Anatomía de emociones turbias. La tutoría, de los mismos productores de La peor persona del mundo, de Joachim Trier, quien ejerce de productor ejecutivo, es la opera prima, ganadora de la Cámara de oro en el último festival de Cannes, de Halfdan Ullmann Tondel, nieto de Liv Ullmann e Ingmar Bergman. A través de la indagación sobre supuestos abusos entre niños, expone intemperies emocionales y explora posibilidad de los emponzoñados relatos convenientes, acorde a lo cual su principal cualidad es su atmósfera enrarecida y perturbadora. Un par de componentes definitorios: Una escalera en espiral encuadrada en plano cenital y una alarma de incendios averiada que suena pero no porque haya fuego. La narración de La tutoría tarda quince minutos en definir cuál es la razón por la que los responsables de una escuela han citado a Elizabeth (Renate Reinsve), viuda, madre de un niño de seis años, Armand, y a los padres de otro, Jon, Sarah (Ellen Dorrit Petersen) y Anders (Endre Hellestveit). Esa incertidumbre dilatada ya aposenta el enrarecimiento que no solo definirá a la narración, sino que se incrementará de modo progresivo, mientras se desentraña y esclarece una espiral de emociones enquistadas en la que subyace la posibilidad de que la alarma de preocupación quizá no sea sino una circunstancia sugestionada. El conflicto en cuestión que, significativamente, desconoce Elizabeth, está relacionado con un supuesto abuso de su hijo de seis años, incluso de posible cariz sexual, con respecto al de Sarah y Anders, quienes sí son conocedores de la situación que los directivos del colegio intentan resolver mediante algún acuerdo entre los padres, ya que se baraja, incluso como posibilidad, la intervención de la policía.
Destacan, en las secuencias en las que se expone ese conflicto en discusión, elocuentes, y brillantes detalles de planificación: La cámara se mantiene sobre Elizabeth, así como brevemente sobre la profesora Sunna (la primera que se encarga de exponer el conflicto), mientras se escucha tanto el sonido del cierre de las puertas del coche en el que llegan Sarah y Anders y, amplificado incluso, el sonido de los tacones de ella. Cuando entran en el aula, encuadra la nuca de Elizabeth, mientras se percibe, en segundo término, desenfocados, como pasan Sarah y Anders. Es patente el desconcierto y la conmoción de Elizabeth, quien desconocía quiénes eran los padres del otro niño. Como se comprenderá progresivamente existe una palpable tensión entre ambas mujeres, tiempo atrás amigas (y el citado sonido amplificado ya indica lo que supone para Elizabeth). El conflicto posible entre los niños también se considera como posible reflejo, o consecuencia, de los desajustes de los adultos, sea por la muerte del padre, y la relación insatisfactoria de los padres, en el caso de Armand, así como entre las amigas. Cuando se une el director, y señala que anteriormente se habían dado un par de circunstancias conflictivas con respecto a Armand, el encuadre se mantiene sobre el rostro de Elizabeth, cada vez más desconcertada, por cuanto se percata de cuánto ignoraba, o de cuánto no le habían informado. Posteriormente, será semejante otro encuadre dilatado sobre el rostro de Sunna, cuando, visiblemente afectada por cómo discurre el encuentro, comparte su desasosiego con otro profesor, el cual permanece en fuera de campo; ella sabe que no debería haber compartido la información; efectivamente el profesor lo compartirá con otras madres, lo que derivará en la sugestión o alarma, ya que para ellas el relato no es una posibilidad sino una realidad factible que puede ser amenaza.
En una de las secuencias introductorias, la cámara encuadra una pintura en el vestíbulo, un retrato de un rostro de perfil de cariz expresionista en el que resalta un ojo negro de desmesurada proporción. En las secuencias finales se encuadrará junto al mismo a quien se revelará como la generadora de esa circunstancia de alarma. Un desquiciamiento que podría haber posibilitado un desquiciamiento colectivo por cuanto un relato sobre una víctima de abuso prontamente es detonante de los miedos colectivos por la repetición de esa circunstancia con otros niños. Al respecto de ese desquiciamiento de circunstancia, falaz, es ejemplar la exasperante secuencia en la que durante la exposición, por parte del director, de las medidas generales a tomar, Elizabeth no deja de interrumpir la enumeración con una risa que va in crescendo, hasta que evidencia la desesperación que camufla por lo absurda que le parece esa situación, ya que no parece considerarse como posibilidad que su hijo no sea culpable. Una perturbadora secuencia que encontrará un contrapunto en una secuencia que rompe con la representación de la realidad, una secuencia coreografiada en la que las otras madres asedian a Elizabeth en el vestíbulo, como una red que la asfixiara. Una incómoda turbiedad, como una supuración, que evoca la materializada por su abuelo, sobre todo en su obra de finales de los sesenta, en obras como La hora del lobo (1968), La vergüenza (1968) o Pasión (1968). La lluvia irrumpirá como el elemento que purga la bilis de la mezquindad.