Mientras sigo focalizada en conseguir algún trabajo que me permita hacer lo mío, decidí aceptar cualquier changa, laburito pasajero o rebusque que me permita sobrevivir ante la pila de facturas que se acumulan sobre la mesa con el cartel de " para pagar".
Decidí que vender productos de cosmética por catálogo podía servirme al menos para solventar los gastos básicos, y que las guardias de inmobiliaria los fines de semana, aunque paguen una miseria, serían mejor que nada.
A eso, se le sumó un trabajito temporario, a cobrar treinta días después de la fecha de finalización, lo que me transporta a fines de Agosto y me hace imaginar la cantidad de malabares que tendré que inventar para poder llegar a esa fecha sin que me hayan cortado la luz, el gas y el teléfono por falta de pago.
El trabajo sonaba divertido cuando me lo propusieron: Una investigación de mercado solicitada por una conocida empresa de pañales, que requería de encuestadoras que entrevistaran a mamás con bebés y le hicieran probar distintas clases de productos.
Las primeras horas fueron amenas. Una seguidilla de bebés hermosos esperando su turno para desnudarse en público y ser fotografiados en paños menores. Pero después de seis horas la cosa era bien distinta. El llanto angustioso de muchos de ellos, en una habitación de tres por tres, dejaba de ser un motivo para decir "pobrecito" y se convertía en una súplica, en un pedido de misericordia para que alguien calle a esos chicos.
En medio de la prueba de pañales, el asunto se ponía peor. Olores desagradables, que coincidían con la hora del almuerzo y que eran razón suficiente para sacarnos el apetito, y "escapes" imprevistos de algún varoncito que apuntaba directamente a mi persona y que me dejaba una aureola húmeda de meo en mi camisa impecable.
Eso, sin contar las patadas o tironeos de pelo, de esas encantadoras criaturas.
Por suerte, esta semana me tocó una tarea distinta, la de encuestar solamente a las mamás.
Una tarea por demás sencilla, que no pone en riesgo mi integridad física y que me mantiene a salvo de accidentes, pero que logra alterarme un poquito los nervios ante tanto vocabulario incomprensible... En una parte del cuestionario, me encuentro preguntándole a las orgullosas mamás cosas como " si la caca del bebé es líquida, pastosa o de consistencia dura" o " señales que le indican que hay que cambiarle el pañal al bebé". Lo raro es todo lo que sigue, las descripciones que ellas hacen sonrientes sobre el aspecto de la caca, pero sin mencionar esa palabra que parece tabú. Ellas dicen popó o pichín, pero relatan la última diarrea como si fuera la novela de la tarde.
En la recepción, antes de ingresar a la sala en la que son entrevistadas, también cuchichean entre ellas, y son veinte madrazas hablando en diminutivo como si tuvieran cinco años y se conocieran de la salita azul.
¿Será una ley natural la que provoca semejante aislamiento del mundo real al dar a luz a un hijo o simplemente es una pérdida momentánea de la adultez y del criterio que vuelve a recuperarse a medida que el bebé va creciendo?
¿Por qué no pueden decir caca, pis, auto y comida, y son tan felices repitiendo popó, pichín, tutú y papa?
Más allá de este dato menor, hubo algo que realmente me preocupó y que no me permite reírme aunque me esmere.
En la última parte del cuestionario hay ciertos datos que indagamos en relación a su nivel socioeconómico y el nivel de vida, y hubo muchísimas mamás que respondieron que el ingreso promedio de su familia era menor a mil pesos y hasta hubo una que no tenía ni siquiera televisor color. Por supuesto, y aunque nos advirtieron que no podíamos hacerlo, a esas mujeres les dije que se llevaran los pañales que les sobraban de la prueba, bien ocultos en la cartera, porque a las seis de la tarde son tirados a la basura mientras que a ellas les representa un gasto menos. Comprobé que decirles eso las hacía sonreír, al menos por un rato.
Mientras tanto, la realidad que nos vende el gobierno de turno, es que la desocupación está en un índice mucho menor al de dos años atrás y que los pobres son cada vez menos. Que los precios de las góndolas en el supermercado están congelados hace tiempo, y que el aumento que uno percibe es una ilusión óptica, provocada por la gripe porcina.
Ciegos y sordos ante lo que pasa fuera de los vidrios polarizados de sus autos y del avión que los lleva a un planeta que parece no ser el nuestro.
Y así y todo, conservamos la esperanza de que algún día todo cambie, para que esos bebés de hoy se conviertan en adultos en un mundo más equitativo y un poco más justo.