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viernes, 12 de julio de 2024

Margot y la boda

 

No es el argumento, o los personajes, lo que uno evoca primero, cual impulso reflejo, cuando se pone a reflexionar sobre Margot y la boda (Margot at the wedding, 2007), de Noah Baumbach, sino los colores y la luz. Una luz encapotada, como los colores plomizos, una textura de ánimos y emociones nubladas, congestionadas, como si no fuera la luz y los colores los que acompañaran o ubicaran a los personajes, sino como si estos estuvieran adheridos a los primeros, flotantes, erráticos, figuras en fuga cuya indecisa condición vital se difuminara en los intersticios de esa luz pesada, como un ámbar espeso que pusiera en evidencia su carencia de campo gravitatorio vital. Y, en especial, el de la protagonista, Margot (Nicole Kidman), que acude a casa de su hermana, Pauline (Jennifer Jason Leigh), en vísperas de la próxima boda de ésta con Malcom (Jack Black). Las primeras imágenes en el tren, junto a su hijo, Toby (Seth Barrish) marcan el tono del resto de la narración, con secuencias y acciones inconclusas, con planos cortados antes de tiempo, como si nos envolvieran en una melodía emocional interrumpida, en una atmosfera vital suspensa y sajada por lo reprimido, por la insatisfacción, como esos gritos de Toby en el espacio entre vagones, ¿Por qué grita?. Quizás, teniendo en cuenta lo que vemos después, la que debiera estar gritando es Margot. Pero ya indica cómo Toby se siente en un entre en su vida, cómo la relación con su madre fluctúa entre lo indefinido y lo oscilante. Una relación definida por la inestabilidad emocional de su madre.

Baumbauch comentó que el titulo invocaba el espíritu de Rohmer, en concreto, Pauline en la playa (1983), algo hay de ese pálpito de cuentos morales alrededor de las elecciones afectivas, de las decisiones y la coherencia entre lo que se piensa o se quiere, y lo que se hace, atropellados en sus propias contradicciones, balanceándose entre lo no dicho y lo dicho, como aquí, que se dice sino en el momento más inoportuno, con una virulencia desproporcionada. Vertiente de turbiedad latente, o palpitante, cuyo reflejo distorsionado son esos misteriosos y hoscos vecinos, de comportamientos tan agresivos, como el hijo que muerde la mejilla a Toby, que nos remite al cine de Ingmar Bergman, ya que su apellido, Vogler, es uno de los más recurrentes en su cine. En la narración se enquista una respiración turbia, enrarecida, como la que podíamos encontrar en La vergüenza o La hora del lobo, como si esos vecinos corporeizaran esa violencia subterránea que rige las relaciones de Margot con su familia. Margot, como el protagonista de La hora del lobo también es artista, una escritora, que va sentando catedra con sus palabras, de modo tajante, y abrupto, y que no esconde sino una aguda falta de autoestima y una crónica indecisión vital. Como le dice a su hermana en un momento dado, a veces desea a su marido Jim, y en otras a su amante, Dick, y en otros momentos a ninguno. No sabe lo que quiere, no sabe qué hacer con su vida ni consigo misma, pese a esa forzada imagen de autoridad que intenta transmitir, con ese afán de intervención o influencia en la vida de los demás, como con su hermana a la que cuestiona su decisión de casarse con Malcolm, al que no considera digno de ella.

Pero, por dentro, Margot está resquebrajada, en suspenso, como cuando, en una de las mejores secuencias, se queda adherida al árbol al que sube, sin poder bajar, mirando a su alrededor, sacudiéndose los insectos que se posan en su mano o entran en su oído, paralizada, incapaz de moverse y descender. O como cuando pierde el hilo en la entrevista, en la librería, a la que la somete, precisamente, su amante, Dick (Ciaran Hinds), tras que le pregunte sobre las asociaciones de su novela con su vida personal, y en concreto con la figura de su padre, y después de que minutos antes de esa entrevista ella le haya sugerido que ha decidido quedarse para estar cerca de él, y Dick se haya mostrado elusivo, diciéndole que él no se lo ha pedido. O, sobre todo, su reacción con Jim, cuando este ha recogido, en la noche, con su coche, pese a las protestas de Margot, a una mujer cuyo perro ha sido atropellado. Margot, después de que Jim incluso haya pagado la asistencia del veterinario, dado que la mujer no disponía de dinero en ese momento, le echa en cara cómo con gestos generosos como ese le hace sentir a ella mal, porque ella hubiera sido incapaz de recoger y ayudar a esa mujer. Le devuelve con su acto contrapuesto, generoso, precisamente la imagen de sí de la que quiere huir. Así se siente ante él o su hijo, aunque lo encubra con sus intemperancias y agresivos reproches que no son sino la cubierta de la falsa imagen de fuerza y dominio, de autoridad, en la que se oculta y autoafirma, como ese árbol del jardín, que al final es talado, y no del modo más preciso (cae sobre la tienda erigida para la boda; acción equivalente a cómo ha desestabilizado con sus palabras a su hermana en su relación con Malcolm). Por eso, incluso, el final es inconcluso, reflejo de su carácter indeciso y dubitativo que no sabe ni mostrarse cómo es ni qué decisiones tomar. Un personaje que seguirá en fuga, corriendo hacia no sé sabe dónde, atrapada en ese espesor plomizo con el que ha recubierto su inconsecuente e irresuelta vida.

jueves, 16 de mayo de 2024

La rodilla de Claire

 

En una de las secuencias iniciales de La rodilla de Claire (Le genou de Claire, 1970), de Eric Rohmer, Jerome (Jean Claude Brialy) muestra a su amiga Aurora (Aurora Corn) una pintura que dibujó un soldado español, en el siglo XVIII, en la pared de una de las villas de Annency (en un lago rodeado de montañas), en la que se representa a Don Quijote, acompañado de Sancho, ambos con los ojos vendados, sobre un caballo, mientras los lugareños con varios objetos que penden a su alrededor les crean la ilusión del viento y del calor del sol. Las vendas en los ojos, o anteojeras, la carencia de discernimiento de lo que es real o de lo que es un escenario de representación, una ilusión (auto)sugestionada (inconsciente o premeditada), de dónde acaba el hombre o la mujer y dónde empieza el personaje, lo que es decir, dónde empieza el sentimiento o el deseo auténtico, o el inferido o sugestionado por otros mecanismos predominantes del yo (la necesidad de afirmar la voluntad, por ejemplo). La aparente transparencia del estilo de Rohmer es engañosa, su representación ajustada a los patrones del realismo, en los que no parece asomar ( o evidenciarse) el artificio, como si la cámara no interfiriera ( y simplemente mostrara), se densifica a medida que progresa el relato, manifestándose la condición enmarañada de la realidad, o más específicamente, de la mente de los personajes.

Como decía Nietzsche, nos revela tanto lo intencional como lo no intencional. Una cosa es lo que se dice, y otra lo que los actos acaban reflejando. La misma relación, la amistad, entre Jerome y Aurora no deja de estar definida, en todo momento, por una soterrada ambigüedad, o ambivalencia. Ya su mismo reencuentro, ella sobre un puente, él en su bote en el agua. Ella, que es escritora, dice que según lo posos en un café, sobre un puente encontrará a un hombre especial. Jerome es un diplomático que vive gran parte del año en Suecia, y que ha venido a pasar unas semanas de vacaciones, pero también para vender la casa. En unas pocas semanas se casará con una mujer con la que mantiene relación desde hace seis años. Aunque Jerome y Aurora mantuvieran una relación en el pasado, su forma de expresarse, de relacionarse, está definida por las exacerbadas muestras afectuosas táctiles. Parece que sus manos y abrazos se adhirieran al cuerpo del otro como si fuera éste un imán. Hya tanta complicidad, como desafío implícito, una corriente incierta entre ambos. Jerome es muy tajante con su circunstancia emocional, no desea a ninguna otra mujer que no sea la mujer con la que se va a casar. Es inmune a cualquier otra tentación. Aurora le desafía poniendo sobre el tablero de juego el hecho de Laura (Beatrice Romand), de quince años, está enamorada de él. Hay algo en este desafío, que deriva en ese escenario en el que Jerome juega con (los sentimientos de) Beatrice, que evoca a los desafíos entre la marquesa de Marteuil y el vizconde de Valmont en Las amistades peligrosas, desafío en el que los otros se convierten, de modo difuso, en fichas, funciones y peones en su tablero.

Aunque siempre subsiste la sensación de que los mismos personajes no son conscientes del todo de lo que sienten y quieren, de por qué actúan como lo hacen, de si saben realmente lo que les impulsa (sobre todo en el caso de quién es más explicito en sus certezas, Jerome). Hay un desestabilizador fuera de campo, para los mismos personajes, incluso para los que más manipulan o tejen, o creen dominar la representación. A Jerome hay algo que le puede, y es el que sea su voluntad la que controla. Quizá piensa, o se piensa demasiado, y como los personajes de Bauchau y Trintignant, en, respectivamente, La coleccionista (1967) y Mi noche con Maud (1969), el tercer y el cuarto de los seis cuentos morales, acaban perdiendo el bote de las emociones ( de las verdaderas y más genuinas), porque no saben fluir con sus sentimientos (por irónicamente que nos presenten a Jerome conduciendo una motora sobre las aguas) La rodilla de Claire (Laurence de Monaghan) se convierte en el componente perturbador, suscita en Jerome una turbina de hélice descontrolada de deseos y emociones (equiparable a lo que supone como desestabilización de un escenario controlado y prefijado Madame de Tourvel para Valmont). La irrupción en el escenario de la vida de Jerome sí algo pone en interrogante, o clarifica lo que se sugería, es que Jerome no sabe él mismo lo que siente o quiere por mucho que afirme con rotundidad lo que quiere y siente y lo que no quiere y no siente, y, por lo tanto, está convencido de que no será posible que ocurra. La predeterminación se revela un presuntuoso espejismo.

El gesto de aposentar la mano sobre la rodilla no deja de ser el emblema del control del campo escénico, de lo visible y decible ( lo que se dice es lo que se es). La ironía última es que el fuera de campo de la realidad es siempre incontrolable, escurridizo, y que las apariencias son imprecisas, ambiguas. ¿Es Aurora cómplice, púgil sentimental o artera manipuladora?; recuérdese cuando propicia que Jerome se tropiece para que su mano se pose en la rodilla de Claire; ¿le gusta que él tropiece, en parte por cierto despecho?: recuérdese su posición en las alturas en el puente cuando se reencuentran, y qué buscaba ella en ese puente; en las alturas está Claire, encaramada a una escalera, cuando él se queda fetichistamente fascinado con su rodilla, que él califica como símbolo de que siempre hay un punto débil en una mujer sobre el que primero dejarse llevar por el arrebato (una forma de decir, voluntad de control; hay en su forma de hablar tan pragmática, más que apasionada, de la relación con la mujer con la que se va a casar que revela que ante todo es un escenario que le resulta cómodo porque lo controla). Es Aurora quien escucha (en fuera de campo, precisamente) el relato auténtico del novio de Claire, que desmonta la impresión de Jerome (que le había visto a él con otra chica) que había transmitido como certeza a Claire, y había creado ese momento de fragilidad de ella, apenada, que él aprovecha para aposentar su mano sobre la rodilla; como si, victorioso, controlara la realidad, ya que implicaba también la ilusión de eliminación del rival, aunque él, supuestamente, según sus palabras, no aspirara a los favores de Claire; es una cuestión de ego, de voluntad de representación, o de voluntad que domina el escenario. Si hay alguna certeza es que los escenarios son muy difusos en buena medida por ciertas enrevesadas mentes.

lunes, 14 de agosto de 2023

Pauline en la playa

 

Cuántas veces en el escenario de los sentimientos nuestros actos no acaban contradiciendo nuestros pensamientos, nuestras aserciones o proclamas de lo queremos o cómo sentimos o qué anhelamos o cómo reaccionaremos. Establecer una cartografía predeterminada no puede evitar que acabemos atrapados en la resaca de las marea de los sentimientos y deseos que nos arrollan. ‘Quien habla de más, se hace daño a si mismo’, es el proverbio, de Chretien de Troyes, sobre, o a través de, el que se trama y construye el escenario de la comedia de Pauline en la playa (Pauline a la plage, 1983), tercera de las obras que Eric Rohmer realizó englobadas en la serie Comedias y proverbios. Un punto de partida, o de arranque, una luz orientadora para empezar a hendir el cuchillo en la maraña de las dramatizaciones y escenificaciones, los autoengaños y engaños, de que se constituye el teatro de los sentimientos y del deseo, del amor y del instinto. O cómo nos podemos tropezar de nuevo con la misma piedra, mientras seguimos contradiciéndonos, cuando se produce la colisión entre lo que expresamos y decimos (y hasta proclamamos) a los demás, y a nosotros mismos, y cómo actuamos, lo que nuestras acciones reflejan de nosotros y que poco tienen que ver con lo que afirmamos o manifestamos. Porque el espacio de las ideas y de las acciones son como dos atmósferas distintas, separadas, cuyo peaje tanto cuesta discernir. Como esa valla que separa espacios, y que abre y cierra la película, la que traspasan Marion (Arielle Dombasle), y su adolescente prima Pauline (Amanda Langlet), para asentarse en la casa de veraneo de la familia junto a la playa, en la costa nordeste francesa, y la que cruzan al final cuando la abandonan, cuando dejan ese escenario en el que una, Pauline, ha tomado cumplida nota, cual iniciación, de las revelaciones de los teatros amorosos, tomando su primer pulso (ese que realiza el salto de la expectativa y la idea a la acción, a la relación), y la otra, Marion, la supuesta veterana en el escenario de los sentimientos, quien, como ha demostrado en el transcurso del relato, sigue cometiendo los mismos errores, y que seguirá enclaustrada en sus autoengaños ( y fácil víctima de la red de engaños de otros). Hay quienes aprenden, hay quienes no.

Marion, divorciada, anhela sentir ese flechazo que haga temblar sus cimientos, como irrupción o aparición que es revelación sacra de una conexión sublime. Afirma que si se enamora, si siente ese flechazo con un desconocido, será capaz de leer al otro, de captar al otro cómo es y piensa. Marion aún prioriza la abstracción del sentimiento, el anhelo de que acontezca una experiencia, aunque hasta ahora los hechos han demostrado que sus expectativas derivan en la decepción. De nuevo, los hechos contradecirán sus palabras, su aserción, y corroborarán que de nuevo será incapaz de discernir al otro, Henri (Feodor Atkine), engañándose de nuevo, como hizo con su marido, aunque ahora diga de él que no le amaba. Su ansia (cual adicción latente) de enamorarse, de sentir el arrebato de un flechazo, se convierte en sus arenas movedizas, en la bruma, como capcioso horizonte de espejismos, que la incapacita para discernir los rasgos de los sentimientos o deseos del otro. Incluso, piensa que puede influir en sus sentimientos, como quien modela, por activa o pasiva, o siente que la realidad pudiera ajustarse a su anhelo. Quizá porque está pendiente demasiado de sí misma, como si habitara o se desenvolviera en un escenario, quizás acostumbrada a ser una figura admirada (la representación física de lo perfecto, de lo bello). Le gusta suscitar misterio, y le atrae a su vez lo misterioso, lo novedoso, no quien se parezca a ella, o le resulte cercano. Se encapricha, o cree sentirse atraída y enamorada de Henri , etnógrafo, hombre de mundo, aunque este haya dejado bien claro que es alguien a quien no le interesan los compromisos. Quizá por eso, inconscientemente, se convierte en un desafío para Marion. Para ella es un reto el que alguien como él la admire y adore. Por eso, en cambio, no le atrae Pierre (Pascal Gregory), ex amigo, con el que se reencuentra tras cinco años, y que fue fugaz flirteo. Le resulta demasiado familiar y conocido. Como sabe de su rendido amor, su entrega o reverencia resulta prosaica, hasta obscena o patética, por obvia. No hay misterio ni desafío en su amor.

Pierre también se contradice. Piensa que el amor más que de un flechazo surge de conocerse poco a poco, pero se deja arrastrar por el ímpetu desbocado, avasallador, apabullante, hacia Marion, como si, como alguien apunta, le importara más que le quieran (que fuera correspondido). También como a Marion le pierde su ego, su vanidad, la necesidad de sentirse reafirmado a través de los otros (de su correspondencia). Autoengaños que sazonarán, o a la inversa, la maraña de engaños, de equívocos y malentendidos, detonados con la relación de Henri con una vendedora en la playa, Louisette (Rosette), que pone a prueba la confianza o la capacidad de percepción o de manipular o de dejarse manipular, de unos y otras. Y cómo las narrativas pueden ser imprecisas: como Henri señala, cuando le cuestionan cómo pudo enrollarse con Louisette, habiendo ya establecido relación con Marion, por parecer más vulgar la primera que la segunda, Henri replica que ya mantenía relación con Louisette, con lo que fue la relación con Marion la alternativa (aunque para él, realmente, haya muchas alternativas). También hay otro aspecto del Hablar de más, la revelación de algo que puede hacer daño al otro, por innecesario, pero también porque no resulta conveniente para quien realiza la puesta en escena o para quien la mentira es beneficiosa. También hay quien prefiere no hablar por absurdas lealtades genéricas, como Sylvain (Simon de la Brosse), con el que empieza una relación Pauline, y que es utilizado como peon por Henry en su escenificación ante Marion. Se convierte en esbirro de una falsificación de apariencias conveniente. Henri le hace creer a Marion que es Sylvain quien mantiene relaciones sexuales con Louisette, no él. Por su parte, Marion no cree que Sylvain sea conveniente para Pauline, ni Pierre, más allá de sus celos, que Henri lo sea para Marion, porque considera que es su opuesto. Y no dudan en exponer esos reparos. Henri es un cínico, que no habla de más por conviencia, y Pauline es la única que no se ofusca, ni habla de más, en el empeño de que las circunstancias sentimentales ( de sí misma u otros) sean como quiere que sean.

La playa es el escenario en el que se desenvuelven los principales personajes. En ocasiones, da la impresión de que fueran casi los únicos actantes presentes. La dilatación de muchos planos también incide en acentuar esa naturaleza escénica de la relación con la realidad. En algún resquicio del encuadre se aprecian otras figuras en la playa, o de modo más manifiesto, pero fugaz, en la secuencia del baile, lo que acentúa la sensación de escenario (como de despojamiento que es concentración; lo accesorio es eliminado). Incluso las apariciones de Henri y Sylvain en la playa tienen algo de entrada en escena en un escenario; en el primer caso cuando Pierre se ha reencontrado con Marion, y en el segundo cuando les da la primera clase de vela, sobre cómo mantener el equilibrio. Más complicado que sobre las aguas parece mantener el equilibrio con los sentimientos, irónicamente sobre todo en el caso del mismo Pierre, pero también Marion, que seguirá prefiriendo vivir engañada, con la confortable negación, en vez de certificar si ha sufrido otra decepción. Prefiere evitar su daño para así de nuevo, seguramente, tropezarse con la misma piedra, aunque proclame, otra vez, que será capaz de discernir cuando sienta un próximo flechazo. Pauline sonríe.

viernes, 8 de octubre de 2021

El triángulo de invierno (Eterna cadencia), de Julia Deck

                             

Julia Deck piensa que la normalidad es más peligrosa que la locura porque es más global; es una presión que se ejerce sobre toda la gente y es complicado porque necesitamos una norma para entendernos como sociedad; pero esa norma no va hacia lo individual, con lo cual hay un diálogo tenso entre los individuos y las normas. La normalidad, según las coordenadas de realidad que habitamos, se supone que es faro pero quizá es más bien espesura, o maraña, por cómo la configuramos de acuerdo a la conveniencia, como un código de circulación que habilite las inercias. Pero esa conveniencia puede ser la de otros, o la de esa entidad difusa denominada sistema (de vida). Somos actores en una función, y a veces nos toca el papel de peones o esbirros, nos acoplamos a un guion, pero puede que, al de un tiempo, nos sintamos como si no encajáramos como debiera, como si la talla de la realidad fuera más estrecha. Y nos preguntamos si no es cuestión de cuál es el empleo del que disponemos sino de para qué “nos emplean”. No recuerda cuándo dejó de trabajar ahí, solo recuerda el estupor, el aturdimiento provocado por esas jornadas pasadas delante de la pantalla, levantando la frente solo para consultar el reloj de pared en el que las agujas no querían avanzar, la esfera con grandes números en la que ella se perdía. El triángulo de invierno (Eterna cadencia), de la escritora francesa Julia Deck, se traza sobre la implosión de un desajuste, o sobre la brecha que la imaginación busca para sentir que no se siente asfixiar en la realidad asignada. Es el sueño de quien quisiera ser otra, y aún más, de quien quisiera que la realidad pudiera ajustarse a sus designios, así que por qué no imaginar que se es escritora. Mi nombre lo usa una actriz de una película de Eric Rohmer, Arielle Dombasle, que interpreta el papel de la novelista Berenice Beauvirage. La protagonista carece de empleo, y como ninguno de los puestos de trabajos que le ofrecen la atrae decide optar por el sueño de un papel que se salga del cuadro de lo normal.

Esa opción Implica, por añadidura, imaginar una posible realidad definida por la exuberancia de acontecimientos de la que parece desprovista la realidad rutinaria de esa vida normal que más bien parece un hueco que se agranda, sin contornos, o una casilla que se estrecha hasta lograr que nos sintamos confinados en un restringido escenario de vida cuyas pautas no son las propias sino ajenas. Así que usted tiene alguna idea acerca de sí misma, basada en una práctica cotidiana, costumbres, una manera de experimentar las emociones, entonces no es que se sienta bien con su psique – solo las revistas de las salas de espera aspiran a semejantes cumbres -, sino que se siente como en casa dentro de su cráneo. Y resulta que ahora tiene que cambiar de lugar, salir de su más íntima guarida para fijar el domicilio en otro lugar, en la cabeza de Berenice Beauvirage, de quien usted no sabe nada salvo que en la pantalla parecía una mujer que valdría la pena encarnar, con una vida fácil, un amante seductor, mucho dinero.

Berenice era uno de los personajes de El árbol, el alcalde y la mediateca (1993). La protagonista de El triángulo de invierno también integra un triángulo sentimental, pero más que árboles hay puertos, y no es un alcalde sino un ingeniero quien le atrae. La cuestión es que ser otra implica atar cabos, y la protagonista aparenta pero pronto su apariencia se revela como una mera pantalla ilusoria. Ella tiene que eludir constantemente las respuestas que él busca conseguir indirectamente, por ejemplo, cuando exclama Mira, tengo ganas de leer una novela, vayamos a la librería, me podrás aconsejar, y ella se esfuerza en buscar una estratagema (…) Como si la periodista fuera capaz de descubrir cosas de las que ella misma no tenía idea, como si pudiera revelar a todos la impostura o peor, el monstruo que dormía en Berenice detrás de la ausencia de recuerdos. Además, se pregunta si se corresponde lo que realmente siente con lo que quiere sentir. Se desplaza a la deriva en el personaje creado, porque cuando los papeles que adoptamos no son un traje al que nos ajustamos sino una condición flotante, no se es sino el reflejo de un cortocircuito, como un foco que ciega (a una misma). Una impostura que es un descosido, un espacio en blanco que asemeja a una mera mancha, la ilusión de la vestimenta, los retoques aproximados, el cuerpo incómodo en esa ropa, bordando una historia a la que no se adhiere. Pero ¿cómo ser otra, o cómo ser quien se preferiría ser? La pantalla necesita de trazos. ¿Cómo se inventa si hasta ese momento era una invención de origen difuso (ese código de circulación denominado normalidad), una invención de la que quiere desprenderse como una cáscara que se siente pesada? No parece fácil ser quienes preferíamos ser. Cuando dejamos de ser inercia nos convertimos en territorio desconocido, y puede temerse como un apagón repentino de la corriente. El resultado no es la construcción de lo real, encontrarse con quien uno es o puede ser, si se recoge el hilo que guía hacia el centro del propio laberinto, sino la colisión con la configuración de la realidad, esa que se velaba tras la denominación de normalidad, como una mera ilusión, una ficción, como podía ser otra. Entonces le entró la duda: ¿acaso esas estaciones no serían decorados, y los pasajeros en los andenes, actores de reparto que tomarían el primer tren en dirección opuesta? Tal vez los habían contratado para mantenerla en la ilusión de esas ciudades, engañarla con el espejismo de su existencia. Queda la opción de simplemente encogerse en la cómoda inercia. Siguen pasando los días como si ella se hubiese limitado a vivir desde siempre una vida de mujer discreta y maleable, poco exigente con respecto al trabajo. O probar en el menú de las posibilidades de las fantasías con las que se sueña, esto es, variar de personaje.

miércoles, 7 de abril de 2021

Las noches de la luna llena

                            
Las noches de la luna llena (Les nuits de la pleine lune, 1984), de Eric Rohmer, cuarta obra de su serie Comedias y proverbios, y reflejo de su sutil capacidad para elaborar complejas construcciones dramatúrgicas bajo una aparente transparencia formal carente de retóricas de estilo, es otra corrosiva reflexión sobre el teatro de las relaciones afectivas, con actores (conscientes o inconscientes) de la vida ordinaria, con ínfulas de dramaturgos (demiurgos), enfrentados a las contradicciones de sus planteamientos y diseños de modo de  vida y relaciones. Y cómo la vida rasga el telón de las hojas de cálculo en las que se la intenta atrapar como un insecto en un ámbar. En Las noches de la luna llena , Louise (Pascale Ogier), como otros personajes de las obras de Eric Rohmer, tiene establecida como pauta un guion de vida que convierte a ésta en un escenario, lo cual implica que los componentes que la conforman (los otros) se ajusten (adapten) a ese modelo o diseño como réplica adecuada (asertiva). Las fricciones surgen cuando las otras voluntades (o los otros planteamientos de escenarios) no se pliegan a un consenso tramado sobre las concesiones, por lo que la ilusoria reciprocidad (por su forzado consenso) se diluye tarde o temprano en la divergencia irreparable.  La comedia según Rohmer es poner en cuestión ese entramado mental, o constitución de modelo de realidad, al que los otros, y la propia realidad, deben plegarse con incondicional aceptación. La vida como hoja de cálculo que entrará no sólo en colisión con la voluntad de los otros y el azar, sino con las propias contradicciones, entre la palabra (pensamiento o discurso) y las acciones (los sentimientos). Louise, por tanto, es una bella durmiente, más bien, ensimismada, que despertará bruscamente cuando la realidad no se ajuste a su particular diseño. En el cine de Rohmer la palabra es un componente clave, pero no como explicitud, en consonancia con la supuesta transparencia de su puesta en escena. No son transparentes las palabras, como no lo son los propios personajes, ni para sí mismos. Por eso, esa transparencia de estilo es también equívoca, pues esa impresión de cotidiana realidad está poniendo en evidencia la condición de dramaturgos y actores de los personajes (muchas veces inconscientes de que lo son). Esa es la ironía subyacente en el cine de Rohmer. Es una transparencia con abismo. La forma de plantear y habitar la realidad, las relaciones, está tramada sobre un artificio, cual escenario, aunque el tratamiento formal se asemeje al registro de una realidad cero. 

Louise mantiene una relación con Remy (Tcheky Karyo), pero quiere marcar unas pautas que espera sean aceptadas por él. Necesita su espacio y su tiempo libre de cualquier control ajeno, demanda que entra en fricción con lo que ella considera tendencias posesivas de Remy. No tienen por qué hacer todo juntos, o decir dónde ha estado o volver a una determinada hora, pero aunque Remy lo acepte, no logra encajar, por ejemplo, que cuando acude a reuniones con amigos de ella, Louise parece más bien que le rehúye, como si fuera un elemento ajeno, periférico. Ambos tienen una visión de un escenario de relación disímil que provoca tensiones e incluso estallidos de desencuentros. El planteamiento de Louise para lograr dotar respiración a la relación (para que se afirme el consenso) es que tenga otro piso en la ciudad, su espacio propio, para sentir que él no la ahoga con el marcaje de su escenario (lo que determina que sea él quien se adapte al de ella). Louise remarca tanto su espacio propio que su propósito se confunde con la interposición de distancia ¿Su actitud refleja la firmeza que posibilite el respeto de sus convicciones, inclinaciones y deseos, o hay en ella un obcecado empecinamiento en querer ajustar o adaptar la vida a su guion, cual control de aduana?. Louise declara que sólo ama o amará a quien le ame a ella, si hay una receptividad (¿se enamora del hecho de que le amen o deseen?¿Ama que le amen más que amar al otro, es decir, ama primordialmente que tengan en prioritaria consideración su voluntad y sus necesidades?). Amar a quien no le ama parece asemejarse a una inversión económica desperdiciada. Sin duda, una capitalista forma de amar. Como dice su petulante amigo escritor, Octave (Fabrice Lucchini), parece siempre elegir hombres más vulgares que ella, que parecen estar por debajo de ella en cuanto cualidades distintivas (un Octave , por su parte, que acepta plegarse a su condición de amigo aun cuando esté también enamorado de ella, siempre a la espera de que un día lo considere como pareja, lo que no obsta para que efectúe puntuales intentos, o asaltos).

Tras un irónico interludio, una serie de secuencias en la que vemos a Louise en la soledad de su otro piso, intentando infructuosamente citarse con amistades (el azar no parece corresponder a sus planteamientos; ¿irónias del azar que indican que su mirada no enfoca dónde o cómo debe en su empecinamiento?) se produce un irónico también cambio de escenario, aquel que pone en evidencia las contradicciones de Louise. En los baños de un bar, en el que se ha citado con Octave, entrevé a Remy. Primera zozobra: le inquieta que él actúe como ella, es decir, que haya ido a París sin habérselo dicho (las propias pautas no se asimilan en el otro). Segunda zozobra: Octave le dice que cree haberla visto con una mujer que le resultaba familiar. Ante el persistente interrogatorio de Louise la especulación se convierte en convicción cuando piensan (o creen) que es Camille (Virginie Thevent), una amiga de Louise, a la que ésta había sugerido que algún día quedara con Remy ( y lo mismo a éste con ella), como expresión de su flexible y abierta actitud, que ahora los hechos ponen en cuestión: Se evidencia el desajuste entre la declaración de principios, en sentido figurado, es decir, que él podía citarse también con otras mujeres sin que ello supusiera inquietud para ella (como sí lo es abiertamente para Remy que ella se cite con otros hombres), con el hecho de que, con la posibilidad de que sus palabras las tomara literalmente, y por tanto se hayan convertido en hecho, asome el fantasma de la inquietud (la posibilidad de que esa cita derive en algo más). Es decir, esa posibilidad se convierte en un fuera de campo desestabilizante para Louise. Al  respecto, Rohmer ha jugado habilidosamente con el literal fuera de campo (en ningún momento, vemos el contraplano de la mujer que cree reconocer Octave, sólo a éste mirando).

El tercer acto de la comedia se teje sobre otra ironía, ésta más sangrante, que desarma los escenarios sobre los que Louise tejía su guion de diseño de vida y relación. Como siente, o cree, que Remy se ha adaptado (plegado) a su voluntad de un modo que siente conmovedor, para no sentir compasión por él, como retorcida opción que refleja el ensimismamiento en su propio escenario mental, decide tener relación con otro hombre (con el que había bailado en aquella secuencia de la previa fiesta en la que Remy se sintió tan incómodo por sentirse fuera de lugar, o ignorado por ella, que optó por marcharse, enfadado; en esa secuencia incluía Rohmer un plano que rompía su planificación, una panorámica desde los rostros de Louise y el chico  hasta sus piernas: una ruptura de planificación premonitoria). Tras haberse acostado con ese chico, ahora siente, piensa, que esta acción le ha hecho sentir de un modo radicalmente distinto (de nuevo, dicho de modo más coloquial, ella se lo guisa y ella se lo come). Hasta entonces pensaba que el hogar que compartía con Remy, en las afueras, era su exilio, y el piso en la ciudad, en el que vivía sola, su centro. Pero ahora siente que la ecuación se ha invertido, es decir, que vivía en fuga, y que su centro estaba en su relación con Remy. La sangrante ironía es que, al retornar a casa, Remy le notifica que se ha enamorado de otra mujer, aquella con la que Octave le vio en el bar (aunque no era Camille, la amiga de la que sospechaba). Louise ha forzado tanto la cuerda de un escenario de vida, al que la realidad, los otros deben ajustarse a su diseño, a su pulsión de control, y sus procesos, que se ha quebrado, desmontado, porque el fuera de campo de la vida, de los otros, es tan imprevisible como  vulnerable a las variaciones de las voluntades o deseos de los otros, es decir, los otros escenarios, los cuales no dependen, o no de modo permanente, de cómo ella pretende diseñar el propio, por eso Octave realizaba sus intermitentes asaltos físicos, porque no desistía de que ella la correspondiera, y Remy se enamora de otra, también propiciado por la distancia interpuesta por ella para remarcar su no dependencia.


viernes, 7 de agosto de 2020

La salamandra

La verdad no es lo que se ve canta Paul (Jacques Denis), quien suele tender a cantar cuando está deprimido. Paul, escritor, colabora con Pierre (Jean Luc Bideau), periodista, en la elaboración de un guion (con enfoque sociológico) que han encargado a éste, sobre un suceso acaecido tiempo atrás, sobre el que aún pende la incógnita de lo que ocurrió, y que se nos mostrará (valga la paradoja, ya que el uso del fuera de campo alienta la interrogante) en la secuencia de apertura de La salamandra (La salamandre, 1971), segunda obra de Alain Tanner, en cuyo guion colabora el gran escritor John Berger: Un hombre se decide a limpiar su escopeta; en off escuchamos su grito, y luego cómo se contorsiona de dolor; aparece su sobrina, Rosemunde (Bulle Ogier), que le atiende. Según la versión de ella, a su tío se le disparó el arma; según la versión de él, fue su sobrina quien le disparó. El planteamiento, a la hora de enfocar el guion, por parte de Pierre es el conocer a la Rosamunde real, indagar, documentarse, entrevistar a los implicados, hacerla visible. Paul, en cambio, prefiere no conocerla, ya que condicionaría su mirada, interferiría en la expansión de su imaginación, prefiere lo invisible, sobre lo que especular, proyectar, como forma, quizá, más adecuada de discernir la entraña de lo real, del sujeto/objeto, Rosamunde, quien, en primera instancia, aún desconocida, parte integrante de un relato (el suceso) definido por el enigma, es imagen, es decir, tanto representación (en su concepción potencial) como incógnita (posibilidad). La primera imagen, precisamente, que vemos de Rosamunde es trabajando en la fábrica, un largo plano de su repetitivo trabajo, de la elaboración en serie de salchichón, la reproducción sin fin de lo mismo. En un plano de larga duración vemos cómo realiza la misma acción, tarea repetitiva, diez veces. ¿Cuál es la singularidad de quien parece cautiva de una labor mecanizada, como una imagen en serie?
En la segunda ocasión, la vemos flotar en el agua. Un hombre se zambulle a su lado. Ambos conversan, mirándose a los ojos, ya fuera del agua: él le interroga sobre si usa cada día la pastilla anticonceptiva, remarcando que es lo que tiene que hacer, ya que tiene que estar disponible en cualquier momento. La voz en off, que puntúa la narración, apunta que él siempre está disponible, y para ella es su condena. Dos circunstancias, la laboral y la íntima, unidas por la idea de la reproducción (en diferentes sentidos: relacionados con la repetición y la variación, según su potenciación o su neutralización), en las que Rosemunde es (representa) una función (para el Sistema, para los hombres). Una tercera imagen nos la define no de acuerdo a lo que representa para otros o su cosificación, sino acorde a la incógnita de cómo puede ser, a su singularidad por descifrar o comprender. Entra en un bar y elige una canción en el aparato musical, una canción instrumental definida por la intensidad eléctrica de las guitarras; en su piso, tras abandonar su empleo en la fábrica, vuelve a poner ese mismo tema musical en el tocadiscos. Su cuerpo se convulsiona, como si en ese movimiento se liberara y fuera ella, a la vez protesta y afirmación. Rosamunde es un cuerpo que se agita, rebelde, alguien a quien suelen achacar que no es muy normal (que se desmarca pero no parece encontrar su lugar), alguien, en suma, a la que no dejan ser cómo es y esa la entraña que palpita en las entrañas de esta sugerente y estimulante obra que, vista hoy, rebosa de una actualidad sangrante (¿tan poco han variado las circunstancias que incluso se han agravado?).
Las interrogantes sobre la verdad, sobre cuál el más adecuado enfoque para conocer lo real (los dos escritores, a medida que avanza la narración, cada vez estarán menos seguros de cuál es el enfoque adecuado, modificando sus perspectivas o planteamiento, especialmente Paul) se amplificarán a medida que progrese el relato, y se conozca (conozcan) más a Rosamunde, a la par que se enfoca sobre la enajenación (desenfoque) sobre la que se trama la sociedad. Un paradójico proceso, disolvente y perfilador, enriquecido por el contraste entre el aparente tratamiento realista (un grisáceo blanco y negro, de naturalismo nada desmañado, no lejano al de Mi noche con Maud, 1969, con la que se puede establecer algún revelador vínculo, tamizado con ecos de Godard, aunque, a mi parecer, menos desfasados sus dislocamientos narrativos y excursos o rupturas de tono y verosímil, con aliño de humor travieso, que los de este, por ejemplo, en Bande apart), y el uso de esa voz en off, de irónica distancia, que abre provechosas hendiduras en el edificio de la certidumbre. En este sentido, uno de los aspectos más sugerentemente desconcertantes de la narración es cómo el progresivo conocimiento de Rosamunde, a la par que la solidificación de la complicidad entre los tres personajes, va derivando en una narrativa cada más centrífuga o discontinua, aparentemente deshilvanada, en la que aquella incógnita que fue motor de la investigación o escritura ha derivado en interrogantes que cuestionan un entorno, un conjunto social, ese capitalismo salvaje que se habita con apatía, sin saber qué hacer más allá de ese engranaje, entre amordazados rituales, como si fueran meras y amordazadas imágenes que se reproducen en serie, y en el que todos, en señalados días, se dedican a votar a los canallas o espabilados de turno.
 Rosamunde se interroga sobre sí misma a través de la mirada especulativa de ambos. Sus interrogantes sirven para liberarla de esa red invisible en la que se siente atrapada, y con la que brega. Dota de concepto a su acción, a su actitud. Rosamunde se ha definido por sus actos, por su insatisfacción e inconformismo; se ha rebelado ante cualquier imposición, sea la de su tío, el capataz de la fábrica, la dueña de la zapatería o los agentes de policía. Sus actos se definen por una negación que es sublevación. A través de la sintonía que establece con Pierre y, especialmente, Paul (el hombre que trabaja como pintor de brocha gorda para sobrevivir, porque no lo ha conseguido con la escritura) se enfoca  a sí misma, perfila el sentido conceptual de su actitud, qué resonancias contiene, qué condición de reflejo adquiere en un conjunto social, como singularidad y representación de lo que es y lo que puede, o no puede, ser, por su divergencia con un sistema establecido. Una afirmación que no deja de ser una interrogante, porque al fin y al cabo, ubica en el conjunto su desubicación. Es un cuerpo exiliado en un sistema con el que colisiona por no aceptar convertirse en función, en lo que ese sistema, o lo que los rigen, demandan. Por eso disparó a su tío, un gesto de sublevación, de negación. No quería ser neutralizada, reconfigurada según un molde, aquel al que su tío pensaba que debía ajustarse en aspiraciones o modo de conducta. Rosamunde es el cuerpo que se escurre como el agua, que se niega a ser cosificada en serie como un salchichón o un cuerpo cuya imagen es la de tantos otros u otras de ese mismo sistema.
Queda la irreverencia contestataria del bufón que no se cree ese drama confeccionado al que denominan realidad. Los personajes se dedicarán a interpelar, desestabilizar a su entorno. Pierre y Paul montan una representación en un autobús, en la que Pierre actúa como un indignado xenófobo por la molestia que le causa el inmigrante (Paul haciéndose pasar por alguien de origen árabe) con la música que toca ( si ya tenían suficiente con italianos y españoles, ahora árabes y africanos; perturbación para los ensimismados de nuestro sistema social que ha ido en incremento con los años); o cómo Rosamunde, en su nuevo trabajo en una zapatería (ya que se despidió de su trabajo con los salchichones; ¿cuántos son capaces de hacer lo mismo sin tener miedo a la precariedad?) toquetea los pies y pantorrillas de algunos y algunas clientes (con la rúbrica también de despedirse de los mezquinos dueños; modelos de esbirros del sistema tan extendido entonces y ahora). Las imágenes finales muestran a una muchedumbre entregada a otro febril ritual, que aún nos enajena (como parte de un programa que hay que cumplimentar cuando y como se prescribe), la compulsivas compras navideñas, mientras a contracorriente, avanza entre las indiferentes y difusas figuras ( en serie) una sonriente y exultante Rosamunde, dispuesta a mantenerse firme en no permitir que le impidan que sea y actúe como es, aunque su singularidad implique el exilio de quien no se ajusta al programa.

jueves, 25 de abril de 2019

La portuguesa

Anatomía del tedio. Un día se convierte en una semana, una semana en un mes y un mes en una estación, se dice en un momento dado de La portuguesa (2018), de Rita Azevedo Gomes, adaptación del relato homónimo de Robert Musil. La duración de los planos se dilata. En uno, incluso, se aprecia, al fondo del encuadre, cómo se modifica la luz, como si ese rayo de luz que hace acto de aparición representará la añoranza de una presencia. Un tiempo de espera. La protagonista (Clara Riedenstein), noble portuguesa recién casada con un noble italiano, Von Ketten, espera que este vuelva de la guerra (una de esas guerras medievales que duraban incluso décadas, también por lo que tardaban en el trayecto de ida y vuelta). Esta mujer recorre las estancias, o simplemente se dedica a una tarea u otra, o conversa de ésto y aquello con alguien, sea sirviente o no. Los planos se inmovilizan, mientras siguen dilatándose. El tiempo discurre. Las figuras dispuestas como si participaran en la composición de un retablo. A su alrededor, otros animales, gansos, perros, gatos, y algún corzo que pasaba por ahí. Abundan sobremanera los conejos blancos, pero desafortunadamente no se internan en ningún agujero negro que nos traslade a otra forma de representar la realidad, la vida, el cine, y sobre todo, la duración. La anatomía del tiempo se torna anatomía del tedio. No es tiempo dilatado, sino encasquillado. Resulta tan espesa la narrativa como en su anterior obra estrenada por estos lares, La venganza de una mujer (2012). Los planos, o retablos, son como fragmentos cuya nervatura careciera de sinapsis. Se intenta escanciar el tiempo, y en algunos planos se consigue, pero se cortocircuita, como si la narración sufriera de artritis. Una mera acumulación de planos que no encuentran su respiración compartida, como cuadrículas aisladas. Sólo los conejos saltan, pero lo dicho, no tienen prisa, y permanecen alrededor con sus orejas erectas cual interrogantes. Mientras, los personajes siguen disfrutando de ser figuras en un retablo (en algo tienen que entretenerse).
Con respecto al aspecto visual, unas interrogantes, que son también para mí mismo. Ha sido reconocida como una obra de exquisitas composiciones pictóricas. Pero no logro tampoco encontrar la conexión a través del disfrute contemplativo. Aunque juegue, como ya he señalado, con algún efecto de luz, en algún plano que otro, me parece que redunda en el registro más rudimentario de lo real, sin discriminar figuras ni términos con el foco. Pero a la vez combina ese realismo neutro con presuntas rupturas del naturalismo, como el modo de moverse, o posicionarse en el encuadre, de los personajes, o de hablar. Los planos se dilatan como si se registrara el grado cero de lo real aunque a la vez, por la violentación que ejerce el registro dilatado de las acciones triviales, como si se abriera en canal el tiempo, funciona como oclusión de lo escénico: como el inmovilismo de los cuadros como retablos. Por añadidura, puntúa la narración una mujer que entona canciones, demasiadas canciones, cual representación del coro griego, aunque más bien parece que han debido suministrarle antes de cada intervención alguna sustancia lisérgica por la estridencia de su canto, y sus movimientos descoyuntados, como si no supiera en qué realidad se desenvuelve.
Y no es una cuestión de representación analógica, frente a la digital: véase la burda digitalización de La inglesa y el duque (2001), probablemente la película más desmañada y anodina de Eric Rohmer. Hay películas que combinan de modo admirable ese registro neutro naturalista, que incluso puede ser contemplado como desaliño, con rupturas o extrañamientos de la representación realista, caso del cine de Apichatpong Weerasethakul (Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas o Cemetery of splendour). Es decir, que también me he visto en la otra posición, enfrentado a los mismos cuestionamientos con películas que admiro. En La portuguesa me resulta tan impostada la vertiente naturalista, como la que evidencia la representación. Tengo la impresión de que el actor es alguien que porta unas ropas que le acaba de facilitar el responsable de vestuario, que proyecta frases como si fuera la enumeración de números primos, y que se desplaza, más bien, por una realidad de cartón piedra.
Como en la reciente Dolor y gloria, de Pedro Almodovar, pero también en una obra que fue saludada como un modelo de refinamiento estético, The witch (2015), de Robert Eggers, parece que se han reunido unos escolares en sus primeras prácticas cinematográficas. Ambas películas me hacían sentir que los mismos actores acababan de terminar de clavar los correspondientes clavos en algún madero, aunque sobre todo abunde la piedra, ya que estamos en un castillo en época medieval. Claro que resulta difícil diferenciar las piedras de los humanos que se desenvuelven por sus decorados, cual versiones agarrotadas de Pinocho, declamando unas palabras que probablemente intentarán descifrar tras que digan corten. Afortunadamente, para mí, los planos se animaban con la presencia de los citados animales, con lo cual mi mirada podía entretenerse con sus saltos y movimientos, e incluso con cómo un corzo se lame una pata. Sustancialmente, es una cuestión de respiración narrativa. Ha ganado premios, y generado entusiastas loas, como las otras películas citadas, pero no puedo negar que sentí la misma tentación que Rip Van Winkle. Buscar un tronco en el que apoyarme y quedarme tal cual, como un tronco.