezca que se enfrenta a las figuras de la autoridad: más bien le gusta dominar y controlar el escenario de la realidad: es un contendiente o jugador que avasalla para imponerse). ¿No es ya un indicativo de ese planteamiento se sacudida y subversión de un icono y modelo viril esa tortura que sufre Bond cuando es repetidamente golpeado en sus testículos?).
Traspasado el ecuador de la narración tiene lugar una crucial partida de cartas que supone un duelo entre ambas miradas indiferentes, entre Bond y Le Chiffre. Su duelo tiene dos pausas o interrupciones en las que peligra la vida de ambos, aún más en el caso de Bond que tiene un paro cardíaco. Le Chiffre no parpadea cuando peligra el brazo de su pareja, al que amenazan con seccionar si él no suministra la información requerida. En cambio, Bond se preocupa de Vesper, aquella que logra que deje de lado su coraza, como ella será después la que evite que muera cuando su corazón se detiene. Confiar en otro es confiar tu vida. Las relaciones pueden ser una partida, sobre todo cuando escrutas e intentas descifrar a aquel que derrumba tu seguridad y te hace sentir expuesto, pero su firme cimiento será la complicidad que se consolide, y para eso es importante que no se piense que el otro vaya de farol. Bond deja abrir sus entrañas y se expone. Claro que las cartas pueden estar marcadas, o haber otros participantes que ignoras. El edificio se derrumba, y las emociones recién nacidas naufragan: la mujer que ama se hunde con su edificio. Será el primer edificio que se derrumba. 'Spectre' culmina con el que representa la demolición de lo que era y representaba su vida, el edificio institucional, antes de salirse del escenario, precisamente, con una mujer. Una mujer que, irónicamente, será hija de aquel que hiere en una pierna con crueldad en el final de 'Casino royale', Mr White (Jesper Christensen), ese gesto cruel en el que se afirmaba como máquina de matar (que oculta ya no la indiferencia sino la amargura del resentimiento): Que sea su hija supone un símbolo poético de su completo desprendimiento de su condición de matar; por eso, en la conclusión de 'Spectre', no remata al rey en las sombras, Blofeld (Christopher Waltz), el artífice de sus desgracias, (el vivo que parecía muerto: sobre una celebración del día de los muertos pelea en un helicóptero; abatirá al helicóptero en el que se escapa su doble en las sombras, su cicatriz, el monstruo que era reflejo de otra monstruosidad, la del supuesto Orden; al fin y al cabo Blofeld rige otro Orden en las sombras que no deja de estar interrelacionado con el aparente o explicito).
El trayecto de las cuatro obras será el de un laberinto en una atracción de espejos. Bond se enfrentará a su propia elementalidad emocional, su resentimiento, en el trayecto alquímico de 'Quantum for solace', cuando comprenda que no debe focalizar su despecho en la mujer que amaba. En esta obra, una mujer con cicatrices en su espalda, es el reflejo de sus cicatrices inferiores (una excepción entre todas las mujeres con las que se relaciona que mueren: no es amante o 'madre', ya que es más bien la espectral encarnación de la pérdida de la amada). En 'Skyfall' se confronta con su propio reflejo, a través de Silva (Javier Bardem) otro agente resentido con su 'madre', Q (Judi Dench), como lo está él tras que una orden suya determine que casi muera, y ese Otro se convertirá en la materialización de ese deseo de rebelarse de modo radical, eliminándola, contra quien le creó y modeló, su raíz podrida (no podía sino tener lugar sino en el espacio de su infancia del que fue extraído, y en una iglesia, para rematar la blasfemia), y el inicio de una sublevación; en el inicio de la cuarta obra vuelve a enfrentarse a la figura de autoridad, el nuevo M (Ralph Fiennes). Y en su desarrollo otra mujer introducirá esa cuña en su mente que hará que se pregunte por qué hace lo que hace, por qué eligió un modelo de vida y de realidad, que no dejaba de ser un escenario en el que cumplía una función. Por qué no podía elegir, o desear, otra opción de vida o escenario. Y la culminación de la partida en las sombras, que se dirime durante todas ellas, acontece con el mejor final deseable, un reconstituyente corte de mangas a quien era un rancio icono y modelo viril, hombre de acción sirviente de las instituciones y conquistador y seductor de cualquier mujer, porque toda mujer era cualquier mujer, que se rendía a su voluntad. Bond abandona la doble licencia para matar y opta por la licencia para amar a una mujer. La máquina completa su proceso de conversión en humano sensible que sabe mirar y sentir.