Cuando la mezcla de pastillas Vandral, Desenfriol y whisky The Guadalquivir River entró en ebullición en el estómago, estornudante y todo me fui arrastrando casi enterrable hacia el recibidor y manoteándolor, conseguí hacerme con el teléfono. Marqué entonces un número considerable y disparatado y probablemente desde el ano del mundo o desde el mismo infierno, respiroso, oí por el auricular una voz que no entendí lo que decía pero que por la entonación como ensoñadora supuse inmediatamente que preguntaba con amabilidad. No perdí el tiempo aúrico y diligente y feliz pregunté, claro, por ti. Dije ese nombre tuyo, tan posible, muchas veces. Incluso mencioné algunos apellidos que me inventé rápidamente, que casi despenzuñándose en mi auxilio se me acercaron al entendimiento. Rogué que te buscaran, que te trajeran de una vez a mi lado, conchabada incluso. Escuché con atención una vocalización suavita y como intrigada. Dije entonces atropelladamente que necesitaba verte, que tenía una muy perentoricante urgencia de ti, que las noches y los días se me iban personal e irremisiblemente al repateado carajo sin tu compañía, que ya no podía más con tu lamentable y estropeante ausencia. La voz, conjeturé de mujer, seguía su perorata extraña pero cálida y hasta tonificante. Aprovechando uno de sus silencios describí entonces a borbotones cómo eres, tal vez, tu ropa preferida, el pelo, la forma de mirar y sonreir y hasta apunté lúcido el nombre de tu muy posible y taimado perro. Y cuando tuve la certeza espantosa de que iban a colgar berreé como un poseso ¡¡HELP!! y entonces, sólo entonces, con el corazón ya estomagado pude oír, cariacontecido, cómo comenzaba aquella voz sinuosa a entonar una canción conocida, silbándola y cantándola después. No tenía ni la menor idea qué idioma hablaba la rubia puta, porque tenía que ser rubia, pero juro por mis amojamados muertos que estaba copleando una canción de los Beatles. Sobrecogido y jadeante esperé casi agazapado que terminara. Y cuando lo hizo pude oír de fondo algunas palmadas y carcajadas y lo que me pareció un contundente eructo. En ese momento la voz me decía dichosa, yes, yes, yes,... Escribo esto con el teléfono pegado con tesafí a la oreja y a toda la cabeza, importándome una fabulosa mierda la factura de Telefónica, oyéndolo todo, tosiendito y azorrado. Por el otro lado ha desfilado gente para contarme sus cosas o, quizás enneciados, para ornear un poco o insultarme, no sé, no entiendo nada. La rubia no ha vuelto a ponerse. Ya me da la impresión de que hablan varios a la vez y en muchos idiomas y risas. Es igual. De aquí no me moveré, es mi última esperanza. Esperaré cagado y todo que lo mismo, quién sabe, el mundo no tiene que ser tan grande, me vuelva loco por fin cuando en este o en cualquier otro número al azar oiga otra voz y otra y otra y tal vez a la que hace mil dos o seiscientas quince oiga infartantemente tu voz y la reconozca milagrosamente y por lo tanto acierte, es decir, que supuestamente te toque a tí, te pongas tú en el aparato, amor mío.