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lunes, 19 de marzo de 2012

La reivindicación de la casa



Las bestias tienen madrigueras; el ganado, establos; los carros se guardan en cobertizos, y para los coches hay garajes. Sólo los hombres pueden habitar. Habitar es un' arte. únicamente los seres humanos aprenden a habitar. La casa no es una madriguera ni un garaje. En muchas lenguas, en vez de habitar puede decirse también vivir. "¿Dónde vive usted?", preguntamos cuando queremos saber el lugar en el que alguien habita. "Dime cómo vives y te diré quién eres". La equiparación de habitar con vivir procede de una época en la que el mundo era habitable y los hombres habitantes. Toda actividad se reflejaba y repercutía en la habitación. La habitación era siempre huella de la vida. Esta huella podía ser de piedra, enterrada durante milenios, o de hojas de palmera ingeniosamente dispuestas para proteger al hombre en tiempo de lluvia, pero siempre era una huella. La vivienda tradicional nunca estaba acabada en el sentido en que hoy decimos que un bloque de pisos o de apartamentos se entrega "llave en mano". A diario remiendan la tienda sus moradores, la levantan, la extienden, la desmontan. La casa de labor florece o decae con la prosperidad y el número de sus ocupantes; a menudo puede apreciarse desde lejos si los hijos han abandonado ya el hogar paterno o si los viejos han muerto. Un barrio de una ciudad nunca estaba terminado: hasta la época de los soberanos absolutos, en el siglo XVIII, los barrios residenciales de las ciudades europeas eran el resultado no planificado de la interacción de numerosos artistas constructores.Nunca se vivió del mismo modo en dos lugares distintos del mundo, y por eso nunca se construyó ni se habitó del mismo modo. Hábito y habitar son palabras que guardan estrecha relación. Lo que los antropólogos llaman "arquitectura vernácula" es tan peculiar de un pueblo o región como un dialecto. Cada cual' habla como ha aprendido a hacerlo; el hombre construye y habita según le va en la vida.

Garajes para hombres

La mayoría de los europeos de hoy conocen lo que es el arte de habitar sólo por relatos, por experiencias ocasionales en alguna aldea o por penosos y variados intentos de ocupar garajes que fueron construidos para seres humanos. El desarrollo económico ha impedido por doquier, y quizá ha hecho de todo imposible, una vida activa creadora de espacios habitables. El desarrollo económico ha cubierto de cemento el mundo habitable. El medio ambiente se ha vuelto tan duro que nuestros cuerpos ya no pueden marcar en él su impronta. Así, pasamos por la vida sin dejar huella. Los barrios residenciales presentan hoy el mismo aspecto desde Taiwan a Pekín; desde Irkutsk a Ohio. Al artista no se le permite actualmente construir, pues perturba el orden uniforme de la construcción.

Sólo en una medida muy limitada se nos permite aún habitar a los hombres de la era industrial. Por lo general, en vez de habitar, somos simplemente alojados. Los alojamientos se nos dan ya planificados, construidos y equipados; en el mejor de los casos, podemos instalarnos entre cuatro paredes alquiladas o compradas mientras no clavemos en ellas ningún clavo. La habitación se ve reducida de la condición de garaje: garaje para seres humanos en el que por la noche es amontonada la mano de obra cerca de sus medios de transporte. Con la misma naturalidad con la que se envasa la leche en cajas de cartón se nos acomoda a las personas por parejas en los garajes-vivienda.

Ya no vivimos bajo un techo construido por nosotros, sino que hallamos nuestro alojamiento en cuarteles prefabricados para nosotros. Habitar ya no significa dejar una huella de nuestra vida en el paisaje. Habitar equivale hoy a inscribirse en el censo de consumidores de alojamientos y tener derecho a un alquiler o a un crédito-vivienda. Quien contraviene la prohibición que ha impuesto la sociedad de no alojarnos a nosotros mismos deberá contar con la intervención de la policía. Si alguien en Lima intenta roturar un erial, o si alguien en Berlín pretende hacer habitables unas ruinas, será tachado de intruso o de usurpador y será encarcelado.

El arte de habitar y las zonas comunales

Pero el arte de habitar no sólo crea espacios interiores. También fue siempre y en todas partes habitable el espacio situado más allá de nuestros umbrales. Aun hoy, en los, países cálidos, la mayoría de la gente se pasa una buena parte de su vida en la calle. Este espacio habitable fuera del propio hogar son las zonas comunales, lugares que sirven a muchos grupos y a cuyo uso todos tenemos derecho, aunque sólo en la forma comúnmente reconocida por la comunidad. El portorriqueño que llega a Nueva York utiliza la calle con toda naturalidad como un bien común. Y el turco residente en Berlín sigue practicando su costumbre de sentarse en una silla en la calle a charlar, apostar, discutir o hacerse servir un café.

Muy lentamente caerá en la cuenta de que en nuestros países desarrollados el progreso ha convertido las calles en carreteras y el tráfico rodado amenaza a puestos callejeros y bancos, al comercio, al chismorreo, al juego y al trabajo. Hasta ahora el progreso económico ha supuesto siempre y en todas partes la ruina de las zonas comunales y la reclusión de las personas en jaulas de cemento.

Así, poco a poco, el mundo se ha vuelto inhabitable. En las ciudades modernas, y de forma paradójica, con el crecimiento de la población crece también la inhabitabilidad del medio ambiente.

La sociedad nos ha despojado del derecho a habitar. Esta privación constituye una forma muy especial de destrucción del entorno, no menos brutal que la contaminación del agua o del aire, aunque hoy por hoy mucho menos reconocida y denunciada. El aire y el agua tienen ya sus abogados defensores en nuestras administraciones. La imperiosa necesidad de recuperar el derecho a habitar de una manera activa el medio ambiente sólo es reivindicada hasta ahora por movimientos ciudadanos.

Los movimientos de defensa de un espacio habitable, por ejemplo los que han tenido como escenario Kreuzberg, en el bosque de Francfort, suelen ser mal entendidos: la edificación del propio hogar es considerada como un hobby; la vuelta a la vida rural, como un gesto romántico; los intentos serios de criar en medio de la ciudad peces y gallinas, como un divertimiento; la ocupación de casas, como un atropello, y la restauración de ruinas, como un medio de exigir más y mejores viviendas de pro Lección oficial.



Espacio para sobrevivir

Sin embargo, cada vez se oyen con más nitidez las voces de quienes reclaman enérgicamente la recuperación de una vida comunitaria creadora de espacios habitables. Los modernos métodos, materiales y herramienta de construcción hacen hoy me nos costoso y más fácil. para el individuo construirse su propio hogar. Experiencias realizadas en el Tercer Mundo coinciden con otras llevadas a cabo en el South Bronx de Nueva York: quizá un espacio verdaderamente habitable no pueda ser fabricado por métodos industriales, sino sólo mediante una actividad comunitaria y artesatial. A la larga, un espacio en el que la vida pueda dejar huella es tan fundamental para la supervivencia humana como el agua y el aire. Los hombres no están hechos para ser alojados en garajes, por bien acondicionados que éstos estén.

Y así como hogar y garaje pertenecen a diferentes clases de lu gares, el hogar tampoco puede ser confundido con la madriguera del animal, aunque los moder nos biólogos a menudo equiparen ambas realidades. El animal tiene un territorio; la vida humana se desarrolla en un hogar yen un hábitat comunal. Esta diferencia es esencial. El animal, impulsado por su instinto, ocupa, defiende y configura su territorio. Los seres humanos han habitado la Tierra de mil formas distintas, se han imitado unos a otros sus estilos de vida. El carácter del espacio habitable ha sido determinado a lo largo de milenios, no por el instinto y los genes, sino por la cultura, la experiencia y la reflexión.

Cuando los políticos debaten hoy este terna se dividen las opíniones. Para unos, quizá los más en nuestros, países industríalizados, se trata de promover el derecho de los ciudadanos a un alojamiento en vivienda-garaje. El derecho de habitar significa para ellos que todo ciudadano disponga de su parte de metros cuadrados bien situados y acondicionados, construidos por, profesionales. Pero otros muchos quieren algo muy distinto: para ellos se trata de instaurar el derecho a un hábitat comunal en el que cada comunidad pueda asentarse y vivír de acuerdo con su propio arte y su propia capacidad.

IVAN ILLICH (1985)

jueves, 16 de febrero de 2012

El horizonte imaginativo























La escuela inicia asimismo el Mito de Consumo Sin Fin. Este mito moderno se funda en la creencia de que el proceso produce inevitablemente algo de valor y que, por consiguiente, la producción produce necesariamente demanda. La escuela nos enseña que la instrucción produce aprendizaje. La existencia de las escuelas produce la demanda de escolaridad. Una vez que hemos aprendido a necesitar la escuela, todas nuestras actividades tienden a tomar forma de unas relaciones de clientes respecto de otras instituciones especializadas. Una vez que se ha desacreditado al hombre o a la mujer autodidactos, toda actividad no profesional se hace sospechosa. En la escuela se nos enseña que el resultado de la asistencia es un aprendizaje valioso; que el valor del aprendizaje aumenta con el monto de la información de entrada; y, finalmente, que este valor puede medirse y documentarse mediante grados y diplomas.

De hecho, el aprendizaje es la actividad humana que menos manipulación de terceros necesita. La mayor parte del aprendizaje no es la consecuencia de una instrucción. Es más bien el resultado de una participación no estorbada en un entorno significativo. La mayoría de la gente aprende mejor "metiendo la cuchara", y sin embargo la escuela les hace identificar su desarrollo cognoscitivo personal con una programación y manipulación complicadas.

Una vez que un hombre o una mujer ha aceptado la necesidad de la escuela, es fácil presa de otras instituciones. Una vez que los jóvenes han permitido que sus imaginaciones sean formadas por la instrucción curricular, están condicionados para las planificaciones institucionales de toda especie. La "institución" les ahoga el horizonte imaginativo. No pueden ser traicionados, sino sólo engañados en el precio, porque se le ha enseñado a reemplazar la esperanza por las expectativas. Para bien o para mal, ya no serán cogidos de sorpresa por terceros, pues se les ha enseñado qué pueden esperar de toda otra persona que ha sido enseñada como ellos. Esto es válido para el caso de otra persona o de una máquina.

Esta transferencia de responsabilidad desde sí mismo a una institución garantiza la regresión social, especialmente desde el momento en que se ha aceptado como una obligación. Así los rebeldes contra el Alma Mater a menudo la "consiguen" e ingresan en su facultad en vez de desarrollar la valentía de infectar a otros con su enseñanza personal y de asumir la responsabilidad de las consecuencias de tal enseñanza. Esto sugiere la posibilidad de una nueva historia de Edipo -Edipo Profesor, que "consigue" a su madre a fin de engendrar hijos de ella. El hombre adicto a ser enseñado busca su seguridad en la enseñanza compulsiva. La mujer que experimenta su conocimiento como el resultado de un proceso quiere reproducirlo en otros.

La sociedad desescolarizada - Ivan Illich

miércoles, 24 de agosto de 2011



Mi tesis sostiene que no es posible alcanzar un estado social basado en la noción de equidad y simultáneamente aumentar la energía mecánica disponible, a no ser bajo la condición de que el consumo de energía por cabeza se mantenga dentro de límites. En otras palabras: sin electrificación no puede haber socialismo, pero inevitablemente esta electrificación se transforma en justificación para la demagogia cuando los vatios per capita exceden cierta cifra. El socialismo exige para la realización de sus ideales un cierto nivel en el uso de la energía: no puede venir a pie, ni puede venir en coche, sino solamente a velocidad de bicicleta.



La bicicleta es un invento de la misma generación que creó el vehículo a motor, pero las dos invenciones son símbolos de adelantos hechos en direcciones opuestas por el hombre moderno. La bicicleta permite a cada uno controlar el empleo de su propia energía; el vehículo a motor inevitablemente hace de los usuarios rivales entre sí por la energía, el espacio y el tiempo. En Vietnam, un ejército hiperindustrializado no ha podido derrotar a un pueblo que se desplaza a la velocidad de la bicicleta. Esto debería hacernos meditar: tal vez la segunda forma del empleo de la técnica sea superior a la primera.



El americano típico consagra más de 1.500 horas por año a su automóvil: sentado dentro de él, en marcha o parado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, las llantas, los peajes, el seguro, las infracciones y los impuestos (…) Estas 1.500 horas le sirven para recorrer unos 10.000 kilómetros al año, lo que significa que se desplaza a una velocidad de 6 kilómetros por hora.

martes, 17 de mayo de 2011

Némesis médica: La supresión del dolor







Cuando la civilización medica cosmopolita coloniza cualquier cultura tradicional, transforma la experiencia del dolor.

La gente desaprende a aceptar el sufrimiento como parte inevitable de su enfrentamiento consciente con la realidad y llega a interpretar cada dolor como un indicador de su necesidad para la intervención de la ciencia aplicada. La cultura afronta el dolor, la anormalidad y la muerte interpretándolos, la civilización médica los convierte en problemas que pueden resolverse suprimiéndolos.

Millones de virtudes diferentes expresan los distintos aspectos de la fortaleza que tradicionalmente permitió a la gente reconocer las sensaciones dolorosas como un desafío y modelar conforme a este su propia experiencia.

Las culturas tradicionales hicieron a cada uno responsable de su propia conducta bajo la influencia del mal o la aflicción corporales.

Esta rica textura de reacciones tipificadas para presentar el mal y la amenaza universal actualmente está siendo homogeneizada en una demanda de administración técnica de las sensaciones, la experiencia y las expectativas.

El dolor actualmente se está convirtiendo en un asunto político que da lugar a una demanda creciente por parte de los consumidores de anestesia para obtener, de manera inducida artificialmente, insensibilidad, desconocimiento e incluso inconsciencia.

El dolor ha dejado de concebirse como un mal “natural” o “metafísico”. Es una maldición social, y para impedir que las “masas” maldigan a la sociedad cuanto están agobiadas por el dolor, el sistema industrial responde distribuyéndoles mata-dolores médicos. Así el dolor se convierte en una demanda de más drogas, hospitales, servicios médicos y otros productos de la asistencia impersonal, corporativa, y en el apoyo político para un ulterior crecimiento corporativo, cualquiera que sea su costo humano, social o económico.

Conforme se medicaliza la cultura, se deforman los determinantes sociales del dolor. Mientras la cultura reconoce el dolor como una enfermedad intrínseca, intima e intrasmisible, la civilización medica considera primordialmente al dolor como una reacción general que puede ser verificada, medida y regulada.

La profesión juzga cuáles dolores son auténticos, cuáles tienen una base física y cuáles una psíquica, cuáles son imaginarios y cuáles son simulados. La sociedad reconocer y aprueba este juicio profesional. La compasión pasa a ser una virtud anticuada. La persona que sufre un dolor va quedándose cada vez con menos y menos contexto social que pueda darle significación a la experiencia que lo abruma.

El dolor ha cambiado su posición en relación con la aflicción, la culpa, el pecado, la angustia, el temor, el hambre, el impedimento y la molestia. Lo que llamamos dolor en un pabellón de cirugía o de cancerosos es algo para lo cual no tenían nombre las generaciones anteriores.

Por tanto, un obstáculo primordial para una historia del dolor corporal es cuestión de lenguaje.

Viviendo en una sociedad que da gran valor a la anestesia, tanto los medicos como sus clientes en potencia son readiestrados para suprimir la intrinseca interrogacion del dolor. La pregunta formulada por el dolor intimamente experimientado se transforma en una vaga ansiedad que facilemnte puede reducirse con opiaceos.

El progreso de la civilizacio llego a ser sinonimo de la reduccion de la suma total de sufrimiento. A partir de entonces, la politica iba a ser una actividad no tanto dedicada a lograr el maximo de felicidad como el minimo de sufrimiento. El resultado es una tendencia a ver el dolor como un acontecimiento esencialmente pasivo impuesto en victimas desamparadas porque no se utiliza en su favor el arsenal de la corporacion medica.

En este contexto ahora parece racional huir del dolor y no afrontarlo, aun al costo de renunciar a una intensa vivencia.

Este umbral elevado de experiencia mediatizado fisiologicamente, que es es caracteristica de una sociedad medicalizada, hace extremadamente dificil en la actualidad el reconocer en la capacidad de sufrir un sintoma posible de salud.
Mientras rechazan la aceptacion del sufrimiento como una forma de masoquismo, los consumidores de anestesia tratan de encontrar un sentido de realidad en sensacion cada vez mas intensas.

En ultima instancia, el tratamiento del dolor podria sustituir el sufrimiento por una nueva clase de horror: la experiencia de lo artificialmente indoloro.

El dolor pierde su carácter referencial cuando es embotado, y engendra un horror residual insensato, indudable. El sufrimiento, que era soportable gracias a las culturas tradicionales, algunas veces engendraba angustia intolerable, maldiciones torturadas y blasfemias exasperantes; todo esto tambien seguia un curso definido y limitado. La nueva experiencia que ha reemplazado al sufrimiento digno es la conservacion artificialmente prolongada, opacada, despersonalizada. El uso creciente de matadolores convierte cada vez mas a la gente en espectadores insensibles de sus propios yos en decadencia.

Extractos de “Némesis médica (La expropiación de la salud)” de Ivan Illich