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lunes, 23 de septiembre de 2024

Scaramouche

 

Scaramouche (1952), de George Sidney, fue un proyecto que la MGM tardó en realizar. Ya planteado en 1938 no se pondría en marcha hasta 1950, y en principio con la idea de que fuera un musical que iban a interpretar Gene Kelly, Ava Gardner y Elizabeth Taylor. Cuando Stewart Granger fue contratado por la MGM una de sus estipulaciones fue que protagonizara Scaramouche. Para el papel del antagonista, el marqués de Mayne, se consideró a Ricardo Montalban, pero el proyecto de nuevo sufriría demoras, porque Granger protagonizaría El milagro del cuadro (The light touch, 1952), de Richard Brooks y Norte salvaje (Wild north, 1952), de Andrew Marton. Reactivada la producción, Montalban ya no interpretaría al villano sino Fernando Lamas, pero sería finalmente reemplazado por Mel Ferrer, como Ava Gardner y Elizabeth Taylor por, respectivamente, Eleanor Parker (que teñiría su cabello de rojo) y Janet Leigh. Un actor, Lewis Stone, repetiría con respecto a la versión de 1923, dirigida por Rex Ingram, aunque en papel diferent. En aquella era el villano, en esta el padre de Philippe (Richard Anderson), amigo del protagonista, André (Stewart Granger). George Sidney se lamentaría de que se abandonara la idea de que fuera un musical y en su lugar fuera una película de aventuras de capa y espada.

No es extraño que una trama urdida (o enmarañada según se mire) alrededor de las máscaras, las identidades ocultas, los lazos ignorados, los fingimientos y una realidad histórica planteada como un escenario definido por su dominio por una clase privilegiada y la sublevación de quienes no aceptan una imposición, en los que los papeles están rígidamente atribuidos, tenga su conclusión, o resolución de conflictos, en un teatro. Un duelo final de espadachines, que dura siete minutos, que tiene mucho de coreografía (tuvieron que aprender ochenta y siete pasos en su enfrentamiento). Probablemente, este largo duelo final de Scaramouche puede ser el más singular y hermosamente elaborado, con permiso, quizás, del duelo final de El prisionero de Zenda (1951), de Richard Thorpe, otras de las cimas del género de aventuras, también protagonizada por Stewart Granger. Sidney ya había dado muestras de su talento en estas lides en Los tres mosqueteros (1949), no casualmente protagonizada por Gene Kelly, pero los mimbres de la dramaturgia en Scaramocuhe están mucho más afinados, rehuyendo los clichés y amaneramientos que diluían el interés dramático de la adaptación de la obra de Alejandro Dumas.

En cambio, la realizada sobre la obra de Rafael Sabatini, publicada originariamente en 1921, se trenza con una vitalidad más genuina, menos afectada o almibarada, jugando con sutilidad con una puesta en escena de puestas en escenas. Estamos en el mundo de las representaciones donde las máscaras pesan como lastres, y en donde los revolucionarios que quieren derrocar el estatus de privilegios de la nobleza deben difuminarse en la clandestinidad. Sólo adoptar, paradójicamente, otra máscara podrá servir para enfrentarse a esa mascarada. Y es lo que hace Andre Moreau adoptando (el papel de) la figura del actor enmascarado Scaramouche. Es su camuflaje para llegar hasta el Marques de Maynes (Mel Ferrer), su adversario, por lo que representa, en dos sentidos, uno por ser el espadachín más destacado entre los opresores nobles, y dos, porque mató, tras humillarle con su clara superioridad, al amigo de Andre, Philippe, el cual, además, aun siendo aristócrata, era uno de los más combativos disidentes contra la tiranía del régimen (sentido del compromiso del que carecía Ándre, más un vivaz bon vivant); bajo otra máscara, el seudónimo de Marcus Brutus, con el que publicaba un prospecto que clamaba por la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Es precisamente la representación en uno de los más insignes teatros, tras ir adquiriendo el reconocimiento por sus representaciones bufas, el que posibilitará ese duelo entre ambos. Desde el escenario le lanza el reto, lanzándose hasta los palcos con una de las cuerdas, y ahí se iniciará este largo duelo que recorre todo el teatro, suspendidos en los palcos, enzarzándose por los pasillos, bajando o cayendo por las escaleras, entre las butacas de patio, hasta culminar, cuál círculo, en el mismo escenario, donde la espada de André va rasgando tanto la vestimenta del Marques como telones y decorados, como si rasgara el fin de una representación que queda al desnudo. Vence, pero para su propia sorpresa, le perdona la vida. Y sabrá por qué cuando le revelen, en ese mismo escenario, que ambos son medio hermanos. Qué extraños lazos: ¿Qué une, la sangre o el papel que uno interpreta?. Las afinidades reales rasgan cualquier tipo de máscara o decorado, y hasta pone en entredicho el fundamento de los rasgos de sangre, los cuáles son también otro escenario. La única lástima es que André no sepa elegir a la adecuada dama, y prefiera a la etérea aristócrata Aline (Janet Leigh), en detrimento de la la aguda y temperamental actriz Lenore (memorable Eleanor Parker). Claro que la visceral actriz le dará una última lección, al final, tirándole tinta al rostro cuando André pasea en una carroza con Aline, tras casarse, por su poco atinado criterio (poco disidente además, es como si hubiera adoptado el papel de su medio hermano, atrapado en una nueva máscara). Cuando Lenore se vuelve, vemos que está nada menos que con Napoleón. Lenore sabe quién dominará la próxima representación. Qué ironías. Touché y reverencia para la dama

lunes, 11 de junio de 2018

Música y lágrimas

La singularidad de Música y lágrimas (The Glenn Miller story, 1954), de Anthony Mann, se evidencia en que casi no hay sucesos, o conflictos dramáticos, sobre todo en su segunda mitad, la que narra el periodo de éxito de Miller (James Stewart), entre 1938 y 1944. Nada que ver con un biopic al uso, como por ejemplo, La historia de Eddie Duchin (1955), de George Sidney, cuyo desarrollo argumental está repleto de intensos conflictos dramáticos (la muerte del ser amado, un hijo al que no quieres ver porque responsabilizas de la muerte de quien amabas en el parto...), pero que está narrada con aséptica impersonalidad, como si casi no hubiera diferencia o contraste en las vivencias narradas (las triviales y las trágicas). En cambio, en Música y lágrimas, esa narración de nada, ese vaciado dramático, es fluir, celebración de la música, plenitud de una conciliación o armonía vital.
Su singularidad se evidencia ya en sus pasajes iniciales, por la utilización de los escenarios o recursos como la elipsis y el fuera de campo, y que confieren una cautivadora abstracción al relato: El espacio en el que está situada la tienda del prestamista, en la que repetidamente Miller (1904-1944), ya desde la secuencia inicial (cuando tiene 25 años), deja y recupera su trombón: Hay una rampa de funicular en mitad de la calle, una inteligente forma de sugerir (espacializando) el anhelo de ascender en la vida, de lograr aquello a lo que se aspira (que sus arreglos musicales sean aceptados, sus composiciones reconocidas, y, sobre todo, la consecución de ese sonido singular que sea su seña de identidad). Hay un portentoso sentido de la elipsis y el fuera de campo ( tan escaso de admirar hoy en día): Miller y su amigo, el pianista Chummy ( Harry Morgan), se dirigen en coche a un local donde realizarán una prueba con una banda. Plano de la entrada del local. se escucha la música. Se interrumpe. Miller y Chummy salen tan precipitadamente, contrariados, que se les caen las partituras. No hace falta decir más. Pero Mann aún riza más el rizo en la exquisitez con la elipsis, con un ritornello: Más adelante en otra prueba en un hangar, Miller no es aceptado porque no les interesa un arreglista. Se marcha. Chummy empieza a interpretar al piano algunos de los arreglos de su amigo. Miller los oye fuera del hangar, se sonríe, pero al oír cómo se interrumpea, su rostro vuelve a ensombrecerse. Pero a su espalda, surge Chummy del hangar para decirle que han gustado sus arreglos.
Decididamente singular es el tratamiento de comedia, o toque excéntrico, de su cortejo a Helen (June Allyson) con pausas de dos años para perplejidad de ella. En la primera ocasión, la llama para decirle que va a verla a su casa, donde vive con sus padres, haciendo oídos sordos de la cita que le dice ella que tiene con otro chico. No sólo llega tarde sino que la despierta tirando unas piedras a su ventana.Y todo con un desapego, como si fuera lo más natural del mundo, por las horas, y por los dos años transcurridos, ya que él tiene muy claro que ella es la mujer que ama, y que no pasan dos años sino un tiempo de espera hasta que las circunstancias, por estabilidad material, sean las adecuadas para formalizar la relación. Ella se sorprende, pero también se lo toma con parecido desapego, porque al fin y al cabo le corresponde. Por eso, no dudará demasiado cuando otros dos años después le llame de nuevo Miller, que de nuevo hace oídos sordos a lo que le dice ella sobre que se ha prometido con otro. No hay tensiones, no hay conflictos. Todo fluye, como si fuera el proceso natural, con el desdramatizado inconveniente de las demoras, de una relación destinada a consolidarse y afianzarse. Casi como si las pausas y las ausencias fueran parte de un presente continuo.
Tras la consecución del sonido propio que Miller buscaba, propiciado por un accidente (el trompetista se hiere el labio al chocar con la partitura, y será cuando a Miller,para salir del paso, se le ocurra sustituir su sonido por el de un clarinete), la segunda parte es una gloriosa celebración de la música. Un encadenamiento de las interpretaciones de algunas de las más celebres composiciones de Miller: Pensylvania 6-5000, se conjuga con la celebración de un aniversario, porque es el teléfono que le proporcionó Miller a Helen durante su cortejo. In the mood condensa la singularidad del talante de la narración, la música que prosigue como flujo vital frente a cualquier adversidad (no interrumpen la interpretación mientras unos bombarderos cruzan el cielo de Londres: el ascenso de sus acordes cuando desaparece el ruido del bombardeo es recibido con aplausos). Por eso, no hay demasiadas lágrimas en la narración, aunque sean destacadas en el título en español. Sólo las hay en su conclusión que, de todos modos, está planteada de un modo nada convencional u ortodoxo. La muerte de Miller tiene lugar en bella elipsis al caer su avión en el Canal de la Mancha, cuando con su banda animaba a las fuerzas armadas (en principió se creyó que derribado por fuego enemigo, pero con el tiempo se impuso la consideración de que fue por una pieza defectuosa, recurrente en ese modelo). Esa elipsis final lo que propicia, a través de la música ( de un concierto que escucha su amada y otros amigos), es hacer sentir, con una contenida emoción arrebatadora, la resurrección a través de la música, cómo la desaparición, la ausencia, son contrarrestadas con la plenitud, la celebración de la presencia. El milagro de la música que es fluir, que reanima, y nos hace recordar que somos cuerpos que sienten.

sábado, 21 de diciembre de 2013

sábado, 14 de septiembre de 2013

domingo, 2 de junio de 2013

jueves, 20 de septiembre de 2012

Plácidas pausas de rodaje: Stewart Granger y Jean Simmons

Photobucket Jean Simmons visita en su camerino a su esposo, Stewart Granger, durante el rodaje de 'Scaramouche' (1952), de George Sidney, y sonríen ( mientras, el perrito adelanta el hocico por si hay suerte y puede darle un lametazo al té sin que se de cuenta la embelasada pareja).

lunes, 2 de julio de 2012

Kim Novak - Jeanne Eagels

Photobucket Photobucket Photobucket Photobucket Photobucket Kim Novak en varias imágenes promocionales, y de rodaje, de 'Jeanne Eagles' (1957), de George Sidney, ficcionalizada versión, más que biopic, de la vida de la actriz.

domingo, 30 de octubre de 2011

Plácidas pausas de rodaje: Kim Novak y Tyrone Power. Melodia inmortal o las superficies de lo convencional

Photobucket
Kim Novak y Tyrone Power descansan en una plácida pausa de rodaje de 'Melodía inmortal' o 'La historia de Eddy Duchin' (The Eddy Duchin story, 1955), de George Sidney, biopic de apolilladas convenciones del célebre virtuoso pianista (el notariado en episodios desde que llega recién salido de la universidad de farmacia a la gran ciudad para triunfar como pianista y convertirse en el proto(estereo)tipo del hombre de éxito). Desangelado melodrama que transita, parece que más inercialmente, por las superficies de su trama sin sumergirse en sus turbulencias: la muerte de la primera esposa tras dar a luz; la negativa hasta que pasan cinco años en querer ver a su hijo... Una vitrina de impecable imágenes pulidas (excelente la fotografía en scope de Harry Stradling, jr) que parece petrificar las emociones en un exangue trámite de clichés

viernes, 29 de abril de 2011

victor young - theme from scaramouche


Con una composición tan exultante como la de Victor Young para la deliciosa 'Scaramouche' (19529), de George Sidney, dan ganas de corretear entre los palcos de un teatro, o entre tejados, o hasta entre nubes (lo de los floretes y los duelos, ya es suplementario, a gusto del consumidor).