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14 de diciembre de 2011

El castillo de Neuschwanstein (relato), Pablo Chul


Publican un relato mío en el último número 83 de la Revista La Bolsa de Pipas. Aquí va íntegro.

El castillo de Neuschwanstein, Pablo Chul.

La máquina de café que instalaron en nuestra oficina estaba decorada con una foto de metro y medio del castillo de Neuschwanstein. Desde lo alto de su risco, el edificio, con torres asimétricas y gabletes más o menos góticos, dominaba valles nevados, un bosque de abetos y un lago de montaña en el que se reflejaba parte del cielo azul, puro, glacial, sin nubes. En la parte de abajo, en tres idiomas, estaba escrito que aquel lugar era el paisaje más bello del mundo. Piú bello. Most beautiful.

-¿Es Suiza? –preguntó Inés.

-Es Alemania –respondió Montero-. Lo construyó un rey que luego se mató porque dijeron que estaba loco. Uno que tenía una barca en forma de cisne. Uno que abdicó porque le obligaron.

Todos pasamos por delante de la máquina varias veces. Convinimos, por la quietud que emanaba de la escena, que la foto se había hecho a primera hora de la mañana, y cada uno se fijó en un detalle distinto, como un árbol que parecía nacer en la nieve o una placa de hielo al borde del lago. En la oficina olía a coníferas, a resina, al Tirol.

Pero la máquina no daba cambio, y los precios estaban decididos con toda intención. Un cortado, por ejemplo, costaba un euro con treinta céntimos. Un café con leche doble, un euro con cuarenta y cinco. Uno solo, euro con diez. Pero el té, que nadie toma, costaba un euro redondo. Los que alquilan la máquina lo saben y se hacen ricos con los picos sueltos de la gente que no lleva cambio.

A mí, como jefe y encargado de la contabilidad, me preocupa que se gaste sin razón. Evitar el pequeño goteo puede significar, al final de año, algo de beneficio a nuestro favor para detalles de Navidad o la propina del restaurante de la cena de empresa. Me parece que todo cuenta. No creo ser miserable.

Así que me adelanté al problema y preparé una tabla con los nombres de los empleados en una columna, a la izquierda, y las modalidades de café en una fila, arriba, dejando más espacio para las categorías de cortado y con leche. Y les expliqué a todos que anotaríamos cuánto dinero gastábamos en cada consumición en el cruce entre su y nuestra casilla. Cuando viniese el técnico a calcular la recaudación, sumaríamos el número de cafés y le pagaríamos eso, sin más. El resto del dinero lo devolveríamos a sus dueños según la lista.

No sé cómo lo hacen en otras empresas. Me temo que se dejan hipnotizar por la belleza del paisaje.

Imprimí la tabla, la pegué en un lateral de la máquina y me imaginé a mí mismo en una noche helada. Me había perdido en una densidad gélida y lechosa, en un bosque hundido en niebla, y de vez en cuando oía el ruido de la nieve al caer de las ramas de los abetos. Los cristales de hielo crujían bajo mis botas, y yo caminaba hacia la muerte por congelación o, quizá, hacia el amanecer. Y por sorpresa, ante mis ojos, de repente la niebla empezó a teñirse de azul claro y se disipó en jirones deshechos por los primeros rayos de un sol mate. Vi una torre cónica, un grupo de ventanas, un muro en talud, un tejado de pizarra y, al fin, naciendo entre la niebla, el castillo completo en la cima de su peña.


A los dos meses, después de calcular la recaudación, sobraban casi cuarenta euros.

Fui puerta por puerta a todos los despachos:

-Sala de juntas en diez minutos.

Les recordé que la iniciativa de la tabla repercutiría en todos nosotros y que debíamos tomarnos la molestia de anotar el dinero de todos los cafés, incluso si pagábamos el importe exacto, en la casilla que nos correspondiese. Si no lo hacíamos por nosotros, debíamos hacerlo por solidaridad con el ahorro de nuestros compañeros.

-No quiero que nadie pierda dinero pero, desde luego, no quiero que nadie se quede con nada que no sea suyo. Alguien no está apuntando sus consumiciones. Hay dinero de más.

-A mí se me ha olvidado alguna vez –dijo Inés.

Le pregunté cuántas.

-Eso no lo sé. Cinco, seis, pero casi siempre llevo cambio.

No recuerdo quién confesó algún otro despiste. Nada en concreto.

-Si sobra dinero y no es de nadie –dijo alguien-, entonces es de todos. Lo usamos para la oficina, y ya está. Si os parece.

Nadie reclamó el dinero. Esa misma tarde, al volver de comer, paré en una floristería y compré una planta de jazmín.

Pasé un rato decidiendo dónde colocarla, y al final elegí un rincón a la derecha de la mesa de Montero porque sospechaba de él. Le había visto muchas veces por el pasillo con un café en la mano, pero nunca con un boli. Y en la reunión no había abierto la boca. Era un hombre mayor, culpable tal vez de muchos olvidos. Quise recordarle la importancia de anotar los cafés –todos los cafés- y puse la planta a su lado, como un mensaje delicado.

Montero se quitó las gafas y movió su silla hacia atrás.

-Esto, ¿a qué viene?

Sentí el calor de la vergüenza en la cara, y después en todo el cuerpo.

-¿No le gusta? ¿Me la llevo?

Y me sentí, de repente, imbécil.

-¿Me la llevo?

-Déjela.

-Aquí tiene buena luz.

-Que la deje ahí. Gracias.

Noté el corazón en la garganta y volví a mi despacho como si saliera a la pizarra.

El dinero es algo muy espinoso. Por eso hay que ser escrupuloso en su manejo.

Unos días después, salí de mi despacho y me encontré a Montero delante de la máquina de café con una moneda de dos euros en la mano y una sonrisa paralela al bigote. Estaba, como quien dice, con el cuerpo del delito.

-Le iba a pedir cambio ahora mismo –dijo.

Mentira.

-Descuide, Montero –contesté –a éste le invito yo, que llevo suelto. Un café no va a ninguna parte…

Algunos no aprendemos nunca.

-…pero muchos cafés, al final…

¿Por qué lo dije? Montero clavó la mirada en el lago como si fuera a deshelarlo.

-¿Todo esto es por unos céntimos? –dijo.

Y me dejó con dos cafés delante de la máquina. En la torre más alta, justo debajo del tejado, me fijé en un balcón circular, con una balaustrada de arcos apuntados muy estrechos y juntos. Quise imaginar la vista desde allí, pero no pude.

Me bebí mi café, y después el de Montero.

Algo menos de dos meses más tarde, justo antes de que el técnico pasase por la oficina, tuve una sorpresa. Montero asomó la cabeza por la puerta de mi despacho. Estaba de muy buen humor.

-He pensado algo, pero no se moleste si se lo digo –empezó-. Antes de que me monte otra reunión extraordinaria o me lleve un ramo de rosas a la mesa, lo confieso. Mire, lo voy a cantar: yo soy el que no apunta los cafés. Se me olvida, qué le voy a hacer, no me acostumbro. Ya está.

Y se sacó un paquetito plano del bolsillo.

-Esto es para usted, para que no me ponga en evidencia.

Era una foto de una montaña dentro de un marco plateado, y no supe muy bien si el regalo era el marco o la foto.

-Es el pico más alto de Austria, el Grossglockner –dijo-. Casi cuatro mil metros, cerca de Italia. En los Alpes Nóricos.

Le dije que no tenía que haberse molestado. Él se sentó en una silla y cruzó las manos en el borde de la mesa, delante de mí.

-Usted es el que no tenía que haberse tomado la molestia; a mí las plantas se me mueren siempre.

Y empezó a hablar de montañas. Me contó que, de joven, había escalado el Cervino, el Mont Blanc y alguna otra. Estuvo un rato largo en mi despacho dibujando peñas y desfiladeros con las manos en aire.

-Pero ya no escalo. Ahora me gusta cazar.

Cazar. Eso dijo, esta vez con las manos quietas.

-Osos. Matar un oso, eso sí es un sueño. Aquí en España no se puede, está prohibidísimo, pero en Rumanía y en Hungría, sin problemas. Se compra una licencia y listo. Hay osos por todas las montañas.

Me contó algo más y se fue. Creo que cualquier persona entendería que a mí, en asuntos de dinero, me guía el celo. Se me puede perdonar.

Al día siguiente, después de recaudar, sobraban unos cincuenta euros. En realidad, pensé, si Montero era el único que no apuntaba sus cafés, el resultado no cambiaba en absoluto: todo el dinero extra era suyo. Era como si apuntase, pero con tinta invisible.

Así que decidí esperar a reunir el dinero de varias recaudaciones y devolvérselo, todo junto, en su cumpleaños. O quizá, mejor, hacerle un buen regalo, algo más personal, elegido para él.

Se me ocurrió un chaleco de caza con muchos bolsillos.

Pero a Montero empezó a gustarle llamar a mi puerta a media mañana. Golpeaba suavemente con el canto de una moneda y decía:

-Si alguien quiere un café…

Y a veces, sólo a veces, yo salía para tomar el café con él de pie, delante del castillo de Neuschwanstein, viendo los abetos y el cielo azul. Pero casi siempre se sentaba en mi despacho, hablaba diez o quince minutos y se iba.

Llegué a saber de la vida de Montero más que nadie en la oficina, y creo que en la tierra entera. Me contó que vivía con su tía anciana, en el piso de ella.

-Un cura la dejó embarazada durante la guerra. Se fue a vivir con mi madre, le obligaron a abortar, empezó a perder la cabeza. No hace nada, no sabe dónde está, cree que yo soy el hijo del cura. Se pasa el día sentada al lado de un radiador, invierno o verano. Eso es todo, no hace más. No va a durar mucho, está ya más seca que la mojama. En cuanto caiga y yo me jubile, a vivir, se lo digo como lo siento. Vendo el piso y me largo a cazar. No voy a dejar ni un oso en todos los Cárpatos.

Muy bien, Montero. ¿Y qué?

Y no es que me resultase desagradable, pero, muy poco a poco, Montero pareció dar por sentado que a mí me apetecería escucharle todos los días, uno tras otro. Se imponía, con un café para él y otro para mí. Era evidente que no hablaba con nadie más, y empecé a echar de menos perderme entre los abetos nevados, en soledad, con un café –mi café- en la mano frente a la máquina, y no volver a escuchar la historia del cura violador y el hijo abortado.

-Ah, y masca –me soltó una vez de pronto.

-¿Masca? ¿Quién?

-Mi tía, sí. No se lo dije el otro día. Se mete un bizcocho de soletilla en la boca y lo masca un rato. Si se le pega al paladar, se hurga con el dedo. Luego toca el radiador para ver si está frío o caliente, ya sabe. Así todos los días.

Efectivamente: así todos los días. Ciervos, zorros o raposas, me daba igual.

Una vez, abrí la puerta de mi despacho y me encontré a Inés absorta en la contemplación de las laderas alpinas. Llevaba un jersey de cuello vuelto con un crucifijo por encima y el pelo recogido con horquillas.

-Estaba pensando –me dijo- en aprender a esquiar.

Parecía volver en sí después de estar muy lejos.

-Por cierto, tenía que decirte que Montero me ha dado la planta que le regalaste. Dice que no quiere que se le muera, que él tiene muy mala mano.

-Gracias, Inés.

-¿Sabes si desde Sierra Nevada se ve el mar? No a pie de pista, eso me figuro que no. Pero, igual, a lo lejos. Esquiar viendo la Alhambra con el mar de fondo, ¿te imaginas?

-Creo que no. No está todo tan cerca, y creo que el mar y la montaña son direcciones distintas.

-Bueno, ya veré. Igual sí, igual no.

Y entonces, una tarde, me quedé el último en la oficina. Al salir, Montero estaba sentado en el sofá del portal, con una revista de pesca sobre las rodillas. Dijo que tenía el coche en el taller. Si no me importaba, acaso yo podría, en fin, acercarle.

Lo vi como por primera vez. Me fijé en su cuello, atravesado por arrugas horizontales, en su bigote amarillento, en las manos cubiertas de pelos hasta la mitad de los dedos. Llevaba gafas nuevas, sin montura. Se estiró el pantalón al ponerse de pie. Le vi las uñas largas y limpias.

En el coche, me contó una historia en la que él y un amigo se perdían en los Dolomitas y dormían en una cueva. Pasaban tanto frío que se meaban en las manos para que no se les congelasen. Sobrevivían de milagro.

No me lo creí, no me importó y me dio asco.

Paré el coche a la puerta de la casa de su tía, un bloque de pisos de estilo franquista en piedra gris y ladrillo, con las ventanas apagadas. Imaginé a la tía de Montero, consumida en un sillón, fuera del tiempo, al lado del radiador, al final de un pasillo interminable, en la posguerra, en una vida de domingos por la tarde.

Miré a Montero. De perfil era viejísimo, y yo no tenía nada que decirle. Enroscó la revista en su regazo.

-Si quiere –ladeó la cabeza-, mi tía está más muerta que viva.

-Montero, no le entiendo –dije.

De verdad, no le entendí.

Se bajó del coche y entró en el portal. Llevaba el abrigo sobre los hombros, como una capa, y encendió un cigarro del que salió un humo gris, gris, gris.

Al día siguiente, con ciento cuatro euros a su favor, Montero se pegó un tiro en el pecho.

Como jefe, me encargué de las formalidades. Convoqué a todos los compañeros a la sala de juntas, les di la noticia y expuse el problema del dinero sobrante. Votamos emplearlo en una corona para el entierro. Era lo correcto.

Para que me diera el aire, fui yo a una floristería. Sobre el mostrador, una señora de mediana edad y pelo negro pasó las páginas plastificadas del catálogo de coronas funerarias.

-Esto es orientativo –dijo-, recién hechas quedan mucho mejor.

La más pequeña era del tamaño de un roscón de Reyes individual. Todas me parecieron bonitas. Todas eran caras.

El dinero llegó para una mediana.

-¿Qué texto va a querer en la cinta? ¿Es para un familiar?

-Para un compañero de trabajo.

-Entonces, ¿“tus compañeros”?

-¿Tus compañeros? ¿De tú? –le pregunté.

-Claro, sí. De tú. A los muertos de tú, siempre. Sí, siempre. Pero escribimos lo que usted prefiera.

Elegí la corona y el texto, pagué y volví al coche. Pensé que había llegado el momento de empezar a tutearte, Montero, y se me escaparon lágrimas por sorpresa, de repente, a lo tonto.

Porque no puedes hacernos esto a nosotros, a tus colegas. Te lo habrías pensado si hubieras visto a Inés al salir de la sala de juntas. Fue a la máquina, miró la lista de los cafés, pasó los dedos por tu nombre y se fue a su despacho, a llorar sin duda.

Tus casillas vacías, Montero, eso fue lo peor. Como si hubieras empezado a irte antes de tiempo.

Y nadie habló en todo el día. Sin preguntar a nadie tiré la planta de jazmín, que estaba aún medio verde. Guardé la foto del Grossglockner en un cajón de mi mesa y llamé al informático para que formatease tu ordenador. Repartí el trabajo que habías dejado pendiente entre los vivos, y los restos de tu presencia, Montero, desaparecieron en un par de horas.

Preparé una tabla nueva, ésta sin tu nombre, despegué la vieja del lateral de la máquina de café, la doblé y la metí entre las páginas de mi agenda.

Montero, a punto de jubilarte. Sin avisar.

Conduje hasta el tanatorio, busqué tu sala y te vi en tu ataúd, dentro del escaparate. Estabas guapo, Montero. Te habían puesto un traje de tres botones y te habían maquillado bien. Te habían disimulado las ojeras. Te habían peinado el bigote. Tenías las mejillas más llenas, casi lisas. Llevabas las gafas nuevas. Eras un hombre digno de aprecio y respeto, frente a mí, los dos solos en la sala del tanatorio, separados por un cristal y un tiro en el pecho.

¿Dónde te lo pegaste? ¿En el corazón? ¿Justo en el centro? ¿Cerraste los ojos?

Montero, pensé en ti, ¿sabes?

Y te imaginé en el balcón de la torre más alta del castillo de Neuschwanstein con una escopeta de caza, matando a los osos de toda Europa. Estaba amaneciendo, Montero, y empezaba un gran día. Manadas enteras acudían a ti desde los Urales y los Apeninos como si el sonido de los disparos les llamase por su nombre. Los osos se acercaban a los pies de la colina y se dejaban matar a cientos, a miles, abatidos por ti. Las osas empujaban a sus crías con la zarpa hasta los claros del bosque para que tú pudieras verlas bien y matarlas, una a una. Los ositos rodaban hasta el centro de tu mira telescópica. Tú disparabas, ellos morían. Todos.

Y no dejabas ni un oso en el mundo, Montero.

Entonces se abrió una puerta lateral dentro del escaparate, y un operario entró con nuestra corona, que ahora es la tuya. La colocó a los pies de tu ataúd, justo frente a mí.

Pensé que era exactamente del tamaño de un salvavidas.

Perdóname, Montero, pero eso fue lo que se me pasó por la cabeza.

Tu corona era preciosa, Montero. De verdad, te habría gustado. La habían hecho con lirios, gladiolos y claveles entrelazados, y dos amarilis rojas, juntas, en la parte de abajo.

Y escrito en la cinta, con mayúsculas negras, de lado a lado:

LO DE TUS CAFÉS


Fotografías de John Mann

8 de mayo de 2010

Taller de relato

¡Me estreno como profe!
Este verano, taller de relato e introducción a la escritura creativa. Una semana de duración, alojados en Casa Josephine.

La información completa está aquí pero el resumen es:

Una semana de duración.
Alojados en Casa Josephine, la Rioja.
24 horas lectivas de escritura creativa (introducción a la escritura de relatos) en 6 sesiones matinales de 4 horas.
Media pensión (desayuno+comida) más cuatro cenas.
550 euros en habitación single, 400 si compartes.
Participativo.
Para cualquiera que sea aficionado a la escritura (o que quiera serlo).
Grupos de 5 a 9 personas.
Julio y agosto.

Afilad el lápiz. Espero veros.

11 de febrero de 2010

Relatos de Graham Greene (y 4): The last word and other stories

Y ahora vamos a ver a Graham Greene cuesta abajo.
The last word and other stories, publicado en 1991, es casi su último libro, y debería empezar con una advertencia: lector, no te adentres.

¿Puede el autor de "Mortmain" escribir un relato como "The last word"? Parece que sí, pero vamos a ver dónde, cómo y por qué nace nuestra estupefacción.

1.a) Un ejemplo de buena prosa.
El relato "Beauty", de 1967, arranca con fuerza, incluso con genio: The woman wore an orange scarf which she had so twisted around her forehead that it looked like a toque of the twenties, and her voice bulldozed through all opposition -the speech of her two companions, the young motor-cyclist revving outside, even the clatter of soup plates in the kitchen of the small Antibes restaurant which was almost empty now that autumn had truly set in. Her face was familiar to me...
En este párrafo hay misterio (¿qué carácter tiene una mujer que se ha enrollado de esa manera el pañuelo?) y hay caracterización tanto de la protagonista (her voice bulldozed through all opposition) como del narrador (la referencia a los años veinte y el adverbio truly, gracias al que sabemos que lleva allí tiempo y que, por alguna razón u otra, se ha resistido a reconocer que el otoño ya había llegado).
Esto está vivo.


1.b) Un ejemplo de prosa muerta.
"An appointment with the general", 1990, capítulo segundo. She accepted his invitation because the morning it arrived she had had one more "final" quarrel with her husband -the fourth in four years. The first two had been the least damaging -jealousy after all is a form of love; the third was a furious quarrel with all the pain of broken promises, but the fourth was the worst, without love or anger, with just the irritated tiredness that comes from a repeated grievance, from the conviction that the man one lives with is unchangeable, and the sad knowledge that she didn't care much anyway any more. This one was the final quarrel, she thought. All that was left for her now was the packing of suitcases. Thank God there were no children to consider.

Da pereza, ¿verdad? Es un párrafo que parece revelar el funcionamiento de una voz sin ganas de narrar, un recuento de la vida de la protagonista escrito con la desgana de quien está haciendo los deberes, una lista de clichés (jealousy is a form of love...broken promises...the irritated tiredness...the man is unchangeable...sad knowledge...the packing of suitcases).

(Merece la pena traer al estrado un ejemplo de caracterización del Greene al que echamos de menos. Es de "Chagrin in three parts": "After such a betrayal I could never look at another man", Madame Violet replied. At that moment she looked right through me. I felt invisible. I put my hand between the light and the wall to prove that I had a shadow, and the shadow looked like a beast with horns").

2.a) Una idea fresca.
"A shocking accident", 1967: A un señor que va por la calle le cae encima un cerdo. El señor muere, y su hijo y hermana tienen que enfrentarse al problema narrativo que presenta la historia cada vez que la quieren contar. ¿Es trágica, es cómica? ¿Cómo dosificar la información para que la sorpresa no provoque carcajadas? Tenemos aquí una idea directa que adopta forma de trama sencilla, pero cuyo sentido es profundo: la fractura que existe entre la vida y su representación en literatura.

2.b) Una idea...indescriptible.
"The last word", 1990. Un viejecito sin memoria vive solo en una sociedad futura. Su vida monótona está controlada por lo que imaginamos son policías de un estado totalitario. Pero el viejecito ha conservado en su habitación, como souvenir del pasado, un Cristo manco con el que habla de vez en cuando y al que considera su único amigo. Un día (el 25 de diciembre, para más inri), unos hombres anónimos llevan al viejecito frente al General, que le explica que el comunismo, las religiones, el capitalismo y las guerras han desaparecido del mundo (algo que, en principio, no tendría por qué sonar mal). Y el viejecito, que empieza a recordar algunas palabras del pasado, como Love y Pax, se huele la tostada.

Sí, le dice el General, usted no es otro que...¡Juan XXIX, el último Papa!...pero no sólo eso....¡usted es el último cristiano!....y aún hay más...¡voy a matarle ahora mismo!


Y así, el General saca una pistola para matar al Papa, pero antes decide brindar con él.
Ay, ay, ay, pensamos, ahora va a venir lo del vino. Y, efectivamente, viene lo del vino. El Papa, por lo bajinis, bendice el tinto y ¡se obra el milagro de la Transustanciación! Y el General, después de disparar, se mosquea mucho porque se da cuenta de que el Papa tenía razón.

Fuerte, ¿eh?

Pues es más fuerte cuando nos damos cuenta de que, en narrativa, una idea se convierte en trama para transmitir un sentido, que aquí no es otro que: lo que diga la Iglesia va a misa.

Yo no digo más acerca del futuro del catolicismo. Que lo diga esta foto:


8 de febrero de 2010

Un diez: Cheap in August

Me puede el entusiasmo y voy a escribir cosas hiperbólicas como "descomunal", "estratosférico" y "eterno" acerca del relato "Cheap in August", de Graham Greene. Pero no voy a decir lo de la joyita ni lo del joyón porque ya lo he dicho muchas veces y porque -let's face it- no es demasiado difícil encontrar obras literarias excepcionales: tal vez no abunden, pero tampoco escasean.
Este relato es, sin más, una de ellas. Se da la mano con, por ejemplo, "La señora del perrito", de
Chéjov, con el que está emparentado por más de una razón.

It was cheap in August: the essential sun, the coral reefs, the bamboo bar and the calypsos -they were all of them at cut prices, like the slightly soiled slips in a bargain-sale... Mary Watson, inglesa está en un resort en Jamaica, sola y lejos de su marido, un norteamericano de New England que pasa el verano en Europa preparando unas conferencias sobre literatura. Aquí huele a Henry James, pero en versión slightly soiled.

Mary Watson, una mujer dada al análisis, deja vagar la mente y, rememorando su vida sexual, termina por ver a su marido exactamente así, bajo la luz de
James: "A man of intellect whose body was not much to him and its senses and appetites not importunate". Y después de tres semanas de aburrirse y de tomar calypsos, descubre que, a sus cuarenta años, está lista para tener una aventura sexual. Es el momento y es el lugar.
Pero le falta el objeto.

A su alrededor no parece haber mucho donde elegir. Dentro de la piscina hay en un señor mayor, que evidentemente no le sirve:
the old man splashing water over himself, like an elephant, in the shallow end hardly counted. Y ella sigue divagando un ratito, hasta que el hombre se presenta.

Ni de coña, piensa ella. Además, tengo marido. Pero el señor es directo: que si quiere tomar una copa. No, no, ya me he tomado una. Oiga, que a mí la copa me da igual, que yo lo que necesito es compañía. Que no y que no. Bueno, pues si no es una copa, ¿le importa que me siente a comer con usted?
Ella se desarma. De pronto, los circunloquios a lo Henry James (à la New England) no le sirven de mucho, y empieza a ver al señor con curiosidad. Es un modelo de americano distinto de su marido: es viejo, es gordo (The chair was too small for him; his thighs overlapped like a double mattress on a single bed), no es peligroso y pone todo su fracaso sobre la mesa sin pena: no tiene dinero y está solo. Por supuesto, se dice Mary, yo sólo tengo curiosidad intelectual por este señor.

Y entonces, en el segundo capítulo, vienen dos páginas que deberían estudiarse (junto al octavo capítulo de
Innocence) como ejemplo de representación del nacimiento de un sentimiento: el pensamiento de Mary va del viejo a sí misma, a su marido, y de nuevo al viejo, que insiste. No me interesa nada, gracias, yo soy muy mía, dice. Y él como un toro: vale, como usted quiera, pero mi habitación es la 63. Y ella que no, que me disculpe usted, caballero, que me voy a ir a dormir la siesta.

Pero la camarera de planta está haciendo la habitación 63, y la puerta está abierta. Mary entra, fisga, olisquea:
the same pair of double beds, the same wardrobe, the same dressing-table in the same position, the same heavy breathing of the air-conditioner. ¿Hay manera más elegante de retratar a dos personajes solos, varados, al borde de una pasión cheap in August? Mary encuentra una carta a medio escribir, y, por supuesto, la lee.

Al salir se da de frente con el señor, que vuelve a su habitación e insiste: ¿Me estaba esperando? Nada de eso, dice ella, yo venía a buscar a la camarera para pedirle una jarra de agua. Pues llévese la mía y, si quiere, avíseme para tomar algo cuando se despierte de la siesta. Y ella se va pasillo abajo, roja de vergüenza.
She had walked into a trap baited by with a flask of iced water, and in her room she drank the water gingerly as though it might have a flavour different from hers.

Esto es magistral, pero seguimos ascendiendo. El capítulo tres es el duelo, de igual a igual.
The old fat man had become an individual now that she had read his letter, y ella acepta ir a la habitación 63. Se toma un bourbon y después otro, y después otro, mientras piensa que es curioso sentir, por primera vez en su vida, curiosidad real hacia otro ser humano.

Tenemos que bajar a cenar, dice él. Y allá van:
They went downstairs, following rather carefully in each other's footsteps like ducks.
Ya está. Una frase perfecta. Ya son dos personas en un mundo en el que no cabe nadie más.


Hay un cuarto capítulo, de nuevo en la habitación 63 y ya pasado el efecto del bourbon, en el que aparecen, desnudos y explícitos, los personajes: su miedo a la muerte, su soledad y su resignación. Y el relato se cierra con una ovación.

Un diez, vamos.
Greene decía que este relato estaba entre lo mejor que había escrito, una afirmación que, en principio, podría dejar al lector temblando: si lo mejor se mide en relación a lo peor, podríamos estar hablando de algo muy malo, malísimo, pues las bazofias de Greene son históricas, descomunales, estratosféricas, eternas.
Pero no. Es de lo mejor en términos absolutos. O al menos en relación al ideal de relato que nos acompañó a lo largo del siglo XX.

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7 de febrero de 2010

Relatos de Graham Greene (3): May we borrow your husband?

Y al séptimo día, Graham Greene se divirtió.

Cuando publicó esta colección de "comedias sobre la vida sexual"(1967), Greene tenía sesenta y tres años y estaba en su momento (literario y personal) más lúdico y encantador. Acababa de mudarse a Antibes con su novia Yvonne Cloetta y parece que el aire del Mediterráneo le estaba sentando muy bien, lo que sin duda se nota en su escritura. Lo siento, Proust, aquí lleva razón Sainte-Beuve.

Greene parece decir al lector: "No me tomes muy en serio, pero si tienes un rato siéntate, sácame una copa y escucha, que te voy a contar una cosita..." Y con ese tono medio ligero y medio travieso narra unas cuantas historias crueles que, en sus mejores momentos, recuerdan a algunos cuentos de Muriel Spark. De hecho, el narrador de las tres primeras historias tiene la voz del de The Fortune-Teller o The Dragon: es el embaucador listillo que jura, mordiéndose la lengua, estar contando la verdad y nada más que la verdad.

Sí, seguro.

Un hotel en Antibes al final del verano, un escritor mayor con vocación de voyeur y una pareja de decoradores: The elder man was nearing fifty and the grey hair that waved over his ears was too uniform to be true: the younger had passed thirty and his hair was as black as the other's was grey. El escritor los ficha desde su terraza como si nada, y a continuación nos cuenta la excusa clásica: yo no me metí, yo sólo cuento "the events of this sad little comedy" como los vi. Pero en el fondo está el dilema histórico del narrador que podría quedarse sin historia si no se mete un poquito, sólo un poquito, y da un empujoncito, sólo un empujoncito, a los acontecimientos. Es un temazo.

En seguida llegan al hotel Poopy y Peter, un matrimonio que disfruta (es un decir) de una luna de miel sin sexo. Los decoradores sacan su radar, el escritor saca el suyo y los tres llegan a la misma conclusión: Peter escora. Los decoradores empiezan su asedio y el escritor, que prefiere a la chica, empieza el suyo. Quiere el azar que se la encuentre sentada a la puerta de un museo, llorando: She jumped a little as she turned and dropped her handkerchief, and when I picked it up I found it soaked with tears -it was like holding a small drowned animal in my hand. Pero el escritor es un hombre mayor y, haciendo de la necesidad virtud, nos cuenta que no quiere seducir a la joven porque es un hombre con escrúpulos. Pero, claro, tampoco puede contarle la verdad porque la comedia le está entreteniendo demasiado.
O sea, que los escrúpulos le llegan hasta un límite:
There was no move I could make. I had just to sit there and watch while they made the moves carefully and adroitly towards the climax.

Esto es un Henry James "tongue-in-cheek". Es una historia genial, soberbia, extraordinaria, uno de los dos hitos que contiene este libro.
El otro es "Cheap in August", que merece un post aparte, una calle, un monumento. Y entre el resto sobresalen Mortmain, A shocking accident (que pasa inmediatamente a mi lista de obras favoritas sobre el viejo tema vida ≠ arte, junto con The harvest, de Amy Hempel, Material, de Alice Munro y Storytelling, de Todd Solonz) y, tal vez, The root of all evil.

En breve, más.
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Artículo (gossip, basically) sobre Yvonne Cloetta

6 de febrero de 2010

Relatos de Graham Greene (2): A sense of reality

Entre dos cumbres como Twenty-one stories (1954) y May we borrow your husband? (1967), los cuatro relatos de A sense of reality, (1963) se leen con decepción. Pasan por ser sus cuentos más personales, más íntimos, algo así como prosas semi-fantásticas en las que aparece el Greene más psicoanalítico, y parece que ya algunos críticos del momento leyeron el libro entre bostezos.

El protagonista de Under the garden, enfermo de cáncer, decide volver a la casa donde, de niño, tuvo un sueño. Pero como dice Barbara, il ne faut jamais revenir / aux temps cachés des souvenirs / du temps béni de son enfance, y lo que el hombre encuentra no es lo que recuerda. Su hermano, que vive en la casa familiar, ha mantenido una relación "real" con el pasado: ha reformado la fuente, ha tirado trastos, etc. Pero el protagonista, ante la inminencia de la muerte, se resiste a creer que la verdad está en la realidad actual y no en sus recuerdos pasados. Y, durante una noche, escribe el relato de un sueño que ha terminado por creer, y en el que aparecen muchos de los tópicos de los sueños en la literatura (confusión espacio-tiempo, detalles escatológicos, lugares reconocibles ligeramente alterados, personajes que hablan un idioma raro). Bajo el jardín de la casa del protagonista, en resumen, puede haber un mundo extraño, al que el niño descendió una vez y donde conoció a un tal Javitt, que le reveló el sentido de la vida y le enseñó un tesoro. Y como el protagonista está a punto de morirse, todo esto le resulta sumamente emocionante. En fin.

A visit to Morin es incluso más íntimo. Tanto, que trata de un asunto que pudo ser crucial para Greene y su amigo el cura gallego Leopoldo Durán(*), pero difícilmente para el lector: la posibilidad de tener fe sin creer y de vivir el catolicismo lejos de los sacramentos. El narrador visita a Morin, un autor católico al que admiraba de niño y que le confiesa, en una conversación teológica vacía, vivir en una paradoja. ¿Es posible vivir con fe y no creer en lo que dice la Iglesia? Tal vez sí, tal vez no, pero, ¿acaso importa?

Dream of a strange land tiene el tono, la trama y el desenlace de una parábola. Un doctor retirado en una gran casa en el bosque recibe la visita de un leproso. Hay un dilema moral y una intervención del destino, como debe ser. Y no cuento más porque este relato sí merece la pena leerse sin spoilers.

A discovery in the woods es un relato post-apocalíptico. Un grupo de niños se adentran, contra el consejo de los mayores, en el mundo que hay más allá de su valle. Lo que encuentran son restos de nuestra civilización (una casa en ruinas, el esqueleto de un posible soldado), que presumiblemente se ha destruido por completo. Pero, al igual que en Under the garden, el sentido profundo del relato es una experiencia vital (el fin de la niñez en el momento en que se descubre el origen de los mitos) que Greene no convierte en trascendente para el lector.

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Las fotos son del trabajo Moonmilk, de Ryan McGinley.
(*) Leopolo Durán era este curita gallego enamorado de Greene. Por lo visto, Greene pasó un par de décadas de crisis religiosa y sacramental, dudando si comerse la hostia o no comérsela. Y al final, de rodillas ante este señor, abrió la boca.

3 de febrero de 2010

Relatos de Graham Greene (1): Twenty-one stories

1954. Graham Greene reedita su primera colección de relatos (Nineteen stories, de 1947), añadiendo cuatro. Son historias de su época, y es posible que algunas fueran escritas para un lector que ya no existe: cinco o seis yacen, muertas, irrecuperables, bajo una capa de polvo.
Pero en las mejores brilla ese genio de Graham Greene que deja al lector dudando si el autor es un ojo inocente que observa un mundo retorcido o justo lo contrario.

Se salen The destructors (sobre la que ya se ha dicho todo), The blue film, When Greek meets Greek, A chance for Mr. Lever, A drive in the country y The innocent. Otro buen lote (Special duties, The hint of an explanation, A little place off the Edgware Road, Across the bridge, The basement room, Jubilee y The end of the party) quedan en segundo lugar, tal vez lastrados por unos cierres demasiado herméticos y, a veces, un poco convencionales. Y el resto, como dicen los pedantes, es silencio.

Al grano con un ejemplo.
The blue film
es un cuento perfecto, un disparo de cinco páginas. Tenemos a Carter y su esposa en un lugar exótico en el que Carter ha hecho negocios y donde ha traído a Mrs Carter para limpiar su conciencia. Han estado separados mucho tiempo. Ella se aburre y, para estar a la altura de lo que imagina acerca de su marido (ese desconocido) se lanza: "If you weren't with me you'd find...you know what I mean, Spots". Quiere ser salvaje, fumar opio, no dejarse sorprender por la depravación; es un intento desesperado.

Pero su marido la observa: "When he looked at her neck he was reminded of how difficult it was to unstring a turkey". No hace falta ir, dice, es sórdido, y entendemos que el reproche es hacia sí mismo. Qué habrá hecho, de qué se avergüenza.
Ella insiste: "I should be taken to plenty of Spots if I wasn't with a husband".
Él se contiene: "He tried to drink his coffee calmly; he wanted to bite the edge of the cup".
Así pues, como ella lo ha pedido, el marido la lleva a ver una proyección de porno clandestino en una cabaña al final de un callejón de mala muerte: "The owner showed them into a tiny stuffy room with two chairs and a portrait of the King. The screen was about the size of a folio volume".
Es la venganza del marido, aunque ella está a la altura: "Ugly and not exciting", dice Mrs Carter cuando termina la primera película.

Pero en la segunda, Carter ve cierto encanto. La chica se quita un sombrero, el chico es joven, y vuelve a Carter cierto recuerdo.

"Good God", dice Mrs Carter, "it's you".
"It was me", Carter said.
Y de ahí hasta el final, el relato es devastación pura. En el taxi, la esposa muestra, en tres comentarios, un repertorio de reacciones (frígida, inquisitiva, despiadada) que la hacen más horrible por contraste con la chica de la película. Y de vuelta en el hotel, el relato se convierte en una elegía negra sobre el tiempo que todo lo destruye. Y aquí Greene no se regodea en los efectos; basta un segundo. Carter se desnuda en el baño y es sólo un viejo recordando a la chica. "Thirty years had not been kind: he felt his thickness and his middle age. He thought: I hope to God she's dead. Please, God, he said, let her be dead".
Pero Mrs Carter también está, a su manera, intentando aferrarse al tiempo, y le espera medio desnuda. "Her thin bare legs reminded him of a heron waiting for fish".
Y después, mientras follan, "she was dry and hot and implacable in her desire. "Go on", she said, "go on", and then she screamed like an angry and hurt bird".

Puede decirsen un montón de generalidades sobre Greene, su catolicismo, sus personajes, su talento, etc. Pero el lector que disfrute de la literatura como arte que se goza en solitario, destello a destello, tiene aquí un manjar. Es el Greene conciso y serio, que hace reír sin disfrutar. Faltan todavía un par de décadas para que empiece a divertirse.
Eso mañana.

7 de enero de 2010

The Assignation, de Joyce Carol Oates


En una entrevista para Paris Review, Joyce Carol Oates zanjó el debate sobre su productividad con una observación de sentido común: al final, lo que cuenta de un autor son sus libros más potentes. Y así era hasta que, en el siglo XX, el cliché del escritor serio se adornó con nuevos rasgos: empezó a ser de buen tono que el autor no escribiera porque la autoconciencia, ¡ay!, lo paralizaba.


Pero Joyce Carol Oates no pierde tiempo en calcular si dos (o tres, o cuatro, o cinco) libros al año son suficientes o demasiados. Ella está trabajando.


The Assignation es una recopilación de cuarenta y cuatro historias muy breves escritas a mediados de los ochenta y publicadas como volumen en 1988. Como casi toda la prosa de JCO, se lee intensamente, sin respiro. Y es días después, tras la decantación, cuando llega el momento de decidir qué salvamos y qué desechamos.

Yo me quedo con The Bystander (o las consecuencias de un robo a mano armada en un personaje secundario), Heartland (o cómo narrar una visita a la familia en clave de pesadilla) y Tick (o qué pasa cuando una mujer despechada se encuentra una garrapata en la cabeza). En los tres relatos hay cabida para un cierto desarrollo narrativo -es decir, acción en el tiempo-, lo que evita que incurran en el principal rasgo/defecto de la "microficción": que falte es espacio para que los recursos (la elipsis, el tono, el ingenio...) sirvan a un objetivo más relevante que llamar la atención sobre sí mismos.


Si comparamos The Assignation con otras colecciones de relatos como I am no one you know o Faithless, éste es un libro menor. Faltan, tal vez, el humor oscuro y la imaginación macabra donde JCO brilla, en tanto que escritora de tradición gótica, como nadie.