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jueves, 13 de mayo de 2021

Vida de perros

                             

Como una vida de perros define su trasegada dedicación Martoni (Aldo Fabrizi), el director de la ambulante compañía de variedades, mientras viajan como mercancías en un camión, tras que hayan sufrido otro de sus episodios de lid con la precariedad. Parece que siempre les falta el dinero, o si disponen de la necesaria cantidad enseguida la pierden (como en este caso por una partida de cartas con unos lugareños a los que pensaban que podían desplumar; la expresión de Martoni es todo un poema cuando comprende que les va a salir el tiro por la culata al observar las habilidades del campesino barajando). Pero Vida de perros (Vida da cani, 1950), de Mario Monicelli y Steno (Stefano Vanzina), pese a esa afirmación, y a que su trayecto concluya tanto con un sacrificio amoroso, parecido al de Norman Maine en Ha nacido una estrella, para que la mujer amada, Margherita (Gina Lollobrigida), triunfe cuando él, Martoni, se ha convertido en un lastre (ocultando incluso lo que siente por ella), como con un suicidio, el de Franca (Tamara Lees), una de las chicas aspirantes a convertirse en vedette de revistas (aunque en su caso porque consideraba que podía ser la vía más efectiva y rápida para encontrar un marido rico), es una vivaz comedia o, dicho de otra manera, la emanación del talante vital de Martoni, incombustible, capaz de enfrentarse a cualquier situación adversa. Véase la extraordinaria secuencia en la que forcejea dialécticamente (en un diálogo que parece duelo de sables) con el dueño del hotel en el que han recalado, para evitar pagar, y las sucesivas escenificaciones que se monta hasta lograr salir victorioso, incluida fuga en el último segundo en tren dando él mismo la salida del tren con la gorra y la banderola del encargado de estación.

Martoni, en cuyas experiencias Fabrizi refleja las propias (participa, junto a otros seis, en el guion que parte de un argumento de Monicelli y Vanzina), es el aliento y la energía que vertebra esta espléndida película, admirable ejemplo de funambulista dominio de la mixtura de registros, y que transpira vitalismo por los cuatro costados. Es quien anima y logra mantener el rumbo en una singladura que sufre los bamboleos del azar. Bien reflejado en los disimiles trayectos de las tres aspirantes a vedettes. La narración, de modo significativo, se inicia con la insatisfacción con una vida ordinaria de penurias, y con un horizonte futuro que parece, cual condena, la repetición de ese presente de privaciones. Franca no quiere resignarse a esa vida de penurias y privaciones que siente como inexorable, sin posible mejora, y aunque ame a Carlo (Marcello Mastroianni), prefiere sacrificar su amor para lograr esa vida de bienestar material e incluso de lujos (lo que da pie a una espléndida, y sombría, secuencia, en la que ella se entrega por primera vez a Carlo, para sorpresa de éste, porque quería que él fuera el primero; es su forma de despedirse); más adelante, ya parte integrante de la troupe, por un momento duda, tras la propuesta de matrimonio de un millonario que le repele, y decide rectificar y retornar, pero la visión de la suciedad  y las cucarachas en la pensión, la determina a aceptar esa propuesta. Pero, en cambio, no será capaz de soportar un reencuentro azaroso con Carlo, ahora bien establecido profesionalmente, en una fiesta que organiza su ya esposo (un cruce de miradas basta para precipitarla en el abismo del remordimiento, en el que se ve a sí misma en el pasado, en lo que no supo ser por no saber ser perseverante ni paciente). En cambio, quien no transige (a las atenciones avasalladoras o tentadoras propuestas de vida de lujo), como Vera (Delia Scala), se verá recompensada, cuando aquel a quien ama se enfrente al yugo de su padre, y escape para unirse a ella. Ironías: el padre era uno de los hombres que intentó sobrepasarse con Vera, lo que eliminará cualquier reticencia que tuviera el padre con respecto a que su hijo se casara con alguien de baja estofa, término con el que califica, como buen hipócrita, a las mujeres de ese mundillo, de las que, pese a todo, no dejaba de aprovecharse cuando le convenía; como divertimento, sí, como posible esposa, no.

Por último, está la representación quintaesenciada del azar, Margherita, quien es acogida por Martoni cuando huye de la policía, y acaba convirtiéndose en una estrella. Algunos de los pasajes más sobresalientes de la película son los que relatan el proceso de aprendizaje al que somete Martoni a Margherita, mediante el que,  en un curso acelerado, va modelándola como buen instructor (incluida hilarante muestra de cómo pasear por una pasarela). Claro que el paternal Martoni también se enamora, pero su capacidad de entrega es tal que sabe sacrificarse para que su amada triunfe, en una conclusión no carente de melancolía (potenciada por la áspera y sombría iluminación de la fotografía de Mario Bava), aunque sin perder la sonrisa firme de quien sigue su trayecto incombustible dispuesto a surcar nuevos horizontes, con espíritu solidario y generoso, porque como él siempre apostilla, todos somos italianos.

sábado, 25 de julio de 2020

Todos a casa

Todos a casa (Tutti a casa, 1960), de Luigi Comencini, se inicia con una circunstancia absurda. En septiembre de 1943, un regimiento italiano se entera por la radio de que se ha declarado un armisticio (el mariscal Bodoglio, nuevo jefe del gobierno lo ha firmado con los aliados) antes que a través de una orden directa de las altas instancias militares. Es decir, tiene gracia pero no la tiene. Porque que determina cierta confusión, como cuando el subteniente Innocenzi (Alberto Sordi) y su pelotón, que realiza unos ejercicios de marcha fuera del cuartel, se encuentra con la desconcertante circunstancia de que son atacados por los alemanes. El tablero de ajedrez ha cambiado, y más que lo hará en los próximos días cuando Mussolini, que había estado en prisión durante tres días, recupere el poder apoyado por los alemanes y cree la nueva república social italiana, armando el ejército nacional republicano (es decir fascistas). Todo un panorama variable y confuso, como telón de fondo de la odisea de Innocenci, nada afín a la ideología fascista, cuando recorra Italia, de vuelta a casa, pasando por Roma y acabando en Napoles, junto a otros compañeros de viaje (como la misma circunstancia, su alianza con sus compañeros de viaje oscila y varía, con puntuales añadidos, separaciones y reencuentros). Una vuelta a casa que implica, para Innocenci, no implicarse, o complicarse la vida. Quiere volver a casa, pese a que durante su trayecto las circunstancias apelen al posicionamiento o la implicación, por ejemplo, con las guerrillas que luchan contra los alemanes. Siente que ha cumplido con su labor y función, y no se ajusta a la nueva circunstancia sino que pretende simplemente eludirla, fugarse, esconderse. Pero en su mismo destino se encontrará con un hogar, con un padre, que se ha posicionado, con los fascistas, y demanda que él haga lo mismo. Innocenci no quiere ni unirse ni luchar contra, por lo que se convierte en una figura borrosa en fuga en su trayecto geográfico y narrativo.
Todos a casa es una tragicomedia. Alterna tonos de una secuencia a otra, e incluso en la misma secuencia con un equilibrio y una armonía proverbiales. Una cualidad que evoca la de La gran guerra (1959), de Mario Monicelli, también protagonizada por Alberto Sordi, en cuyo guion intervinieron Age & Scarpelli (Agenore Incrocci y Furio Scarpelli). En este caso aportan argumento y diálogos, y colaboran en el guion con Comencini y Marcello Fondato. En principio, abundan más los aspectos cómicos, como cuando Innocenzi, al cruzar un túnel, es abandonado por su pelotón, con la excepción de un soldado 'de baja' con el que se han encontrado en el trayecto, Ceccarelli (Serge Reggiani), quien se dirige a Napoles con un paquete de comida para la esposa del comandante. Los hay distendidos, de pasajera conciliación armónica: el destello de cálida atracción entre Codegato (Nino Castelnuovo) y una chica judía, Silvia Modena (Carla Gravina); el descenso con la bicicleta sin frenos de Innocenzi y el sargento Fornaciari (Martin Balsam) hacia la casa de éste hasta colisionarse con la esposa (marido y mujer entregados al abrazo entusiasta con Innocenci debajo); la comida de la polenta en casa de Fornaciari compitiendo por quien llega antes a la salchicha que está en el centro; la conversación nocturna de Innocenzi con el oficial norteamericano fugado (Alex Nicol), que se esconde en la casa de Fornaciari, hablando de las actrices norteamericanas, compartiendo cigarrillos (qué expresión la de Sordi cuando aspira el humo del cigarrillo del oficial) o reflexiones sobre por qué no logran unirse todos para evitar que haya guerras.
El drama o la tragedia surge, o se alterna, en ocasiones del modo más abrupto: La tensión del grupo en el paquebote que cruza el río porque unos soldados alemanes se fijan en el apellido de Silvia en uno de sus libros, y se preguntan si será judía (porque los apellidos de judíos suelen ser nombres de ciudades); el posterior control del autobús en el que viajan, en el que será ametrallado Nino para proteger a la chica, que huye por las marismas (ya en fuera de campo; se escuchan los disparos pero se puede deducir o prever cuál será su destino); la arrolladora avalancha de la gente que surge entre ruinas cuando descubre que en el camión en que viajaba Innocenzi (y que ha perdido una rueda) está repleto de sacos de harina; la aparición nocturna de los fascistas en casa de Fornaciari justo tras la conversación de Innocenzi con el oficial norteamericano (todo atisbo de conciliación, como la relación de Nino y Silvia, se quebranta con la tragedia). O la desolación de Innocenzi al llegar a casa, y descubrir que su anciano padre prefiere que se una al nuevo ejército de fascistas que reclama soldados para ser instruidos en Alemania (qué ternura cuando le contempla dormir antes de fugarse en la noche).
El retrato de unas circunstancias inestables y vulnerables, aun combinado con la sonrisa que suscita lo absurdo o lo patético (o el jubiloso momento), es demoledor. Y es narrado con una precisión ejemplar: cada secuencia rebosa múltiples detalles o contrastes. De modo admirable, la sátira se abraza con la denuncia combativa y la reflexión con la descarnada emoción. En las últimas secuencias Innocenzi abandonará su impulso de huida (o preferir solo mirar, sin implicarse), para unirse a la lucha con los partisanos. El bellísimo encuadre final se asemeja en su construcción a una espiral (los partisanos descendiendo por las ruinas para combatir a los alemanes), porque una espiral de confusión (y desolación) es la que se vive y contra la que hay que seguir combatiendo por la libertad (por el respeto a la vida humana y a los otros). ‎

lunes, 20 de julio de 2020

La gran guerra

Si resaltamos que el primer plano de La gran guerra (La grande guerra, 1959) es el de los sucesivos pies de soldados pisando el espeso barro y el último, una grúa que se eleva desde los cadáveres de los dos protagonistas hasta encuadrar la marcha de cientos de soldados entre ruinas, queda bien definido en ese trayecto narrativo la posición del componente humano en el desolado paisaje de absurdo y horror que es la guerra. En este caso, la primera guerra mundial, por cuyo acerado retrato esta obra maestra levantó ampollas, acusándosele de poner en entredicho al sacrosanto ejército por un hecho, o, mejor dicho, una ignominia que, cincuenta años después, aún se mantenía silenciada como una vergüenza no asumible: porque realmente ¿Qué hacían allí, para qué y por qué? Nadie lo sabía, y menos sus dos tunantes protagonistas, Orestes (Alberto Sordi) y Giovanni (Vittorio Gassman). Tunantes porque buscan escaquearse de la manera que sea (Giovanni conoce a Orestes durante su examen médico: soborna a Orestes para que le declaren incapacitado pero Orestes le engañará y simplemente se quedará con el dinero). Priorizan en todo momento el modo de sobrevivir y eso significa no exponerse y evitar lo más posible cualquier situación que ponga en peligro su vida. No son héroes que se ofrecen voluntarios sino de los que rezongan si se les encomienda una tarea o misión arriesgada, capaces incluso de pagar a un compañero para que les reemplace.
La idea original fue de Luciano Vincenzoni, inspirado por un relato de Giy de Maupassant, Dos amigos. En principio, solo había un protagonista, Giovanni. Dino de Laurentis, el productor, fue quien propuso que fuera un dueto, y sugirió a Alberto Sordi cuyo físico contrasta, de modo extremo, con el de Gassman. El guion, en el que colaboraron Monicelli y Age & Scarpelli, combinó situaciones y personajes de dos novelas, Un año en la meseta, de Emilio Lussu, y Conmigo y con los alpinos, de Piero Jahier. El escritor y periodista Carlo Salsa ejerció de asesor dado que había combatido en las zonas donde transcurre la acción dramática. Monicelli traza con mano maestra, una obra en la que confluyen el drama y la comedia, el apunte lírico o el absurdo, el patético y el jubiloso, a veces en la misma secuencia, e incluso en el mismo plano, con modélico equilibrio. La excepcional dirección de fotografía de Giuseppe Rotunno, en formato panorámico, resalta la triste condición espectral, y a la vez, con exquisito refinamiento pictórico, su turbiedad y suciedad. Porque el horror también es grotesco. Ya la afilada causticidad se anuncia en su mismo título, porque de grande tiene poco la guerra.
En las primeras secuencias de La gran guerra vemos cómo se aplica con ingenio el apunte de humor corrosivo a través de la elipsis. En la citada secuencia del examen médico, Giovanni, que se alista porque le han concedido la amnistía en la prisión en la que era recluso, busca el modo de librarse sobornando a Orestes. Este hace la pantomima, ante un superior, de que le está ayudando (cuando más bien está preguntando si cierra una ventana, aunque Giovanni piensa que le señala a él), y le dice que está resuelto. Elipsis: Giovanni está realizando los ejercicios de instrucción ya entre el barro. Mientras que Orestes es un medroso que busca la vía más fácil, Giovanni es un espabilado que no carece de arrogancia. Ante sus compañeros hace alarde de cómo ha llenado de paja su mochila para no cargar con peso, y cómo no teme que le pille el sargento y le rasure el pelo al cero. Elipsis: Ya en un tren, vemos cómo tiene la cabeza rasurada. En esta secuencia se encuentra con Orestes, al que persigue por encima de los vagones. Pero Giovanni sabe que si le hace daño a Orestes le estaría haciendo un favor, ya que supondría que le concedieran un permiso por alguna lesión. Al fin y al cabo, ambos están, en un sentido figurado también, en el mismo tren. Ambos comparten su desesperación, y se preguntan cómo lograrán superar su aciaga circunstancia. Monicelli, como en otras secuencias, torna la ligereza humorística en sombría conmoción con un sutil apunte que da un giro radical al tono de la secuencia cargándola de vitriolo: vemos cómo por la otra vía llega un tren de la cruz roja. Un tren blanco, un blanco refulgente con leves manchas que, paradójicamente, contiene, no visible, el lado desolador de la guerra, la mutilación y el sufrimiento. No habrá manera de escapar a su destino por mucho que lo intenten.
Como en otras obras centradas en un pelotón o batallón, caso de También somos seres humanos (1945) y Fuego en la nieve (1949), ambas de William Wellman, o Un paseo bajo el sol (1945), de Lewis Milestone, en La gran guerra no sólo los dos personajes protagonistas están admirablemente perfilados sino, con precisos rasgos, la cohorte de secundarios que les rodean, desde el soldado que espera la fotografía de su adorada actriz Francesca Bertini al teniente Gallina (Romolo Valli) que escribe las cartas de amor de un soldado que no sabe leer ni escribir (no le revelará que su novia se ha casado con otro, lee la carta como si fuera una nueva declaración de amor), pasando, sobre todo, por Bardin (Folco Lulli), soldado con cinco hijos que se ofrece siempre como sustituto, previo cobro al que le han asignado la misión, para así poder enviar el dinero a su familia: una de las más brillantes secuencias es aquella en la que Orestes y Giovanni, que cuentan el dinero que han reunido entre sus compañeros con otra acción picaresca, se encuentran en una estación con la esposa de Bardin; no se atreven a decirle que ha fallecido y, en cambio, le dan ese dinero recolectado; la tristeza se torna júbilo cuando se unen a otros compañeros que bailan en la cafetería, pero su alegría se trunca cuando les comunican que sus permisos han sido revocados. Tres cambios de tono en una secuencia que revela el prodigio de armoniosa modulación que define a esta gran obra.
Su armonía resulta más admirable dada su estructura episódica: Un soldado muere estúpidamente por llevar un aviso de la cuartel general (el teniente piensa que puede ser una notificación importante por lo que no duda en exigirle que arriesgue su vida, pese al fuego enemigo, y los cuestionamientos de Bardin que aboga por esperar a cubierto hasta el anochecer; era meramente un mensaje que indicaba que los soldados podían comer chocolate por ser fechas navideñas); una mano asoma como un garfio en la tierra; Giovanni y Orestes vacilan en disparar a un soldado alemán que silba mientras prepara café, que al fin será abatido por otro compañero de ambos, el cual reprocha su indecisión; italianos y alemanes utilizan diferentes añagazas para conseguir que una gallina, que se encuentra entre ambas trincheras, se dirija hacia ellos (irónicamente, cuando un italiano dispara sobre la gallina para que no disfruten del ave los alemanes, ya que ve que la gallina se dirige hacia ellos por el sonido que imita el de un gallo, provoca que se impulse hacia la trinchera enemiga); o cómo Orestes consigue que una sartén sea perforada (poniéndola como diana para el enemigo) para poder asar unas castañas. Como contrapunto, Giovanni y Constantina (Silvana Mangano), prostituta, van gestando en cada sucesivo encuentro una complicidad que convierte el mutuo aprovechamiento inicial (Giovanni despliega su labia para conseguir acostarse con ella, como un actor en un escenario, pero descubre al llegar al campamento que ella le ha robado la cartera) en real afecto. Pero todos los afectos quedarán embarrados, atrapados en un sinsentido que no permite fuga alguna, sino la demora de una muerte anunciada.

jueves, 26 de marzo de 2020

Los compañeros

La acción dramática de Los compañeros (I compagni, 1963), de Mario Monicelli, transcurre a finales del siglo XIX, en Turín, pero lo que pone en cuestión no deja de estar candente un siglo después, con las variaciones que haya habido, algunas como mejoras, otras meros maquillajes, con respecto a la lucha por los derechos del trabajador. Y pocas lo han planteado con tal rigor. Hay alguna otra parangonable en logros, como la reinvidicable Odio en las entrañas (1970), de Martin Ritt, que incide en otros ángulos (la infiltración en los grupos organizados obreros), o El desertor (1933), de Vselovod Pudovkin, con la que coincide en ciertos aspectos: la dificultad de mantener la resistencia en el pulso con los empresarios, por las precariedad en la que se ven sumidos (falta de alimentos etc), y la figura inspiradora y guía del ideólogo, el profesor Sinigaglia (Marcello Mastroiani), en permanente huida ( perseguido por las autoridades, llega desde Genova), y cuya caracterización (barba, gafas, atuendo) fue asociada (suspicazmente) con el prototipo de radical bolchevique. Monicelli fue socialista, y después comunista, y reconoció la influencia marxista en su planteamiento, como en declaraciones previas a su suicidio en 2015, expresó que la lucha de clases aún existe. Era entonces necesario, pero también ahora, un planteamiento combativo sobre los derechos de los trabajadores y la unión solidaria, resistente y perseverante, para conseguir transformar un estado de cosas injusto, este esclavismo corporativo que no es sino una variación de unas condiciones de explotación establecidas en el siglo XIX.
Los compañeros, con un magnífico guión de Monicelli, Age & Scarpelli, que dota de singularidad, aunque sea por su presencia, a múltiples personajes, y una exquisita y formidable dirección de fotografía de Giusepe Rotunno (cuyas composiciones parecen grabados nublados), es una obra combativa planteada con sumo rigor, transitando los difusos límites entre el drama y la comedia, rehuyendo la severidad o afectación, lo estetizante, o el grito del excesivo énfasis como en La huelga (1925), de Serguei Eisenstein, lo que derivaba en reduccionismos rudimentarios y el trazo grueso. Monicelli transita lo grotesco con suma sutilidad, con equilibrada distancia, y su lirismo es quedo, como si la emoción, de modo permanente, estuviera en un estado aterido, como la ambientación, entre el barro y la nieve, entre lo mugriento y lo depauperado ( sin nunca remarcarlo, sino haciéndolo contexto).
En el primer tramo Monicelli narra los movimientos de un hábito, de una rutina (con ingeniosos detalles que nos ponen en situación, como el adolescente Homero quebrando el hielo de la jarra para poder lavarse), el despertar a las cinco y media para dirigirse a la fábrica textil donde comienzan a las 6 su jornada laboral de catorce horas, con mera media hora de descanso para comer. Hasta que la rutina (el automatismo) se quiebra, como el hielo, con el accidente que sufre uno de los trabajadores cuando su brazo queda atrapado en una de las máquinas ( lo que determinará que pierda la mano). Este hecho propiciará el despertar, en algunos de los trabajadores, de la consciencia de su precaria e injustas condiciones laborales y de que pueden, y deben, reclamar unos derechos, en vez de asumir resignadamente su situación como una circunstancia inamovible e inapelable. Esa consciencia, progresivamente, se extenderá al resto, a medida que también sean conscientes de que la unión hace la fuerza. Pero su emoción, su deseo, necesita articularse. Su emoción, su deseo, es como la equis con la que muchos firman, es un grito que no sabe hacerse inteligible, del mismo modo que, por ley, si no firman con su nombre no podrán votar, conseguir que su voluntad quede constada. Por eso, su primer intento de oposición no fructificará, cuando deciden que uno de los trabajadores haga sonar la sirena de finalización de jornada, una hora antes, y así detener las máquinas, y marcharse todos juntos, pero no logran organizarse con la determinación y precisión necesaria, y dejan solo ante el peligro al que hace sonar la sirena, lo que determina la consiguiente suspensión y amonestación. No saben pasar de un ruido que no conforma un sonido articulado, son una sirena que suena sin que logre significar nada.
La imprevista llegada del profesor Sinigaglia, logrará articular y dotar de discurso sus propósitos y demandas. Aún más les incentivará a que las amplifiquen, a que no sean tímidos con la reclamación de derechos, como si estuvieran pidiendo perdón por sus justas reclamaciones. Sinigaglia, por tanto, les aporta la firmeza de la constancia, que debe dejar de lado los sentimentalismos, como cuando uno de los trabajadores les avisa de que él sí acudirá al trabajo; pero su firmeza se desploma cuando toman constancia, tras tirar la puerta debajo de su chabola, la miseria en la que vive él y su familia, con numerosos hijos: Ironía dolorosa, cuando ese trabajador acuda solo a la fábrica los empresarios le exigirán que abandone la fábrica e, incluso, será detenido cuando se niegue. Esa firme determinación de Sinigaglia no evitará que en cierto momento sea acusado de insensibilidad (como si sólo le importara el objetivo, indiferente a lo que padecen los trabajadores). Así será durante el velatorio de uno de ellos, arrollado por un tren en el enfrentamiento en la estación con los esquiroles que han sido llamados por los empresarios. Es cuestionado por Raúl (Renato Salvatori) por manifestar su alegría ante el hecho de que las autoridades hayan impedido que los esquiroles ocupen sus puestos. Su reconciliación, cuando Raúl sea consciente de cómo es Sinigaglia, alguien tan implicado en conseguir las mejoras para otro que superpone la alegría por el éxito que beneficia a todos aunque lo exprese en un momento poco oportuno, se producirá, en una magnífica secuencia, ambos en la cama de Raúl (ya que al ser soltero Raúl le han adjudicado que le acoja).
Hermosa es también la complicidad, de compañerismo, que se crea entre Sinigaglia y Niobe (Annie Girardot), estigmatizada por su padre por haber preferido ser (o degradarse como) prostituta antes que degradarse, y embrutecerse, con el trabajo en la fábrica. La degradación es cuestión de perspectiva, y a ella le asombra, y cautiva, que Sinigaglia, no sólo no la desprecie sino que la apoye. Con su lucha también espera que las mujeres no tengan que recurrir a la prostitución como única de opción de 'protesta' ante una explotación. Dolientemente hermoso ( por su hiriente elocuencia) es también otro detalle. Si en la primera secuencia somos testigos del despertar del joven Homero, en la secuencia final del enfrentamiento con los soldados apostados ante la verja de la fábrica, Homero será la única víctima de los disparos. Pero la odisea de la lucha proseguirá, aunque Sinigaglia sea detenido (ya desde la cárcel sigue guiando, y están decididos a votarle como su representante político para que sea liberado), Raúl tenga que huir a su vez a otra ciudad, y el hermano pequeño de Homero ocupe el puesto de éste en la fábrica (sobre la verja que cruzan, de nuevo, para reintegrarse en su rutina laboral se superpone la palabra fin). Algún día se romperá el círculo viciado de la explotación del trabajador. ‎

viernes, 9 de noviembre de 2018

Lazzaro feliz

La fábula del lobo y los seres huecos. Aprovecharse de los demás, de un modo u otro, parece una inclinación natural del ser humano. O así piensa la marquesa de Usino (Nicoletta Brassi), en Lazzaro feliz (2018), de Alicia Roshwaler. Piensa que el ser humano es un mecanismo muy simple, que fácilmente tiende a la subordinación o dependencia. Por eso, piensa, la liberación les haría ser conscientes de su esclavitud. Si viven ignorantes de esta aceptarán su circunstancia por inevitable, aunque consideren que no sea la deseable. La actriz y cineasta se inspiró en un caso real que aconteció en Italia: una marquesa se aprovechó de unos campesinos (en la película son 52), a los que mantuvo ignorantes de que existe algo llamado contrato o salario. Esos campesinos asumían que debían trabajar para ella como aparceros, y vivir en permanente deuda. No consideraban siquiera que sus hijos pudieran asistir a la escuela. Vivían en ese mundo aparte, en el centro de Italia, prisioneros de la voluntad de esa marquesa que había configurado una realidad, sus dominios, para enriquecerse (en la película, con el negocio del tabaco que cultivaban).
Entre esos campesinos hay uno que parece representar lo opuesto de lo que justifica, para la marquesa, su dictadura. Lazzaro (Adriano Tardiolo), un joven aparcero que siente realización en la entrega servicial, cual variante del Jakob Von Gunten de Robert Walser. No es lo mismo ser servil que servicial. Lazzaro parece una figura irreal porque no parece asomar la doblez ni el retorcimiento ni la susceptibilidad ni el recelo en ninguno de sus actos, reacciones o impulsos. Es la réplica a la afirmación de la marquesa: hay quien no siente impulso, en un grado u otro, de aprovecharse de los demás. El hombre es un lobo para el hombre, es una frase acuñada por Thomas Hobbes. Pero en esta fábula se equipara a Lazzaro con el lobo, esa figura en la naturaleza que una voz, en el sorprendente giro narrativo a mitad película, revela que realmente no es inquietante ni amenazadora, sino que está vieja y cansada. Es una figura solitaria, realmente aparte, en esa naturaleza árida, pedregosa, de puentes derruidos y mansiones que representan el predominio de una voluntad que tiende a la imposición y el parasitismo, sea una aristocracia que aún extiende unos privilegios en el tiempo, o su relevo, la banca, la dictadura financiera o corporativista. Cambian los escenarios, pero no las restricciones ni las precariedades ni los desequilibrios: las dependencias en el escenario rural, de cariz medieval, se tornan, en el entorno urbano, acciones de picaresca para la supervivencia.
En Lazzaro feliz se refleja un mundo rural descuidado, que parece ya pertenecer a otro tiempo. Podría conformar, al respecto, un incisivo complemento con la también excelente Un héroe singular, de Hubert Charuel. La cineasta busca el realismo más inmediato, rugoso y concreto, en los espacios y rostros, una aspereza primitiva que no parezca contaminada por la afectación o el artificio de la recreación: el actor que interpreta a Lazzaro no tenía ninguna experiencia previa, y se mostraba reticente: hay en su mirada, en su forma de moverse, una peculiar condición que le asemeja a un alienígena que lo mira todo con cándido asombro (y no sólo cuando transita en un escenario que desconoce, como es el urbano). Pero el realismo se funde con lo fabuloso, y la alegoría y la abstracción se desplazan al primer plano con la naturalidad que no distingue lo fantástico de lo realista: Rip Van Winkle se durmió veinte años en el bosque, pero Lazzaro parece que resucitara: el tiempo se agrieta en los otros rostros, pero ni en su mirada, ni en su cuerpo, hay modificación alguna.
Hay un aliento tan compasivo como doloroso (ese dolor que brota de las tinieblas que conforman una espesura difícil de superar) que conecta con cierta tradición del cine italiano, de Milagro en Milan (1951), de Vittorio de Sica a Rufufú (1958), de Mario Monicelli, pasando por Almas sin conciencia (1955), de Federico Fellini. Lazzaro es como una mota de césped entre tanta herrumbre vital. Su presencia pone en evidencia esa pérdida de conexión y empatía, esa aridez pedregosa, como la del entorno rural, o esa condición herrumbrosa, plagada de envases y bolsas de plásticos, del entorno urbano, que reflejan nuestra desidia y descuido, la preocupación prioritaria por nuestro ombligo. No somos lobos, sino seres huecos que no dejarán de ponerse en fila para recibir su ración y su nómina, subordinados de una realidad que fomenta seres que se aprovechan de otros.

sábado, 17 de marzo de 2018

Años difíciles

Un régimen fascista dura años implantado en el poder, pero cuando cae todos se declaran antifascistas. ‘Años difíciles’ (Anni difficili, 1948), de Luigi Zampa, relata la historia de uno de esos hombres a los que no se saluda en la calle, porque es común y corriente, y que como otros muchos como él, se ven zarandeados por los vaivenes de la historia, por la pusilanimidad o la irresolución. El relato comienza en 1934, cuando Aldo (Umberto Spadaro), funcionario por trabajo, y funcionario vital como otros muchos que componen la masa indistinta (aunque no estén de acuerdo con lo que vitorean o rechazan), se encuentra en la tesitura de perder su trabajo porque no está inscrito en el partido fascista. Once años después es despedido, precisamente, al acabar la guerra, por pertenecer a ese partido fascista en el que no creía pero en el que se inscribió por necesidad, para sobrevivir, porque no sabía cómo actuar, porque no encontró el apoyo, la orientación, en su entorno. En las primeras secuencias pide consejo en su familia pero su mujer o su hija le instan a que se adapte a las circunstancias, a que pliegue o subordine sus convicciones y no se complique la vida (ni la de su familia). También lo solicitará entre aquellos que representan el pensamiento disidente, y que se reúnen en la farmacia (la disidencia como analgésico, más que como embriaguez), pero tampoco le aclaran nada, perdiéndose en absurdas lides dialécticas, en tiras y aflojas o un quítame esas pajas entre unos y otros.
El ámbito familiar condensa, además del aspecto pragmático adaptativo, una de las dos formas que facilita el asentamiento de estados como el fascismo. Por un lado, el anhelo de sentirse importantes: el primer indicio se percibe en la relación de la hija con el vecino, descendiente de aristócratas; la madre se muestra orgullosa, porque une clases, o lima las diferencias instituidas; implica acceder a los privilegios que se ansían; no hay anhelo realmente de cambiar el estado de cosas (es la aspiración del que ‘está abajo’ de estar entre los que disfrutan de los privilegios: todo es cuestión de posición).De hecho, la hija llegará a ser toda una instructora de los valores del fascismo (como profesora). Por otro lado, el ámbito clandestino refleja cómo la irresolución, y la falta de valor para poner en peligro la vida, el status, la estabilidad, la seguridad material, impiden que realmente se dé un enfrentamiento con la fuerzas opresoras (Aldo se lo escupe al final: en las manifestaciones todos vitoreaban, aunque luego silbaran en privado). Es la inercia y la conveniencia de plegarse a la corriente predominante. Poco han cambiado las cosas: Véase alrededor, sin necesidad de mover mucho el cuello.
Esta espléndida obra adapta ‘Il vecchio con gli stivali’, una novela breve de Vitaliano Brancati, una de las figuras fundamentales del cine italiano en aquellos años (guionista de ‘Te querré siempre’ o ‘Dové la libertá…?, ambas de Roberto Rosellini, ‘Volcano’ de William Dieterle o ‘Guardias y ladrones’ de Monicelli y Steno, o autor de la novela adaptada en la magnífica ‘El bello Antonio’, 1960, de Mauro Bolognini). Supuso su primera colaboración, de seis, con Luigi Zampa, con quien estableció una fructífera alianza creativa. Fue una de las primeras obras, tras la conclusión de la guerra, que levantó ampollas, colisionando con la censura, por su substrato político manifiesto, por su falta de complacencias. En la posterior, y también excelente, ‘El arte de apañarse’ (1953), la sexta de sus colaboraciones conjuntas, se nos relata el trayecto del perfecto camaleón que se adapta a toda circunstancia, a cualquier cambio en el poder, que puede reportarle ventajas, convirtiéndose en comunista, fascista, demócrata cristiano, socialista o lo que fuera, según el caso.
Aldo no es un camaleón, sino alguien que no sabe cómo reaccionar, alguien que deja que sucedan las cosas, al que las circunstancias superan o desbordan, y ve cómo dañan la vida de quienes ama, como la de su hijo Giovanni (Massimo Girotti), tampoco nada afín a las ideas fascistas, pero que, aunque no soporte la sumisión a la que se ven abocados, como en el mismo ejército, también decide tragar, y tener que sufrir la guerra, para morir del modo más absurdo. El plano final de Aldo, declarando que todo ha resultado demasiado caro para él, resulta demoledor, una desgarradora llamada de atención para unos tiempos en los que se sigue soportando una injusta circunstancia como si sólo fueran un puñado de desaprensivos los que lo rigieran. Todos, o muchos de nosotros, hemos sido, en algún momento, o somos Aldo. Aunque deberíamos llamarnos Spicacci, quien, en ‘Proceso a la ciudad’ (1954), también de Zampa, decide, con la rabia de la indignación moral, procesar a toda una ciudad, cómplice de una ley no escrita que propicia la alianza de míseros intereses y el ‘empeño’ de las vidas. Si se opta por bajar la cabeza quizá sea demasiado tarde cuando se reaccione, y ya sólo quede llorar el excesivo precio pagado por meramente sobrevivir y no perder lo poco que se tenía.