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17 de diciembre de 2014
Un pie en el desierto
Veo el sensacional documental de Patricio Guzmán, Nostalgia de la luz, que vincula metafóricamente la arqueología, la astronomía y la memoria del genocidio pinochetista. Las tres se nos presentan como lentas labores de reconstrucción del pasado capaces de iluminar las sombras del presente. El director chileno entrevista a la hermana de una de las víctimas, que estuvo años recorriendo el desierto de Atacama -donde funcionó el campo de concentración de Chacabuco- en busca de los restos de su hermano asesinado. Hasta que encontró el hueso de un pie con un calzado familiar. «Me pasé toda una mañana con el pie», cuenta ella, «callada, como en blanco». En blanco hueso. «Fue el gran reencuentro y la gran desilusión. Porque sólo entonces entendí que mi hermano estaba muerto». Una paz similar se merecen ya mismo los padres de los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Mientras tanto, en mi querida Granada, cada día se menciona o se calla el asesinato de Federico García Lorca. La ciudad se enorgullece y avergüenza al pensar en su hijo universal. Una ciudad que tardó medio siglo en dedicarle un parque y tres cuartos de siglo en erigirle una estatua. Quizás el propio poeta se habría reído de su estatua. Pero, para reírse, hace falta tener cuerpo. Nombro el cuerpo de Lorca tal como España lleva narrándose desde 1936: sin saber todavía qué pasó exactamente. Aquí seguimos debatiendo si remover fosas abre viejas heridas o las cierra. Priscilla Hayner, experta en comisiones internacionales de memoria histórica, publicó hace unos años Verdades innombrables. Este título me remite a un revelador ensayo del argentino Fernando Reati, Nombrar lo innombrable, y a cómo ciertos silencios ocupan el lenguaje. Las dictaduras siguen hablando cuando cambiamos de tema. Antes de alcanzar el alivio, explica Hayner, se negocia con el miedo. Miedo a un dolor aplazado y a unos ausentes que no son muertos sino fantasmas. El recuerdo de Lorca es literalmente fantasmagórico: no hay rastros de sus huesos ni tampoco grabaciones de su voz. Si la fosa de Lorca no se encuentra, algún día su fusilamiento podría convertirse en versión opinable, en leyenda desértica. Entonces alguien podrá decir que el hecho jamás se demostró. Que el horror no sucedió necesariamente así. Granada, escribió el poeta, no puede salir de su casa. Algunos muertos tampoco.
22 de noviembre de 2010
En busca del tiempo secuestrado
Converso con amigos chilenos sobre la normalización de la memoria del pinochetismo. Uno de ellos me cuenta que, hasta hace no mucho, llamar públicamente dictadura a la dictadura podía sonar ofensivo. Al parecer eso empezó a cambiar con el arresto de Pinochet en Londres, adonde el genocida había volado confiando en su asombrosa condición de senador vitalicio. Una hora después de esta conversación, voy a una tienda de películas en la calle Merced, en el centro de Santiago. Compro una adaptación chilena de Proust: El tiempo recobrado de Raúl Ruiz, probablemente el mayor cineasta en la historia del país, exiliado en Francia tras el golpe de Estado. Pregunto también por un conocido documental de Patricio Guzmán, en el que se alternan testimonios de los secuestrados con las vicisitudes del encauzamiento al general: El caso Pinochet. Al escucharme pronunciar este título, un cliente muy bien vestido se vuelve para decirme: «¿Y qué caso es ese?». En la tienda no aparece el documental. Los vendedores tampoco parecen esforzarse demasiado en buscarlo. Me despido de ellos y salgo a la calle. Menos mal que, en vez de El tiempo perdido, llevo en una bolsita El tiempo recobrado.
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