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22 de septiembre de 2014
Dos sillas para Amis (1)
El último PEN World Voices Festival se propuso (al igual que otros eventos culturales en esa paradoja democrática llamada Estados Unidos) experimentar con la intimidad respecto al público. Es una de las consecuencias indirectas, y por eso mismo más interesantes, de la interacción en las redes sociales. Esto las convierte no en mero objeto de debate, sino en premisa del discurso. Una noche, a iniciativa de la librería McNally Jackson, me tocó cenar y conversar sobre literatura en un restaurante con un amigable grupo de desconocidos. En la siguiente actividad veinte escritores ocupamos un edificio entero, a la espera de que los asistentes eligieran el apartamento donde escuchar una lectura y debatir con nosotros entre el baño y la cocina. En este escenario de abrupta cercanía uno se siente incómodo, pero esa incomodidad resulta estimulante: al autor lo desplaza, literalmente, de su lugar preconcebido. Lo cual por otra parte nos llevaría a la cuestión de cómo preservar el misterio, o cómo elaborar otra clase de misterio, en los omniscientes tiempos digitales.
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21 de octubre de 2011
La Deshacedora
Tras la retirada de El Hacedor (de Borges), bajo amenaza de Kodama y sus memoriosos abogados, se redactó una carta de protesta. La ocasión merecía que partidarios y detractores de Fernández Mallo coincidiesen: la ética es más urgente que las filias y fobias. La editorial se equivocó al no solicitar autorización. Pero resulta aberrante que, por ley, se deba pedir permiso para dialogar con un clásico. No se trataba de explotar el texto original de Borges, sino de trabajar literariamente con él. Lo que se dirime aquí por tanto es la libertad de un procedimiento narrativo, no la legítima defensa de unos derechos de autor. Aunque la carta (que firmé sin dudarlo) insista en lo «actual» y «digital» del caso, la creación a partir de obras anteriores nació con el arte mismo, es parte de él. Está en los palimpsestos grecolatinos, el arte barroco, el teatro clásico, la novela negra, la poesía en general, la obra de Borges. No estamos ante un mero acto de incomprensión hacia el arte posmoderno. Sino, peor aún, ante un acto de incultura general. Este incidente daña a todas las partes. Los únicos que ganan son un par de abogados, convertidos en grotescos árbitros literarios.
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6 de marzo de 2011
Blog Caribe, 1855
A principios de año tuve la suerte de visitar Riohacha, capital de La Guajira colombiana y cuna de los abuelos de García Márquez. Su gente es de una hospitalidad casi inexplicable (sobre todo si uno llega de París). Allí me regalaron un curioso libro sobre la historia de la prensa de la ciudad, firmado por el escritor e historiador Fredy González Zubiría. Un par de meses después, o un par de siglos atrás, averiguo que existió un remoto periódico llamado El mosquetero. Fundado en 1855 y de orientación política claramente conservadora, fue sin embargo pionero en la utilización de ciertos recursos periodísticos que hoy nos parecerían posmodernos. Por ejemplo los diálogos entre personajes anonimos, y muchas veces ficticios, que se dedicaban a comentar sarcásticamente la actualidad de la ciudad. Las costumbres un tanto espadachinas de El Mosquetero hacían que su contenido informativo se confundiera con el libelo, «por su inclinación a la denigración y al insulto personal». Aquel diario duró poco. Versión online no tenía.
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27 de enero de 2011
El ojo hipermoderno
Desde que leí La era del vacío, me fascina Gilles Lipovetsky por su capacidad para teorizar el presente como si se tratase de un tiempo remoto y ligeramente absurdo. Para eso, entre otras cosas, sirve la filosofía. Su nuevo libro, La cultura-mundo, habla de la hipermodernidad. En su opinión, insistir en la posmodernidad sería un error. El prefijo post parece asumir que la modernidad está superada. Cuando, en realidad, se ha demostrado «ilimitada» y «exagerada». Nuestro tiempo consistiría entonces en un enervamiento de ciertos tics modernos. A finales del año pasado, el Magazine de El Mundo publicó una entrevista con él. Allí Lipovetsky menciona la capacidad de la ciencia actual para implantar «en un vivo el rostro de un muerto». Imagino esa cara sin un tiempo preciso. La hipermodernidad sería el ojo de ese muerto que revive y parpadea, mirando desaforado en todas direcciones, y que ya no sabe si lo que ve es el futuro o el pasado.
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14 de octubre de 2010
La cita y el canto
Releyendo Inglaterra, hermosa primera novela de Leopoldo Brizuela, que acaba de publicar la monumental Lisboa, encuentro una idea que no me sorprendería si no fuese de Saramago: «Todo discurso, escrito o hablado, es intertextual y (…) nada existe que no lo sea». No está el portugués reputado precisamente como posmoderno y, sin embargo, esta noción hipertextual de la palabra lo acercaría más a Borges que a la omnisciencia que parece dominar sus libros. Pero si todo es en verdad intertextual, explicitarlo demasiado sería una redundancia. Como empeñarse en darle relieve a una superficie que ya era rugosa. Quizás escribir consista en elegir las palabras por su equipaje. En trabajar con su carga, sus ecos. Esa sería la diferencia entre el canto y la cita. Entre unirse al coro y coleccionar partituras.
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