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5 de noviembre de 2018

Don para la diáspora

Cada vez que resuena el fatigado mantra de la marca España, no puedo evitar cierta perplejidad. Acaso un país sea lo contrario de una marca: una amalgama de contradicciones, matices y vidas imposibles de reducir a un producto uniforme. Igual que no podemos evaluar la educación pública con los criterios de un consejo de accionistas, la riqueza de una lengua y los balances de una empresa requieren diferentes instrumentos de análisis. Por supuesto, no se trata de omitir ingenuamente el factor económico de la vida cultural, ni sus efectos en nuestra experiencia lingüística. Sino de repensar el punto de partida de ese cruce. Sus –nunca mejor dicho– presupuestos. Si de negocios se tratase, estaríamos ante un comercio, un intercambio de riquezas; y no una multinacional pretendiendo dirigir a un puñado de sucursales. Antes de lanzarse a la febril conquista de mercados exteriores, convendría preguntarse por la naturaleza interna de esa presunta mercancía. La realidad de nuestro idioma se parece más a una comunidad sin centro, cuyos hablantes se expresan con horizontal plenitud. Todo intento de forzar esa dinámica (como le consta a cualquier persona familiarizada con Latinoamérica) está destinado al tropiezo, la tensión entre pares o ambas cosas. Si el trabajo conjunto que desempeñan las diversas academias resulta digno de encomio, el trasfondo colonial de su organización parece subsistir: España sería el centro lingüístico; y otros veinte países, paradójicos satélites mayores que su astro. Para comprobarlo, basta con aplicar el razonamiento inverso. A ningún país latinoamericano se le ocurriría considerar nuestro idioma como parte de su política exterior o sus estrategias de expansión. Quizá por mi formación filológica, aún considero que las academias tienen su sentido y utilidad. Pero, para nadar en las aguas del presente, necesitarán algo más que enumerar los americanismos que ingresan al diccionario como inmigrantes recibiendo la venia de una aduana. Necesitarán replantearse la estructura conceptual que las une, sus propias reglas de juego. Por lo demás, la pervivencia del término americanismo no deja de asombrarme. El diccionario no tilda de españolismos al resto de vocablos del idioma, que representa a menos del 10% de la población hispanófona. ¿Cómo hará la tecnocracia para sobreponerse a este dato, sencillo y abrumador como el Romancero? Mucho han cambiado las cosas desde que Américo Castro fuese objeto de una hilarante parodia de Borges, cuyo artículo “Las alarmas del doctor Castro” refutaba hasta el sonrojo unos prejuicios eurocéntricos que parecían presumir la existencia de un Primer Mundo lingüístico. La lengua es de quien la trabaja, la ama, la cuestiona. Es patrimonio de una multitud transatlántica, sin jerarquías impuestas, y ningún país tiene derecho a actuar como su dueño. Sería hora de asumir su indómita diversidad, su don para la diáspora. Y celebrar que, por encima de las luchas de poder, quinientos millones de curiosos podemos entendernos (y debatir) en esta hermosa lengua que balbuceó un genio mestizo llamado César Vallejo.

(texto aparecido en el debate "El español y la marca España", convocado por El Cultural)

8 de enero de 2017

Piglia y (su otro) yo

Sin Ricardo Piglia, nuestra idea de la literatura sería más miope. Ese legado excede su obra: ha conseguido instalarse en nuestro software lector. Parecía imposible repensar la literatura desde donde la dejó Borges, y construir con semejante punto de partida una lógica original y un tono propio. Esa proeza, entre otras, la logró Piglia con naturalidad. Como teórico, demostró ser un narrador ejemplar. Como narrador, se convirtió en un teórico inigualable. Sinergia que propone un modelo mucho más fértil que cualquier academia. Con su examen en clave de las violencias históricas, Respiración artificial nos mostró hasta qué punto el hermetismo puede ser una respuesta política. Cómo toda escritura entre líneas funda una máquina de monstruos y metáforas. Y que todo soliloquio es, tal vez, una carta dirigida a otra clase de yo. A cierta identidad que sólo toma cuerpo en la acción imaginaria. Formas breves contiene algunos de los ensayos literarios que más me han cautivado. El ojo escrutador de Piglia era capaz de investigar cualquier asunto en clave policíaca, incluido el psicoanálisis o la memoria propia. Esa mirada transformaba la naturaleza del material, no tanto interpretándolo como reescribiéndolo, sumándole una capa de autoría. En eso fue radicalmente borgeano. Sólo que él expandió su horizonte a dos terrenos en los que Borges eludía aventurarse: las vanguardias históricas y los conflictos políticos. Justo ahí es donde intervienen sus otros dos referentes nacionales, Macedonio y Arlt. En ese sentido, más que perturbar el canon, Piglia lo reordenó magistralmente. En la segunda entrega de sus diarios (que movilizan una pregunta sobre la ficción de la identidad, y viceversa), su álter ego Renzi observa que «hablar de escrituras del Yo es una ingenuidad, porque no existe el yo al que esa escritura pueda referir». Después agrega: «Nosotros no éramos, pero vivíamos así». Piglia cultivó una educación y una elegancia personal poco frecuentes. Tengo el convencimiento de que esa actitud íntima es parte de su trabajo estético. Al fin y al cabo, él mismo nos enseñó que la vida va escribiéndose. En su caso, hasta el último instante de la conciencia, ese blanco nocturno.

28 de noviembre de 2016

Identidad y contradicción


     Latinoamérica existe, pero tiene tantas tensiones y tentáculos que por lo general sólo puede ser avistada desde el extranjero, el exilio o el más completo asombro. 
     Latinoamérica no existe, pero acaso le convendría existir, al menos como horizonte imaginario, como fuerza histórica, como grupo de resistencia.
     Latinoamérica existe pero lucha contra sí misma, contra su tradición autolesiva, sus líderes que siguen a sus élites, sus élites que son verdaderos gobiernos, e incluso —por desgracia— también contra su gente, que a menudo sale corriendo en dirección opuesta a la salida.
     Latinoamérica no existe porque es una casa que vigila por separado cada una de las tejas, en lugar de entregarse a la invención del techo que podría albergar todas sus cabezas y multiplicarlas.
     Latinoamérica existe porque de cada pedazo hace familia, de cada fisura frontera, de cada pérdida una memoria común.
     Latinoamérica sigue sin existir como marco político, como acción ciudadana, como brazo que pueda levantar por fin su propio peso muerto.
     Latinoamérica sigue existiendo en el hábito de sus leyendas, en el bochinche de sus esquinas, en las maneras de sus pentagramas, en la sintaxis respondona de sus libros.
     Latinoamérica parece no existir para sus leyes cojas, sus intermitentes constituciones, su extraño castillo de burocracias.
     Latinoamérica parece existir en las parodias de su folclore, en los despachos donde se hace negocio con la identidad, en las malas corbatas que se asemejan entre sí mucho más que las culturas a las que representan.
     Latinoamérica jamás existirá para esa multitud que no come o come mal o se carcome, para sus desempleados con las manos llenas de vacío, sus niños sin el lujo de una infancia, sus mujeres preñadas de patriarcado autóctono, sus indígenas dos veces expoliados, sus periodistas acribillados a micrófono abierto, sus estudiantes desaparecidos en la noche de la impunidad.
     Latinoamérica existirá siempre en la gramática vecina de Andrés Bello, en la canción viajada de Martí, en Henríquez Ureña estudiando su sombra, en Sor Juana enseñándole a guisar apotegmas a Aristóteles, en Bolaño donando su hígado a la ciencia panamericana, en Clarice Lispector recordándole al mapa que hay más lenguas, en Parra burlándose de su compatriota Neruda, en Borges conversando con su hipotético gemelo Alfonso Reyes, en Maradona flotando sobre el estadio Azteca justo antes de caer y caer y caer.
     Latinoamérica no puede existir como rancho malvendido, como parcela de carros, corrales y corralitos, como cocina o baño de los huéspedes industriales, como tubo de ensayo de venenos financieros y babas militares, como mascota ruda pero demasiado agradecida.
     Latinoamérica es capaz de existir como plato de sopa heterogénea, como arcoíris sucio, como milagro laico, como un inmenso coro con distintas partituras, como un puente que piensa sobre mares revueltos, siempre a la buena pesca de sus contradicciones.
     Latinoamérica no existe, por supuesto, aunque lo que no existe es una tentación creativa, una provocación para seguir preguntándose.
     Latinoamérica existe, por supuesto, aunque para ciertos líderes millonarios y sus millones de cómplices, con la cara más dura que el más duro de los muros, algunos pueblos no parezcan existir.

(texto leído en la FIL de Guadalajara 2016, como parte de la mesa titulada “¿Existe Latinoamérica?”. Vídeo del evento.)

14 de junio de 2016

Viajar de oído

Un Borges que me conmueve particularmente, y acaso no tan explorado, es el turista anciano que recorre medio mundo con su ceguera a cuestas. Ese que viaja de oído, a bordo de una elipsis permanente. Escuchando, palpando, oliéndolo todo. Deduciendo el lugar que visita. Ese que dicta breves, sagaces notas en los aviones hasta componer Atlas: un librito tan fragmentario en su escritura como unitario en su concepto, a caballo entre el poema en prosa y la crónica súbita. Ese Borges que entra en la Alhambra para descifrar el braille de las paredes. Que regresa a Ginebra para formular su teoría sobre las ciudades tímidas. Que pisa el desierto egipcio, se agacha trabajosamente para apretar un puñado de arena y, al dejarlo caer de nuevo, susurra: «Estoy modificando el Sahara». Ese último Borges que sintetiza el ínfimo, inconfundible rastro que dejamos al caminar.

2 de octubre de 2014

Un impostor leal

Veo Garbo, el espía, documental que cuenta la insólita vida del doble agente catalán Joan Pujol, a quien se le atribuye un papel decisivo en el desembarco de Normandía. Aunque el apodo provenga de su facilidad para actuar, quizá su mayor don fue el literario. Para salvar el pellejo durante la Guerra Civil, Garbo había desertado del ejército republicano y se había pasado al bando nacional. En la Segunda Guerra Mundial se ofreció como espía a los ingleses, que lo rechazaron. Entonces probó suerte con los alemanes y, una vez contratado por estos, volvió a ofrecerse a los aliados. Así adquirió una fantasmagórica gloria falsificando informes dirigidos al enemigo. Garbo escribió toneladas de documentos, haciendo pasar por verdaderas las más disparatadas conjeturas. Sin pisar Inglaterra, narró minuciosamente a los nazis sus andanzas por Londres. Llegó a inventarse a veintidós informantes imaginarios, vale decir heterónimos, todos con sus respectivas biografías y correspondencias con la inteligencia alemana, que le pagó a su autor por cada uno de ellos. ¿Cómo fue posible tamaña impostura? Quizá porque los nazis necesitaban leerlo: su fanatismo disfrutaba creyéndole. Por esta labor de espionaje fantástico, Garbo llegó a ser condecorado por ambos bandos. Viendo el documental no dejé de pensar en los impostores de Historia universal de la infamia y en el ensayo de Borges sobre las kenningar, donde distingue entre un traidor y «un hombre desgarrado por sucesivas y contrarias lealtades». Si alguien duda de la capacidad de las palabras para intervenir en la realidad, que se acuerde de Garbo, el Pessoa del espionaje. Y que piense cuántas vidas salvaron sus ficciones, no sus armas.

29 de agosto de 2014

Cortázar forastero (y 5)

Uno de los aspectos más significativos y menos estudiados de Cortázar es su labor como traductor. No sólo porque lo retrata como lector y viajero, sino también porque ayuda a definir su relación forastera con la lengua propia. El Cortázar que traduce a Yourcenar o Defoe es estéticamente el mismo que lucha con hipnótica dificultad por pronunciar la erre, que se tambalea en Rayuela al reproducir su lejana habla porteña o deconstruye el género novelístico (y la certeza del idioma autorial) en 62 Modelo para armar. Cortázar hablaba fluidamente tres lenguas; la que peor pronunciaba era la materna. Dejó escrito en francés el poeta ecuatoriano Gangotena, recompensado por una rima intraducible: «J’apprends la grammaire/ de ma pensée solitaire». En sus incursiones como poeta menor, Cortázar adquirió la ambición lingüística de los prosistas mayores. Alguien podrá opinar que algo así ocurre con Bolaño. Pero si en él o en Borges su relegado corpus poético resulta por completo reconocible junto al resto de su obra, en el caso de Cortázar los poemas fueron más bien un adiestramiento, el testimonio inquieto de un narrador distinto. En una carta de 1968, le adjunta a su amigo Jonquières un soneto con el siguiente comentario: «Es absolutamente lo contrario de lo que pienso y hago en prosa, y por eso es muy útil como polarización de fuerzas». Precisamente en “Los amigos”, de Preludios y sonetos, encontramos un verso capaz de definir esa sensación de cercanía con que hoy tantos lectores celebran sus primeros cien cumpleaños: «los muertos hablan más, pero al oído». Muchos gritaron más que Cortázar. Pocos supieron, como él, levantar una voz.

28 de agosto de 2014

Cortázar forastero (4)

Siempre me ha intrigado el conflicto entre las imágenes populares de Cortázar y Borges y sus respectivos tonos como ensayistas. Borges tiende a ser considerado un clásico de sesuda seriedad. Pero su escritura, en particular sus ensayos, está plagada de provocaciones, ironías risueñas y bromas hilarantes. Cortázar es tenido por un autor lúdico, de esencial amenidad. Sus ensayos, sin embargo, mantienen una sorprendente corrección profesoral. Tal es el caso de Teoría del túnel, cuyo arduo empeño en trascender la razón positivista y repensar el surrealismo resulta curioso, si consideramos que dichos objetivos son gozosamente alcanzados en los relatos de Bestiario, escritos al mismo tiempo. Cuando Cortázar afirma que «las ideas son elementos científicos que se incorporan a una narración cuyo motor es siempre de orden sentimental», y que es preciso «hacer el lenguaje para cada situación», uno no puede evitar pensar que a menudo sus cuentos confirman lo que sus ensayos desdicen. Algo parecido podría observarse sobre Imagen de John Keats, minuciosa indagación en el más grande poeta romántico en lengua inglesa, que habría dejado al anglófilo Borges con ganas de diversión. Si bien en ese ensayo hay momentos aforísticos capaces de sintetizar al mismísimo Funes: «toda hoja es una lenta y minuciosa creación del árbol».

12 de agosto de 2013

Eso no es lo que yo quise decir (1)

Puede afirmarse que el modo en que Freud leyó a Hoffmann ha influido en los escritores mucho más que la obra del propio Hoffmann. Cómo alguien lee a otro: en eso consiste el historial clínico de la literatura. Las afinidades entre escritores y psicoanalistas parecen tan significativas como los rechazos de Chesterton, Lawrence, Borges o Nabokov. Resulta difícil resistir la tentación de interpretar estos últimos como perfectos ejercicios de negación o resistencia a la terapia. Sea cual sea el caso, por medio de su neurosis hermenéutica, el psicoanálisis tiene potencialmente la razón. Ahí radica su fuerza pero también su incansable duda. En eso se asemeja a la ficción, vampira del conflicto que padece. «Los escritores han sentido siempre», sostiene Piglia en uno de sus grandes ensayos, «que el psicoanálisis hablaba de algo que ellos conocían y sobre lo cual era mejor mantenerse callado». Esa pronunciación de lo invisible que mueve al personaje, ese afán por delatar la trastienda del conflicto novelístico, está quizás en el origen del fastidio gremial que el psicoanálisis ha generado en ciertos escritores. Pero el psicoanálisis ejerce también de legitimador teórico del drama narrativo, convocando «una épica de la subjetividad, una versión violenta y oscura del pasado personal». El psicoanálisis fundaría entonces el relato del relato oculto. Su metanovela. Las tensiones entre ambos campos las sintetizó Mailer cuando declaró sobre los hipsters: «al haber convertido su experiencia inconsciente en conocimiento consciente, han alterado el foco del deseo». Esta pequeña observación daría para un tratado entero sobre la ocultación del erotismo y la mostración de la pornografía. La novela clásica es al psicoanálisis lo que el erotismo al hardcore.

24 de diciembre de 2012

El globo

Al oeste de Coruña, en los bordes de la ciudad, visito la estupenda biblioteca del centro Ágora. Erigida en el antiguo erial de una zona carenciada, se me antoja un ejemplo de esperanza en tiempos críticos. Su arquitectura, dicen, se inspiró en La montaña mágica. La idea de que una biblioteca entera imite a un solo libro habría hecho las delicias de Borges o de Wilcock. En su interior, los espacios libres y la luz natural tienen tanta importancia como el mobiliario. Es un lugar para pensar los lugares. Apenas lleva abierta un año y ya tiene miles de socios. Los contenidos de la biblioteca están divididos por edades e idiomas, con especial atención a la población inmigrante. De sus paredes no cuelgan retratos de escritores sino de los propios vecinos, sus habitantes máximos. En uno de los pasillos me encuentro una pizarra llena de pequeñas notas, donde los niños han pegado sus propuestas para completar el entorno de la biblioteca. Muchos piden canchas de fútbol, toboganes, columpios o zonas para perros. Pero uno de ellos, con letra ligeramente temblorosa, dejó escrito: «Un globo que no se destruyera». Jamás un gran deseo conoció tan sencillas palabras. Quizás ese globo exista. Esos niños lo inflan cada vez que abren un libro.

2 de noviembre de 2012

Del rigor en la ciencia

Mucho se ha hablado de la alarmante falta de sensibilidad de este Gobierno y sus ministerios a la hora de tachar cultura, sanidad y educación como si fuesen casilleros en un impreso bancario. «Versátil en el error», como alguna vez ironizó Borges, el Gobierno sin embargo no se detiene ahí. Los degüellos en ciencia están siendo insólitamente cruentos, tanto en España como en todo el continente que se llamaba Europa. El riesgo es, ni más ni menos, expulsar de sus países a una generación entera de científicos y romper para siempre, en cada uno de ellos, la cadena de transmisión investigadora. Ese daño durará mucho más que la crisis económica. En el mapa grande, leo la carta abierta que 42 premios Nobel han dirigido a la UE mientras prepara sus próximos presupuestos. En el mapa pequeño (que, como en el cuento de Borges, muchas veces coincide con la totalidad), leo la pancarta que con humor y dolor han dibujado en el Instituto de Astrofísica de Andalucía, en Granada. Un personaje pregunta qué se siente al hacer descubrimientos científicos. El otro personaje contesta: «Hambre».

21 de septiembre de 2012

Cerrajeros y visionarios

Hace dos años y un mes, Fogwill tuvo la ocurrencia de morirse. Hace un año y un mes (cifra de apariencia arbitraria y estructura extrañamente calculada, acaso igual que él mismo) su hija Vera publicó un brillante artículo sobre el duelo. Aquel texto describía, con cierto amor a lo Perec, el interior de la casa de Fogwill sin Fogwill. El museo aún caliente de sus rastros. El desorden de alguien que parecía vivir metaforizándose, fundiendo intimidad y autorretrato. Vera irrumpe en la casa de su padre como una atenta intrusa de algo que le pertenece. Como una extranjera de su genealogía. Y, entre otros mil objetos que parecen una enumeración de Breton, encuentra llaves. Muchas. «Llaves que no abrían nada», especifica. Entonces pienso que hay dos clases de grandes escritores. Los que observan las puertas de su tiempo, para buscar las llaves que las abran. Por ejemplo, Borges o Calvino. Y aquellos que viven inventando llaves a la espera de que alguien, en algún lugar, encuentre al fin las puertas. Silvina Ocampo o, por supuesto, Fogwill.

12 de abril de 2012

De la lectura como turismo sexual

Espío el siguiente diálogo entre un grupo de lectores anglófonos en twitter: «¿A esa lista de libros no le haría falta un toque sexy?». «Un par de autores sudamericanos estaría muy bien.» «No puedo estar más de acuerdo.» «¡Bien dicho, chicos, leamos algo caliente!». Me pregunto si estos entusiastas misioneros del peep-show meridional tendrían en mente (o pelvis) al siempre depravado Borges, al hirviente Onetti, al libidinoso Felisberto, a la ninfómana Mistral, al sátiro Ribeyro, a la babosa Lispector, al pornógrafo Piglia, al salvaje Saer. Quien no es capaz de fornicar en su propia lengua, no merece la lujuria de las traducciones. Sometimes you look so wet, TS Eliot, baby.

21 de octubre de 2011

La Deshacedora

Tras la retirada de El Hacedor (de Borges), bajo amenaza de Kodama y sus memoriosos abogados, se redactó una carta de protesta. La ocasión merecía que partidarios y detractores de Fernández Mallo coincidiesen: la ética es más urgente que las filias y fobias. La editorial se equivocó al no solicitar autorización. Pero resulta aberrante que, por ley, se deba pedir permiso para dialogar con un clásico. No se trataba de explotar el texto original de Borges, sino de trabajar literariamente con él. Lo que se dirime aquí por tanto es la libertad de un procedimiento narrativo, no la legítima defensa de unos derechos de autor. Aunque la carta (que firmé sin dudarlo) insista en lo «actual» y «digital» del caso, la creación a partir de obras anteriores nació con el arte mismo, es parte de él. Está en los palimpsestos grecolatinos, el arte barroco, el teatro clásico, la novela negra, la poesía en general, la obra de Borges. No estamos ante un mero acto de incomprensión hacia el arte posmoderno. Sino, peor aún, ante un acto de incultura general. Este incidente daña a todas las partes. Los únicos que ganan son un par de abogados, convertidos en grotescos árbitros literarios.

15 de junio de 2011

Con y sin Borges

25 años sin Borges. O un cuarto de siglo con más Borges que nunca. Casi nadie discute que fue el Cervantes del siglo pasado. Por su noción transnacional, hipertextual y políglota de la ficción, sin duda se adelantó a su tiempo. Según Umberto Eco, Borges inventó Internet. Pero esa interpretación es parcial, tratándose de un autor con un evidente desinterés por la actualidad y las modernidades. En Argentina, su predicamento ha dependido de la despolitización de su figura. Cuando sus opiniones políticas, a menudo atroces, eran parte del debate literario nacional, la lectura de su obra se veía interferida inevitablemente. Borges fue, en términos literarios, un escritor sin cuerpo. Su obra omite la sexualidad de una manera casi obsesiva. El deseo, el placer, la carne están desterrados de su universo. Sería curioso plantearse cómo un país tan psicoanalizado ha colocado a un genio de la represión sexual en el centro de su canon. Celebrando que hablamos de una de las prosas más brillantes de la historia, quizá no nos vendría mal dejarlo descansar un poco. Lo cual no significa olvidarlo, sino dejar de soñar con imitarlo. Ser epígonos borgeanos parece mucho menos provechoso que ser sus lectores.

12 de marzo de 2011

Reloj de arena, cronómetro

Hay autores a quienes su obra parece dispuesta a esperarlos pacientemente, como sabiendo que alcanzarán la senectud: Santa Teresa, Cervantes, Goethe, Wordsworth, Tolstói, Mann, Juan Ramón, Borges, Saramago, Doris Lessing. A todos ellos la juventud se les renovó por fases. Igual que un reloj de arena volteado muchas veces. Y hay otros autores cuya obra nace acelerada, como con la certeza previa de que morirán pronto: Garcilaso, Sor Juana, Novalis, Keats, Chéjov, Kafka, Lorca, Pessoa, O'Connor, Bolaño. A estos el tiempo los persiguió en cada página. Igual que un cronómetro en cuenta atrás. Al menos ahora son más jóvenes que antes.

14 de octubre de 2010

La cita y el canto

Releyendo Inglaterra, hermosa primera novela de Leopoldo Brizuela, que acaba de publicar la monumental Lisboa, encuentro una idea que no me sorprendería si no fuese de Saramago: «Todo discurso, escrito o hablado, es intertextual y (…) nada existe que no lo sea». No está el portugués reputado precisamente como posmoderno y, sin embargo, esta noción hipertextual de la palabra lo acercaría más a Borges que a la omnisciencia que parece dominar sus libros. Pero si todo es en verdad intertextual, explicitarlo demasiado sería una redundancia. Como empeñarse en darle relieve a una superficie que ya era rugosa. Quizás escribir consista en elegir las palabras por su equipaje. En trabajar con su carga, sus ecos. Esa sería la diferencia entre el canto y la cita. Entre unirse al coro y coleccionar partituras.