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viernes, 17 de junio de 2022

Lightyear

 

Lightyear (2022), de Angus McLane, no es un relato protagonizado por un juguete sino por el personaje de la película que inspiró el juguete. No es la continuación de las cuatro producciones de Toy Story sino la imaginaria aventura estelar que protagonizó un personaje de ficción que cautivó al niño que decidió comprarse el juguete. Pero como Doctor Stranger en los multiversos de la locura, de Sam Raimies otra obra sobre las turbias sombras de la compulsión de control de las narrativa, o curso de los acontecimientos, de la vida. De nuevo, las posibles líneas temporales son las opciones de lo que pudiera haber sido o se desea que hubiera sido. El pasaje más sobresaliente de Up (2009), de Pete Docter, era un elíptico montaje secuencial en el que se condensaba el transcurso, durante décadas, de una relación sentimental, desde su gestación hasta su ruptura por el fallecimiento de ella. En Lightyear también destaca, sobremanera, otro elíptico montaje secuencial que confronta con el paso del tiempo y el deterioro y la muerte, a través de los sucesivos intentos de Buzz Lightyear para recuperar la hipervelocidad que permita a la nave, y a todos sus ocupantes, proseguir su viaje, en vez de permanecer atascados en ese planeta a cuatro millones de años luz de la tierra. Lo que para Buzz son los minutos que dura cada intento son cuatro años para los demás, por lo que para él, sumando sus sucesivos intentos, quizá no sea ni una hora, pero para los demás, para aquellos que conoce, son más de sesenta años. Ve cómo su mejor amiga, la comandante Alisha, se casa con alguien de la tripulación que conoció durante esa espera, cómo queda embarazada, cómo su hijo crece y se casa y tiene un hijo a su vez mientras su amiga Alisha envejece y muere. Él permanece igual, de vuelo en vuelo, mientras contempla, como espectador, cómo su amiga vive toda una vida. No solo es una bella forma de condensar el paso del tiempo a través de hitos en una vida. El tiempo se convierte en protagonista de la narración, en concreto, la posibilidad de distintas narrativas o líneas temporales en relación con la necesidad de corrección de los errores cometidos.

Buzz se empecina en conseguir que la nave recupere la hipervelocidad porque siente que fue un error suyo, al no lograr despegar con la suficiente eficiencia, lo que provocó que quedarán varados en ese planeta que parece solo habitado por gigantes insectos voladores que asemejan a crustáceos o plantas enredaderas que surgen de la tierra para atrapar a cualquier ser vivo. Esa condición de hombre que no envejece a diferencia del resto se corresponde con su condición de ser varado en el tiempo, en su error (cautivo de su particular planta enredadera interior). Su ansia de recuperar la hipervelocidad (la superación de los límites) es un empecinamiento en el que subyace un anhelo de corrección o reescritura de la realidad. Mientras los demás se adaptan a la nueva circunstancia y cimentan y construyen su vida (sobre los imprevistos), él queda enquistado en el pasado. Como le dice Alisha, si no hubiera acontecido ese accidente ella no hubiera conocido a la mujer de la que se ha enamorado. Pero para Buzz el Y si más bien adquiere la dimensión de borrado anhelado. Por eso, sus intentos por conseguir la hipervelocidad conducen a la confrontación final con una alternativa temporal de él mismo que intenta corregir la sucesión de acontecimientos. Su doppelpanger es el reflejo de su propia obsesión, un yo alternativo que no tiene en consideración la vida de los otros, cuál fue la narrativa de su vida, las relaciones que crearon, el tejido de sus respectivas historias en el tiempo, sino la particular frustración del yo al que solo importa cómo los hechos le afectan a él.

Buzz quiere reescribir su pasado y está convencido de que dispone de las capacidades para resolver cualquier circunstancia por adversa que sea. Esa suficiencia o inconsciencia se contrasta con la asunción de la vertiente fundamental de la colaboración o del sentido del equipo que es, también, asunción de la necesidad de ayuda. La vida no gira alrededor de uno y los otros no son funciones circunstanciales. Al respecto Lightyear parece una variación de Río Bravo (1959), de Howard Hawks, en la que, incluso, la vida del prototipo de la virilidad masculina, encarnada por John Wayne, era salvada en diferentes lances por quienes dentro de la categorización regida por la normativa virilidad adulta (por añadidura blanca) se supone inferiores o más débiles o menos resolutivos teóricamente, sea un hombre más joven, o más anciano, o que sufre una crisis emocional que le ha conducido al alcoholismo, o sea mujer o de otra etnia. Lightyear se enfrenta a la circunstancia crítica acompañado de tres que no son siquiera novatos, una chica joven, nieta de Alisha, una anciana ex convicta y un hombre que destaca por su torpeza (además de un gato robótico que dispondrá de la capacidad intelectual para resolver un problema crucial). Durante la resolución de los diferentes lances o percances a los que se enfrentan deberá asumir y aceptar que no es él quien es el único capaz de conseguir solventar las situaciones sino que resulta crucial la ayuda y colaboración de quienes, en principio, minusvalora por lo que considera incapacidades. La realidad no es una pantalla que debe ajustarse a las necesidades y deseos de un yo sino un tejido constituido por las conexiones con los otros.

lunes, 22 de abril de 2019

El detective

La cruz azul (1910) fue el primer relato de GK Chesterton en el que aparecía el Padre Brown, o dicho de otro modo, el primero en el que demostraba su agudeza detectivesca en el esclarecimiento de casos, enigmas o crímenes. No fue su primer título. Cuando fue publicado por primera vez, en The saturday Evening Post (el 23 de julio de 1910), se tituló Valentin follows a curious trail/Valentin sigue un curioso rastro. En septiembre del mismo año, en la revista The Story-Teller, se retitularía como La cruz azul, y así también en el primero de los cinco libros centrados en este excepcional y singular personaje, El candor del padre Brown (1911). ¿Por qué ese cambio de título?: En ese relato se daba una circunstancia que no se repitió: la perspectiva correspondía a otro personaje, el jefe de policía de París, Aristide Valentin. El curioso rastro al que aludía ese primer título es el que sigue Valentin por su anomalía, una peculiaridad que intuye puede ser rastro que le conduzca a quien busca, el ladrón Flambeau, aunque el rastro, aparentemente, esté relacionado con dos sacerdotes. Valentin se pregunta por qué en su trayecto por diversos establecimientos uno de los dos sacerdotes cambia la posición de saleros o azucareros, los indicadores de precios que corresponden a nueces o naranjas, o realiza acciones destructivas como lanzar el contenido de un cazo a una pared o romper una vidriera. Todas las acciones las realizaba el padre Brown. En principio, había sido su manera de comprobar que el otro sacerdote era Flambeau: como su propósito era robar la cruz azul no protestaba por ninguna situación anómala para así no llamar la atención, y por eso se constituyó su serie de aparentemente estrafalarias acciones en un curioso rastro que pudiera ser seguido por un observador agudo. El segundo relato que escribió, El jardín secreto, también comenzaba con la perspectiva de Valentin, que organiza una cena en su casa con personajes distinguidos, por su posición, con el añadido del Padre Brown, pero el punto de vista pronto varía e incluso, la resolución del crimen revela su condición de asesino, y como conclusión, finaliza con su suicidio. Valentin sigue siendo representante de la ley, pero se convierte en inglés, y en peculiar antagonista, en El detective (Father brown, 1954), de Robert Hamer, actualización, ya que traslada la acción a los 50, inspirada vagamente en La cruz azul (con el añadido de elementos tomados de otros relatos), que ya había conocido una previa adaptación en 1934, la producción estadounidense Father Brown, detective, de Edward Sedgwick, con Walter Connolly, como el Padre Brown, y Paul Lukas, como Flambeau, antagonista que, desde otro ángulo, menos convencional, lo es menos que Valentin. El Padre Brown (Alec Guinness) persigue a Flambeau (Peter Finch), como un enigma en sí mismo que esclarecer, mientras es perseguido por Valentin (Bernard Lee), como la cuadriculada perspectiva de la ley que no sabe ni se preocupa de matices en los porqués. Su noción de causa y efecto es restringida: son los límites de la cuadrícula. Al Padre Brown le interesa el relieve, a la Ley la superficie. Y ¿a Flambeau?
Poco tiene que ver el guión con el relato, más allá de que en cierto pasaje Flambeau se vista con los hábitos sacerdotales con la finalidad de robar la cruz azul que porta el Padre Brown, pero la situación planteada difiere radicalmente de la del relato, como la misma participación de Valentin. En la escritura del guión participó el mismo Hamer, como ya había hecho en la mayor parte de sus obras previas, fueran dramas de época, noirs o comedias, como fue el caso de su obra más célebre, Ocho sentencias de muerte (1950). Una de las escasas excepciones en que no participó en la escritura del guión fue su admirable debut, el segmento del espejo hechizado de Al caer la noche (1945). Hamer fue un cineasta particularmente admirado por Alexander MacKendrick. Hay quien incluso consideró que fue un flagrante ejemplo de talento desaprovechado. Fue despedido del rodaje de School for scoundrels (1960), por sus discrepancias con el productor, pero también por su crónico alcoholismo, que determinó que no fuera contratado de nuevo. Murió tres años después, en la pobreza, mantenido por su padre.
En El detective colaboraron otros dos guionistas, una acreditada, y otro no. Vale la pena detallar la personalidad o trayectoria de ambos por su singularidad. La adaptación fue realizada por Thelma Moss, quien durante la década aún escribiría algún guión más, como el de El coloso de Nueva York (1958), de Eugene Lourie, aunque sufriera una grave depresión tras la muerte, en 1954, de su marido, Paul Finder Moss, productor de El detective, por causa un cáncer, dos días después de que ella diera a luz. Intentó por dos veces suicidarse, y recibió un tratamiento de psicoterapia con LSD. De la experiencia gestaría un libro, My self and I, que firmó como Constance A Newland, un éxito de ventas en 1962. A mediados de los sesenta decidió estudiar psicología en el Instituto de Neuropsiquiatría de UCLA, donde ejercería como profesora, y dirigiría el laboratorio de parapsicología, en el que destacó en especial su estudio de la Cámara Kirlian. Moss estaba convencida de que describía nuestro cuerpo astral. Publicó dos libros al respecto, además de diversos trabajos, y realizó varios viajes a la Unión Soviética para contrastar otras investigaciones.
También había viajado a Rusia, en 1934, el guionista que no consta como acreditado, Maurice Rapf. Lo hizo por un programa de intercambio estudiantil, y quedó impresionado por la ideología comunista. En su viaje de regreso hizo escala en Berlín, pese al riesgo que suponía siendo como era judío, y quedó convencido de que el comunismo era la ideología que podía derrotar a Hitler. Fue uno de los fundadores de la Asociación de guionistas en 1935. En Winter carnival (1939), reemplazaría a Scott Fitzgerald, ya incapacitado por su alcoholismo. Años después Rapf calificaría a la película como un ladrillo. Ese mismo año se casaría con una mujer católica, pese a las objeciones de los padres de ella. Walt Disney le contrató para convertir en guión el tratamiento de Song of South (1944), precisamente, porque era un izquierdista. Así contrarrestaría la perspectiva blanca sureña con estereotipos de afroamericanos sumisos y serviles, en la línea del Tío Tom: Sé que no crees que debería hacer esta película, tú estás en contra del Tio tomismo, eres un radical. Pero la discrepancia con el autor del tratamiento, Delton Raymond, era inevitable, así que tras siete semanas de trabajo se le trasladó al equipo de guionistas de Cenicienta, en el que pronto colisionaría con su enfoque: su perspectiva del personaje es que fuera menos pasiva y sí más rebelde con respecto a su madrastra: En mi versión lo que ella hacía era rebelarse contra su madrastra y hermanastras, dejar de ser una esclava en su propia casa. Escribí una escena en la que le dan una orden tras otra y ella se revuelve y les tira todo. Se subleva, así que la encierran en el ático. No creo que nadie tomara muy en serio mi idea. Cuando se estrenó en 1950, Rapf no constaba entre los guionistas acreditados. Antes, en julio de 1946 aparecía entre los señalados, por el Hollywood reporter, por su vinculación con el Partido Comunista. Sería incluido en la lista negra de Hollywood, en donde no volvería a trabajar como guionista. Centró su actividad en producciones industriales o publicitarias, e incluso fue crítico de cine. El único largometraje en el que colaboraría durante los 50 sería El detective, hasta 1980 que colaboró en la producción de animación Gnomos, de Jack Zander, de la que años después derivaría la serie David, el gnomo.
Sin duda, la singularidad de esta pareja de colaboradores, a la que se podrá sumar el poco aprecio de Hamer por las convenciones morales, como reflejó particularmente su mordaz tratamiento de las diferentes instituciones en Ocho sentencias de muerte (1949), puede afinar el enfoque sobre una obra tan singular como El detective: una comedia en la que el aspecto fundamental, más que los esclarecimientos detectivescos o las persecuciones policiales, es el pulso de actitudes vitales, o enfoques sobre la realidad (o relación entre sujeto y realidad), entre el Padre Brown y el enigmático ladrón de guante blanco Flambeau. En este caso, el padre Brown, aún más que detective, es sacerdote que quiere reconducir en el adecuado sendero al infractor. Se preocupa más que de los objetos, incluso aunque sean importantes para la institución católica, como es el caso de la cruz azul, del alma de los infractores. Le preocupa más saber, resolver, por qué hacen lo que hacen, y cómo conseguir que modifiquen su actitud. Le importa su suerte, su reconducción, no la sanción. Le interesa más que la recuperación de objetos, por valor simbólico o material que tengan (aunque suponga contrariar, y enfrentarse, a sus superiores eclesiásticos o a los representantes de la ley) la recuperación o arreglo del alma particular, como si esta sufriera una avería cuyo síntoma es la obstinada inclinación al latrocinio. Al Padre Brown le suscita la interrogante del por qué esa recurrente actividad infractora desde hace diez años. ¿Qué desesperación vital, qué oscuro secreto, le impulsa?. Sin duda, un sacerdote con singular enfoque en sus prioridades y en lo que desestima.
Por tanto, la perspectiva del padre Brown difiere de la sancionadora de la ley. lo que suele determinar, consecuencia de (saber) ponerse en la piel de los delincuentes, y de involucrarse hasta tal extremo en conseguir esa redención, que se ponga en situaciones delicadas ante los ojos de la misma ley (o que sus actos acaben difuminando los límites que separan orden y transgresión, bien y mal). Para él los policías son rivales, ya que su restringida perspectiva meramente busca la detención, la neutralización de una acción infractora, y a él le importa la naturaleza del infractor, ese terrenal más allá, por qué es como es y si puede hacer algo para reconducir sus opciones de vida. Ya la secuencia inicial lo condensa espléndidamente. La policía acude a la alarma de un robo nocturno en una empresa, y con quien se encuentran ante la caja fuerte con el dinero en la mano es al padre Brown. Lo está introduciendo, pero, obviamente, no creen que estuviera reponiendo el dinero tras convencer al delincuente (al que hemos visto bajar las escaleras previamente) de que desistiera de realizar el robo, sino que lo está realizando él mismo. Incluso, investigan, para intentar identificarle, porque piensan que les facilita un nombre falso (¿Brown?¿No es Smith o Jones?) cuáles suelen ser los criminales, o sospechosos habituales, que utilizan el disfraz de sacerdote para realizar sus infracciones. La ley no destaca por su agudeza sino por su suspicacia.
Esa tendencia del Padre Brown a involucrarse de tal modo (que puede resultar ambiguo o difuso) complicará de nuevo, y aún más, su situación ( incluso cara a sus superiores eclesiásticos) cuando ponga en peligro la cruz de su parroquia, la cruz de San Agustin, que él se encarga expresamente de trasladar a Paris, y que Flambeau ya había anunciado que intentaría sustraer. Pero el Padre Brown, aunque adivine bajo qué disfraz se oculta, como sacerdote, preferirá despistar a los representantes de la ley, tanto al británico, Valentin, como al francés, Dubois (Gerard Oury), por priorizar su intento de conversión del infractor. Esa primera confrontación, o ese primer pulso (tanto dialéctico como físico) tendrá lugar en un espacio subterráneo, unas catacumbas, otro espacio que alude a esa difuminación de los límites y de la constitución de una realidad sostenida sobre apariencias no sólo engañosas, sino que esconden recovecos inusitados, tanto del otro como de uno mismo. Significativo es que en ese primer duelo esté en juego una cruz, ya que el padre Brown forcejea con Flambeau para que se reconduzca en la fe, porque el robo en sí mismo refleja indiferencia, incluso negación y rechazo. Como replica Flambeau, para él valor y precio no es lo mismo, y quizá el padre Brown está achacándole aquello en lo que él incurre con cierto precipitado maximalismo. Es interesante, al respecto, el detalle de que el padre Brown resulte, en general, tan eficaz en sus deducciones como en sus acciones para despistar a los policías que le persiguen, y que no distinga nada si no porta sus gafas. No deja de ser irónico que el mundo sea tan borroso para alguien tan agudo; otro mordaz apunte sobre cómo se difuminan o emborronan los límites en su forma de actuar (que transgreden los límites marcados por la ley o su misma institución), y sobre lo difícil que resulta descifrar las apariencias. Y, por añadidura, cómo sus juicios, en ocasiones, pueden no ser certeros. Flambeu le resulta escurridizo. Por eso, su principal desafío será comprender cómo es y por qué actúa como actúa. Quiere enfocarle, comprenderle.
Perder la cruz, o no poder impedir que sea robada por Flambeau, por priorizar el querer comprender, y redimir al ladrón, determinará que se establezca un duelo de inteligencias entre ambos. Por eso, elocuente es que establezca una trampa con el reclamo de un valioso juego de ajedrez (esculpido por Benvenuto Cellini) que pone en subasta, con la connivencia de su propietaria, Lady Warren (Joan Greenwood). De nuevo, para el Padre Brown, la primera prioridad es despistar al inspector Valentin. Incluso, el ladrón no se esfuerza mucho en robar el juego de ajedrez, devolviéndoselo a Lady Warren. Parece que lo prioritario es su pulso. En este segundo asalto, Flambeau revela algo más de él, su sensación de desajuste con el mundo, su condición de hombre instruido en las artes de la espada en tiempos que privilegian las bombas u otras armas de fuego, y la equitación en tiempos ya dominados por los coches u otros vehículos de motor. Y como carece de la necesaria capacidad adquisitiva opta por robar aquello que le facilita rodearse de belleza. Esquivo y difuso, el Padre Brown aún no logra enfocar cuál es la raíz de ese desajuste con la realidad y el mundo. Aún será necesario un asalto final, mientras de nuevo esquiva a los representantes de la ley y la amenaza de una posible sanción en una prevista reunión con las altas instancias eclesiásticas, para lograr contextualizar a Flambeu. Y su herramienta será el uso de la habilidad de Flambeau, el robo de su pitillera, en la que destaca el blasón de su linaje. Su esclarecimiento dará pie a una divertida secuencia en la que, valga la paradoja, la rotura de sus gafas es accidente generador de gags.
La modulación de la narración es tan templada, distendida, como el talante el padre Brown, y fluye serena, con esa circunspección que rehuye los énfasis, pero la manera con que modula, con sutil coreografía, esa sucesión de gags, involucradas tanto las gafas tanto del Padre Brown como las del anciano experto en blasones, puede verse, también, como un antecedente de ciertas comedias de Blake Edwards, en particular El guateque (1968) y la serie de la Pantera Rosa. Sobre todo por la suma de otros detalles: en una de las secuencias iniciales, el padre Brown sale de la iglesia y un hombre se abalanza sobre él, y realizan una rápida pelea a base de llaves de judo. Pero no es un ataque, sino otra de las clases por sorpresa que ha contratado el padre Brown (un precedente de los ataques sorpresivos de Cato al inspector Clouseau, a partir de El nuevo caso del Inspector Clouseau, 1964). Del mismo modo, Flambeau puede también considerarse precedente del ladrón de guante blanco encarnado por David Niven o Christopher Plummer en, respectivamente,La pantera rosa (1963) y El regreso de la pantera rosa (1975). Como también, en esta serie de películas, o sobre todo en El guateque, son recurrentes gags generados por el contraste entre el sonido en fuera de campo y lo visible en el encuadre, como el plano fijo sobre la expresión de quien dirige la subasta que, cuando se escucha cómo se rompe el valioso jarrón del lote a subastar, directamente, sin alterar su gesto, indica que se pasa al siguiente lote.
La conclusión consecuentemente tiene lugar tras una pared falsa que se abre con un resorte. Y con otro estupendo apunte sobre la condición equívoca, o escurridiza, de las apariencias: El Padre Brown pensaba que tras el enigma descubriría una figura desgraciada, desesperada, alguna historia trágica, y sólo había un caballito balancín, los juegos de un niño, la transgresión, en suma, de los uniformes de lo adulto. Ese era su desajuste. Por eso, Flambeau había decido adaptar la realidad a su voluntad o capricho, cual niño. Crear su particular habitación secreta decorada con sus juguetes, como él los llama, es decir, decorar la realidad según su deseo. La victoria de el Padre Brown será hacerle comprender que convertir lo que roba en su propiedad priva a los demás de su disfrute. Le hace comprender que hay un mundo alrededor, otras voluntades. El mundo no gira alrededor del capricho de su voluntad. Ni se mide en términos de propiedad. Si el Padre Brown fuera alguien real hubiera sido perseguido por la Caza de Brujas acusado de ciertas afinidades con el ideario comunista.

miércoles, 1 de agosto de 2018

Los increibles 2

Una cuestión de visibilidad. En la secuencia introductoria de Los increibles 2 (2018), de Brad Bird, la familía de superhéroes se enfrenta a un villano de nombre Socavador, el cual utiliza una máquina perforadora subterránea, que socava los cimientos de la ciudad, con la finalidad de perpetrar el robo a la cámara acorazada de un banco. El trayecto dramático de Los increibles 2 se vertebra sobre dos cuestiones que socavan los cimientos sociales en la actualidad, ambas relacionadas con la visibilidad: por un lado, el tira y afloja de la cuestión genérica en la distribución de funciones en los escenarios domésticos y públicos, o de detentación de privilegios sin cortapisa alguna en la esfera laboral, en la notoriedad del escenario social. Y, por otro lado, el predominio de la pantalla como escenario dominante, con la consecuente enajenación, en distintas direcciones, en la avidez de notoriedad y en su reverso, la amargura de la frustración.
Con respecto a la primera cuestión, el trayecto alterna dos dedicaciones, o tareas heroicas: las misiones de salvamento que tendrá que realizar Helen/Elastigirl, promovidas y apoyadas por Winston Devor, director de una empresa de telecomunicaciones dispuesto a rehabilitar la imagen de los superhéroes, considerados ilegales, y por otro, la dedicación a horario completo a las tareas del hogar de Bob/Mr Increible, quien se muerde la lengua, aunque la cueste, al aceptar que sea ella la protagonista de la función, y él tenga que resignarse a la tarea invisible del cuidado y atención de sus tres hijos. Deberá reciclarse en sus conocimientos de matemáticas para ayudar a su hijo Dashiell, intervenir en las zozobras sentimentales de la adolescente Violeta, y sobre todo lidiar con la turbina energética del pequeño Jack-Jack: o cómo resistir heroicamente la dificultad de conciliar el sueño o encontrar un pequeño resquicio para uno mismo. Por un lado, se resalta el lado menos grato de la paternidad, lo que conecta con la lúcida y nada complaciente mirada de Jason Reitman/Diablo Cody en la notable Tully (2018). Por otro, en los múltiples poderes que revela poseer JackJack se refleja la multiplicidad de poderes que debe disponer el ejercicio de la paternidad para lidiar con una tarea que puede absorber como un agujero negro (y no sólo el tiempo).
Elastigirl, por su parte, tendrá que enfrentarse a un villano de nombre Rapta-pantallas. Su poder hipnótico a través de las diversas pantallas logra sugestionar en tal medida que rapta las voluntades, las cuales realizarán aquello que les demanda. La pantalla es la aspiración escénica pero también agujero negro. Si eres un héroe, estás en el centro del foco, protagonizas la pantalla. La figura del héroe, por otro lado, no deja de ser un ilusión, que refleja esa necesidad de que haya una fuerza exterior que resuelve las adversidades o contrariedades cotidianas. El heroísmo no es una cuestión de protagonismo escénico, de sentirse la figura notoria, como la envidia que le corroe a Mr Increible con respecto a su esposa, Elastigirl, por no ser él quien sea el protagonista. Es más bien una cuestión de capacidad resolutiva aunque, de modo más preciso, de actitud o disposición, un deseo de resolver o ayudar, por lo tanto, una tarea en la que no está exenta la falibilidad. No siempre se puede ser resolutivo, no siempre se puede estar en el momento adecuado, o disponer de la capacidad de respuesta ( y quizá en ocasiones se resuelva más bien por la intervención de otros). Su reverso es la negación, el nihilismo que no cree en lo posible, o cree que la promesa de lo excepcional no deja de ser un engaño. La enajenación del dominio de la pantalla se convierte en una forma de canalizar la amargura de no poder controlar la realidad.
En relación a la visibilidad hay otra línea complementaria: en la primera secuencia, un chico que le gusta a la adolescente Violeta la sorprende con su traje de superheroína. Mr Increible pide a Dickar que borre ese recuerdo de la memora del chico, como hacían los Hombres de negro. Pero el borrado se amplia más allá de ese suceso, con lo que el chico que le gusta no la recuerda en absoluto. Violeta, que posee el poder de la invisibilidad, se convierte, para su desesperación, en alguien completamente invisible para la mirada de quien deseara que la viera como su centro, primer plano y fondo de pantalla de realidad. Significativamente, el relato comienza con el interrogatorio a ese chico, o con su perspectiva, la perspectiva de la mirada ordinaria, nuestra mirada, que puede ser asombrada, de admiración, como también, como refleja el desarrollo del relato, la mirada que se oculta tras Rapta pantallas, el resentimiento y la amargura. Para qué alegrarnos del éxito de otros, como sí en cambio se esfuerza en combatir en sí mismo Mr Increible (¿al fin y al cabo él no siente al principio que ella rapta la pantalla que él quisiera protagonizar?).Se esforzará en asumir, encajar, que la protagonista sea ella, Elastigirl, y a la vez disfrutará del logro de convertirse en eficaz héroe doméstico que logra solventar las múltiples pruebas que comporta ser un padre esforzado y voluntarioso.
Los increibles 2 arranca en movimiento, ya con una secuencia introductoria de acción, que prosigue donde terminaba la obra precedente del 2004, también dirigida por Brad Bird. Un desafío que puede convertirse en trampa de arena o en rampa de lanzamiento. Por ahora, no hay ninguna equiparable a la introductoria de Skyfall, de Sam Mendes. Hay casos en los que el desequilibrio, entre acción y conflicto de personajes, torna en irregularidad la narración, como en el caso de la secuela de Kingsman. En Los increibles 2 se consigue armonizar, con ese admirable equilibrio narrativo que Bird ya había demostrado en la mejor de la serie Misión Imposible, la IV, y en Tomorrowland. El centro de la pantalla, por muy espectaculares que sean las acciones, no dejan de serlo los personajes con sus conflictos.

lunes, 23 de abril de 2018

Isla de perros

“¿Quiénes somos?¿Quiénes queremos ser?” El título original de Isla de perros (2018), de Wes Anderson, Isle of dogs, tiene similitud fonética con I love dogs/Amo a los perros. En una de las últimas secuencias se lee un haiku que asocia la desaparición o muerte de los perros con la hecatombe o degradación terminal de la naturaleza. Un haiku es un poema breve que expresa asombro por las manifestaciones de la naturaleza. Se podría contemplar Isla de perros como la versión, en forma de siniestra pesadilla, tamizada por la templada visión del humor, que expresa ese sentimiento a través de su reverso (la carencia): Una sucesión de haikus, o secuencias, que reflejan la degradación o infección de la naturaleza, a través de escenarios que son residuos o desechos industriales. En esta distopia, el cuerpo que representa esa naturaleza degradada es el del animal que simboliza la entrega o la lealtad, el perro. ¿No es el recurrente abandono de perros un reflejo de la inconsecuente y caprichosa naturaleza humana que cosifica, como mercancías, hasta los animales, que sino son alimento son piezas recreativas que, por lo tanto, también pueden ser prescindibles cuando pierden utilidad o resultan un incordio o lastre? En Japón, el país donde erigieron una estatua a Hachiko, el perro que esperó durante años en una estación el retorno de su compañero humano que no sabía que estaba ya muerto, en un futuro indefinido en el que las ciudades han arrasado el entorno, y por eso ya la gran urbe se denomina Megasaki, el virus gripal canino se considera una amenaza para los seres humanos, por lo que su autoritario alcalde, Kobayashi, decreta que todos los perros sean arrojados en una isla basura, un árido paisaje pedregoso, un estercolero surcado por los cadáveres de construcciones industriales, y también recreativas, abandonadas, detritus o purulencias de la civilización de la voraz especulación financiera (para lo que no hay suelo que se libre de su conversión en útil).
En ese paraje de perros abandonados destaca un quinteto, entre los que no hay figura autoritaria, sino que conforman un colectivo democrático, ya que toda decisión se toma por votación (por eso sus nombres son todos reflejo de liderazgo: Chief, Boss, King, Rex y Duke). Aunque entre ellos sí hay uno que se singulariza, Chief, por definirse no como perro doméstico sino callejero. Es quien niega la reverencia a los humanos, y será quien se muestre más remiso cuando irrumpa en escena un niño de doce años, Atari, en busca de su perro, Spots, que fue el primer can abandonado. Por ello, se establece una doble dirección en el proceso de conciliación, una doble modificación. No sólo de la actitud humana, a través de Atari, que representa el amor incondicional, pero en dirección hacia los animales, sino a través de la transformación de actitud de Chief, quien se confronta con las sombras de su pasajera convivencia con humanos: no sabe por qué, pero tiende a morder. No quería, pero lo hizo, y es un impulso que puede dominarle. En lo doméstico palpita lo salvaje. El respeto de la naturaleza no implica la negación de su condición. Un animal no es un peluche, como no lo es el ser humano.
Anderson declaró que la influencia fundamental para esta obra fue el cine de Akira Kurosawa, aunque las composiciones de medidas simetrias, como cajas de bombones o maquetas, y la serena distancia de su estilo, me evoquen más el de Mikio Naruse o Yasujiro Ozu, en particular por ese irónico humor que recorre la narración como un jugo sanguíneo, y que le aleja de la crispación que solía más bien definir el cine de Kurosawa, con la excepción de su obra maestra, Dersu Uzala (1975). Aunque su substrato, la tensión apocalíptica, o la condición excrecencial de los escenarios, sí conecten con la virulencia de su cine, o el del gran Masaki Kobayashi, que diseccionó la enajenación de la codicia o el autoritarismo en las espléndidas The inheritance (1963) o The fossil (1975), y por extensión la guerra, en su excelsa trilogía La condición humana (1959-61), y que es homenajeado dándole su apellido a la figura que representa esa enajenación autoritaria.
Isla de perros se sostiene en armónico equilibrio entre lo siniestro y lo irónico. La misma construcción del relato abunda en lo segundo, mediante la acentuación de la condición de juego de la misma representación, por lo tanto, evidenciando el propio artificio: cómo se puntúan las evocaciones (“aquí termina el flashback”) , o por su misma estructuración, en cuatro capítulos, así como también en pasajes o pruebas que superar para alcanzar un propósito, la búsqueda, en el otro extremo de la isla, de Spots, por parte de Atari, acompañado de un quinteto canino en el que destaca la singularidad de un perro, Chief, en conflicto con su propia naturaleza. Spot, al fin y al cabo, significa tanto mancha como lugar. Y esta odisea en una isla basura, que representa nuestra mancha, la degradación a la que sometemos a la naturaleza, es la recuperación de nuestro entorno como lugar, como espacio que habitemos en armónica relación con lo natural. Esa es su interrogante: ¿Quiénes queremos ser? La nueva singular colaboración de Alexandre Desplat con Wes Anderson

domingo, 25 de marzo de 2018

Peter Rabbit

El conejo que aprendió a mirarse. Antes del conejo con orificio ocular que se le aparecía a Donnie Darko, antes de Roger Rabbit, el invisible Harvey e incluso Bugs Bunny ya había aparecido Peter Rabbit. No es que fuera el primero, porque antes ya estaban, por obra y gracia de Lewis Carroll, la liebre de marzo que acompañaba al sombrerero loco en sus festejos, y sobre todo, ese conejo blanco con prisa que sigue siendo un inquietante reflejo de nuestra naturaleza humana que tiende a ir del revés aunque crea que tiene todo bien cuadrado (según cierto concepto presuntamente estable llamado realidad). Peter Rabbit fue parido por Beatrix Potter en 1902, tanto en letra como en ilustración. Ahora 'Peter Rabbit' (2018), de Will Gluck, que combina animación e imagen real, ha sido recibida por algunos como un sacrilegio que haría revolverse a la autora en su tumba.
Sólo los primeros pasajes de la película se inspiran en 'The tale of Peter Rabbit', en el cual un temerario Peter, pese a la admonición de su madre, para que no le ocurra como a su padre y acabe siendo carne de un pastel, se interna en la huerta del señor Mcgregor, mientras que sus tres hermanas, más responsables, se dedican a coger moras. Una incursión que implica poner en riesgo su vida, y pérdida de su chaqueta que McGregor utilizará para vestir al espantapájaros. Peter retorna a la madriguera cabizbajo, y mientras sus formales hermanas disfrutan de una opípara comida él tiene que conformarse con una vulgar sopa. Colorín colorado hay que aprender a no ser tan atolondrado. En la película, Peter es el líder de un quinteto, formado por su amigo Benjamin y sus tres hermanas, que colaboran como asistentes y vigías en su penetración clandestina en la huerta para sustraer verduras. Pero en este caso es capturado cuando quiere recuperar su chaqueta (que perteneció a su padre y, por lo tanto, le representa), aunque se salve por azar, ya que el señor McGregor (Sam Neill) sufrirá un infarto, que determinará la introducción en el relato del que será no sólo contrincante de Peter, sino en cierta medida su reflejo (de juventud arrogante), el sobrino nieto de McGregor, Thomas (Domhnall Gleeson).
Hay una idea muy sugerente en estos pasajes iniciales: el contraste entre la animación moderna y la tradicional. Los flashbacks que evocan la infancia de Peter, y su relación con sus ya fallecidos progenitores, se realizan con una animación tradicional que recrea las ilustraciones de Beatrix Potter. La actualización es doble, por técnica de animación, y por traslado a nuestros tiempos. Signo de los tiempos, dos sensibilidades se contraponen con respecto a la relación con los animales, por lo tanto el trato a los mismos: la que se relaciona de modo armónico y respetuoso, que representa la vecina, la pintora Bea (Rose Byrne), y la estirada y despectiva de Thomas, quien nos es presentado como responsable de la sección de juguetes en los grandes almacenes Harrod. Alguien que más que disponer de sentido lúdico tiende más bien a enumerar y clasificar todo, una mente cuadriculada que no tiene reparo en sorber con una pajita el agua de un retrete limpiado para corroborar que no hay mácula de suciedad. Es tan poco natural que en su apartamento parece que toca el violín cuando más bien finge ya que es la interpretación de un violinista en un disco. La impecable composición de Gleeson, sin forzar el histrionismo, matiza un personaje que evolucionará, modificando su actitud, como a su vez lo hará Peter.
La causa de la transformación que libera a Thomas de su enajenación, o sea, su engolado ensimismamiento, es la misma que determina el pasajero enajenamiento de Peter, quien traspasa el umbral del desquiciamiento en el combate con su antagonista. El motivo, del que tarda en tomar en consciencia, es que quien de alguna manera ejercía para él de madre sustitutiva, Bea, se siente atraída por Thomas. Y eso implica que él ya no sea centro de foco de atención. Una atracción sentimental en progreso que es contemplada por los cinco, en sucesión, en diversos escenarios, espectadores de una película que preferirían que se interrumpiera. De hecho, en ocasiones, y es otro de sus aspectos más sugerentes, la narración ironiza sobre su misma condición de relato (el instante en que se ofrecen dos versiones: según la voz en off si fuera otro tipo de relato, los padres, desde la ilustración que les representa, le aconsejarían a Peter que deje de lado sus celos y asuma que el amor se comparte, pero como es este tipo de relato, no dicen nada), sobre ciertas convenciones (la vestimenta en los animales: el zorro que corre eufórico en las fiestas gritando que está desnudo) y sobre el mismo personaje, o su presunción de héroe, cual relevo de su padre (es decir, presunto adulto), frente a la condición de comparsas de sus hermanas y sobre todo su amigo Benjamín (el instante, tras que Peter se tropiece, en el que la voz en off interroga sobre cuál es la frontera que separa al héroe del lunático). Peter se tropieza con su obcecamiento por sacar de encuadre a Thomas, justificándose en que es un falso, por lo que, inconsciente, obstaculiza la real modificación de carácter que está viviendo Thomas al enamorarse de Bea. Si Thomas parece que comienza a verse de otra manera, Peter no sabe aún verse a sí mismo, como no entiende esas pinturas abstractas de Bea. La toma de consciencia de que quizá la actitud de Benjamin sea más sensata que la suya será decisiva para su transformación. Quizá no sea el líder ni el héroe ni el modelo de conducta sino aún un aprendiz que necesita un correctivo de humildad para evitar los daños que causa su atolondramiento e inconsciencia.
La narración, aun irregular, entre ingeniosas ocurrencias y otras menos inspiradas, se despliega con exultante dinamismo. Destaca particularmente en excentricidades narrativas, como el montaje secuencial que condensa el porqué no es de extrañar que McGregor sufriera un infarto: su nada sana dieta alimenticia generadora de altas cotas de colesterol, o esa sucesión de planos de Peter y Thomas en diferentes medios de locomoción cuando retornan de Londres. El influjo de Tex Avery se percibe en las confrontaciones con Thomas, como su pelea con Peter en el estudio de Bea, interrumpida por la aparición de esta, o en los asaltos a la casa de Thomas, cuando trastocan la electrificación de la valla, que ha colocado Thomas, a los pomos de la puerta, o cuando Thomas es bombardeado con verduras, incluida la fruta a la que es alérgico, la mora, lo que suscitó la susceptible reacción de diversas organizaciones y asociaciones de alérgicos que la consideraron un “ataque deliberado” e “irresponsable” hacia las alergias alimentarias, por lo que exigieron las disculpas de la productora. Otro tipo de desquiciamiento en esta sociedad poseída por susceptibilidades y anatemas y otras crispaciones de las que el conejo blanco huiría no porque tiene prisa sino porque tiene miedo.