No me resultaron sugerentes las dos anteriores películas de Jaime Rosales. Me parecieron impostadas por diferentes motivos. Petra (2018) por su envaramiento. Los actores articulaban sus diálogos como autómatas. La formalización del planteamiento expresivo de la película se encasquillaba. Girasoles silvestres (2022) en el otro extremo, por intenta parecer natural como si se captara al vuelo la vida de seres corrientes y molientes. Le lastraba esa tendencia, por desgracia extendida en el cine español de esta última década, de pretender realizar, en forma de largometraje, un episodio del programa televisivo Vivir cada día (1978-1988), de la que es representante exitosa el anodino cine de Carla Simón. Infección que afectó también a un cineasta de muy estimulante filmografía, Manuel Martín Cuenca, cuando decidió El amor de Andrea (2023), tan insulsa como la propia vida de sus corrientes y molientes protagonistas. Hay cineastas a los que en sus películas, aunque no siempre, les gusta utilizar actores no profesionales. Es el caso de Jaime Rosales en varias de sus obras, no en la interesante Hermosa juventud (2014), en la que contaba con Ingrid García Jonsson, una obra en la que esa captación de realidad ordinaria, aunque sean circunstancias singulares, encontraba mayor equilibrio con un conflicto dramático. Una combinación que resulta aún más inspirada en Morlaix (2024).
Morlaix cuenta como protagonistas, en la mayor parte de su narración, con jóvenes que no disponen de mucha experiencia en la interpretación, pero cuenta con actores profesionales como Melanie Thierry o Alex Brendemuhl, protagonista de la premiada primera película de Rosales, Las horas del día. Desde sus iniciales secuencias se percibe que su planteamiento resulta sugerentemente heterodoxo, ya que combinará color y blanco y negro y diferentes formatos, el panorámico y el cuadrado. Pero, aun más, transgredirá todo verosímil con una muy ocurrente idea, una película que los protagonistas ven el cine en la cual los protagonistas son ellos mismos. Una película de nombre Morlaix, dentro de la película Morlaix, que ejerce como ingeniosa constatación de la vivencia de los sentimientos como una película. La película se inicia con imágenes de paisajes, rurales y urbanos, en Morlaix y en París (en la que transcurrirá buena parte del último acto), y concluye ese montaje secuencial con un rostro, el de Gwen (Amithe Audiard). El blanco y negro sustituye al color. La narración, con personajes, se inicia con un funeral, el de la madre de Gwen. Una ruptura en la banda sonora: Se queda en silencio, en un primer plano sobre el rostro de Gwen que son numerosos planos, porque parece que se fragmentara en gestos de convulsión. Los sentimientos y sus convulsiones. Un plano que se repetirá en las secuencias finales con la Gwen adulta (Melanie Thierry), veinte años después. Entremedias unas vivencias sentimentales que se viven, en ese periodo de la juventud, como si fuera sinónimo de transcendencia, pero años después quedarán como eco de una historia con su conclusión que queda arrinconada, como escombros, mientras se construye la relación con otro hombre, con quien tiene dos hijos.
Gwen dispone de una pareja, Thomas, pero se siente atraída por un recién llegado de París, a mitad de curso, Jean Luc (Samuel Kircher), aunque quien establecerá primero amistad será el hermano pequeño de Gwen, Hugo, quien se siente solo en un colegio en el que no logra conectar con nadie. Jean Luc se integra en el grupo de amigos de Gwen y pronto destaca por su singularidad, no solo porque transpire procedencia urbana como señala una amiga de Gwen, como si perteneciera a otro universo. Es un cuerpo extraño en el conjunto, y distintivo, por singularidad como individuo. El planteamiento expresivo resulta ortodoxo dentro de las coordenadas de observación de las relaciones de unos adolescentes, con los recelos de Thomas con respecto a Jean Luc para que no se convierta en interferencia que trastorne la estabilidad de su relación, aunque ciertamente no falten ciertos desajustes. Será así hasta que acontece la singularidad de Morlaix, o la irrupción de la película Morlaix, dentro de la película Morlaix, en la que Jean Luc cita a Thomas y Gwen en un puente para que Gwen se defina y declare a quien quiere, y si se decide por Thomas abandonará, como si se dijera, el escenario, y si es por él, para perplejidad de Thomas, optaría por tirarse del puente porque no quiere que su amor se deteriore. Para él el amor es la espera, la fantasía de la expectativa, la ilusión, como expresará después, cuando todos los amigos se reúnan y comenten su impresión sobre la película, lo cual, a su vez, no deja de ser una reflexión compartida sobre la vivencia de los sentimientos y la idea del amor. En otro ocurrente giro de guion, la narración avanza veinte años. La vida de Gwen es otra. Nada tiene que ver con aquella circunstancia y sus integrantes, nada que ver con aquel escenario dramático, porque, al fin y al cabo, en esas circunstancias hay quienes tienden a la dramatización, que puede ser extrema. La vida tomó otros cursos que nada tenían que ver con las expectativas de absoluto que sintieron en aquella circunstancia. Pese a que no lo consideraran posible en el momento su amor, efectivamente, sí se deterioró, y la relación de Gwen y Jean Luc concluyó. Aún más, el pasado retorna, con el rostro de uno de los aspirantes amorosos, Thomas, para compartir que el otro contendiente entonces, Jean Luc, ha muerto de cáncer. Gwen parece vivir una relación armónica, con su marido, y sus dos hijos, pero decidirá realizara un viaje que es también hacia el pasado, hacia la evocación de lo que sintió entonces, durante un tiempo. Visita el lugar de su primer beso, el cual, curiosamente, fue un cementerio. Y asiste de nuevo, como espectadora, a una sesión de la película Morlaix, en la que su conclusión ya no es la misma que entonces, porque las circunstancias variaron, las relaciones tuvieron un curso que no era el soñado, y determinaron que la película sentimental que vivía variara. De alguna manera ella murió. Las películas de lo que sentimos varían con el paso del tiempo por mucho que en algún momento se sientan como promesa de eternidad.