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domingo, 22 de abril de 2018
9 dedos
Gangsters y filósofos en ninguna parte. Un mapa se sobreimpresiona sobre unas aguas agitadas. Esa dificultad de lograr precisar unas coordenadas en esta singladura denominada vida, a la que alude un personaje de la singular 9 dedos (2017), de F.J Ossang, se puede aplicar a la misma escurridiza naturaleza de la película. Al personaje con el apodo de 9 dedos nunca se le verá. A la realidad parece siempre faltarle un dedo para que el discernimiento se enfoque con nitidez. Siempre hay un dedo que se considerará prescindible para el conjunto, apunta otro personaje. Cuando construimos esa habitación conjunta de realidad denominada sociedad se hace a base de tajos (selectivos o, dicho de otro modo, discriminatorios). ¿Cómo se va lograr una revolución si predominan los asesinos y los cínicos?, señala un tercer personaje con inclinación a filosofar. La revolución al fin y al cabo, es una advertencia. Claro que quizá, nos hayamos quedado varados en un barco fantasma que navega hacia ninguna parte. Y entonces es cuando nos percatamos de que este viaje lisérgico habla de nuestro presente como un reflejo distorsionado.
En principio, este viaje parecía que nos trasladaba a un cierto tipo de cine de los ochenta, y principios de los noventa, esas películas de cinéfilos que jugaban a las referencias, territorios abstractos en los que primaba el aspecto formal, los iconos,la intertextualidad. Un espacio abstracto, mero juego (leve), o alegoría, según los diferentes planteamientos, o según capacidades de los analistas. La posmodernidad se supone que no hablaba de nada aparte de su propio ombligo formal. O desnudaba el artificio, abría en canal las convenciones de lenguaje, para jugar con ellas como un gato con un hilo que pende suspenso. En una de las primeras secuencias de 9 dedos, un plano nos muestra a tres gangsters en un coche, los tres con gafas oscuras (el de atrás con la pistola en mano), rastreando en las calles. La primera impresión es encontrarnos ante una película a la que importa más el aspecto plástico, icónico, que la coherencia (la reducción de visibilidad con las gafas oscuras si se supone buscas algo o alguien en la noche). Los gangsters parecen más actores vestidos de gangsters aliñado con algún que otro detalle extravagante, y que posan más que interpretan personajes de carne y hueso. Nos trasladan a las primeras películas de Luc Besson (Kamikaze 1999, 1983 y Subway, 1985 ), o incluso, en vertiente más siniestra, El elemento del crimen (1984), de Lars Von Trier. En suma, los personajes no parecen pertenecer a la realidad sino que remiten a iconos.
Pero pronto, cuando un largo plano en negativo, desde la perspectiva de un coche avanzando por una carretera, se dilata (como si cruzáramos un umbral), el blanco y negro, su condición de fantasmagoría, la extrañeza, sin necesidad de irnos tan atrás en el tiempo, nos escora hacia los márgenes oníricos de los juegos formales de Guy Maddin. Y aún más, cuando la acción se traslada a un buque, en el que transcurrirá la deriva posterior de la narración, y el personaje principal, Marglois (Paul Hamy), en su pequeño habitáculo del barco (en el que si se pone de pie se choca contra el techo) se mira en un espejo de mano y en el reflejo se ve bajo el agua, ya sin duda sabemos que hemos cruzado un umbral en el que las fronteras de lo que es realidad, sueño, o lo que sea, se han resquebrajado, como en los sustanciosos juegos con el relato y la formas con los que nos desafiaba Raúl Ruiz en obras como Las tres coronas del marinero (1983) o The golden boat (1990). Las coordenadas se difuminan. El mapa que teje la realidad y el relato se torna un deslizamiento lisérgico, en el que son recurrentes, como puntuación, dilatados planos sobre espacios vacíos. Se hace necesario dejarse fluir por esa deriva, porque si se buscan las boyas de una trama definida, verosimilud y coherencia en su sentido más convencional, quedas fuera del barco, náufrago de la desesperación, o gritando como Marglois, cuando golpea desde el exterior los cristales que le separan del puente del barco, en el que no hay nadie, o nadie parece guiar ese barco. Al fin y al cabo, él comienza la película huyendo en la noche, como si le dominara la urgencia, como al conejo blanco carrolliano, y es capturado por los gangsters mientras contempla peces en un acuario. En la noche no hay contornos, pero sí en las peceras. ¿En dónde estamos?.
Alguien apunta que si en la convencional relación con la realidad el quién antecede al qué, en su realidad, en la que están viviendo (y se puede ampliar al mismo relato) el qué antecede al quién. El territorio desconocido de las incógnitas ofusca las percepciones de quienes carecen de la necesaria visión de conjunto, como si a sus mentes les faltaran alguno de sus dedos. Los personajes erran por el interior del buque, filosofan, se preguntan hacia dónde van, cuál será el lugar en el que desembarquen, y cuál es el propósito de lo que hacen, o por qué hacen lo que hacen. Unos personajes aparecen, otros desaparecen porque alguien decide que son soplones (¿para quién?), o simplemente mueren. Las elipsis se suceden, el relato se convierte en sucesión de astillas, más que en una continuidad (o sí, desde la experiencia lisérgica de quien fluye como esas aguas agitadas que se intenta domar con la causalidad de las cartografías: pero aquí ni siquiera, como dice otro personaje, vas y vienes, como es lo usual en la realidad convencional). Quizá, simplemente, como apunta a alguien, no es que no vayan a ninguna parte, es que quizá ya viajan en un barco que es ninguna parte. Por eso, parece, las revoluciones no se logran hacer posibles, y nos extraviamos en una realidad en la que no logramos perfilar unas coordenadas precisas. Como dice el protagonista, hago cosas idiotas, porque quiero sobrevivir. Lo dicho, un singular reflejo distorsionado de nuestro tiempo.
lunes, 30 de diciembre de 2013
My Winnipeg
Hay realidades de las que se huye para poder despertar. Hay ciudades que se convierten en sumideros anestésicos. La rueda de la imaginación gira en círculos intentando convertirse en escalera, y busca los eslabones del 'y si', las realidades que pudieran haber sido, los senderos negados, anulados, enterrados, los senderos que nunca crecieron. Hay vidas que se convierten en sonámbulas, como si vivieras atrapado en un ámbar pero siendo consciente de que estás cautivo, e intentas alzar la mano en la superficie para salir de ese hielo que entumece tus emociones y pensamientos, como cabezas de caballo que intentaron huir de un fuego, el fuego de una vida anodina, comprimida, de una vida que sangra en la repetición. Aquellos caballos que han soñado con un 'y si', que han intentado derrumbar los falaces relatos que han tejido los barrotes de la vida sonámbula de la ciudad, del modelo de realidad, que habitas ( y te deshabita). Y quieres fugarte, y tus sueños, tu imaginación, busca la brecha, busca los raíles que puedan liberarte de esa estación eterna en la que tu vida se estancó, en la que la ciudad estancó a sus habitantes, sin darle respiro, vendiéndoles entradas para una feria de atracciones, una tierra feliz (happyland), que no era real, sino una imagen, un reflejo, en el escaparate, una imagen proyectada, pero no había nada más allá sino frío, sonámbulos, gestos repetidos. Una vida de eufemismos.
Guy Maddin realiza en 'My Winnipeg' (2007), una vivisección de su infancia, y de un imaginario colectivo (así como de los eufemismos). La ciudad es una representación, es una huella, y una mancha, en su mirada, en su sistema nervioso, como un residuo que le ha empapado. Evoca e imagina, y comenta, y realiza una cirujía a través de un yo pero también un nosotros, como las extensiones de los cuerpos que se confunden en el cine de Cronenberg. La mirada mira hacia atrás con el gesto de quien mira hacia adelante. Lo real se funde con lo imaginario, el documental con la ficción ( y la animación). Trenes de la mente. En el principio un tren parecía que iba a arrollar a los espectadores. En un tren superpuesto a la realidad de la que se quiere despegar, como el despertar quiere abandonar los restos de un sueño (que es naufragio), la voz de la memoria abre la brecha de la disidencia. La evocación es la mirada de una entraña, tramada desde el artificio que desnuda una vida desvelada como escenario. Con unos actores Maddin recrea su infancia, aunque apunta que a su madre la interpreta su propia madre, cuando no es sino una actriz, Anne Savage, quien se supone que protagonizó una serie en la que ella interpretaba a una mujer que intentaba evitar en cada capítulo que un hombre se suicidara quería suicidarse lanzándose desde una cornisa. Un bucle de muerte, como las cabezas que sobresalen en el hielo, recordatorio de una tumba en vida sonámbula, congelada.
La evocación es invención, pero no lo es. No importa la precisión de la anécdota, es el territorio de la fabulación. O de la mutación de la mirada. Retrata un talante, la circulación sanguínea de un sentimiento, de cómo se siente evocando cómo se sentía. Venas de una emoción, como asemejan la forma de las cuencas de los ríos que convergen, o más bien como, según una leyenda, esos ríos subterráneos paralelos a los de la superficie. La realidad, como la mente, es laberinto, y un semillero de posibles: la circulación puede quebrar los códigos: puede haber compañías de taxis que transiten por las calles principales y otra por las calles traseras, como si fueran dos mundos distintos; hay realidades que permanecen difusas, ocultas. O que la mente transfigura en los múltiples radios de la fabulación. Las imágenes de la huelga de 1919 (sin precedentes en suelo norteamericano; ¿qué fue de aquel pionero espíritu disidente?) se conjugan con las coreografías de danzas con figuras míticas como Hermes (que conduce a las almas al otro mundo en el momento de la muerte; ¿aunque se está vivo en esta vida sonámbula?).
La evocación sobre la especulación inmobiliaria, sobre los edificios de los equipos de hockey, se conjugan con las imágenes de un imaginario equipo de ancianos de nombre 'Black tuesday', porque 'martes negro' se llama al vórtice del abismo ( con la caida máxima de las cotizaciones) de la crisis económica del 29, y al fin y al cabo, como apunta Maddin, la practica fundamental de esta cultura norteamericana es la demolición. Y Winnipeg es su emblema, porque es el corazón del corazón de Norteamerica, y de Canada, por ubicación geográfica. Los bisontes arrasan el parque de atracciones, como otras figuras explotadas a lo largo de la historia como los nativos norteamericanos o los que combatieron en las guerras. Rastros de cadáveres que se rebelan contra una falacia narcotizante, como el fulgor de una memoria histórica que se aúna y alía y conjuga con el 'y si' y que intenta reescribir en la imaginación, en el tren que quiere despertar, fugarse y rebelarse contra el sonambulismo y el entumecimiento, lo que podría haber sido si la coherencia fuera la raíz y dinamo de una cultura que poco escucha lo que desea la gente sino más bien incita al lúcido o despierto al suicidio, aunque sea imaginario, si no se deja atrapar en las redes ferroviaras del sonambulismo en bucle. 'My Winnipeg' es la constatación de un triunfo, el de un caudal de imaginación que se desborda e inunda con su ingenio, quebrando limites, talando etiquetados, y abriendo brechas de incendiarias interrogantes en los palpitantes márgenes de la disidencia.
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