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Mostrando entradas con la etiqueta Billy Wilder. Mostrar todas las entradas
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lunes, 23 de octubre de 2023

Medianoche

 

En varias comedias dirigidas por Mitchell Leisen, caso de Candidata a millonaria (1935), Una chica afortunada (Easy living, 1937) y Medianoche (Midnight, 1939), destaca, signo de los tiempos, los años posteriores a la depresión del 29, la configuración de los personajes femeninos como mujeres sujetas a una posición social o laboral precaria, subordinada o inestable, enfrentadas a la posibilidad del acceso al otro extremo de los privilegios económicos. Más que como convencional trazo de la mujer aspirante a los lujos de la sociedad, como solución a sus penalidades o carencias. Apariencias, equívocos, escenificaciones, en todas estas comedias se juega con estos rasgos de modo brillante, y, además, destilando un acido e irreverente comentario sobre unos hábitos y valores predominantes en aquellas circunstancias sociales. Ya quedaba patente esa eterna cuestión, el lograr una vida fácil (easy living), despreocupada de apreturas materiales, en el título original de Una chica afortunada. En este caso no es una cuestión de voluntad o aspiración sino de azar y equívoco, ya que a Mary (Jean Arthur), una oficinista, le cae un dia del cielo un abrigo de pieles en la cabeza; un abrigo que ha sido lanzado por un millonario harto del derroche de su esposa (derroche, privaciones, desequilibrios que definen a la sociedad y aún sigue perviviendo). A partir de ahí, se desencadenará una sucesión de equívocos, en la que comerciantes y dueños hoteleros pensarán que es la amante del millonario en cuestión, JB Ball (Edward Arnold), y por ello le permitirán disponer de todos los lujos que desee, y que hasta ahora era inimaginable pudiera acceder. En Candidata a millonaria, Regi (Carole Lombard) es una manicura que espera que su trabajo le propicie acceso a conocer millonarios para poder dejar atrás su vida precaria. La ironía es que conoce a uno, que lo es y además es un hombre encantador, pero está impedido en una silla de ruedas, Arlen (Ralph Bellamy), y otro que lo fue, Drew III (Fred MacMurray), pero que ahora incluso dispone de menos dinero que ella. Y de quien se siente atraída es del segundo.Paradojas.

Medianoche comparte alguna de esas características, como la paradoja de enamorarse del que menos tiene, o la sucesión de azares y equívocos que determinan el curso de acontecimientos, e identidades que finge, la protagonista, Eve ( Claudete Colbert, que reemplazó a la prevista Barbara Stanwyck, por coincidencia de rodajes), ex-showgirl de vida aún más inestable que las dos otras protagonistas puesto que llega a París en un tren nocturno, proveniente de Montecarlo, sin dinero alguno y solo un vestido. Su primer contacto, y primera posibilidad de configuración de vida, será un taxista, Tibor Czerny, quien, generoso, accederá a llevarla en su taxi a una serie de night clubs en los que pueda ofrecerse como cantante. El fracaso de las pruebas y la generosidad de Tibor (le ofrece dormir en su casa mientras él sigue trabajando) le hace temer la perspectiva de vida que puede configurarse, pues se siente atraída por él (una vida de privaciones y apreturas). Pero el azar y el equívoco entra en juego. Por su vestido lujoso será confundida, por un portero que recibe a invitados en un hotel, con una mujer rica, por lo que ella decide entrar en la fiesta (haciendo pasar su tarjeta de préstamo por la de invitación). Las injerencias de los demás son tan determinantes como sus propis decisiones. No solo por el caso de Tibor, del que huye, porque no quiere esa dirección de vida, sino porque, por casualidad, al entrar en el lugar, donde se hace pasar por una baronesa húngara para la que (irónicamente) usa el apellido de quien ha preferido eliminar como opción de su vida, Czerny, encontrará el apoyo de Georges ( John Barrymore) que la introduce en el ambiente si le ayuda a seducir a Jacques (Francis Lederer), el amante de su esposa, Helene (Mary Astor).

A partir de entonces se sucederán las escenificaciones y fingimientos. Georges le ayudará a dotar de base su identidad falsa, proporcionándole, para su sorpresa, unas habitaciones de lujo en el hotel Ritz, y distintas prendas de lujo, circunstancia de la que ella misma se sorprenderá cuando llegue al hotel y no sepa como desembarazarse de Jacques, quien está decidido hasta a pedir la llave de su habitación. Cuando se la den ella se mostrará consternada porque no sabe si es una alucinante coincidencia, hasta que a la mañana siguiente Georges le revele que ella es un peón en la representación que intenta afianzar para lograr que Jacques se quede prendada con ella y así él recupere a su esposa. Ella no dudará, por aceptar ese intercambio de intereses, en seducir a Jacques porque un matrimonio con él le parece un buen plan (pragmático, y además es un hombre apuesto; un lujo de espécimen masculino). Al final, de nuevo sentimiento y sentido práctico se encontraran en colisión, representado en ese rizo de situaciones equívocas, como un pulso de estrategias y escenificaciones, cuando Tibor reaparece haciéndose pasar por el presunto marido Baron Czerny, porque no ceja en materializar el amor, aunque sea en circunstancias más precarias. Ella sabotea sus intentos, como su ocurrencia de que su hija de tres años esté enferma, recurriendo a una conversación telefónica en la que hace creer que está recuperada, o luego hacerlo pasar por alguien que sufre trastornos psicológicos para que no sea efectiva la estrategia de él de decir la verdad, que es un taxista y no es su marido. Precisamente, con ironía, será su declaración ante un juez de que está trastornado lo que imposibilite el divorcio de un matrimonio que nunca ha sido realizado como tal, un admirable ocurrente broche final paradójico, del guion de Billy Wilder y Charles Brackett para Medianoche, sarcástica alusión, con su título, al cuento de Cenicienta, y esa hora de medianoche en la que se diluye el hechizc y la carroza se convertía en lo que es, una calabaza (taxi), y los vestidos de fantasía, vulgares atuendos. En la realidad no hay príncipes sino taxistas, y los lujos son para unos pocos. Y es ese absurdo en el que logras el amor divorciándote de quien no estabas casada.

lunes, 3 de julio de 2023

La fuga de Colditz

 

La fuga de Colditz (The Colditz story, 1955), de Guy Hamilton, puede verse como un sugestivo precedente de la magnífica La gran evasión (1963), de John Sturges. Hay también intentos de fuga con algún prisionero oculto entre la carga de un camión (aquí camuflado dentro de un colchón), hay quien intenta una fuga, un tanto kamikaze, saltando las alambradas a pleno día y rodeado de vigilantes ( aunque no tiene el sombrío carácter desesperado de la obra de Sturges, es una combinación de obstinado empecinamiento y gesto sacrificial, ya que por su constitución física no puede participar en la fuga colectiva que había ideado) y hay, en este castillo de Colditz, una combinación de reclusos de diversas procedencias, aunque aquí, más contrastadas, ya que no comparten lengua ( hay polacos, franceses, británicos y holandeses), lo que incide en la necesidad de el entendimiento, la conciliación y la alianza. Aspecto, el de la solidaria y colaboradora relación con el otro, en el que Hamilton (que aquí desarrolla, junto a Ivan Foxwell, el guion que adapta la novela escrita por quien es nombrado jefe de Fugas entre los británicos, Pat Reid, encarnado por John Mills) reincidirá en la posterior, y también estimulante, Su mejor enemigo (1961), en esa odisea solidaria, en territorio desértico arábigo, que comparten soldados británicos e italianos (comandados por los personajes que encarnan David Niven y Alberto Sordi).


En los primeros pasajes de esta estimulante producción (en un subgénero, las fugas de campos de prisioneros, que generó un buen número de interesantes producciones británicas en esa década y la siguiente, tras el éxito de The wooden horse, 1950, de Jack Lee) la falta de compenetración propiciará que se revienten las fugas de otros al coincidir en el tiempo (cuando los británicos pretenden explorar las alcantarillas tienen que volver atrás porque un francés en el tejado no puede evitar dejar caer unas tejas que alertan a los alemanes; y cuando los británicos intentan excavar un tunel se les caen encima los holandeses que están realizando otro). Es la intervención del coronel Richmond (Eric Portman), que en principio no parecia muy interesado en involucrarse en planes de fuga, quien logra poner de acuerdo a los representantes de los cuatro países para que, no sólo no frustren la fuga de otros, sino que se apoyen y colaboren mutuamente.

Ambas producciones en escenario bélico dirigidas por Hamilton tienden a combinar tonos, el de la comedia y el dramático, preponderando el primero, el tono distendido y burlón ( y de modo más afortunado, o menos descompensado, que en Traidor en el infierno, 1953, de Billy Wilder). Aunque no falte el conciso y doliente apunte dramático (esa panorámica que nos desvela quien es el informador que ha dinamitado las fugas previas, con el rostro surcado por las lágrimas cuando es enjuiciado por sus compañeros: ejerció de informante porque los alemanes le habían amenazado con matar a su esposa e hijos), el tenso suspense (en la representación teatral del climax, durante la que se realiza una fuga, los primerísimos planos sobre quienes están pendientes de los movimientos del oficial alemán que más veces ha abortado sus fugas). Hay una secuencia que condensa esa armónica conjunción de tonos, en la que la distensión no cortocircuita la amenaza que pende sobre ellos, pese a que no tienda tensar la cuerda de la crispación, o de la sofocante turbiedad de otra interesente película ubicada en un campo de prisioneros, la posterior King rat, 1965, de Bryan Forbes, quien aquí participa como actor. Precisamente, su personaje, Winslow, tras ser atrapado, después de catorce días de fuga, comparte su pesadumbre y desesperación con un oficial francés, La Tour (Eugene Deckers), porque ya ve cualquier intento de fuga condenado al fracaso tarde o temprano, dado lo dificultoso que considera sortear los puestos de vigilancia en el exterior, a lo que el francés responde con un gesto desapegado, contento con la información, presto a realizar unos ejercicios gimnásticos con unos compatriotas, que culminan con su salto sobre la alambrada, y jaleado por el oficial británico que recupera en un sólo instante el ánimo para seguir perseverando en nuevos intentos de fuga. Y precisamente, tras otros tantos que fracasarán, conseguirá fugarse, junto a Reid, y cruzar la frontera de Suiza, en enero de 1942. Un éxito que los prisioneros calificaban, usando el término del beisbol, como home run. Y fueron bastantes los que después conseguirían, entre sus 320 intentos, polacos (5), británicos (14) y holandeses (15) y polacos (22) durante la guerra. Esa es la historia a la que alude el título original, la historia de una perseverancia.

miércoles, 1 de febrero de 2023

Irma, la dulce

 

En Irma, la dulce (Irma la douce, 1963), de Billy Wilder, quien, junto a su colaborador IAL Diamond, adaptan el musical teatral de Alexandre Breffort, Nestor (Jack Lemmon) es un hombre subordinado, un estricto e ingenuo gendarme cumplidor de la ley y confiado en la publicidad moral del sistema, al cual representa como dócil esbirro, ignorante de que se rige por la ley del mercado (de suministros, mujeres, sobornos, valores y normas). Cuando comienza su jornada de trabajo como gendarme en el barrio de Les Halles, en París, no sabe cómo funciona el sistema. Desde su perspectiva, aquella que acata el cumplimiento de la ley, la actividad de prostitución debe ser sancionada. No comprende que los representantes de la ley permiten la actividad, incluso disfrutando como cliente de la misma, o aceptando los correspondientes sobornos. Ironías, aquel que interviene para sancionar una infracción cometerá la infracción de acatar fielmente la ley. Y paradojas de la vida: Por azar, tras enfrentarse al proxeneta que se aprovecha sin escrúpulos de ella, pasará a ser el chulo o representante del cuerpo de su amada, Irma (Shirley MacLaine). Deberá aceptar que es el mantenido, y ella la suministradora de dinero y sustentadora del hogar, así como asumir su actividad sexual con otros hombres, los clientes. Algo que entra en colisión con sus valores convencionales de lo que debe ser y aceptar un hombre. No es alguien que se aprovecha del trabajo de otra persona, sino alguien que se siente mantenido y que, al sentir algo por ello, no puede encajar la separación entre vivencia íntima y actividad laboral. Por lo que, como recurso, se inventa un disfraz, la identidad de un cliente exclusivo, Lord X, un lord británico con parche en el ojo ( cual Polifemo celoso) que la paga cuantiosa suma por no hacer otra cosa que jugar a solitarios. Y, por añadidura, otra paradoja, trabajará, exhaustivamente, en el mercado de alimentos de modo clandestino para ganar el suficiente dinero con el que controlar y evitar el otro mercado. Más paradojas: Para encontrar la lucidez y aprender a amar, sin afanes de control, deberá sufrir el vía crucis de ser acusado de asesinar a su propia creación (el personaje que había creado por celos), e incluso considerado culpable, con el consiguiente ingreso en prisión. Deberá montar la representación de su resurrección para evitar que sea de nuevo detenido, a la par que celebra la boda con la mujer que ama, embarazada, de nuevo irónicamente, de él (cuando actuaba con su disfraz de los celos)

Si en El apartamento (1960), CC Baxter (Jack Lemmon) cede ocasionalmente su espacio propio, su apartamento (cual delegación de servicio de ocio de los ejecutivos de su empresa), en el que incluso, la mujer que ama hace el amor con otro hombre (o más bien tratada como objetual fuente de placer), es decir, él prostituye su espacio propio, y ella es tratada como tal, cual prostituta o proveedora de placer como amante (sin consideración alguna con sus sentimientos), en Irma la dulce, Nestor se encontrará ante la tesitura de carecer de espacio propio y de no tener en exclusiva el cuerpo de la mujer que ama (con la que vive en el espacio propio de ella). Su identidad y posición inicial sufrirá una transformación o tránsito radical. De ser un hombre funcional, cual peón, e integrado en la legitimada Normalidad según los patrones convencionales (es decir, según su normativa de lo que debe ser), tras ser despedido (por un equívoco; el dinero que habían dejado los proxenetas en su gorra como dejaban a los anteriores gendarmes corruptos), pasará a habitar el otro lado, el considerado ilegal y moralmente reprobable por las convenciones, y a habitar el espacio perteneciente a Irma, su hogar y las reglas del mundo de ésta (en el que se constata sus diferencias, en su relación con el cuerpo y el pudor y las apariencias: ella duerme desnuda, con solo antifaz, y él incluso con calcetines; a ella no le importan que la vean desde el exterior, pero él tapa las ventanas con periódicos). Irónicamente, ha sido despedido por querer aplicar la letra de la ley. Pero quienes la representan necesitan ese doble juego (o doble moral hipócrita). El sistema, la ciudad mercado, necesita cierta delincuencia funcional para sus intereses clandestinos (equiparable a la doble moral de los ejecutivos de la empresa en El apartamento).

Por tanto, en el nuevo mundo que se encuentra habitando Nestor, se invierten irónicamente, las posiciones e identidades con respecto a la convención. Es el mantenido (aun cuando en la jerarquía de posiciones de ese específico escenario normativo sea el detentador de poder y abuso parasitario), y ella expresa el deseo de ver reflejado en sus trajes y gastos diversos el dinero que ella gana con la prostitución, como transferencia significante de su posición social (ser de la élite de las prostitutas, demostración de poder adquisitivo). Además de subordinarse a esas reglas del nuevo escenario y la configuración de su rol, Nestor se convierte en un hombre que debe aceptar y asumir la vida sexual de su pareja, fuera de su relación. No sólo pretérita sino presente, desechando los modelos o estereotipos de distribución de identidades y conductas del hombre y de la mujer. Ella es la productora de ingresos monetarios, la sustentadora del espacio a habitar. Se invierten para Nestor los valores hasta ahora contemplados y asumidos como naturales (procedentes de la moral restrictiva y convencional a la que pertenecía). Con lo cual su proceso de adaptación implica romper amarras y replantearse de un modo sustancial a sí mismo. Y debe hacerlo en función de una necesidad económica (la mera supervivencia), unas nuevas identidades y normas tribales (el mundo de las prostitutas y proxenetas) y por el amor y respeto a a voluntad, ideas, sentimientos y necesidades de la mujer que ama.

Pero Nestor no puede adaptarse a esa nueva posición de un modo natural. No se siente integrado, y el remanente de su anterior identidad tanto genérica (masculina) como social y moral (no es un honrado productivo trabajador) se convierte en una inflexible quemazón. Sobre todo, que ella se acueste con otros, aunque sea por una necesidad económica (es su trabajo). No le basta su amor. Eso le lleva a tomar una determinación. Se inventa un disfraz, la identidad de un cliente exclusivo, Lord X, que interpreta para Irma. De este modo pretende conseguir que ella mantenga la ilusión de que es quien provee los ingresos para el hogar. Y sólo tendrá una fuente suministradora, Nestor bajo ese disfraz, con lo que éste detenta la exclusiva del cuerpo de Irma. De alguna manera, sin uniforme, aplica a su relación una identidad y conducta policial. El problema surge cuando Nestor necesita un permanente suministro de dinero para pagar a Irma. Deberá fingir doblemente. No sólo bajo el disfraz de Lord X, sino que tendrá que ocultar a Irma que trabaja en el mercado, acarreando y cargando hasta la extenuación. Dinero de mercado para controlar y evitar otro mercado. Comparte la manifiesta identidad y función social de mantenido ocioso como proxeneta (su imagen social) y la de sufrido trabajador legítimo (según los valores convencionales) como vida clandestina y paralela). Una cáustica inversión de su identidad y valores anteriores. Claro que hay aspectos que no prevee: No sólo que Irma, por su escasa disposición afectiva, dado que vuelve exhausto del mercado, crea que tiene alguna relación con otra mujer, sino que creerán que él ha asesinado a su disfraz (Lord X). Es decir, el presunto asesinato por celos de un personaje ficticio que había creado precisamente por celos. Paradoja que se vuelve contra él como espejo aleccionador, y sancionador de sus motivaciones posesivas y simbólicamente policiales (su necesidad de mantener el control de su relación, del cuerpo de la mujer que ama y de la circulación de dinero).

miércoles, 21 de diciembre de 2022

Arise my love

 

Arise my love (1940) de Mitchell Leisen, supuso la segunda colaboración de este director con el tandem de guionistas Billy Wilder y Charles Brackett, tras la deliciosa comedia Medianoche (1939), y previa a ese formidable melodrama que es Si no amaneciera (1941). Aunque hay que reseñar que en este caso, la intervención del dueto guionista tuvo lugar cuando ya se habían realizado varios tratamientos del guión, en principio por el tandem de Benjamin Glazer y John S.Toddy (seudónimo del hungaro Hans Skezely), autores del argumento (que sería galardonado con el Oscar) y las aportaciones posteriores de otro tandem formado por Jacques Thery y Ketty Frings (que escribió la novela en la que se inspiraría Si no amaneciera). Wilder y Brackett fueron requeridos por la productora, tras los dos anteriores, para dar los toques definitivos, que afectaron sobre todo al tramo final de la historia, y en buena medida, por cuestión de actualidad, ya que la historia empezaba en 1939 tras finalizar la guerra civil española y terminaba con los caldeados acontecimientos del inicio de la segunda guerra mundial. Y algunos sucesos que acontecieron durante la producción fueron incluídos (como el hundimiento del Athenia o la firma del armisticio entre Francia y Alemania). El argumento de Arise my love de hecho estaba inspirado en un suceso real, el encarcelamiento en una prisión española del piloto estadounidense Harold Edward Dahl, que había apoyado al bando republicano en la Guerra Civil. Se dice que su esposa, cantante, solicitó ser recibida por Francisco Franco para rogar su vida. Dahl sería liberado en 1940 (entre 1938 y 1940 fueron liberados cerca de un centenar de norteamericanos que habían participado en la contienda en el bando republicano).

Arise my love se revela como un admirable modelo de cine comprometido, así como de afinado arte en la mezcla de géneros y tonos donde se combinan la comedia, la pura y arrolladora screwball comedy en estado de gracia, con el drama y la aventura. Si hay otra película semejante esa sería la magistral Erase una luna de miel (1942) de Leo MacCarey. El comienzo de la película es modélico: Un plano general en picado sobre el patio de la prisión de Burgos, en donde se disponen a fusilar a un colaboracionista norteamericano. La cámara realiza un travelling con grúa hasta acercarse a unas rejas a ras de suelo, y se encadena con un plano en la celda, en donde vemos al protagonista, Tom (Ray Milland), jugando a las cartas con un sacerdote español. El humor, o la falta de afectación, con que se toma la situación Tom contrasta con el desolado e impotente talante del sacerdote, y la fatal gravedad de lo que culmina fuera de campo ( hasta que vemos la sombra del fusilado caer junto a los barrotes de la celda). Esta mezcla de tonos y actitudes, o contraste entre circunstancia y actitud, marca el devenir de la película, desarrollada con mano maestra. Una cosa es la desapegada actitud vital y otra la indiferencia; la primera no va reñida con señalar con claridad la tragedia de unas circunstancias, sino que rehúye la afectación, y evidencia una firmeza de ánimo. El azar se personifica en la forma de una periodista norteamericana, Augusta (Claudette Colbert) que se hace pasar por su esposa, para asi liberarle, y de paso, conseguir un buen reportaje que logre librarla de seguir cubriendo noticias sobre moda (la liberación viene vía la firma de un papel en el que Tom jure que desentenderá de cualquier acción contra el Régimen). El ácido remate de la reunión, antes de que se marchen, es la asociación que Tom realiza al comandante entre el saludo de una rata, llamada Adolf, de la que le dice que se despida, y el saludo hitleriano (uno de los puntos delicados que la película tuvo que superar con la censura, ya que aún Estados Unidos no había decido intervenir en la guerra, y se cuidaban de no fueran demasiado airadas las invectivas contra el nazismo, ya que aún pretendían mantener cierta relación diplomática; el otro obstáculo que superaron con la censura era, como no, de índole sexual, cuando en la conversación que ambos mantienen en el avión, mientras son perseguidos por aviones españoles, ella alude a los alterados efectos que habrán tenido sobre él los diez meses en prisión de abstinencia).

La obra conjuga con maestría la definición de las circunstancias que se van creando alrededor (del forcejeo o pulso amoroso de ambos protagonistas), los albores de una guerra, con la invasión de Checoslovaquia, y después Polonia. Tom, en principio, es más que directo ( luego dirá que torpemente directo) cuando en el avión le dice que hay tres formas de cortejar a una mujer, una que tiene su culminación al de seis meses ( con el formal conducto de flores y otras ofrendas), otra a los tres ( a base de camaradería y complicidad), y otra de modo inmediato. Elipsis: Llega su tren a Paris, y apreciamos el huraño gesto de Tom, y un esparadrapo en su nariz (consecuencia del mordisco de ella tras su intento de besarla). El tramo de la película que acontece en París, sumamente inspirado, relata el nuevo acercamiento de Tom, recurriendo a los modos de las dos primeras formas de cortejo, y jugando con la estrategia de que ella le asesore sobre cómo debe actuar para seducir a una chica rumana que (supuestamente) le gusta, con la que (supuestamente) ha quedado para cenar, sin saber que ella sabe muy bien lo que él pretende, y que también le quiere como él a ella

El principal obstáculo para que su amor se materialice, y consolide, pese a que con su beso Augusta evidencia cómo le corresponde, es que ella tiene otras prioridades (el afianzamiento en su profesión). Ella no quiere que el amor la distraiga, o que se convierta en el principal foco de atención de su vida. Pero Tom no ceja, le dice que si cambia de opinión, en vez de escribir su artículo sobre él, la espera en el café Magenta, enfrente del hotel. Elipsis: Vemos el texto que Augusta comienza a escribir. Una frase dice: He's not exactly good looking ( él no es precisamente bien parecido). Tacha la palabra exactly, y debajo pone very (muy), pero la tacha también. Tacha la palabra not (el sentido de la frase ya es el opuesto), pero tacha definitivamente toda la frase. Una impecable manera de definir cómo se siente ella, y con qué encontradas emociones está dirimiendo. Por añadidura, vemos que a través del ventanal de su habitación se ve el rotulo del nombre del café. La aparición de su jefe, Philips ( excelente Walter Abel), parece que la salva de su dilema, cuando le dice que la han adjudicado la corresponsalía de Berlín. Claro que es en tres días cuando tiene que irse, y ella sabe que no resistirá ese tiempo sin dejarse llevar por sus sentimientos, así que le propone que se vaya a la mañana siguiente, pero no sólo eso, sino que le plantea si puede acompañarla esa noche en su habitación porque aquel rotulo del café no cesa de indicarle quién está al otro lado de la calle. Pero su jefe entiende otra cosa. Elipsis: Vemos en plano picado general cómo el jefe se dirige a la terraza de ese café, sentándose en la mesa al lado de la que ocupa Tom. Cambio a plano medio, en el que el jefe está sentado dando la espalda a la cámara. Tom le mira, y sus ojos se abren como platos, y con ironía pregunta si conoce a Augusta, corte a plano lateral del jefe, que contesta con acritud que cómo lo sabe, y en cuyo rostro apreciamos que lleva un esparadrapo en la nariz. Qué arte y qué ingenio. Qué vibrante modo de rconjugar un cine comprometido con el más agudo ingenio de la comedia. Y qué incisivo modo de reflejar cómo el amor se convierte tontamente en un campo de batalla por una cadena de equívocos, inseguridades, miedos y orgullos. Pero como indica su título, arise my love (elévate mi amor), la plegaria, basada en uno de los versículos de El cantar de los cantares, que Tom siempre decía antes de despegar su avión. Ambos personajes la aplicaran el uno con el otro para materializar su amor, y además, cuando ella la repite en la última secuencia, como gesto añadido de compromiso con las desoladoras circunstancias que vivían (al firmarse el armisticio entre Francia y Alemania, que implica una derrota). O la unión de amor combatiendo el fascismo. Comprometerse con el amor, y con la realidad, es elevarse.

lunes, 7 de noviembre de 2022

Hombres fatales. Metamorfosis del deseo masculino en la literatura y el cine (Acantilado), de Elisenda Julibert

 

La mujer fatal, en el imaginario colectivo, se convirtió en una convención, como un atributo que define a una actitud y conducta femenina. En particular asociado con el patrón icónico del film noir, aunque la figura de la mujer fatal fue generada en el siglo XIX, en los tiempos del Romanticismo, como la enésima metamorfosis de la misoginia. Era como otra bestia fantástica, aunque en un entorno cotidiano, con atributos pérfidos en sí misma. Estamos ante una mujer fatal cuando la historia de amor consiste en la paulatina degradación, hasta llegar a la abyección, del pobre enamorado. Quien ama se considera victimizado. Como tanta inercia en la categorización de nuestro imaginario cultural no se profundizó en el hecho de que el incremento de figuras que se podían catalogar como mujeres fatales en el cine estadounidense de la posguerra se debía en buena medida a la irrupción de la mujer en el escenario laboral durante la guerra debido a la ausencia de los hombres. La mujer se convertía también en un rival competitivo. Ya no estaba relegada al ámbito doméstico sino que era otra individualidad con un mismo rango de competidora. La inercia también determinó que se catalogara como mujeres fatales a personajes como Lulu, o figuras reales, como Lola Montes, cuando simplemente eran mujeres que actuaban acorde a lo que sentían y deseaban sin plegarse a la consigna de una distribución de roles. No degradaban a los hombres, eran estos los que proyectaban en ellas su frustración por el hecho de que no se plegaran a su voluntad. Ese enfoque es el que explora Elisenda Julibert en Hombres fatales. Metamorfosis del deseo masculino en la literatura y el cine (Acantilado). La supuesta fatalidad de todas esas mujeres imaginarias cuya cualidad específica parece ser destrozar a quienes las aman no sería entonces inherentes a ellas, sino el resultado inevitable de una determinada concepción del deseo, una de cuyas características es la de convertir a su objeto, la persona a la que se dice amar, en fetiche y, al fin, fatalmente en cadáver.

Las mujeres fatales son proyecciones de fantasmas masculinos, o su categorización como tales pone en evidencia las discapacidades emocionales de los hombres. Como bien expone en su análisis sobre el mito de Carmen, la creación de Prosper Merimeé. Carmen era una mujer que actuaba consecuentemente a lo que sentía y pensaba, y se expresaba sin restricciones. El enamorado, José, era alguien, en cambio, que no aceptaba esa voluntad indómita que no se pliega a la de otros, y como no encaja que no la corresponda en la misma medida, sino solo como una relación epicúrea sin otra transcendencia (romántica) su mente se desquicia y cortocircuita. Don José, por tanto, proyecta sus fantasías y temores, y sucumbe a la enajenación, esa que ha sido sublimada, como pasión, en el imaginario cultural, cuando no es sino un desquiciamiento emocional. La defensa del gran amor, eminentemente erótico, pasional, tumultuoso, novelesco, calamitoso, no sólo es igualmente estúpida, sino, además, atroz, como parece evidenciar la aventura de Madame Bovary. En el caso de la creación de Gustave Flaubert, su pasión no es solo una contraposición con respecto a una vivencia rutinaria de las emociones sino, sobre todo, un reflejo de ese desajuste con respecto a una dieta emocional que resulta insuficiente. La restricción se tornaba fuga en el desbocamiento. En el caso de Don José, su reacción enajenada evidencia sus taras o restricciones emocionales.

Don José, como el protagonista de Ese obscuro objeto del deseo, de Luís Buñuel, configuran a esa mujer que subliman, sea una mujer que expresa libremente sus deseos sexuales (Carmen) o una mujer que niega el deseo (Conchita). En Lolita, Vladimir Navokov plantea una crítica contra la mistificación amorosa. Desentraña el carácter grotesco de su pasión. Es la caricatura de la de quien pierde de vista la realidad y la tergiversa a su conveniencia, con los lamentables efectos que ello tiene en su vida y en la de quienes la rodean. Un estado de enajenación que, como los otros dos casos, fetichiza a la mujer. Es ante todo una representación. No se fundamenta la atracción, la pasión, en la sintonía. La mujer es un fetiche en su particular pantalla interior. Y debe ajustarse a su voluntad, necesidad y deseo. Es un soliloquio sentimental, como Elisenda Julibert también califica a la pasión del protagonista de La prisionera, de Marcel Proust. No puede asumir que sea una voluntad que sea admirada por otros, porque eso, según su inseguridad y temor, puede implicar, por extensión, que puede desear a otros. El ideal amoroso de Marcel es la quimérica posesión de la persona deseada, sólo puede sentirse plenamente satisfecho cuando Albertine queda reducida a <<pura función fisiológica>>. Cuando Albertine es una mujer que meramente duerme neutraliza la amenaza pero no satisface de todas maneras la sublimación amorosa porque es un mero objeto prisionero que ya no interactua. Simplemente, la ha apartado de la circulación del imprevisible escenario social. Su conversión en mera materia, cosa, evidencia su condición de mera representación. Es lo que representa para él. De alguna manera, convertirla en mero cautivo cuerpo letárgico, es también otra manera de hacerla desaparecer, como puede ser el asesinato de Carmen a manos de Don José.

Esas enajenaciones emocionales se han tipificado como ejemplos de pasión. Vivimos constreñidos por esos mitos ya que su asimilación traza los límites de nuestra experiencia de nuestros placeres y nuestros sufrimientos – y, en suma, la hace posible, pero tiene razón al señalar (Barthes) que a menudo el precio que pagamos es la <<prohibición absoluta de inventarse>>. No hay nada sublime en supuestas pasiones en las que los que dicen estar enamorados fundamentan su relación en la colisión de discusiones y discrepancias o se justifica el daño o el abuso en nombre un enamoramiento. Esa noción de la pasión amorosa solo refleja un desajuste o desquiciamiento, falta de inteligencia emocional. Del mismo modo, Julibert cuestiona que se haya convertido en principal referente de realización sexual el coito, o el genital como centro neurálgico, cual elemental proceso de descarga, como esas sublimaciones amorosas que desentraña parecen también meras descargas emocionales, en forma de bilis afectiva. No se sabe amar por lo que la figura supuestamente amada se convierte en cosa o representación sobre la que proyectar. No hay diálogo o interacción sino proyección. El amor es conversación y lo es tanto en términos de afinidad sensible e intelectiva como en forma de caricias. Elisenda Julibert cuestiona que tantas mujeres hayan terminado persuadidas de que el amor es un juego brutal de solitarios Minotauros encerrados en sus laberintos. Lo que no implica que haya que cosificar, como respuesta, a los hombres como seres fatales (si se califican de este modo en el libro es porque ellos, al proyectar y categorizar a una mujer como fatal, son realmente los que son fatales). En su último tramo analiza Con faldas y a lo loco (1959), de Billy Wilder, para reflejar cómo si puede haber dos trayectos bien diferentes. El del callejón sin salida lo encarna el personaje de Lemmon, que queda enmarañado en la tela arácnida de proyecciones o categorizaciones. En cambio, el hombre prototípico avasallador, cual toro (como señala el personaje de Marilyn Monroe que es el modo en que actúan muchos hombres), que encarna Tony Curtis, se transforma en alguien que no supedita a la mujer que le atrae a su propia fantasía o a la satisfacción de su demandante deseo, sino que modifica su actitud para ser alguien que satisface la voluntad singular de quien ama porque realmente sintoniza con ella.

miércoles, 12 de octubre de 2022

El apartamento

 

El apartamento (The apartment, 1960), de Billy Wilder, nos sitúa en el espacio de la ciudad empresa. CC Baxter (Jack Lemmon) trabaja en una compañía de seguros, Consolidated life. La empresa es definitoria por extensión de los atributos de esta sociedad moderna, de una civilización capitalista (dictadura económica) dominada y regida por el cálculo, la conveniencia y la instrumentalización. La oferta es la comodidad, la previsión y el control. El suministro de la ilusión de una vida que se siente consolidada. Un espacio público y privado dominado, protegido y funcional. Es el mundo de la programación y las estadísticas. Rinde pleitesía a la satisfacción de los conservadores y codiciosos instintos primarios, a la (auto)complacencia de una permanente disponibilidad (en el tener y el poseer: poder conseguir todo lo que se desee, y sin trabas: niños con grandes juguetes de exclusiva propiedad). Una ciudad narrativa definida por las líneas verticales, las del ascenso en la jerarquía y la detentación de los privilegios, que condicionan y definen las relaciones de dominio y subordinación, y las tramas paralelas, las de las líneas compartimentadas en la distribución del espacio público (funciones) y del espacio privado (doblez moral, el cultivo de la hipócrita imagen pública y las actividades clandestinas). Tanto en las relaciones en el ámbito laboral como en el privado las mujeres tienen una posición subordinada como funcional (dependiente de la voluntad o necesidad-capricho del hombre).

CC Baxter es un ser anónimo (su identidad es irrelevante, como la de tantos otros, cuya posición queda bien definida en la composición escenográfica del sobrehabitado espacio de su oficina; es un pobre diablo, como le define uno de los directivos). Es un amante de las estadísticas: él mismo es un número, una mesa en una sección de un departamento de un piso de un rascacielos. No tiene espacio propio (piso), o no en exclusividad, ni tiene mujer propia (está solo). Baxter cede la llave de su apartamento para el disfrute sexual de sus superiores en la empresa, mediante una minuciosa organización de horarios como si de institución escolar se tratara, para así lograr acceder a la consecución de la posesión un despacho propio y la correspondiente llave del lavabo de directivos. La cesión de una llave puede posibilitar la consecución de otra que dispone de atributos distintivos. La cesión del espacio propio puede posibilitar la consecución de un espacio propio, distintivo, en la empresa. Intercambios interesados, acuerdos tácitos, cláusulas de contrato: la llave para alcanzar la posición anhelada en la pirámide jerárquica. Se vende a sí mismo (su espacio íntimo), deja habitar y poseer su espacio propio, delega su vida (ya que otros disfrutan de lo que él no disfruta), para la consecución de una posición destacada en el espacio público, en la jerarquía laboral y económica (ser directivo es ser algo, y alguien, ya que tiene nombre en la puerta: la identidad es la posición).


Baxter es un hombre sensible. Es el único que se quita el sombrero (ante una mujer), cuando entra en el ascensor, como señala Fran (Shirley MacLaine). En la soledad de su hogar (de comida recalentada y raquetas de tenis que ejercen de colador), desea disfrutar con el melodrama Gran hotel (1932), de Edmund Goulding, antes que con los agitados westerns repletos de persecuciones, peleas y tiroteos (lo que el lugar común, respectivamente, identifica con las prioridades en los gustos de mujeres y hombres). Pero subordina su sensibilidad a las necesidades de ascenso (al fin y al cabo, lo que todos se ven impelidos a desear y necesitar). Ante los directivos actúa, siguiéndoles el juego, como si corroborara y compartiera su misma carencia de sensibilidad, sobre todo con respecto a cómo consideran a las mujeres (la adaptación es otra de las llaves: hay que actuar de acuerdo a un rol en un marcado escenario). Se adapta por interés y pusilanimidad. Como acepta que sus vecinos piensen que él es un conquistador sin escrúpulos que dispone de múltiples amantes. El patetismo de sus aspiraciones de ascenso socio laboral se condensa en ese bombín que se compra para portar cuando ya es ascendido y dispone de un despacho propio. Un fetiche de distinción, asociado con la estructura social clasista británica. Todo se reduce a una cuestión de clases, o posición, aunque en la sociedad estadounidense se suponga que no existen formalmente como en la británica.

La ironía punzante es que Fran, la mujer que Baxter ama anónimamente (ella no lo sabe), hace el amor en su piso, pero con otro: es la amante del presidente de su empresa, Sheldrake (Fred MacMurray). Fran es ascensorista, en mordaz correspondencia con los anhelos de ascenso de Baxter. Doble ironía que remarca la prostitución de su espacio íntimo y de sus sentimientos e ideales nobles en mor de su arribismo social. Un recurso dramatúrgico excepcional tanto en el orden narrativo como simbólico. La señalización del descubrimiento de esa realidad constituirá una crucial encrucijada en su proceso de toma de conciencia. Acontece en el ecuador de la narración. Un espejo roto supone la toma conciencia de Baxter. Para él supondrá la revelación de que la mujer de la que está enamorado es la amante de su jefe, aquel que representa sus aspiraciones laborales. Y la revelación a través de su propio reflejo quebrado de su propia condición (con el bombín como emblema de su presunción), ya que está posibilitando, por la cesión/prostitución de su piso, a que quien rige la empresa disfrute del amor con la mujer a la que aspiraba a disfrutarlo. Recuperar su propio espacio (ya no alquilable) supondrá renunciar a las aspiraciones arribistas. La dignidad es una cruda recompensa en un mundo cruel y beligerante (competitivo). El giro decisivo dramático acontecerá con el intento de suicidio de Fran en su apartamento la misma Nochebuena (correlato simbólico de la prostitución subordinada y suicida de la nobleza de Baxter: está matando lo mejor de sí mismo). Fran ha constatado que ella no era más que una mercancía de carne para Sheldrake, no más, un divertimento clandestino, una más en la circulación de amantes sucesivas, mientras Sheldrake mantiene la conveniente y publicitaria (en eufemismo, respetable) imagen social con la familia y sus atributos más convencionales dentro de un ámbito de privilegios y lujos: la realización material, la imagen moral (falaz). Sheldrake actúa como un resorte, ajustado a un instituido rol social, es decir, como se supone que debe actuar un hombre, como un buen vendedor para encandilar a su objeto de su deseo con ilusorias promesas, y así disfrutar de las aventuras a las que todo hombre debe aspirar (y no ser un Lord Fauntleroy, o pequeño Lord, como llama con desprecio un directivo a Baxter cuando éste alude admirativamente a la integridad de Fran por parecer ser una excepción al rechazar y no plegarse a los deseos de un directivo, como se supone que hacen todas aceptando unas consensuadas normas instituidas de intercambio; ellas pueden acceder a los privilegios pero de modo indirecto, aceptando satisfacer los deseos de los directivos).

El plano final con Baxter (Jack Lemmon) y Fran (Shirley MacLaine), jugando a las cartas, ha sido considerado como la consolidación de una amistad que no implica el cumplimiento de las expectativas amorosas de Baxter. Únicamente, la alianza de dos seres heridos pero renovados. Perspectiva que limita la amplitud de su significación. Resulta más sustancioso contemplarla como la culminación del proceso de sensibilización y discernimiento de Baxter, y como contrapunto simbólico de conducta masculina a la que se practica y reproduce en su contexto sociolaboral. En la convalecencia de Fran, tras su intento de suicidio por la decepción amorosa, Baxter se ha convertido en su mejor amigo, compañero incondicional y servicial, un hombre atento que la respeta y sirve de apoyo, y cuida solícitamente. La actitud de Baxter en el plano final (cuando ella sonríe, tras su declaración de amor, y le dice que no le diga más y reparta las cartas, sin declaraciones explicitas de correspondencia, aunque su sonrisa...) expone un respeto al hecho de que cicatricen las heridas de Fran, paciente, respetuoso, considerado, tierno y compañero. Es la oposición al comportamiento depredador, instrumental y capcioso que representaban los directivos de la empresa. Para los cuáles las mujeres eran subordinadas, cumpliendo una función, ya sea como esposas, amas del hogar, o como amantes, en cargos jerárquicos inferiores, como telefonistas o ascensoristas. Baxter, de este modo, es el triunfador moral, el hombre digno.

Sí, hay cierta tristeza en la conclusión (dos seres heridos, desamparados y en estado precario, sin trabajo por rebelarse al estado de cosas). Es un mundo en el que no hay recompensa para la bondad o la generosidad ni la entrega, pero aún así, en ese espacio de orfandad, irradia entre ellos dos una ilusión cálida, la consolidación de una sintonía. Es un vitamínico gesto el suyo, disidente, pero anómalo (ya que cuántos se atreven, aun hoy, a realizar un gesto de ese calibre que les sume en la precariedad, motivo por el que el mismo sistema económico laboral subista sesenta años después). Son dueños de sus actos, aunque se enfrenten a un futuro de incertidumbre e inseguridad, porque se han salido de la casilla asignada. Todo es posible en su futuro. Inclusive, que el amor fructifique entre ambos. Es un final suspenso, necesitado de un tránsito de recuperación. No cierra puertas. Fran no necesita las prisas sino recobrar la confianza. Necesita desintoxicarse (al fin y al cabo ¿de quién estaba (o creía estar) enamorada, de la singularidad de una persona o de una idea, por tanto de una proyección?). Ha dado un primer paso, dejando plantado a Sheldrake, y corriendo impulsiva y sonrientemente por la calle, para reunirse con su verdadero cómplice, Baxter. (tras saber que éste ha renunciado a su puesto de trabajo como asistente personal de Sheldrake y se ha negado explícitamente a ceder la llave de su piso para que Sheldrake pueda disfrutar de nuevo de los placeres carnales con Fran). Como le dice Fran a Baxter enviará una tarta a Sheldrake todas las Navidades (es una forma de decir que es una historia ya finita, por alusión a lo que le contó Baxter sobre la mujer, por la que estuvo a punto de suicidarse, que le envía tartas cada Navidad). Dejar las máscaras y las vendas implica reencontrarse y renovarse. Ambos han vivido un aprendizaje. Otra forma de mirar y mirarse, de descubrir al otro y a sí mismo, de descubrir lo que realmente tiene valor. Fran ha descubierto al hombre con atributos, honesto, Baxter, desechando a su reverso, el hombre de la máscara (de unas promesas artificiales, abono para una íntima necesidad de un elevado deseo de amor, que se revela fantasía, impostura, engañoso canto de un sireno) que representaba Sheldrake (la doblez hecha cuerpo). La dignidad en el amor está en una actitud. No en una figura fascinante detentadora de los atributos del poder y del triunfo. Baxter ha elegido el amor a la previsión y la codicia. Ambos han dejado de lado las idealizaciones fantasiosas (el arribismo laboral de él, las intoxicaciones de proyecciones sentimentales en falsos príncipes de ella), abiertos a las heridas del conocimiento. Un paso a la madurez en una nueva circunstancia vital definida por la incertidumbre, y la apuesta por los sentimientos nobles, por la propia autoestima y la consideración de la voluntad del otro. Sí, ambos jugarán a las cartas, que ahora reparte Baxter con su voz propia y consecuente con su nobleza recuperada. Son compañeros de apuesta y nueva travesía vital. Si el amor no crece aquí...


miércoles, 6 de julio de 2022

Odio en las entrañas

 

El héroe y el traidor, el hombre íntegro y el esbirro del sistema, pueden no sólo estar representados en dos figuras distintas, en el minero Kehoe (Sean Connery) y el detective, de la agencia Pinkerton, infiltrado entre los mineros bajo el nombre de McKenna, McParlan (Richard Harris), sino forcejear en un mismo personaje, y es lo que data de singular distinción al desarrollo dramático de Odio en las entrañas (The Molly Maguires, 1970), una de las grandes obras de Martin Ritt, junto a El espía que surgió del frío (1965) y Hombre (1967), cuya acción dramática transcurre en el entorno minero de Pensilvania, en 1876. McParlan es un complejo personaje, rebosante de contradicciones. Tomó la decisión de convertirse en esbirro del sistema, lo que es decir de quien domina el escenario social, laboral y económico, porque estaba harto de no tener nada en sus bolsillos, como de sentirse el último en la fila o de siempre mirar hacia arriba. Por eso, no cree que sea posible que Kehoe, y sus tres amigos, que conforman el grupo clandestino The Molly Maguires, bajo la apariencia legal de la organización fraternal católico irlandesa Antigua Orden de los Hiberniananos, logren sus propósitos de conseguir, con sus sabotajes y acciones violentas, unas mejores condiciones laborales para los mineros. Y no lo cree factible simplemente porque piensa que la dignidad no es algo al alcance de los pobres. La dignidad sólo se consigue pagándose. No cree que haya posibilidad de que fructifique la lucha contra las injusticias de un sistema que les oprime, sumiéndolos en la mirada encorvada y el silencio resignado del entumecimiento. Pero James no podrá evitar sentir simpatía por el último bastión de la integridad, encarnado en Kehoe, un hombre al que aún hierve la sangre ante la opresión, como tampoco podrá evitar enamorarse de Mary (Samantha Eggar), quien aún cree en los actos justos. Por eso, en ocasiones, tras que Kehoe y sus amigos superen sus dudas y le acepten como integrante de los Molly Maguires, intenta convencerles de que desistan en sus propósitos, o arriesga su vida para salvar la uno de ellos, Frazier (Art Lund), o participa con entusiasmo en la irrupción de Kehoe en el almacén para conseguir un digno atuendo para el fallecido padre de Mary, e, incluso,es quien inicia el proceso de destrucción del establecimiento. Gestos que delatan su simpatías. Durante la narración, repetidamente, bascula, por lo que suscita la duda sobre qué actitud se decantará ya que resulta manifiesto, por un lado, cómo se siente atraído por esa necesidad de un gesto disidente frente a un sistema que considera injusto aunque la derrota esté anunciada y, por otro, resulta patente su convicción con respecto a acomodarse a la pragmática de la supervivencia.

La magnífica Odio en las entrañas se basa en el libro Lament for the Molly Maguires, de Arthur H. Lewis, publicado en 1965. Tanto Ritt como el guionista, Walter Bernstein, fueron incluídos, en los primeros años de los cincuenta, en las listas negras que les impedían trabajar en Hollywood, en el caso de Bernstein, o en la televisión, en el caso de Ritt, por sus filiaciones o simpatías comunistas. Durante ocho años Bernstein tuvo que trabajar con seudónimo o usar a otro guionista como tapadera, experiencia que serviría de base para La tapadera (The front, 1976), de Ritt, quien durante cinco años no pudo conseguir trabajo en la televisión. Ya cuando comenzó a remitir la persecución inquisitorial pudo realizar su primera película como director, Donde la ciudad termina (Edge of the city, 1957), en la que reflejaba su experiencia a través de los conflictos laborales entre los trabajadores en los muelles. Ritt propuso a Connery que fuera el protagonista de Odio en las entrañas durante el rodaje, cuatro años antes, de Hombre, aprovechando que el actor visitaba a su esposa, Diane Cilento. Odio en las entrañas se estrenó el mismo año que la excepcional La hija de Ryan, de David lean, o que La vida privada de Sherlock Holmes, una de las mejores obras de Billy Wilder, y ninguna fue un éxito. Quizá obras fuera de su época por su sereno clasicismo que ponían en cuestión desde el interior de unas formas poco heterodoxas la posibilidad de la rebelión o de la materialización de los sueños por las miserias o incapacidades humanas. Y es que la heterodoxia más rigurosa no es la que hace alarde de ello. Ritt reconoció que su fracaso, tanto en taquilla como crítico, marcó de modo negativo el resto de su carrera. Connery fue declarado veneno para la taquilla en cualquier producción que no fuera dentro de la franquicia de James Bond, a la que tuvo que retornar al año siguiente. Aún su condición de estrella pudo propiciar la producción de la magistral La ofensa (1972), de Sidney Lumet. Pero su carrera entraría en fase de perfil bajo, aunque protagonizara una obra convertida en objeto de culto como la sobredimensionada El hombre que quería ser rey (1975), de John Huston, o excelentes como la minusvalorada Objetivo mortal (1982), de Richard Brooks. Recuperaría su estatus de estrella a finales de los ochenta, con En el nombre de la rosa (1986), de Jean Jacques Annaud y la mediocre Los intocables (1987), de Brian de Palma. Harris, que provee una de sus mejores interpretaciones, sino la más afinada, no había alcanzado ese estatus de estrella pero su carrera entraría en progresivo declive durante dos décadas, sobremanera en los ochenta, hasta que recuperó la consideración como actor de carácter con El prado (1990), de Jim Sheridan y Sin perdón (1992), de Clint Eastwood.

Odio en las entrañas se inicia con un dilatado movimiento de cámara en el exterior de la mina, y prosigue con una larga secuencia centrada en las actividades en el interior, y las maniobras de preparación de un sabotaje que culminará, cuando posteriormente, ya fuera de la mina, Kehoe salga también de plano, con una explosión. Casi un cuarto de hora de narración hasta que se escucha una línea de diálogo. Kehoe y sus amigos representan esa silenciosa actividad saboteadora e insurgente en un fuera de campo que el sistema pretende extirpar, ya que necesita una callada, por amordazada, sumisión, como bien refleja la primera ocasión en la que McParlan/McKenna hace cola para recibir su primer salario semanal, y es testigo impotente de cómo cualquier excusa, en relación a gastos de equipo, es válida para reducir su salario casi a la nada. Su contención, su silencio, es elocuente, porque, pese a que sea un infiltrado cuya misión es descubrir quiénes componen The molly maguires, la sensibilidad ética aún pervive en él. Esa expresión ya apuntala que no es solo un hombre cínico que va a cumplir un cometido asignado, y anticipa esas contradicciones que definirán sus acciones a medida que se vaya involucrando en ese entorno, afianzando su amistad con Kehoe y enamorándose de Mary. Han sido numerosas las obras sobre agentes infiltrados, en especial en film noirs o thrillers. Hay casos, como en la notable Donnie Brasco (1997), de Mike Newell, en los que el infiltrado crearará también un lazo afectivo y cómplice. En el caso de la película de Newell, el agente infiltrado Joseph Pistone (Johnny Depp), que usa el nombre Donnie Brasco como tapadera, se cuestionará su mismo trabajo y se sentirá responsable de las consecuencias que su labor va a tener en aquel con quien había creado un lazo de amistad, Lefty (Al Pacino), el hombre que le respaldó para que lograra integrarse en la organización gangsteril. En Odio en las entrañas, McParlan no cuestionará su labor, o no sufrirá esa crisis, aunque por momentos intente que renuncien a sus propósitos. Quiere mantener ese lazo afectivo que ha creado sin que quede dañado por su intervención de infiltrado. Pero la persistencia en sus insurgentes acciones saboteadoras, en su irreductible compromiso ético combativo, determinará que McParlan deba tomar partido, y su opción no será la integridad, que considera como vía al fracaso y las privaciones, sino la supervivencia que comporta disfrute de privilegios.

Odio en las entrañas destaca por sus bellas composiciones de cariz pictórico, obra de James Wong Howe, por la afinada combinación de texturas de colores de los decorados, materia ambiental y vestuario, como si los personajes fueran emanaciones de ese mismo entorno (y los hogares brotaran del barro). Cuerpos, objetos o los despojados interiores de las casas están entrelazados como si fueran componentes de un organismo. McParlan/McKenna es un intruso, un cuerpo extraño que disimula su naturaleza, a diferencia de quienes representan la opresión, los policías uniformados al mando del capitán Davies (Frank Finlay). Pese a su decisión de convertirse en traidor, o de apostar por su condición de hombre subordinado o esbirro del sistema, aun espera que Mary priorice su amor. Pero para ella, que ha estado esperando abandonar el cautiverio de ese modo de vida definido por las privaciones, hay un límite que no puede traspasar. Se puede soportar el peso de lo que representan las manchas de hollín en los cuerpos de los mineros, pero no la mancha de una traición que representa la degradación de la integridad en favor de la supervivencia. Para McParlan la supervivencia, la vivencia en unas condiciones materiales dignas, justifica cualquier acción por indigna e indecente que sea en términos éticos. Para Mary no. McParlan aún buscará en Kehoe, en su celda, como quien intenta rebañar un residuo de integridad, el resquicio de ese lazo auténtico que se creó entre ambos, pero McParlan ya no es McKenna para Kehoe. Ha muerto como morirá Kehoe en la horca que prueban en el patio mientras McParlan cruza a su lado para abandonar el plano, como Kehoe tras la primera explosión. El fuera de campo que representa (la acción de) McParlan, o el sistema al que sirve, es el que domina el escenario de realidad.