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domingo, 23 de febrero de 2020

Testigo de un crimen

Testigo de un crimen (Eyewitness, 1957), de Muriel Box, podría enfocarse como la tenebrosa pesadilla, o el siniestro reflejo, de una acre discusión marital que hace tambalear la estabilidad de la relación. El conflicto inicial doméstico es un conflicto de lo más corriente: las discrepancias sobre el planteamiento de economía doméstica, y sus priorizaciones, se amplían a los respectivos enfoques sobre otras priorizaciones, el propio ego o la consideración del otro. Jay (Michael Craig) compra una televisión sin tener en consideración la opinión de su esposa, Lucy (Muriel Pavlow), quien, molesta por esa falta de detalle, disiente también con respecto su pertinencia. Considera que es otro gasto que hipoteca su vida. Otro derroche que se preocupa de la propia película/ilusión sin tener en cuenta la trama de la realidad (cómo les va ahogar con la suma de compras a plazos: es una trampa a plazos). Jay, por otra parte, como extensión de la priorización de su capricho, también subordina sus decisiones a su imagen. Cuando ella insiste en que devuelva la televisión, Jay se niega por la imagen que proyectara por cambiar de decisión. La discusión llega a un punto de no retorno, porque nadie cede. Lucy opta por marcharse del hogar. Establece un ultimátum, es ella o el televisor (por lo que representa la decisión de mantenerlo en el hogar). A partir de ahí se inicia la siniestra pesadilla que conmociona sus vidas, lo anómalo irrumpe y pone en peligro la vida de Lucy, como su relación marital se encuentra en un punto de peligro en el que amenaza la disolución. Lucy será testigo de un robo. Perseguida por uno de los dos ladrones, será atropellada por un autobús, lo que le causa una conmoción cerebral. El relato se centrará en los intentos de acceso al hospital, donde ella es registrada inconsciente (y sin identificar), por parte de los dos ladrones para eliminar a la testigo de su infracción.
Una infracción equiparable a la del marido. Al respecto es sugerente la caracterización de ambos ladrones. Wade (Donald Sinden), sin escrúpulo alguno, a diferencia de Barney (Nigel Stock), quien, significativamente, necesita un aparato de sordera. Parecieran representar el rechazo, insensible, que ha sentido por parte de su marido, por importarle más lo que piensen los demás que lo que piense ella, y su negativa a escucharla, a tener en consideración su punto de vista, como si ella fuera un mueble más, como el televisor, al que, incluso, parece preferir. De alguna manera el relato parece la película que se genera en su cabeza, mientras yace inconsciente en la cama del hospital, el forcejeo de sus emociones, ya que, por añadidura, como contrapunto de los intentos de acceso de los ladrones, sobre todo de Wade, se relata la consolidación, o el establecimiento de cimientos de una relación marital, entre la enfermera, Penny (Belinda Lee) y su novio, un militar al que destinan a otro país, lo que implicaría una separación de un par de años. Durante esa noche sellan su amor y proyectan una vida en común. Una relación nace y se afianza, mientras intentan matarla, como ella parece sentir que, con esa acre discusión, se ha herido gravemente al amor, agriado, y sustraído, por el capricho y la pragmática del ego, la vertiente sórdida de la realidad a ras de suelo que desfigura la ilusión amorosa.
Es un planteamiento, o doble capa de relato, por un lado la peripecia externa y por otro sus implicaciones simbólicas o metafóricas, que utilizaba con particular ingenio Alfred Hitchcock, caso de La ventana indiscreta (1954), o hará David Fincher en La habitación del pánico (2002), con la equiparación de los ladrones como reflejos de las emociones en conflicto del personaje principal femenino. No hace falta evidenciar qué es real o qué es sueño e imaginación, es la construcción en capas del relato. Muriel Box orquesta con habilidad, durante su media hora final, la tensión de la peripecia externa, el progresivo asedio por parte de Wade para intentar matarla, sin que ella lo sepa, porque yace inconsciente, y en paralelo, el desconcierto del marido, que comienza a sentirse culpable, y decide averiguar si quizá su esposa haya podido sufrir un accidente, por lo que se acerca a una comisaría, es decir, vuelve a preocuparse por su esposa, más que de sí mismo (como quien apaga la pantalla de su ego; como él apaga el televisor antes de ponerse en marcha y salir al exterior en su búsqueda). El eficaz guión, que sabe jugar con figuras secundarias (el marido que ronda el hospital mientras nervioso espera el primer parto de su esposa; la paciente anciana a la que cuestionan sus reiteradas observaciones de que hay un hombre al acecho que quiere entrar en la sala), es de Janet Green, que parte de un argumento propio, como también, a excepción de la interesante The long arm (1957), de Charles Frend, en otros sugerentes previos relatos criminales, como Trágica obsesión (1950), de Ralph Thomas o Secuestro en Londres (1956), de Guy Green, su primer marido, o posteriormente en Crimen al atardecer (1959), de Basil Dearden. Con su segundo marido, John McCormick, escribiría los guiones de la excelente Víctima (1961) y Vida de Ruth (1962), ambos de Basil Dearden, y la magnífica Siete mujeres (1966), de John Ford.

sábado, 11 de noviembre de 2017

El faro azul

La vida se ha convertido en una carrera de galgos. Se ha dado un pistoletazo de salida, y no puedes dejar de correr para alcanzar, antes que los otros, el escaso trozo de cielo que queda entre las ruinas. Destaca un detalle singular en las secuencias que tienen lugar en las estancias policiales de 'El faro azul' (The blue lamp, 1950), de Basil Dearden, una producción de la Ealing con guión de T.E.B Clarke, y diálogos adicionales de Alexander MacKendrick: Unos recurrentes ladridos de perro en la distancia, en el fuera de campo. La secuencia final, el climax, aquella en la que los policías, ayudados por los apostadores, atrapan al asesino de un policía, tiene lugar en un canódromo; antecedente, por otro lado, de otra excelente secuencia en un escenario de competición, en 'Chantaje de una mujer' (1962), de Blake Edwards. En cierta secuencia, una anciana mujer denuncia la desaparición de su perro, aunque se muestra imprecisa a la hora de describir sus características, y definir su edad, cuando lo llevó a su casa. Quizá reflejo de cómo aún se sentía el país, como si tras la guerra aún no hubiera afrontado sus ruinas, sus heridas, y aún no lograra cimentar su reconstrucción (incluso moral), en un edificio en el que aún se notaban muchas vías de agua, de criminalidad que se aprovechaba de esa realidad aún no parcheada, con la que traficaba, o que era reflejo de una supuración, de una falta de horizonte. Esa realidad quebrada se refleja en los espacios arrumbados, como el lugar donde encuentran la pistola del asesinato, y donde juegan, significativamente, unos niños.
Esos detalles son sutiles fugas o fisuras en la narración, cuya superficie puede parecer más convencional de lo que realmente es, aunque parezca una apología de las fuerzas del orden, o de su necesidad, ya que la voz en off que introduce la narración apunta que hace falta más policía (como si la realidad se estuviera desmoronando y se necesitara quienes la apuntalaran firme). La estructura narrativa adopta los modos del 'policiaco procedural', o el thriller colindando con el realismo social, la ficción entreverándose con ciertos recursos documentales: el rugoso realismo de las localizaciones, un protagonismo diversificado, y la atención a unos modos de investigación, presentes en producciones estadounidenses como 'La casa de la calle 42' (1945), de Henry Hathaway. 'La brigada suicida' (1947) de Anthony Mann o 'La ciudad desnuda' (1947), de Jules Dassin. De hecho, la película propició una serie de estas características': Dixon of Dock Green' (1955-1976), protagonizada por uno de sus personajes protagonistas, Dixon (Jack Warner).
Por centrarse en los policías uniformados, en este caso los 'coppers', también puede contemplarse 'El faro azul' como un antecedente de la magnífica 'Los nuevos centuriones' (1972), de Richard Fleischer, aunque sin la amargura y nihilismo de esta. Hay un veterano, como allí el personaje de George C Scott, aquí Dixon (que intenta dilucidar si acepta el retiro o pide una prorroga de cinco años), y hay un joven que se inicia, allí el encarnado por Stacy Keach, aquí Mitchell (Jimmy Hanley), al que el primero incluso aposenta en su hogar. En ambos casos el veterano muere a mitad de la narración, en el caso de la obra de Fleischer reflejo de una incapacidad de habitar la vida más allá del uniforme, una desorientación vital que se convertía en lacerante reflejo de una sociedad de cimientos inestables (aquellos que protegen, no saben protegerse a sí mismos, extraviados cuando tienen que enfrentarse a sí mismos, en el espacio íntimo). En 'Los nuevos centuriones' se incide en un interior quebrado, en 'El faro azul' en una realidad agrietada, ruinosa, que puede derrumbarse bajo tus pies. Se refleja cómo una voluntad protectora, entregada, se ve demolida por el rostro de una juventud que no sabe en qué pantalla de la vida mirar, como quien está cegado por el proyector, y sólo busca beneficiarse mientras dura el espectáculo porque éste tiene fecha de caducidad. No deja de ser significativo que ese enfrentamiento tenga lugar en el hall de una sala de cine.
Ese rostro es otro de los aspectos más logrados de 'El faro azul', el de Riley (Dirk Bogarde), una presencia siniestra, diferente, por más escurridiza e indefinible, pero igual de efectiva, que la de Richard Attenborough en la también espléndida 'Brighton Rock' (1947), de John Boulting. Riley es alguien que en algún momento dijo no, como esa niña que encuentra la pistola con la que ha cometido el crimen, y no deja de responder no a todas las preguntas que le hace la policía, hasta que explicita que su padre le ha enseñado que hay que desconfiar de la policía. Quizá algo parecido le ocurrió a Riley, pero él se guardó la pistola, y se convirtió en una sombra incendiada, que sólo podía apagarse si se conjugaba la unión, la colaboración de los que están a un lado y otro de la ley, el único modo de edificar una reconstrucción en vez de que las ruinas se convirtieran en imprevisibles arenas movedizas.

martes, 24 de octubre de 2017

La colina

Sidney Lumet fue uno de los más agudos diseccionadores de las instituciones (de realidad). En especial, la judicial y la policial, pero también la política (Punto límite, Power), la educacional (Perversión en las aulas), los medios de comunicación (Network), o la célula social básica, la familia, enfocada o desentrañada desde la anomalía circunstancial (Un lugar en ninguna parte) o dedicacional, en la legalidad o ilegalidad (Negocios de familia, Antes de que el diablo sepa que has muerto). Con 'La colina' (The Hill, 1965), que pudo hacerse gracias a la condición de actor más taquillero del momento de Sean Connery, realiza una de las más feroces disecciones de los sinsentidos del estamento militar, con aún más descarnada contundencia que otra producción británica del año anterior, la notable 'Rey y patria' (1964), de Joseph Losey. ‘La colina’ es además una de las más destacables obras dentro del subgénero carcelario. Dentro del género bélico abundan las obras situadas en campos de concentración o de prisioneros: 'La gran evasión' (1963), de John Sturges, 'The Colditz story' (1955), de Guy Hamilton, 'King rat' (1965), de Bryan Forbes, 'El traidor está entre nosotros' (1959), de Don Chaffey, 'Corazón cautivo' (1946), de Basil Dearden, 'El puente sobre el río Kwai' (1957), de David Lean, 'Traidor en el infierno' (1953), de Billy Wilder, 'Feliz navidad, Mr Lawrence' (1983), 'La gran ilusión (1937), de Jean Renoir, 'Regresaron tres' (1950), de Jean Negulesco o 'The wooden horse' (1950), de Jack Lee, entre muchas otras. Vectores fundamentales suelen ser la resistencia y la capacidad de adaptación, es decir, la supervivencia (que puede derivar en casos extremos como el cinismo, como en las películas de Wilder o Forbes, o la enajenación, como en la obra de Lean). En general, la fuga, de modo puntual o central de la narración, es un propósito fundamental. En 'La colina', es la opresión o anulación del prisionero, y la resistencia y sublevación de éste, lo que centra la atención dramática. No es en este caso un campo de prisioneros, sino una prisión militar. Los carceleros pertenecen al mismo bando.
La acción tiene lugar en una prisión militar británica en Libia (aunque el rodaje tuvo en las dunas de Cabo de Gata, en Almeria) , durante la segunda guerra mundial. La colina en cuestión, es utilizada como correctivo y castigo: ordenan a los soldados subirla y bajarla repetidas veces: es como la piedra de Sísifo a la que se enfrentan con la rígida e inflexible condición del estamento militar, esa que no admite las réplicas ni los cuestionamientos, sino la aceptación de las ordenes, aunque se consideren inconsistentes, o aunque incluso vayan a conducir inevitablemente a la muerte a los soldados (subordinados). Por eso, el principal objetivo de vejación será Roberts (Sean Connery), porque realizó el más infame sacrilegio para la rígida mentalidad militar: No sólo se negó a cumplir la orden requerida, porque pensaba que conduciría inevitablemente a la muerte de los soldados, sino que incluso golpeó a su superior. Se negó a cumplir su ‘papel’, su función, en la jerarquía. Por eso, ya degradado de su rango de sargento mayor, es uno de los cinco hombres que llegan a este campo de concentración (los otros por desertar, robar, comerciar o meterse en broncas) como nuevos prisioneros.
'La colina' se inicia con un imponente primer plano secuencia, de lo más elocuente, que comienza desde lo alto de esa ‘colina’, en la que cae un hombre exhausto. La cámara retrocede, a la par que abre campo, para mostrarnos no sólo el escenario en el que va transcurrir la acción, sino que define cómo la parte, la colina, define al todo, la prisión militar, pero también el sumidero de la mentalidad militar, el del abuso de poder. Este escenario tiene un ‘señor feudal’, un dominador, el sargento mayor Wilson (magnífico Harry Andrews), quien se aprovecha de la indiferencia del pusilánime comandante (que prefiere dedicarse a los placeres epicúreos con prostitutas) y la negligencia y dejadez del médico (Michael Redgrave), quien dictamina el estado de salud de los soldados tras meramente ordenarles que se quiten los calzones. Roberts se convertirá en la bestia negra, en primer lugar, de Wilson, porque es como su reverso, aquel que ha ‘blasfemado’ contra el orden establecido, que se ha atrevido a enfrentarse, de modo ‘directo’ a sus superiores (cuando lo que Wilson hace es aprovecharse de las ‘debilidades’ de sus superiores para implantar su orden), lo que implica ‘negación’ de un orden. Y, en segundo lugar, de quien establece con él un sórdido y callado pulso de poder en este escenario, el recién llegado sargento Williams (soberbio Ian Hendry; al principio, su rostro indiscernible, semioculto tras la gorra, como el ser sin atributos que aspira a ser el dueño y señor del escenario), quien se cebará con el quinteto en una sucesión de ordenes crueles, entre ellas, claro, ascender la colina repetidamente. Sintiéndose incapaz de imponerse a Roberts, se desahoga, o transfiere esa frustración, sobre el componente o eslabón más débil, Stevens (Alfred Lynch), hasta conseguir llevarle al colapso físico, por fatiga crónica, y por tanto, la muerte. Esa enajenada ansia de Williams, tanto de autoafirmarse como de dominar el escenario, se refleja tanto en su ascenso a la colina en plena noche, como en el duelo de borrachera que establece con su superior, Wilson.
Además, en los dardos afilados de esta áspera crítica, también se deja en evidencia la ruindad de las actitudes tanto homófobas ( las calificaciones hacia Stevens de afeminado, o la alusión ‘despectiva’ de que es gay, aunque este diga que está casado; de hecho, desertó porque ansiaba estar con su esposa), o xenófobas, con el soldado King (Ossie Davies) por ser negro, quien tras sufrir repetidos desprecios, pero no dejándose amilanar, responde con el reflejo distorsionado del absurdo, con la conducta del 'loco', la negación completa de un escenario y su dramaturgia: se desprende de su uniforme, y se desplaza en calzoncillos por la prisión, actuando como ese primate con el que le asocian por ser negro, sin ya marcar el paso impuesto, sino asumiendo el ‘discurso del loco’ como negación disidente.En ‘La colina’, con guión de Ray Rigby, que adapta la obra teatral que escribió junto a R.S Allen, no se incurre en gravitar meramente alrededor de su afilado discurso gracias una áspera narrativa, opresiva (con una gama de grises quemados cortesía de Oswald Morris), en la que casi no deja respirar el aire, como Lumet había logrado en sus dos también magníficas previas obras, ‘El prestamista’ (1964) y ‘Punto límite’ (1964).
El maniqueísmo también se rehúye: hay un oficial que pone en cuestión ese abuso de poder, el sargento Harris (Ian Bannen), como entre los ‘oprimidos’ también se manifiesta el cerrilismo servil y la mezquindad, caso del cabeza cuadrada de McGrath (Jack Watson), enemistado con Roberts, aunque evoluciona, a diferencia del esquinado Bartlett (Roy Kinnear), que nunca quiere meterse en problemas con nadie (pero trafica con lo que sea) y que suelta una aberrante disertación sobre la inferioridad de los negros con respecto a los blancos. Seguramente en su momento debió ser un choque encontrarse con un emblema del orden, James Bond, convertido en un personaje que se enfrenta al estamento y a la autoridad. La película no funcionó en taquilla como las del agente 007. Connery consideraba a Lumet como su director predilecto entre aquellos con los que trabajó. Colaboró con él en tres ocasiones más. Dos comparten el atraco como coordenada narrativa, las estimables 'Supergolpe en Manhattan' (1971) y 'Negocios de familia' (1989). Siete años después, en su tercera colaboración juntos, Lumet y Connery realizaron en Gran Bretaña otra feroz disección del trastorno de otra institución, la policial, en la excepcional ‘La ofensa’ (1972), una de las mejores obras de esa década. Ambas, por otro lado, desoladoras, sin dejar resquicio para un rastro de luz. Pero realizadas con la rabia del puño cerrado que desafía a los cielos de raíces podridas.

domingo, 12 de junio de 2016

Las 15 mejores películas de atracos

Un día como hoy hace 60 años tuvo lugar la premiere de 'Atraco perfecto' (1956), de Stanley Kubrick, un título que conforma parte de la mítica del cine, y modelo referencial de un subgénero, el de las películas de atracos. Aunque la celebración u homenaje se combine con el sacrilegio, ya quemi opinión difiere al respecto. No me parece ni de lejos entre las más destacadas de tal subgénero, como no me parece que posea cualidades excepcionales, extendible la mayor parte del cine de Kubrick, ejemplo de cineasta sobredimensionado. No deja de ser otro ejemplo de su tendencia al trazo grueso y al subrayado (con uno de los finales más ridículos que he visto). Pero la mítica y la historia del cine está hecha en buena medida de lugares comunes, o de criterios heredados como evangelios. Se instituyó como despedida y cierre del film noir 'Sed de mal' (1958), de Orson Welles, cuando al año siguiente se realizó otro noir de pareja cualidad y rotundidad, dirigida por un cineasta sin la vitola de genio de Welles (y Kubrick), pero proporcionalmente con más número de obras destacadas en su filmografia, Robert Wise. Y esa película, 'Apuestas contra el mañana', sí es una de las grandes obras del subgénero de atracos y del noir. Siempre me ha parecido que las obras centradas en atracos tienen un particular encanto. Como las centradas en fugas de prisión, con las que pueden equipararse, simbólica o poéticamente hablando (desafíos a un sistema, la transgresión de la represiva, cuadriculada y discriminatoria ley/sociedad), así como en modos de construir el relato, y en la trama de ideas: La minuciosa planificación, la necesidad, el destino y el azar, el contraste entre la idea y la materialización, entre el cálculo y los imprevistos y accidentes. En cuanto a las películas de atracos, de robos (planificados), las hay en los que estos componentes adquieren una sustanciosa condición alegórica o abstracta, o sirven, de refilón o de modo más directo, como comentario sobre unas circunstancias sociales y económicas (hay atracos legitimados por cómo está estructurada la 'sociedad del bienestar') determinantes en las elecciones tomadas por los personajes: Frustrarse o tomar las cosas por la vía rápida de un atraco.
Componen estas películas un particular subgénero, inscritas dentro de géneros más codificados como el thriller o el film noir, e, incluso, el western ('Cielo amarillo', 1948, 'El rostro impenetrable', 1960, 'Grupo salvaje', 1969), el bélico ('Tres reyes', 1999, 'Los violentos de Kelly, 1971), la ciencia ficción ('Origen', 2010), o la comedia ('El honrado gremio del robo, 1962). En ocasiones, tras una sintética presentación de participantes y exposición del plan y objetivo, los atracos son realizados ya en el primer acto, desarrollándose después la fuga o búsqueda, según la perspectiva, ya sea de los ladrones o policías, u otras situaciones fruto de lo imprevisto ('Atraco al furgón blindado', 1951, 'La huida', 1972, 'Diamantes al rojo vivo',1972, 'Antes de que el diablo sepas que has muerto', 2007, o 'El quinteto de la muerte', 1955) En otras seguimos minuciosamente tanto la preparación o elaboración del plan en los dos primeros tercios ( que comporta también la detallada presentación de cada integrante del equipo de atracadores), como la misma ejecución del atraco y su resolución ya sea positiva o frustrada ( 'Robo del banco de inglaterra', 1960, 'Ocean's eleven', 2001, 'Circulo rojo', 1971, 'La jungla de asfalto', 1951, 'Apuestas contra el mañana', 1959 'Bob el jugador, 1955, o 'Rufufú', 1958) En algunos de estos casos hay un tercer acto, más o menos alargado, que gira alrededor de conflictos o complicaciones posteriores, a veces entre los propios cómplices, en otras por trastornos del azar ('Rififi', 1955, 'Dolares', 1971, 'Oro en barras', 1951,'El último refugio', 1941, 'El último golpe', 2002, 'El abrazo de la muerte', 1949, o de modo más heterodoxo, dada su construcción narrativa, 'Forajidos', 1946).
Hay obras centradas en ladrones o atracadores de bancos, delincuentes habituales, contemporáneos, o forajidos en los westerns ('Grupo salvaje', 1969, 'Bonnie and Clyde', 1967), 'El demonio de las armas', 1950, 'Tierra de audaces', 1939), 'Normal life', 1998, 'Los amantes de la noche', 1949, 'Heat', 1995) O en el duelo entre atracadores, que retienen rehenes, y la policía y sus estrategias de negociación ('Tarde de Perros', 1975, o 'Plan oculto', 2006). O las hay centradas en las consecuencias de un atraco: 'No toqueis la pasta', 1954), o casi todo el relato de 'Reservoir dogs', 1992), cuyo atraco es eliptizado (como uno de los dos en 'Los amantes de la noche; el otro se planifica desde la perspectiva del conductor que espera) Hay películas en las que son pasajes episódicos, caso de 'Arizona baby', 1988, 'El criminal', 1960, o 'Camino a Perdición', 2002 (una brillante sucesión de atracos encadenada mediante travellings). O, aunque sean cruciales por lo que condicionan a los protagonistas, porque es un avatar argumental puntual, caso de 'Sólo se vive una vez', 1937 o 'Falso culpable', 1956, en la que el azar o la fatalidad determina que ambos protagonistas sean confundidos con sendos atracadores. En la selección antológica que realizo, están todos los que son, pero no todos los que están, porque sino podría ser una selección muy prolija. He intentado que representen las variadas líneas de este subgénero.
Forajidos. El atraco es narrado en un prodigioso plano secuencia, con grúa, que 'registra' cual ojo en las alturas (acorde al relato de la crónica del suceso leído en un periódico) las evoluciones de los atracadores, desde que entran hasta que salen y huyen tras haber culminado su robo. 'Robert Wise' (1946), de Robert Siodmak es es una de las cumbres del film noir. El guión de Anthony Veiller y John Huston adapta y amplía un breve relato de Ernest Hemingway, que estaba circunscrito a la situación inicial de la llegada de los asesinos que pretenden a a asesinar a El Sueco (Burt Lancaster). Una estructura con reminiscencias de Ciudadano Kane, incluido objetos con enigma ( el trineo aquí es un pañuelo con lira irlandesa), pero desarrollada con más rigor y complejidad. Una narración vertebrada a través de la encuesta realizada por un agente de seguros, que alterna diferentes flashbacks que nos harán entender no sólo por qué querían matar a El Sueco, sino por qué este se dejó matar. Lo primero está relacionado con el atraco en el que formó parte, lo segundo tiene que ver con la decepción amorosa que le convirtió en una sombra tan desesperada como ya resignada a la muerte. No faltan las secuencias que narran la preparación del plan y el reclutamiento de los integrantes de la banda, así como posteriores enfrentamientos para quedarse con el botín en una maraña de traiciones y falsas apariencias. El Sueco, el hombre que había triunfado en el ring, perderá por completo KO técnico en las lides sentimentales. El hombre que no había dudado en corromperse para enriquecerse con los combates, ve cómo es degradado por aquella en quien había depositado sus sentimientos más nobles. Por eso permite su muerte, porque ya era un espectro en vida.
Los amantes de la noche. 'Los amantes de la noche' (1949), de Nicholas Ray, está tramada, y protagonizada, por el aliento del 'outsider', del que está, o se siente o se queda 'fuera', inclusive, al margen de la ley, como es el caso de Bowie (Farley Granger), quien, a sus 23 años, acaba de fugarse de la cárcel, a la que fue condenado por matar siete años atrás. Junto a sus dos compañeros de fuga, Chicamaw (Howard Silva) y T-Dub (Jay C Flippen), se dedicará a lo único que parece puede hacer (¿qué conoce en los márgenes?), atracar bancos. En su camino se cruza Keechie (Cathy O'Donnell, con la que formará pareja en otra excelente obra, de 1950, 'Side street' de Anthony Mann), y entre ambos surge el amor; Keechie representa el hogar, la raíz, y a la vez representa la fuga de una vida marcada, condenado por la sociedad y por un absurdo azar: creen que él es el cabecilla de la banda de atracadores, cuando no hace más que conducir el coche. Se convierte en todo un enemigo público, cuando él, como Keechie, son dos jóvenes que anhelan ante todo realizar y vivir su amor, vivir una vida tranquila, salir de esos márgenes de la ley, y de la precariedad, dejar de ser criaturas que viven en la noche (they live by night es el título original) porque son proscritos, fugitivos; esa sensación de impetuosa fuga en precipitación se palpa desde las primeras imágenes, el plano de la furgoneta en la que van los tres fugados ( rodado desde un helicóptero; fue la primera vez que se rodó de este modo un plano que no fuera sólo el de un paisaje). Se pueden percibir ecos de la magistral 'Sólo se vive una vez' (1937), de Fritz Lang, tanto en su tratamiento naturalista y contextualizador de la figura del delincuente (no es un delincuente, es alguien corriente que se encuentra atrapado en circunstancias excepcionales, ejerciendo la delincuencia, por desesperación y necesidad), como en el aliento romántico (la unión amorosa de una pareja frente a un mundo en oposición), aunque la de Ray no sea tan tenebrosa y descarnada en su visión de la mezquindad de una sociedad que estigmatiza y es incapaz de dar una nueva oportunidad de reintegrarse en la sociedad, ni tan nihilista en su fatalismo (el destino es caprichoso y hasta cruel).
El demonio de las armas. El demonio de las armas (1950), de Joseph H Lewis. Si no puedes conseguir lo que deseas, ¿por qué no quebrar el cristal que se interpone entre tu deseo y el objeto de tu anhelo? Si se establecen unos límites que cercan y condicionan la satisfacción de tu deseo ¿por qué no traspasar esos límites impuestos? Pero ¿la realización no arrastrará consigo también la posibilidad del fantasma del abismo? Disponer del arma implica poder disponer de balas. Laurie no quiere vivir como muchos, como el común de los mortales, hipotecando el presente con trabajos de mera supervivencia sin disfrutar de la vida. Por eso, decide tomar por la fuerza lo que la sociedad exige tomar en muy pequeñas dosis. Decide atracar bancos. Pero esa decisión comporta sus correspondientes conflictos. No en Anne, al fin y al cabo la inductora, la que no quiere aceptar las reglas del juego que establece la sociedad, por eso opta por saltar la banca. Pero sí en quien acepta su decisión porque la ama, Bart. De algún modo, Anna es su ángel tenebroso. Es la realización de su sueño y sus sombras. Del mismo modo que se sentía incómodo con su uniforme de realidad convencional (mero instructor de armas), también con el de su condición de fuera de la ley: utilizan disfraces en varios atracos, y en una de ellos debe vestirse con uniforme militar: Bart expresa cómo se siente incómodo con ese uniforme, aunque fuera antes militar, 'porque no es suyo'. Bart ama a Laurie, y se pliega al escenario de realidad que ella configura, pero él no deja de sentirse en conflicto, no siente 'suya' la realidad. Para él, como explicita, lo único real es Laurie, el resto es una pesadilla. Por eso, la conclusión del recorrido tiene lugar en un entorno dominado por la niebla. Desaparecidos los cuerpos que deseaban, que sostenían con su deseo la sensación de lo real, sólo queda la realidad difusa. Destaca el prodigioso largo plano secuencia del atraco al banco, con la cámara colocada en la parte de atrás del coche: Lewis planteó la secuencia de tal manera que no supieran en el pueblo que se iba a rodar y alentando a los actores a que improvisaran los diálogos mientras discurren por la calle en dirección al banco, y en la posterior huida. Es una de tantas admirables decisiones de puesta en escena que deslumbran en esta extraordinaria obra de vibrante dinamismo (portentosas tantos la secuencia del último atraco como la de la persecución final).
Oro en barras. 'Oro en barras' (1951), de Charles Crichton.Un prodigio de comedia de unos amateurs del robo. Su protagonista es Holland (el gran Alec Guinness), un hombre, como se califica él mismo, entre tantos otros miles que pugnan cada día por realizar sus ilusiones (la imagen inicial muestra a cientos de ciudadanos que caminan, indiferenciables, por la calle). Lo que a él le diferencia frente al resto que no lo conseguirá nunca es que está dispuesto a conseguirlo como sea. Por eso, está determinado a robar el oro en barras que transporta la empresa para la que trabaja ( de lo que ha sido responsable durante veinte años). Sólo ha estado esperando el momento adecuado, y ese aparece cuando por fin descubre de qué modo puede pasar el oro de contrabando por la aduana: La casualidad propicia que Pendlebody (Stanley Holloway), que se dedica a fraguar figuritas para turistas, sea un nuevo inquilino de la casa donde vive. Los personajes están perfilados con obra maestra (el hábito de Holland de leerle cada vez que vuelve del trabajo un pasaje de una novela de misterio a su vecina con problemas en la vista). La narración modulada con una precisión proverbial (dura poco más de hora y cuarto) es un prodigio de síntesis. Destaca la secuencia en que, tras difundir que en su almacén hay una caja fuerte fácil de robar, esperan, en la noche, a que llegue algún ratero, para reclutarle, sin saber que ya hay uno dentro del almacén: éste mira su horario de trenes haciendo gesto de fastidio porque lo va a perder y se entretiene comiendo un bocadillo, mientras Pendlebdy sufre calambres y Holland hace figuras con las sombras de sus manos. En el atraco al furgón no faltan los correspondientes imprevistos, aunque el mayor surgirá cuando, ya en Paris, al ir a recoger las torres eiffeles que encubren el oro descubran que han vendido seis a unas niñas inglesas (antológicas son tanto la secuencia en la que se retuercen de ansiedad en la aduana porque tienen que cumplir mil trámites y temen que se les vaya a escapar el ferry, como el posterior intento de recuperar la última que les queda en plena exhibición de artilugios policiales).
Rififi. 28 minutos dura la extraordinaria y minuciosa secuencia del robo. 'Rififí' (1955), de Jules Dassin, podría considerarse la quintaesencia, y quizás la cota más elevada, de este particular subgénero que es el de 'atracos'. Condensa todo el proceso del golpe a una joyería, su minuciosa preparación (la elección de los necesarios integrantes; cómo encontrar el modo de poder anular que se escuche la alarma; el seguimiento de los hábitos y horarios de los comercios cercanos o del paso de policías) su metódica ejecución (deben acceder desde el piso superior, perforando el suelo, y descender por cuerdas y después perforar la caja fuerte; la tensión de la contrarreloj, pues deben acabar antes de que empiece el movimiento cotidiano a las 6 de la mañana; a destacar el uso dramático del silencio ya que tienen que evitar el mínimo sonido audible para los sensores de sonido) y las complicaciones posteriores (el inevitable error o negligencia de uno de los componentes de la banda que propicia que se entere otra banda cuyo jefe es, a la vez, soplón de la policía; el acoso, torturas incluidas, para conseguir las joyas, el secuestro del hijo de uno de los de la banda y su rescate, y el inevitable desenlace violento). Jules Dassin logra un equilibro modélico, una medida y concisa manera de narrar los distintos trances narrativos, conjugada con una turbadora y soterrada intensidad. En este aspecto es crucial el dibujo de su 'fronterizo' protagonista, Tony (un gran Jean Servais), ya superados los 50, quien se siente ya al final de su vida, con problemas de pulmón (una tos que en ocasiones le domina), y resentido con su antiguo amor, Mado, porque es ahora pareja de precisamente aquel que complicará que su robo tenga una desenlace feliz, por lo que sospechará de ella como delatora ( demoledora la secuencia en la que se deja llevar por su furia cuando la obliga a desnudarse y la azota con su cinturón). El trayecto final, de honda emoción, supone una particular redención para Tony, la recuperación de su confianza hacia Mado y la asunción de un sacrificio para restituir sus errores.
Sábado trágico. 'Sábado trágico' (1955), de Richard Fleischer, da comienzo con una explosión en una cantera de cobre. El relato de esta magnífica obra derivará en una explosión final, de violencia, tras retratar con una admirable capacidad de condensación una serie de vidas cruzadas, o interrelacionadas, cuyas vidas parecen, o están, definidas o enturbiadas, por la sensación de fracaso y extravío, la decepción o la represión. Vidas que no se han correspondido con los planes que se realizaron en el pasado, que se encuentran en un momento precario, al borde del derrumbe, o que no asumen que no tomaron las decisiones adecuadas ( o sí, condicionadas, pero no son vistas así por otros, como el hijo que considera que su padre es un cobarde porque no participó en la guerra). O vidas que han establecido una rígida estructura de hábito, de valores, que, en una situación extrema, se ven trastornadas, contradiciendo su pautado modo de vida. Es una cuestión de dimensión y perspectiva, como dice en cierto momento,hablando de fotografía, Boyd (Richard Egan). O del difícil equilibrio entre planes e impulsos. De hecho, el detonante de esa 'explosión' final es la materialización de un plan, el del atraco a un banco, que realizan tres hombres, Harper (Stephen McNally), Dill (Lee Marvin) y Chapman (J Carroll Naish). Es sobrecogedora al respecto la reflexión de Boyd en las últimas secuencias, tras la muerte de su esposa en el atraco (quien en la primera secuencia se había cruzado, premonitoriamente, en la calle con Harper, estando a punto de atropellar a éste; si lo hubiera hecho quizá estará viva). Boyd, desconsolado, se interroga sobre lo desoladoramente extraña que puede ser la vida; cuatro horas antes él y su esposa estaban realizando planes de vidas, su nuevo proyecto, y ahora ya no existe. Los planes se han quedado como cabos sueltos deshilachados. No se puede reflejar de modo más contundente la fragilidad de nuestra condición.
El quinteto de la muerte. El azar que trastorna todos los planes puede venir encarnado en la figura de una ancianita 'insufrible'. 'El quinteto de la muerte' (1955), de Alexander MacKendrick, es una tan hilarante como corrosiva sátira caricaturesca, un dibujo animado que pudiera verse como cinco silvestres enfrentados a un Piolín, o sea, cinco facinerosos atracadores enfrentados a una inofensiva viejecita. O, vamos, lo de inofensiva, según se mire, dado lo letal que resulta. Una figura inquietante bajo los rasgos de Alec Guinnes, Marcus (con pinta de profesor chiflado mezclado con Mr Hyde) llama a su puerta para alquilar una habitación, y le informa de que otros cuatro compañeros acudirán para ensayar composiciones musicales para quinteto de cuerda. La acción también viene marcada por el ritmo de los efectos sonoros. muy de dibujo animado (algo de lo debieron tomar buena nota Jeunet y Caro antes de hacer 'Delicattessen') como los golpetazos que da la anciana con un mazo a las tuberías, o las voces de los loros ( no sólo se puede establecer una asociación con la anciana, el mismo Marcus parece una siniestra urraca). Como no, no son músicos, sino un grupo de atracadores que planean atracar un furgón, y usan no sólo la casa como tapadera, sino a la propia ancianita, a quien utilizarán para que coja el baúl con el dinero en la estación, ya que consideran que nadie sospechará de ella. Subyace un siniestro absurdo que invoca, como el mismo escenario donde está ubicada la casa (al final de un callejón sin salida entre imponentes hileras de casas), una sensación de atasco, de encierro, del que no podrán salir bien librados por mucho que lo intenten, así como que lo imprevisto desmontará todas las planificaciones. Algo ya anunciado, cuando tres,casi cuatro, de los componentes se quedan atascados en una cabina telefónica al intentar saber, por el quinto componente, al otro lado del lado del teléfono, por qué la ancianita ha vuelto a la estación, tras llevarse el baúl con el dinero. Definitivamente están atrapados. Y es que en una casa donde se utiliza el mazo para desatascar las tuberías o los cuadros están irremisiblemente inclinados, es difícil que uno logre 'reajustar' nada como uno quiere, y que no acabe, además, con un mazazo en la cabeza.
Apuestas contra el mañana. Apuestas contra el mañana (1959) de Robert Wise se centra ante todo en la descripción de la vida de precariedades y frustraciones de los participantes en un atraco (el revés de la trama). Crispada y sombría, seca como un fustigazo, es otro ejemplo de cómo establecer en escorzo otro afilado retrato de una sociedad. El cerebro del plan del atraco a un banco, Dave (Ed Begley), es un policía retirado que vive en un pequeño piso con su perro, y que quiere el trozo de cielo que la vida le ha negado. Recluta, por un lado, a Earle (Robert Ryan), veterano de la guerra de Corea, que ya ha dejado su juventud atrás, y, frustrado, sigue sin encontrar su sitio. Además, es virulento racista. El conflicto ya se gesta desde las primeras secuencias cuando el tercer componente para el atraco se revela que es, precisamente, negro, Ingram (Harry Belafonte). La vida de éste, músico en un club de jazz, se sostiene sobre un frágil hilo, ya que aumentan sus deudas, por sus apuestas en carreras de caballos, con un mafioso poco flexible que amenaza con matar a su ex esposa y su pequeña niña sino le paga en un día los siete mil que le debe. Ni Earle ni Ingram estaban muy convencidos de participar en el atraco, pero sus circunstancias de frustración les empuja a aceptar. En tramo final Wise traza algunos de los mejores momentos de la narración, en los que prima la dilatación de planos y secuencias, ya que la idea del tiempo es fundamental para los personajes, los cuáles se sienten ya contra las 'cuerdas del tiempo', como si fuera su última oportunidad de que la vida no se les vuele. Aunque más bien les 'volará' literalmente a algunos de ellos. El último plano encuadra el reflejo en una sucia charca. Reflejos de una vida que era una desteñida y turbia imitación de lo que no habían podido alcanzar. Reflejo de una sociedad que no es sino falsas promesas de 'vuelos', mientras, da igual si eres blanco o negro, te condena en los márgenes.
Objetivo: Banco de Inglaterra. Podría verse 'Objetivo: Banco de Inglaterra' (1960), de Basil Dearden, como antecedente, en cierto aspecto, de 'Doce del patíbulo' (1967), una de las obras más célebres, pero menos estimulantes, de Robert Aldrich. Hyde (Jack Hawkins) plantea el atraco a un banco como una operación militar, y para ello recluta a siete ex militares cuyo pasado no es precisamente resplandeciente. Por otra parte, y causa de que no tenga dudas Hyde de que aceptarán su propuesta, su presente está definido por la precariedad. Dearden es eficaz a la hora de reflejar, a través de estos personajes desubicados, la sórdida necrosis de una sociedad. Ya resulta elocuentemente mordaz en la nocturna secuencia de presentación: Hyde surge, impecablemente vestido, de una alcantarilla en una silenciosa y solitaria calle. Hyde es alguien resentido, que acaba de ser jubilado del ejercito después de dedicar su vida al mismo. Como apunta, todos y cada uno de ellos han sido instruidos para ser funcionales en situación de guerra. Pero fuera de la misma se convierten en seres inútiles, espectros, residuos marginales que no encuentran su lugar. E incluso, si han sido íntegros, como Hyde, son retirados como si fueran apartados en un rincón oscuro. Al fin y al cabo, Hyde, con su idea del atraco, refleja una insatisfacción y frustración (¿A qué ha servido y consagrado su vida y para qué?), correspondida con sus particulares reflejos siniestros, siete militares que encarnan la vertiente turbia del Orden. Coherente al respecto, la obra, visualmente, parece más bien manchada; es un blanco y negro que asemeja una sórdida espesura, en la que hubiera que despejar las costras. En la impecable secuencia del atraco se utilizan bombas de humo, pero pareciera que ese humo está presente como una cortina infecciosa ambiental durante toda la narración, porque es parte de ese insalubre medio ambiente social. Aún así, el humor se conjuga hábilmente con esa sordidez, ya contenido en la ironía del mismo título original: Una liga de caballeros (League of gentlemen) que son más bien deshechos en las alcantarillas de la sociedad.
A tiro limpio. El largo plano secuencia inicial de la estupenda 'A tiro limpio' (1963), de Francisco Perez Dolz, puede evocar el de la antológica secuencia del atraco de 'El demonio de las armas' (1950), de Joseph H Lewis. En ambas la cámara está ubicada en el asiento de atrás de un coche, mientras éste se desplaza, aunque en ésta se inicia encuadrando a uno de los hombres que entra en el coche que le está esperando (ambos portan vestuario parecido, gabardinas oscuras y boinas caladas). Un elemento añade extrañeza a la secuencia, los textos sobre amor de famosos autores, como Santo Tomás de Aquino, que una locutora lee en la radio. Una secuencia de crispada violencia que ya marca la tonalidad de la película, no lejana de la sulfurada tensión que mantiene la obra de Lewis, y cercana en la atmósfera de sórdido malestar a 'Apuestas contra el mañana' (1959), de Robert Wise. Esas sombrías figuras de los dos anarquistas llegados de Francia, de 'afuera', podrían contemplarse como ese siniestro 'fuera de campo' que parece la única opción para solucionar las propias carencias de un país enquistado en el desequilibrio entre los que tienen y no tienen. En ese sentido, no deja de ser irónico que Román, al que Martín pide que colabore con ellos en un atraco, aportando las metralletas, trabaje en un mísero lavadero. Pero sin duda lo más brillante es la tensa e inventiva narrativa, y el uso de espacio y ambientes, de Perez Dolz a la hora de dotar de cuerpo a esa atmósfera enrarecida. Los espacios siempre transmiten opresión, sensación de no salida. Pero aún más brillante es la principal set piece, el doble atraco, de Román y El picas, en el Patronato de apuestas mutuas, y de Martín y Antoine, como cortina de humo de ese atraco, en un clandestino club (mientras puntúa la acción el sonsonete del locutor que desgrana los resultados de los partidos de fútbol en juego). E impecable es el tiroteo en el puerto, el enfrentamiento nocturno en la casa en ruinas entre Román y Martín, como el desenlace en el metro, con ese dilatado plano de la cámara emplazada en lo alto de la escalera mecánica mientras asciende el cadáver de Román (cáustico corolario sobre sus anhelos de 'ascender' en la vida).
Hasta el último aliento. Los atracos han sido recurrentes en la filmografía del gran Jean Pierre Melville. De modo más puntual en 'El confidente' (1962), adquiere más relevancia en 'Bob el jugador' (1955), 'Crónica negra' (1972), cuyo atraco inicial es una de las mejores secuencias que ha dado el subgénero y, sobre todo, 'Círculo rojo' (1971), quizá su más elevada cota de fantasmagorías sobre el destino y la fatalidad. Un texto nos señala al inicio de 'Hasta el último aliento' (1966), cómo es de necesario elegir el propio modo de morir, pero si esta decisión contiene un desprecio hacia la vida, con esa actitud se evidencia la ridícula condición de esa vida. En el cine de Melville, por trágicos que fueran los destinos a los que parecían abocados sus protagonistas, siempre palpitaba el irredento aliento de la integridad, el gesto insumiso aunque fuera fatal (se podría establecer cierto vínculo con el aliento peckinpahniano aunque el de este fuera más visceral, mientras que en Melville la aspereza, tampoco exenta de lirismo, era más cortante, más severa y espectral: cuerpos en un mundo sonámbulo que parece una prisión). Gustave (el estupendo Lino Ventura) no ceja de luchar hasta el último aliento por su vida, y sin dejar de mantener el aliento de la lealtad y el gesto digno. En las primera secuencia huye de la cárcel (ya queda señalado cómo la fatal accidentalidad es una permanente espada de Damocles: uno de los fugitivos al saltar al muro que les separa de la libertad se precipita en el vacío). Antes de huir del país decide unirse a una banda dispuesta a realizar un atraco a un furgón. Melville da muestras una vez más de su incomensurable talento: La medida modulación del atraco en un paisaje árido, agreste (como lo que palpita en este entorno de almas deshabitadas), con resonancias del western, y que se revela tanto en la brillante secuencia del enfrentamiento final con aquellos que pensaron que había traicionado a sus compañeros de atraco , como en ese espíritu de forajidos en tierra inhóspita aunque vayan ataviados con sombreros y gabanes o gabardinas, en un duelo implícito entre ley y justicia, integridad y corrupción, donde la violencia la aplican sin escrúpulos en sus actitudes y acciones indistintamente los que están fuera o dentro de la ley.
Grupo salvaje. Unos forajidos que se dedican a atracar bancos, tras el fracaso del último golpe, son contratados por el ejercito regular mejicano, liderado por Mapache, para realizar un asalto a un tren que portan armas del ejercito estadounidense (narrado con metrónomo al son del sonido del tren detenido mientras reposta agua). Forajidos que se convierten en mercenarios a sueldo. Pero se produce una transformación en ellos, en especial en su lider, Pike (memorable William Holden). Su actitud cambia tras ver cómo torturan a un integrante de su grupo, por querer ofrecer parte de las armas a los rebeldes mejicanos. No hay conveniencia que valga, sino el acto justo, la fidelidad al amigo, a la integridad. En la secuencia inicial, los títulos de crédito, cual grabados de un tiempo ya pretérito, como lo son estos personajes, termina con el primer plano de Pike señalando a los empleados y clientes del banco que atracan: 'Si se mueven, matadlos'. En la secuencia final, contra Mapache y sus huestes, antes de que empiece el tiroteo, la sonrisa en la mirada de Pike es la asunción de que van a morir pero antes se llevaran por delante a los que han hecho del abuso del poder su actitud de vida. La violencia virulenta y el caos del atraco inicial contrasta con el desgarrador lirismo del enfrentamiento final de 200 soldados contra cuatro hombres que apuestan por el gesto ético aunque sepan que les conducirá a la muerte. El atraco como forma de sobrevivir (el de la secuencia inicial es el que consideraba el último Pike si hubiera salido bien), o como acción mercenaria, en contraste con el gesto generoso. 'Grupo salvaje' (1969), de Sam Peckinpah, es un hito, que marca un antes y un después en el cine. Las escenas de acción que abren y cierran la obra, como círculo que es a la vez transformación, no tienen parangón, por mucho que hayan querido ser emuladas. Pocas películas como este prodigio de infinita complejidad y emoción convulsa, han reflejado esa lucha del compromiso ético contra los abusos del poder, la indignación que sangra por los desafueros de la crueldad humana, reflejado ya en las imágenes iniciales de los niños quemando unos escorpiones ( la violencia con la que se degrada y destruye el ser humano).
Max y los chatarreros. El largo pasaje del núcleo de la narración de 'Max y los chatarreros' (1971), de Claude Sautet,el que comparten el inspector de policía Max (Michel Piccoli) y la prostituta Lily (Romy Schneider), está entreverado por la simulación, la manipulación y la puesta en escena. Max no se presenta como policía, sino como un banquero. La actitud y planteamiento de la 'relación mercantil' desconcierta y seduce a Lily: no hay intercambio sexual, 'vende su tiempo', su compañía. El propósito de esa representación de Max es lograr sutilmente sugestionarla para que acabe sugiriendo a quien es su pareja, Abel (Bernard Fresson), que atraque el banco que él supuestamente dirige. ¿Por qué propiciar un delito, por qué poner la semilla de una tentación, donde no hay intención? El círculo de ondas concéntricas revela una raíz retorcida. Max es un policía frustrado, con una creciente sensación de fracaso, que se siente rodeado por un lado de canallas, y por otro de imbéciles, unos los delincuentes que se salen con la suya, o que le burlan ( como el atraco inicial que él pensaba, por el informe de su confidente, que iba a realizarse), y otros sus propios compañeros que se ríen de su nuevo fracaso. Max ve en Abel alguien frustrado como él, pero más bien resignado tanto con sus menudencias de trapicheos con coches para sacar algo de dinero con la chatarra, como con el hecho de que su pareja, Lily, sea prostituta. Abel no se siente agraviado por la vida, ese 'caer tan bajo' al que se refiere Max, quien decide aprovecharse de esa frustración anestesiada entre la apatía y las recurrentes partidas de cartas con sus amigos en el bar, y la 'despierta', logrando con su enrevesada manipulación a través de Lily que Abel se decida a involucrar a sus amigos en el atraco al banco, para 'arreglarse' la vida. Con lo que no cuenta Max, es con que en la representación brotara el imprevisto de la emoción que rasga el escenario en el que los dos, Lily y él, parecían conformes. Aunque Max siga adelante con su propósito, obcecado por ese patético espejismo de triunfo, realizar unas detenciones, el escenario se le ha ido de las manos, y ha demolido toda mínima posibilidad de dar espacio al sentimiento verdadero que había surgido entre él y Lily.
Tarde de perros. Sidney Lumet ya había incidido en la trama de los atracos en la irregular 'Supergolpe en Manhattan' (1972) y lo hará en la interesante 'Negocios de familia' (1988) y en 'Antes de que el diablo sepa que has muerto' (2008). 'Tarde de perros' (1975) es una mordaz sátira de supurantes sombras. Su luminosidad no oculta su entraña siniestra. No son zombies o delincuentes espectrales los que asedian, como en 'La noche de los muertos vivientes'(1968), o 'Asalto a la comisaría del distrito 13' (1976), sino policías y agentes del FBI. Ya el comienzo indica que este atraco se aleja de ciertas convenciones (no hay ni banda sonora, dejando de lado un par de canciones). Uno de los atracadores no se ve capaz y pide que le dejen ir. No hay el dinero que esperaban, porque acaban de llevárselo, y tienen que coger cheques de viaje, lo que conlleva que Sonny (Al Pacino) queme en una papelera el libro de registros, sin percatarse de que ese humo puede llamar la atención del comerciante de enfrente. Es lo que tiene la vida, imprevistos que pueden determinar que te encuentres rodeado de una marabunta de agentes de la ley. Tampoco el ambiente que se crea dentro del banco es el que se considera prototípico, desde luego mucho menos tenso que el de los policías en la calle, con gesto adusto, molestos porque la gente disfrute del asedio como un espectáculo en el que los héroes no son precisamente ellos. Un periodista televisivo le pregunta a Sonny por qué lo hace, por qué no busca un trabajo. Las respuestas molestan, y se corta la emisión. Hay respuestas que se convierten en preguntas perturbadoras. Quizá no sea tan fácil encontrar trabajo, quizá te has ido a servir a la guerra, y a la vuelta te has encontrado con que no dispones precisamente de facilidades, quizá si no tienes un carnet del sindicato eso te complica un tanto las cosas. Quizá tu novio quiere cambiarse de sexo, y eso cuesta el ojo, o los dos, de una cara. Y quieres complacer a quien amas. Y un banco suele tener dinero. Quizá sea la única opción para conseguirlo. Como si, a la vez, sin pretenderlo, realizaras un motín contra una sociedad que te impide más que favorece. Mejor intentar algo en una tarde de perros que seguir soportando una vida perra.
Antes de que el diablo sepa que has muerto. Antes de que el diablo piense que has muerto (2007), de Sidney Lumet. Empieza con un hombre mirándose al espejo, mientras sodomiza a su mujer, y termina con otro desapareciendo en un pasillo dominado por el cegador reflejo del sol. Espejos y reflejos que ciegan. Ese espejo en el que uno quiere verse, aquel en el que se siente que se domina la vida ( en el que, dicho sin vaselina, la da por el culo), cuando se dispone de las joyas, 'las señas de distinción material', que representan la posición privilegiada. Y el reflejo cegador que es la raíz y a la vez el agujero negro. Por eso, ¿qué puede ser más emblemático de ese asalto al Cielo del materialismo que el atraco a una joyería?. La estructura de la película es discontinua, con constantes saltos en el tiempo, que comprenden los tres días desde que se gesta esa idea en la mente de Andy(Philip Seymour Hoffman), en la primera escena citada, hasta el momento del atraco, y los días posteriores al mismo. Y con saltos de perspectivas, sobre todo, relacionadas con las de su cómplice en el robo, su hermano Hank (Ethan Hawke), y la de su padre, Charles (Albert Finney), y en ocasiones, viendo una misma situación desde diferentes ángulos y en diferentes momentos. Lumet estructura de modo afinado la película. Si la primera secuencia representa la gestación, la segunda nos narra el mismo atraco, la resolución de la idea, por parte de un hombre encapuchado, con sus fatales consecuencias, en donde se encadena un imprevisto tras otro. No sólo no se materializa lo que se planeaba, sino que las consecuencias son trágicas. El título de la película hace referencia a un dicho irlandés, que señala que goces lo que puedas del breve tránsito en el cielo, y estate preparado, porque luego mejor te atienes a las poco risueñas consecuencias. Y es que el Cielo de esta sociedad es un espejismo hecho de arenas movedizas.

domingo, 6 de marzo de 2016

Frieda

Frieda (1947), de Basil Dearden, notable producción de la Ealing, es una obra de la posguerra modélica como mirada de conciliación, y exploración de la predominante concepción del otro no como singularidad sino como representación. Frieda (Mai Zetterling) no es Frieda, sino lo que representa para los demás. Para Robert (David Farrar) es la mujer que le ayudó a escapar de su cautiverio, tras ser capturado por los alemanes en el sexto año de la segunda guerra mundial. Pero ¿la ama? Él mismo confiesa que su condición de liberadora fue razón fundamental para que le propusiera matrimonio, y la trajera a Denfield, su pueblo natal en Inglaterra, un pueblo que evoca, mientras ambos huyen en el tren, como una comunidad de gente sencilla y comprensiva (en un flashback musicalizado con encadenados en el que presenta a varios personajes durante una boda). Para la mayor parte de los habitantes de Denfield será una alemana. No es una de ellos. Alemania es el enemigo, quien les ha bombardeado durante años, quien ha sustraído la vida de los seres queridos. Su presencia suscita miradas de desconfianza y desprecio. Hay padres que obligan a sus hijos a dejar de asistir a las clases que imparte Robert. Una alemana es una mujer lobo. Incluso, la madre de Robert, duda por un instante en darle la mano o un abrazo cuando se la presenta, pese a que declare que no la odia porque sea una alemana. En la primera secuencia, cuando se casan en una iglesia alemana, escuchan las bombas que caen alrededor. Otras bombas, en forma de miradas y actitudes hostiles tendrá que padecer Frieda en Denfield.
Para Judy (Glynis Johns) representa algo que la supera y a lo que le cuesta enfrentarse, por lo que en cierto momento necesitará tomar distancia, e irse a vivir a otra casa. Judy fue la esposa de Alan, el hermano de Robert (con quien se casó en el flashback citado al inicio de la guerra). Alan murió tres meses atrás, cuando fue abatido su avión sobre Colonia. Pero ella no odia a Frieda porque sea alemana, Lo que le desconcierta es lo que siente por Robert. Este le había confesado a Frieda que sabían desde niños que uno de los dos hermanos acabaría casándose con Judy. Cuando Robert llega a casa, Judy escucha su voz tras ella, y desde las alturas. La cámara la encuadra en primer plano, y contrapicado. Se vuelve y ve el cuerpo de Robert en lo alto de las escaleras, pero ¿qué representa para ella? ¿A quién ve? Esa ausencia en el encuadre cuando le escucha refleja esa confusión de sentimientos. ¿Ve a Alan cada vez que ve a Robert? Y Frieda apreciará, posteriormente, en su expresión esa marejada de sentimientos. Para la tía Eleanor (Flora Robson), aspirante a conseguir un cargo político en las próximas elecciones representa la infección que representa cualquier alemán. No cree que haya alemán que se distinga del resto. Es amable y cortés con Frieda, y afirma a Frieda que en seis meses casi todos la habrán aceptado en la comunidad, pero no los que son como ella y piensan que al enemigo nunca hay que darle la mano como si fuera el contrincante con el que se ha disputado un partido de fútbol. Hasta que comprenda, en los pasajes finales, que no se puede ser inhumano con quienes se piensa que lo han sido, porque entonces será como ellos.
Para el hermano de Frieda, Richard (Albert Lieven) ella es una de ellos. Aunque no fuera nazi, como él, ella pertenece a esa unidad abstracta que representa un colectivo. Su presencia, precisamente, enturbiará la percepción de algunos que pensaban que ella no tenía por qué ser como cualquier otro alemán, es decir un enemigo con intenciones dañinas. Hay quien pregunta si alguien ve con claridad. Lo plantea quien es capaz, más que cualquier otro, de autocuestionarse, Judy. ¿Quién sabe cómo es Frieda de verdad? ¿Quién se esfuerza en verla más allá de lo que representa y quién mantiene la mirada firme pese a las turbulencias que puedan ofuscar el discernimiento? Sobre un puente, Frieda declara que no habrá nada ni nadie que pueda perturbar el recuerdo de ese momento tan hermoso que comparte con Robert, tras que este se haya preguntado cuánta agua habrá circulado bajo ese puente durante los siete meses que llevan en el pueblo. Desde otro puente se lanzará Frieda a las turbulentas aguas heladas, desesperada porque las turbulencias han alcanzado incluso a la mirada de quien ama. Puentes que unen y concilian. Y será la mirada de quien la rechazaba, cuando comprenda cuál es lo que diferencia a unos humanos, sea cual sea su procedencia, la que posibilite que no se hunda en las aguas heladas del ciego rechazo del prejuicio que sólo es capaz de ver representaciones.