La última novela de Antonio Soler, Una historia violenta, empieza con la extraordinaria descripción de la cara de un personaje, similar a la fachada trasera del edificio donde vive, «sin ventanas y mal pintada pero lisa y muy alta». Los personajes rara vez tienen cara para los lectores, que tendemos a atribuirles otra o bien ninguna. Sin embargo, cuando uno conoce en persona al autor de esas ficciones, su fisonomía se infiltra amigablemente en cada perfil imaginario, superponiendo sus rasgos como dos hojas de papel sobre el cristal de una ventana. Pienso de pronto en los rasgos de Antonio Soler, en cómo los describiría él mismo en una novela. Tienen algo de claroscuro, haya la luz que haya: no importa si es un foco lateral, una lámpara de techo, una linterna nocturna o el fulgor de la costa malagueña. La cara de Soler se hace sombra y deja que ciertas zonas resplandezcan, como si fuese una técnica narrativa. Se contradice un poco esa cara, tiene el mentón pequeño y la frente expansiva. Una mitad se lo piensa dos veces, se retrae y se fuga, mientras la otra mitad quiere asomarse al mundo, sobresalir, anticiparse. Soler tiene en la cara sus miedos y su antídoto. Un mapa de ángulos y curvas donde algo se accidenta. Territorio de hoyuelo y cicatriz. Es una cara bella, jamás bonita. Lo bonito carece de conflicto, mientras que lo bello está atravesado por tensiones internas. Cuando uno mira a Soler, tiene la impresión de que un ojo se le oscurece y el otro bromea. Con esos ojos vigilantes, que van de cacería por la memoria, narra mejor que muchos con el cuerpo entero.
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10 de septiembre de 2014
18 de marzo de 2011
Rent a book
Los debates sobre dispositivos de lectura me aburren mortalmente porque, además de interesados, barajan posibilidades demasiado efímeras (¿verdad, abuelo Gutenberg?). La revolución digital sí me entusiasma, como fenómeno de largo recorrido. Una cosa es una gama de productos, sus intrascendentes actualizaciones. Y otra cosa bien distinta es el modelo de contenido, su planteamiento sobre qué es la recepción. Repaso la inteligentísima entrevista a Riccardo Cavallero, directivo de Mondadori. Cuando un sistema de rendimiento económico se repiensa, también se modifica nuestra idea de arte (¿verdad, tío Marx?). «Los editores», vaticina Cavallero, «manejaremos un contenido que tendremos que alquilar. Ya no seremos propietarios». Eso afecta «a la forma por la que opta otro tipo de lector, que no quiere comprar ese libro sino alquilarlo». No puedo evitar acordarme de Antonio Soler. Quien, hace ya una década, la primera vez que un libro mío fue descatalogado y convertido en pulpa, al verme tan horrorizado como si me hubieran asesinado a un pariente, me consoló afirmando: «Nosotros no vendemos nuestros libros. Los alquilamos. Por eso en realidad nadie puede destruirlos». Hay quien acierta hasta cuando exagera (¿verdad, hermano Soler?).
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